Capítulo XXVI CONTRA MUNDUM
A mi pobre y viejo «yo» le pregunté muchas veces a cuántas cosas estaba dispuesto a renunciar si me convertía en católico. Y la respuesta siempre fue la misma: me lo pedían todo. No podía ser de otra manera. ... Evidentemente, no soy la persona más autorizada para hablar de los peligros espirituales de la adicción a las artes o del embelesamiento ante las cosas sublimes y bellas. Pero lo cierto es que las artes, a su más alto nivel, son la expresión de Dios en nosotros. En cuanto a la renuncia del mundo, me imagino que tenemos que decidir qué rechazar. Una de mis pocas máximas solía ser esta: «Creo en la vida, ¡y haré cuanto esté en mi mano por demostrarlo!.
Estas palabras de Siegfried Sassoon, escritas el 29 de marzo de 1960, podrían pertenecer a cualquiera de los demás escritores conversos de su generación: de hecho, proporcionan la clave para entender los motivos ocultos detrás de la conversión de muchos de ellos. Existía, en primer lugar, un profundo desengaño «del mundo» y de lo que este era capaz de ofrecer; un deseo de profundidad en un mundo superficial; un deseo de permanencia en un mundo cambiante; y de certeza en un mundo de dudas. Para muchos de estos escritores conversos del siglo XX, la aceptación de Dios venía de la mano del rechazo «del mundo» y de su materialismo. Esta alienación tan evidente en los poemas de Sassoon fue uno de los principales temas abordados por esa mayoría que buscaba consuelo en el cristianismo tomando como arquetipo y precedente La tierra baldía, de Eliot.
Una unidad en lo fundamental que puede apreciarse en las semejanzas existentes entre personas, por lo demás, muy distintas: tal es el caso de Siegfried Sassoon y Roy Campbell. El primero era callado, solitario y profundamente introvertido; el segundo solía mostrarse ruidoso, y todas sus obras y declaraciones públicas, notablemente polémicas. Uno y otro, sin embargo, destacaron por su valor en tiempos de guerra y pasarán a la posteridad por su conmovedora poesía bélica. Ambos encontraron también su hogar en la Iglesia católica, aunque Campbell murió algunos meses antes de que Sassoon fuera recibido; y, por último, ambos compartieron un sentimiento de profunda desconfianza hacia ese tan elogiado «progreso» que siguió a la Segunda Guerra Mundial: una desconfianza expresada mediante las formas adecuadas a sus respectivos temperamentos. La introspección de Sassoon lo llevó al cautivador lamento de su «Letanía de una pérdida», mientras que en 1954 -en su Sudáfrica natal, durante un discurso- la imparable furia de Campbell le hizo prorrumpir en insultos contra Churchill calificándolo de «valiente pero anticuado alabardero de la Guardia Real», y a Roosevelt de «zombi risillas». En ese mismo discurso denunció la «bomba trampa de Yalta» y se burló de Inglaterra por «depender de la ayuda del Plan Marshall, o -en otras palabras- de sus «propinas». Además, se sumó a la polémica atacando a las Naciones Unidas y ensalzando la España de Franco. «El estimulante estruendo provocado por aquellos ladrillazos llenaba el City Hall de Pietermaritzburg», informaba el Natal Witness.
La falta de diplomacia de Campbell al escoger sus palabras -reflejo del sentimiento de ofensa precisamente en unos días en que a la guerra mundial venía a sumarse la guerra fría- ofrece, sin embargo, un retrato distorsionado de su postura personal. Profundamente decepcionado por el papel de América durante la posguerra, sus opiniones eran bastante más equilibradas de lo que su diatriba hace pensar. El apoyo prestado a la España de Franco no significa que fuese un «fascista» en el sentido del término aceptado de un modo más general; después de todo, Campbell criticó de un modo coherente el régimen nazi y participó en la guerra del lado de los aliados. Para Campbell, Franco era solamente el defensor de la España católica en contra del comunismo ateo. No hay que olvidar que, en su Sudáfrica natal, Campbell se opuso con vehemencia al «apartheid».
El carácter exaltado de sus opiniones políticas se muestra en paradójico contraste con otros aspectos de su personalidad. Su afición al alcohol y su carácter hablador se ajusta mal a la imagen del poeta que tan maravillosamente tradujo al inglés los versos místicos de san Juan de la Cruz. De modo similar, esa pasión que le hacía viajar de un modo compulsivo, como si huyera de sí mismo, no casaba con su deseo y su necesidad de vivir entre campesinos españoles y portugueses, escogiendo para ello pequeñas propiedades. Quizá fuese el enfrentamiento de tantas incongruencias lo que alimentaba la creatividad de Campbell.
Hacia 1956, la serenidad que proporcionan los años daba la impresión de haber acabado con tanta incongruencia. Por entonces, Mary y él vivían en Linho, un pueblecito portugués. Todas las mañanas asistían juntos a misa en un convento cercano, y todas las tardes juntos rezaban el rosario. «Tenemos que rezar uno por la conversión de los bolcheviques», le escribía a Edith Sitwell. «Yo preferiría luchar contra ellos, pero el Santo Padre sabe más». Unas palabras retóricas destinadas a engrandecer ante Sitwell su imagen de campeón en la batalla, cuando, en realidad, ya no podía pelear, pues sufría -estoicamente- de ciática, y caminar tan solo unos centenares de metros le exigía una lucha titánica; además, había engordado y las fotografías que le tomaron a finales de 1956 muestran un rostro pálido e hinchado. De entre sus más recientes poemas publicados, uno de los últimos que había escrito, «Noches de noviembre», poseía una serenidad -muy escasa en su obra anterior- que se veía acentuada por la longitud de los versos y su ritmo suave y contenido:
Now peasants shun the muddy fields, and fisherfolk the shores.
It is the time the weather finds the wounds of bygone wars,
And never to a charger did I take as I have done
To cantering the rocking-chair, my Pegasus, indoors,
For my olives have been gathered and my grapes are in the tun
(Ahora, los campesinos evitan los campos enfangados, los pescadores las orillas. /Ahora, el tiempo se encuentra con las heridas de las guerras pasadas / jamás monté caballo de batalla. / como dentro de mi casa cabalgo sobre mi mecedora, mi Pegaso /después de recoger mis aceitunas y mis uvas en su tonel -N. de la T.).
Campbell y Mary pasaron unas tranquilas Navidades en Portugal, en compañía de sus hijas y de sus dos nietos. Las cartas enviadas a sus amigos contenían cierto matiz de profética paciencia, de resignada paz. A su secretaria en la BBC, Daphne Collins, con quien mantenía correspondencia desde 1950, le escribió: «Estoy bastante enfermo; quizá no vuelva a escribirte, pero te envío mi afecto más respetuoso: el mismo desde ese primer día en que tan generosamente empezaste a trabajar conmigo».
En enero de 1957 acabó de corregir las pruebas del segundo volumen de sus Poemas reunidos, pero ya no le quedaban energías para trabajar. Incluso su historia de la Guerra Civil española, en la que trabajaba de modo intermitente desde 1939 «para corregir a esos ingleses mentirosos enloquecidos por el Kremlin», se colocó en un estante y quedó inconclusa. Parecía preparado para la despedida y dispuesto a esperar un tranquilo y lento descenso hacia la muerte. No sería así.
El 5 de abril, Mary y él pusieron rumbo a España en su pequeño Fiat 600 para asistir a las procesiones sevillanas de Semana Santa. Mary reparó en la profunda devoción -mayor que otras veces- con que su marido vivió aquellos días en Sevilla y procuró ponerse a su altura. El 23 de abril iniciaron el regreso a casa; hacia las cuatro de la tarde, cruzaron la frontera y atravesaron esas carreteras flanqueadas de pinos del sur de Portugal. Repentinamente, una de las ruedas reventó y el vehículo, tras girar bruscamente, fue a estrellarse contra un árbol. Campbell se rompió el cuello. Aún continuó respirando un rato; luego, tras un par de suspiros, la vida acabó abandonándolo. Su mujer, que permanecía inconsciente, tenía los pies destrozados y un brazo, las costillas y los dientes delanteros rotos. Sin embargo, logró sobrevivir y aún cumplió veintidós años más de pobreza, sin abandonar su infatigable colaboración con varias instituciones caritativas cristianas, aunque por temporadas tanto ella como su hija tuvieran que contentarse con una simple sopa hecha de cabezas de pescado.
En la violenta muerte de Campbell puede hallarse cierto simbolismo, porque aquel hombre de acción que aguantó -e incluso disfrutó- tanta violencia en vida, acabó muriendo igual que había vivido. No era su destino ir hundiéndose lentamente en la enfermedad ni prolongar su vida en el lecho de muerte. El soldado-poeta moría con las botas puestas. Un simbolismo que no pasó inadvertido a Edith Sitwell, conmocionada por el horror de la noticia de la muerte de Campbell:
Este sencillo gigante «de corazón devoto» ha sido el auténtico Caballero de Nuestra Señora, y si había de llegarle la muerte, bien está que haya sido cuando volvía de celebrar la Resurrección de su Hijo.
Creo también que a él, que era todo energía, todo juego, no le habría gustado morir en su lecho, lentamente y sin poder hacer nada. Ha muerto como ha vivido: como un relámpago de luz.
Uno se pregunta si Sitwell advirtió también que aquel campeón, aquel caballero de brillante armadura que había salido en defensa de su reputación contra el ataque de los dragones literarios, había muerto el día de la festividad de san Jorge.
El 1 de mayo, en The Times, Thomas Moult, de la Sociedad Poética, se refería a Campbell en estos términos:
Amigos y enemigos lo recordarán como el más sincero y vigoroso poeta actual. Pero su personalidad era de lo más pintoresca. No solo toreó en España: como banderillero, vistió en dos ocasiones la chaquetilla plateada; y en Provenza salió vencedor en un rodeo de bueyes. Visitaba Londres con frecuencia. Chelsea, por ejemplo, conocía a este hombre vitalista y volcánico en obras e ideas, tan de cerca como -pongamos por caso- Madrid.
El 21 de mayo, el padre D’Arcy celebró en Farm Street la misa de réquiem: entre los escritores que asistieron a la ceremonia, la figura más relevante fue la de Edith Sitwell.
Hasta el 23 de septiembre, Sitwell no se decidió a escribir a Mary Campbell:
En tu pena, en tu desolación y en tu soledad, mis pensamientos no han dejado de acompañarte todo este tiempo.
No te he escrito antes porque, desde que empezó el verano, solo se han abatido sobre mí desastres y aflicción: hasta el punto de preguntarme a veces si aquello era posible. En momentos como este, lo único que se puede hacer es mantenerse en silencio ante quienes están sufriendo más que uno mismo -y no sumar, en el colmo del egoísmo, el peso de las penas y los problemas propios a otro peso mayor-. Pero ahora me doy cuenta de que me deben estar enseñando alguna lección...
El Sunday Times me ha prometido que seré yo quien haga la crítica de los poemas de Roy en cuanto salgan...
Él es el único poeta realmente grande de nuestro tiempo: ese fuego, ese espíritu, esa belleza inefable.
Tras la muerte de Campbell, Sitwell se erigió en su defensora literaria, saldando su deuda con un quijotesco quid pro quo. Igual que, en vida, Campbell había luchado por su reputación, así ella, ahora que estaba muerto y carecía de la posibilidad de defenderse, lucharía por la de él. No solo obtuvo del Sunday Times la promesa de que se le permitiría hacer la crítica de sus poemas, sino que se dedicó a promocionar la obra de Campbell siempre que podía. En septiembre, durante un recital organizado para obtener fondos destinados a la restauración de la Capilla Stonor, donde san Edmund Campion celebró misa antes de ser arrestado, Sitwell leyó la traducción de Campbell de «Noche oscura» y «Aparición de Nuestra Señora sobre Toledo». En 1960 escribió el prólogo al tercer volumen de los Poemas reunidos, de Campbell, donde volvía a manifestar que este era «uno de los pocos grandes poetas de nuestro tiempo»:
Sus poemas originales son de una gran categoría y tienen la fuerza y el poder de movimientos de un gigante, sin el peso de ese gigante...
Son poemas también de un gran sentido de la belleza: un sentido muy poco común en nuestro tiempo.
Todo, hasta la flor más humilde, queda transformado en algo grande...
Campbell poseía una técnica perfecta, extraordinaria y de gran variedad, desde el soberbio empuje y la violencia de Mazeppa, hasta el exquisito, frío y vital ritmo de baile de The Palm... a la belleza y el sonido inefable -el del agua, que fluye- de su traducción de la Noche oscura de san Juan de la Cruz, que constituye quizá la principal gloria de este libro.
Sitwell volvió a demostrar el gran aprecio que sentía por la poesía de Campbell en su autobiografía, Taken care of, publicada en 1964, a poco de fallecer; en ella manifestaba también su adoración por Campbell y hasta qué punto admiraba al hombre que se escondía detrás de aquellos poemas. Campbell -escribió- era «alto, de fuerte complexión, enérgico y vitalista» y sus ojos poseían «el llamativo azul del martín pescador»:
Destacaba dondequiera que estuviese, siempre por encima de los demás, y no solo a causa de su tamaño, y mucho menos por alardear de nada -tanto su aspecto como sus modales estaban desprovistos de toda afectación-, sino a causa de su extraordinaria personalidad.
Poseía una gran sencillez, y no podían ser mayores ni su cortesía ni el cariño que demostraba a sus amigos. Increíblemente valiente y caballeroso, su corazón y su fe eran los de un niño... Se le ha acusado de fascista. Nunca lo fue. Aunque su profunda religiosidad le hizo pelear en España en contra de los rojos. Creía -como yo también lo creo- que masacrar sacerdotes, monjas, judíos, campesinos y aristócratas siempre es igual de infame.
Otro de los poetas que se contaba entre los admiradores de Campbell era Edmund Blunden, a quien le gustaba recordarlo como un «sheriff literario que llegaba de tanto en cuando para limpiar la ciudad». La reputación literaria de Blunden, como la de Campbell, se ha visto enturbiada por cometer el error de ponerse «del lado equivocado» durante la Guerra Civil española.
No obstante, Campbell siempre estuvo pro Ecclesia contra mundum y le daba igual ser acusado de políticamente incorrecto. En todo caso, llevaba el estigma de las burlas del mundo como si hubiera recibido los estigmas de Cristo, blandiendo sus heridas con honor y -quizá por desgracia- también con orgullo. Su postura, aunque teológicamente discutible, consistía en cuidar del dinero caído del cielo y que el resto del mundo se fuera al infierno. No resulta, pues, sorprendente que al mundo Campbell no le gustara demasiado. Este conflicto aparece sucintamente resumido por David Wright en sus primeros trabajos críticos sobre el poeta, publicados en 1961: «No es fácil, estando tan cercana su muerte», escribió Wright, «valorar la obra de alguien tan excepcional y de características tan contradictorias»:
No cabe ninguna duda de que Campbell era un auténtico poeta... Como Vernon Watkins ha señalado, «desempeñaba un papel singularmente consistente como inspirado paladín y campeón de los perdedores»; y estaba habituado a defender lo que él consideraba perdedor, y no lo que dictaban las modas o la evidencia. Más adelante, tanto con su vida como con su trabajo, confirmó la validez de su vocación poética, su importancia y su moral del placer... «No hay sustitutos para la moral, el honor y la lealtad, ni en ellos mismos (como, por desgracia, estamos comprobando) ni como sustancia de la poesía». En este sentido, Campbell era un Don Quijote cuyo coraje y valor estaban dedicados a una ética desaparecida, y cuyos valores solo resultan cómicos desvaríos en la medida en que el mundo se va degradando.
La afirmación de Wright no es cierta en un sentido estricto, o al menos Campbell no la habría compartido. Campbell no creía estar dedicado a una ética desaparecida en un mundo degradado, sino a una ética inviolable en un mundo demasiado degradado para entender los principios fundamentales. La ética no había desaparecido: solo se había hecho invisible a ojos de un mundo demasiado ciego para verla: «La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron».
Esta idea constituye el núcleo no solo de la vida y la obra de Campbell, sino de las de otros escritores cristianos. Y fue también el núcleo de la oposición de muchos de ellos a los cambios -litúrgicos o de cualquier otro tipo- que se produjeron en la Iglesia católica durante los años cincuenta y sesenta. Dichos cambios eran percibidos -quizá erróneamente- como la demostración de que, en un desmedido afán por conectar con el mundo moderno, las prácticas católicas se estaban «vendiendo». Las reformas se consideraban una «igualación a la baja», tal y como Chesterton había descrito la tendencia vulgarizante de la vida moderna: una cicatriz impresa en la belleza de la Iglesia por la fealdad de las tendencias modernas.
Roy Campbell y Ronald Knox fallecieron ambos en 1957, con una diferencia de pocos meses, y no llegaron a ver muchos de esos cambios. Pero Knox vivió lo suficiente para ser testigo de la relajación del ayuno eucarístico y de lo que Waugh ha descrito como «la irrupción de los laicos en la liturgia». Contempló -continúa Waugh- «a los arquitectos de la Iglesia dar la espalda al Mediterráneo para seguir las desnudas y proletarias modas del norte». Pero, a pesar de su tradicionalismo intrínseco, se esforzó por superar sus prejuicios en contra de cualquier reforma. Algunos de sus últimos sermones, en especial, el ciclo sobre el Corpus Christi que pronunció en Maiden Lane, contienen las reprimendas que se lanzaba a sí mismo por lamentar la transformación del rostro de la Iglesia.
A pesar de sus esfuerzos por no mostrar discrepancia, a Knox le resultaban molestas muchas de las reformas. Su amor por el latín se remontaba a sus días de anglicano en Balliol:
El primer verano obtuve la beca Hertford, un premio concedido al mejor examen de latín; y mis éxitos en este campo... me hicieron verlo con mejores ojos, porque hasta entonces siempre había preferido el griego. El aprecio que sentía por la riqueza de asociaciones de la lengua latina y su enraizamiento (creo que fue Belloc quien dijo esto) en la cultura europea me hacían muy fácil rezar y celebrar la misa en latín, en lugar de utilizar las traducciones y adaptaciones al inglés.
Fue este amor por el latín lo que le llevó a responder de un modo desacostumbradamente cáustico a la petición de que celebrara un bautizo en lengua vernácula: «El niño no entiende el inglés», dijo, «y el diablo sí sabe latín».
Si Knox murió antes de contemplar el amplio alcance de las reformas, Waugh dispuso de tiempo suficiente para verlo en su plenitud. Y desde el principio manifestó una obstinada oposición. Los primeros indicios del cambio se presentaron durante la Semana Santa de 1956, en el transcurso de su estancia en la abadía de Downside, donde asistía a un retiro. Waugh estuvo en Downside desde el Miércoles Santo hasta la Misa Solemne celebrada el Domingo de Pascua. En su diario anotó que había sido «bastante aburrido, porque la nueva liturgia, aplicada por primera vez, deja libres muchas horas». En cuanto a las conferencias pronunciadas por el padre Illtyd Trethowan, «un joven y brillante filósofo», Waugh se declaraba «en manifiesto desacuerdo con casi todo lo que ha dicho y muy molesto con la nueva liturgia». La entrada de su diario recogía los cambios litúrgicos detalladamente y con patente desaprobación, aunque admitía que, «a pesar de los pesares, han sido tres días provechosos». Muy pronto, su aversión hacia la nueva liturgia aumentaría tanto como para hacerle sentirse incapaz de cumplir con el retiro anual. Seis años después se quejaba en el Spectator de lo que consideraba el empobrecimiento de los oficios de Semana Santa:
Durante siglos, estos se han visto enriquecidos por devociones muy queridas de los laicos: el oficio de Tinieblas, la vela ante el monumento al Santísimo, la Misa de los catecúmenos... Ahora, no se celebra nada hasta la tarde del viernes: por la mañana no hay nada. El viernes por la tarde se pasa más o menos una hora en la iglesia. El sábado también se pasa en blanco hasta entrada la noche. La Misa de Resurrección se celebra a medianoche ante unos feligreses cansados que se limitan a «renovar sus votos bautismales» en lengua vernácula y luego se retiran a dormir. Se ha perdido completamente el significado de la Pascua como fiesta del alba.
El 3 de julio de 1956, con un curioso desenfado tras la amargura subyacente, Waugh escribió a Penelope Betjeman instándola a no dejar su Liga de Mujeres Católicas a merced de la «temible influencia de los dominicos franceses».
Esta aprensión respecto a los cambios litúrgicos era ampliamente compartida por Christopher Dawson, que veía en ellos una prueba del alejamiento de la Iglesia de su renacimiento espiritual e intelectual y el inicio de una época más centrada en la acción y el aspecto material. En 1956 escribió a E.I.Watkin acerca de los «males» de que era víctima la Iglesia en aquellos momentos: «extroversión, legalismo, activismo y también demasiada atención a las polémicas teológicas y a todo tipo de reclamos como la liturgia en lengua vernácula, etc. El legalismo y el espíritu de controversia son problemas de siempre, pero lo demás o me parece nuevo o mucho más importante que en el pasado».
Dos años después, Dawson se dedicó a defender el catolicismo barroco contra los ataques procedentes del seno mismo de la Iglesia católica y, más concretamente, del padre Louis Bouyer y su obra Del protestantismo a la Iglesia: «No tiene en cuenta los grandes logros del catolicismo barroco en la mística y en la vida interior. Y parece pensar que la Iglesia existe para la liturgia, y no al revés; personalmente, yo preferiría encontrarme con un poco de santa Teresa o de san Felipe ¡antes que con una tribu entera de personas que dialogan durante la misa!».
Según su hija, Dawson consideraba estos cambios «debidos en gran parte a una tendencia puritana dentro de la Iglesia». Amaba la espiritualidad barroca, que difundía su mensaje a través de medios como el arte y la música, la poesía y la mística; y que tanto había influido, medio siglo antes, en su conversión. La imaginación -escribió una vez- es tanto una parte del alma como de la inteligencia y la voluntad; tampoco albergaba simpatía alguna por esa actitud «filistea y paternalista» hacia el catolicismo barroco, puesta de manifiesto por ciertos católicos «modernos», a quienes comparaba con «el protestante Victoriano más intolerante y corto de miras».
La postura de E.I.Watkin ante los cambios operados en la Iglesia era más positiva. Adoptando una actitud discrepante frente a muchas de las ideas expresadas en la carta que Dawson le dirigió en 1956, Watkin concluía su estudio sobre El catolicismo romano en Inglaterra desde la Reforma hasta 1950, publicado al año siguiente, con un himno de alabanza hacia el espíritu «renovador» de la Iglesia:
Los últimos años han contemplado el alejamiento de los modelos estereotipados de la Contrarreforma antiprotestante del Concilio de Tiento. Han aparecido nuevos movimientos, se han hecho nuevos experimentos... Al restablecimiento -obra de san Pío X- de la comunión frecuente e incluso diaria, le han seguido las misas en las que el pueblo canta o dice una parte... La barca de Pedro acaba de zarpar desde el catolicismo de la Contrarreforma hacia el catolicismo del futuro, que no es una religión nueva, pero sí ofrece una presentación novedosa, un conocimiento más amplio y profundo de la misma, religión revelada una sola vez. Las tensiones entre los católicos conservadores y los reformistas son inevitables. Pero acompañan a la vida y al crecimiento, y si amenazan la unidad o cuestionan los dogmas de la, fe, la autoridad del sucesor de san Pedro dirimirá las diferencias y zanjará las disputas. De este modo, los experimentos se ven reforzados por la certeza, las especulaciones por la fe, la libertad por la autoridad, el futuro por un pasado que continúa e impulsa hacia delante».
Es difícil imaginar una exposición más razonada por parte de los reformadores, pero no eran muchos los contemporáneos que compartían el entusiasta optimismo de Watkin. Es más, esta debió ser, probablemente, la razón del distanciamiento entre Watkin y Dawson. La hermana Juliana Dawson, ahijada de Watkin, lo recuerda como «uno de los mejores amigos de mi padre», aunque «en años posteriores acabaron separándose». Su amistad quizá fuese una de las primeras víctimas de las «inevitables» tensiones entre los católicos conservadores y los reformistas. En realidad no se podía acusar a Dawson de reaccionario poco razonable: aunque estaba a favor del Concilio Vaticano II, convocado a principios de los sesenta, porque creía en la «necesidad de un cambio», opinaba que «había que mantener las formas de la misa». También planteaba objeciones al uso del inglés y se quejaba a Watkin de la «pobreza de la traducción». Lo irónico del caso es que, antes de la guerra, a Dawson lo habían puesto en entredicho los católicos conservadores, quienes lo consideraban partidario de la teología de la liberación a causa de la deuda que mantenía con el barón von Hugel y con Lord Acton.
Unas sospechas que nunca suscitó Evelyn Waugh, cuyas credenciales católicas se consideraban conservadoras par excellence. El héroe de Waugh era el Papa Pío IX, el primero que se identificó plenamente como ultramontano. En 1854 definió el dogma de la Inmaculada Concepción y, diez años más tarde, publicó una encíclica en la que se denunciaban los principales errores de aquellos tiempos, entre los que se incluía el de que el Papa tuviera que reconciliarse con el «progreso», el liberalismo o la moderna civilización industrial. Además de restaurar en Inglaterra la jerarquía católica, Pío IX convocó el Concilio Vaticano I, que declaró la infalibilidad del Papa en cuestiones de fe y moral y publicó una constitución contraria al panteísmo contemporáneo, al materialismo y al ateísmo. Con su marcada oposición a muchos de los aspectos de la vida moderna, el Concilio Vaticano I declaraba la guerra a los estados seculares del mundo industrializado. Pro Ecclesia. contra mundum se convirtió en el grito de guerra del Papa Pío IX y del Concilio Vaticano convocado por él: un grito de guerra en total consonancia con Waugh. Por el contrario, el Concilio Vaticano II, inaugurado por el Papa Juan XXIII el 11 de octubre de 1962, representó para Waugh una traición a los principios de Pío IX. Lejos de actuar como un desafío de la Iglesia a las tendencias modernas, a ojos de Waugh, las decisiones del Concilio significaron una abyecta rendición que ensombreció de modo desolador los últimos años de su vida.
El Papa -decía Evelyn en una carta a su amiga Ann Fleming en relación con el Concilio Vaticano II- «no tiene ni idea de la caja de Pandora que acaba de abrir». Como tampoco la tenía él nada más iniciarse el Concilio, cuando el 27 de octubre de 1962, con cauto optimismo y cierta prevención, le escribió a Nancy Mitford que «el Concilio es de vital importancia. Como en 1869-1870, los franceses y los alemanes harán de las suyas, pero -igual que entonces- prevalecerá la verdad de Dios».
El mes siguiente, Waugh escribió un artículo sobre el Concilio para el Spectator que llevaba el revelador título de «Lo mismo, por favor». Rechazando cualquier incremento del papel de los laicos en la liturgia de la Iglesia y en defensa del orden sacerdotal, Waugh decía:
...No conozco a nadie cuyo juicio antepondría al del párroco más humilde. Las mentes más inteligentes quizá resuelvan las sutilezas de ciertos problemas verbales, pero es más probable que la verdad emerja en medio de la rutina del seminario y los oficios de la Iglesia...
Y mucho menos aspiro a usurpar su puesto ante el altar. «El sacerdocio de los laicos» es uno de los tópicos de esta década que aborrecemos cuantos nos hemos topado con él.
Respecto a la misa, Waugh se preguntaba «cuántos queríamos un cambio»:
Es la misa por cuya restauración fueron al patíbulo los mártires de la época de Isabel. San Agustín, santo Tomás Becket, santo Tomás Moro, Challoner y Newman se han encontrado perfectamente a gusto entre nosotros; de hecho, estaban presentes junto a nosotros... Una presencia que no es más palpable por que recemos los responsos en alto, al uso moderno.
Lo cual, obviamente, induce a contestar que su presencia no es menos palpable solo porque los responsos se digan en la lengua vernácula.
Waugh despreciaba a los reformadores litúrgicos calificándolos de una «extraña mezcla de los arqueólogos absortos en sus especulaciones en torno a los ritos del siglo II, con los modernistas que quieren hacer de la Iglesia una imagen del carácter de nuestros deplorables tiempos».
Dos días después de que el artículo de Waugh apareciese en el Spectator de 23 de noviembre de 1962, John Heenan, por entonces arzobispo de Liverpool, escribió a Waugh desde el English College, en Roma, donde participaba en el Concilio:
es una lástima, que la voz de los laicos no se haya oído antes...
El problema (creo) es que el continente quiere volvernos del revés para que nos parezcamos lo más posible a los protestantes. ¡Cómo podría hacerles comprender (me temo que son una amplia mayoría) que para nosotros es mucho más importante encontrarnos a gusto con nuestra misa y nuestras ceremonias que seguir al pie de la letra los libros sobre la antigua liturgia.
En el manuscrito original de la carta de Heenan aparece anotado: «Se retractó de todo esto». En su biografía de Waugh, Martin Stannard atribuía esta anotación a Christopher Sykes, quien había expresado en la suya -anterior a la de Stannard- su vehemente desaprobación hacia las reformas litúrgicas. El movimiento reformista, escribió Sykes, «tenía intención de reducir al mínimo todo el ceremonial católico romano y acabar con el orden tradicional de la misa en favor de un encuentro de oración que solo conservaría algunos vestigios esenciales de la ceremonia tradicional». ¡Ni siquiera Waugh llevó nunca tan lejos su desdén hacia aquellos cambios! La anotación de Sykes, sin embargo, es acertada en la medida en que la posterior línea de conducta de Heenan como progresista defensor de la evolución posconciliar discrepa de la postura tradicionalista de su carta.
En los primeros meses del año siguiente Waugh empezó a temer que las reformas anunciadas por el Concilio se extendieran de un modo generalizado. En marzo escribió al Tablet con tono truculento: «¿Apoyarían ustedes que se solicitara de la Santa Sede la fundación de una iglesia Uniata Latina (se llama «uniatas» a las iglesias católicas de rito oriental que reconocen la autoridad espiritual del Papa -es decir, que son plenamente católicas-, pero mantienen su organización y ritos particulares -N. de la T.) que adopte el ritual vigente durante el papado de Pío IX?». El 15 de marzo, tres días después de que su carta apareciera publicada en el Tablet, les remitió un folleto sobre la reforma litúrgica que le había enviado Lady Acton:
A algunos, como Penelope Betjeman, les gusta montar jaleo en la iglesia, y no veo por qué no pueden hacerlo: igual que los abisinios, que bailan y agitan sus sonajeros. A mí me daría mucha vergüenza ponerme a bailar, como me da mucha vergüenza rezar en voz alta. Todas las parroquias podrían celebrar los domingos una de estas misas ruidosas para quienes lo deseen; y otra silenciosa para quienes aman la tranquilidad.
A las Iglesias Uniatas, pongamos por caso, se les permite mantener sus antiguas devociones y el ritual en idiomas como el sirio, el griego bizantino, el kirghiz, el eslavo... mucho más muertos que el latín. ¿Por qué no tener nosotros una Iglesia Romana Uniata, y dejar que los alemanes celebren sus astracanadas?
La decisión que ha tomado el Concilio es -creo- que todo el rito introductorio de la misa, se diga en lengua vernácula los días de precepto. También dicen que debemos tener la misma, versión que los americanos, ¡Dios tenga piedad de nosotros!.
El folleto que había recibido de Lady Acton era Liturgia y doctrina: base doctrinal del Movimiento Litúrgico, del padre Charles Davis, director de la Clergy Review y célebre teólogo liberal. La copia remitida por Waugh estaba adornada con sus «anotaciones al margen»: «¡Cerdo paternalista! ...Ja, ja, qué sandez... ¡Que les den!... Estupideces... HEREJÍA... Borrico...». Entre burla y burla, Waugh introduce alguna crítica interesante: «Una participación activa no significa necesariamente hacer ruido. Solo Dios sabe quién participa... La gente puede rezar en alto, como los fariseos, y no ser escuchada».
El 10 de junio escribía de nuevo a Lady Acton, esta vez lamentándose de que Douglas Woodruff, antiguo amigo suyo y director del Tablet desde 1936, se hubiese inclinado a favor de ciertos teólogos liberales: «Woodruff sufre un encaprichamiento senil por un sacerdote muy peligroso llamado Küng -no es chino, sino centroeuropeo-; un hereje que en días más felices que estos habría acabado en la hoguera».
Aún albergaba Waugh cierta esperanza de lograr mantener a raya a los «herejes» cuando, en 1963, John Heenan fue nombrado arzobispo de Westminster: una esperanza que se desvaneció del todo ante el tono conciliar y conciliador de la Carta Pastoral de Heenan para la Cuaresma de 1964, que se leyó en todas las misas celebradas en Inglaterra y en Gales el 9 de febrero, quincuagésimo domingo:
Tomemos, por ejemplo, los cambios en la Santa Misa. Algunos de vosotros estáis muy alarmados. Creéis que lo van a cambiar todo y que no quedará nada de lo que habéis conocido desde que erais niños. Mientras que otros son partidarios de un cambio total y temen que sea poco lo que se altere.
Las dos posturas son erróneas. Claro que la Iglesia va a acometer ciertas reformas. Esta es una ele las razones por las que se ha convocado el concilio. Pero todo lo que se cambie será solo en bien de las almas. Los obispos, junto con el Papa, somos la Iglesia Maestra. Amamos nuestra Fe y a nuestros sacerdotes y fieles, y velaremos por que no seáis expoliados.
Pero Waugh no estaba convencido. «El Concilio Vaticano me tiene hundido», escribía a Lady Diana Cooper. «No creo probable que se dé marcha atrás a estas desagradables tendencias dentro de la Iglesia». El 3 de marzo escribió a Ann Fleming que iba a pasar la Semana Santa en Roma «para evitar la horrible liturgia inglesa».
El 7 de agosto de 1964, el Catholic Herald publicó una extensa carta de Waugh en la que se atacaban las tendencias «progresistas» de la Iglesia:
se refieren ustedes a una «explosión renovadora» y al «manifiesto dinamismo del Espíritu Santo», con una aparente simpatía hacia los reformistas del norte, deseosos de transformar el aspecto externo de la Iglesia. Creo que perjudican ustedes a su propia causa cuando una semana tras otra publican lo que para mí son necias y escandalosas propuestas propias de gente irresponsable.
Aunque el padre John Sheerin no sea ni necio ni escandaloso, sí lo encuentro ligeramente engreído. Si le he entendido correctamente, pide magnanimidad para los vencidos. Los vejetes (y los menos vejetes) no deben ser condenados, pues han sido erróneamente «instruidos». Los «progresistas» han de pedir «con suma cortesía a los conservadores» que reconsideren su postura.
En cuanto a la suma cortesía no tengo nada que decir, pero ¿se me va a permitir que, con idéntica cortesía, solicite de los progresistas que también ellos reconsideren la suya? ¿Acaso ellos sí han sido instruidos correctamente? ¿Quizá encontraron molesta la disciplina de sus seminarios? ¿Les parecía estar perdiendo el tiempo con un latín poco cordial? ¿Quieren quizá casarse entre ellos y engendrar pequeños progresistas? ¿Piensan, como el Papa actual, que la literatura italiana es una afición mucho más entretenida que la apologética?.
Esta era la combativa actitud de Waugh, quien mezclaba argumentos razonables y conmovedores con invectivas venenosas como serpientes. Su afirmación de que «la función de la Iglesia ha sido en todas las épocas conservadora: la de transmitir, ni disminuido ni contaminado, el credo heredado de sus predecesores», iba seguida de un mordaz ataque contra los reformistas alemanes: «Es propio de los alemanes armar jaleo. Esos mítines encendidos y vociferantes de las Juventudes Hitlerianas eran expresión del entusiasmo nacional... Pero son fundamentalmente antiingleses. Nosotros no repetimos “Sieg Heil” Nosotros rezamos en silencio. “Participar” en la misa no quiere decir que se oigan nuestras propias voces. Quiere decir que Dios escucha nuestras voces».
En esa misma carta, Waugh escribía que «a lo largo de toda su vida, la Iglesia ha mantenido una batalla contra los enemigos de fuera y contra los traidores de dentro». Y ahora veía con enorme angustia cómo los «traidores» del santuario de la Iglesia trabajaban para poner la fe en las hedonistas y paganas manos de los «enemigos» de fuera. La Iglesia Militante estaba siendo entregada a un mundo moderno que aparecía triunfante.
El 6 de agosto, el día anterior a que su escrito apareciese en el Catholic Herald, Waugh leyó en The Times una carta en la que alguien reflejaba su malestar por el hecho de que la Iglesia católica fuese a adoptar oficialmente el inglés para celebrar misa. «Después de dos mil años de misa dicha en un latín universal», escribía, «esto disgustará a mucha gente, y como el uso de la lengua vernácula se va a implantar en todos los demás países, cuando viajemos fuera seremos extranjeros en cualquiera de esas iglesias donde antes nos sentíamos como en casa...esta innovación dividirá de arriba abajo a la Iglesia Católica y Romana inglesa».
Esta carta tocó la fibra más sensible de Waugh, quien se sentó de inmediato a redactar una respuesta publicada por The Times dos días después. «A pesar de no dominar el latín», escribió, estaba «totalmente de acuerdo con las objeciones presentadas en la carta anterior»: «Creo, sin embargo, que es una exageración decir de las innovaciones propuestas que “dividirán de arriba abajo a la Iglesia católica de Roma”. La consecuencia más probable es que, aunque nos resulte más molesto acudir a la iglesia, seguiremos cumpliendo con nuestra obligación».
Estas muestras de disconformidad ante los cambios en la Iglesia reforzaron aún más su imagen pública de pertinaz reaccionario. El 10 de septiembre, la crítica de The Times a su autobiografía, A Little Learning, lo calificaba de «un Coronel Blimp (en Gran Bretaña se aplica este nombre a la persona reaccionaria, presuntuosa y ultra-nacionalista) católico-romano envidiablemente articulado». Esta descripción, aunque divertida y caricaturescamente cierta, no consiguió acabar con la profunda espiritualidad que se ocultaba bajo su indignación externa. Una espiritualidad que aparece reflejada el 17 de septiembre en una de sus cartas a Lady Diana Cooper, en la que, en respuesta a otra «muy triste» recibida de ella, procuraba animarla: «Rezar no consiste en pedir, sino en dar... ¿Alguna vez has hecho penitencia? Lo dudo. No me extraña que estés con la moral por los suelos. ¿Crees en la Encarnación y en la Redención con todo el sentido histórico con que crees en la batalla de El Alamein? Eso es lo que importa. La fe no es cuestión de sentimientos».
El 16 de agosto, Waugh envió al arzobispo Heenan una copia de su carta publicada en el Catholic Herald, «muy sorprendido» por la cantidad de gente que le había escrito expresándole su apoyo y sugiriendo que dirigiera un «grupo» u «organizara una petición de firmas para entregarla al arzobispo». Waugh le preguntaba, además, «si la jerarquía es absolutamente consciente del malestar generado... no tanto por las innovaciones modestas y razonables, como por la puerta que estas parecían abrir a cambios más radicales y deplorables».
Considero un deber para con las muchas personas que me han escrito exponer ante usted nuestros argumentos. Entre ellos hay unos cuantos sacerdotes; pero la mayoría son laicos, hombres y mujeres de mediana edad o de edad avanzada; me imagino que, aproximadamente, la mitad serán conversos que se preguntan: «¿Por qué abandonamos la iglesia de nuestra infancia por una iglesia de adopción que ha acabado asumiendo las mismas formas que tanto nos desagraciaban?».
¿Es mucho pedir que en todas las parroquias se celebren dos misas distintas: una «pop» para los jóvenes, y otra «tradicional» para los mayores? En mi opinión, una minoría ruidosa se ha impuesto a la jerarquía y le ha hecho creer que hay una demanda popular, cuando, en realidad, no existen preferencias.
Heenan contestó el 20 de agosto, afirmando que «había leído y disfrutado con» la carta de Waugh al Catholic Herald:
La jerarquía se encuentra en una situación difícil. Aún no hemos perdido el respeto del católico medio, pero las quejas continuas de los intelectuales y sus inagotables (y molestas) cartas a los periódicos, así como los artículos de la prensa católica, pueden acabar dañando la fe general. A muchos de nosotros nos encantaría demorar los cambios, pero la línea seguida por el Concilio nos obliga a actuar...
Pero no desespere usted. Los cambios no son tan grandes como parecen. Aunque se ha fijado una fecha para introducir la nueva liturgia, me sorprendería que todos los obispos quisieran que todas las misas de todos los días se celebraran según el nuevo ritual. Procuraremos tener en cuenta las necesidades de todos: pops, tradicionales, roqueros, mods, de unas modas y de otras.
El 25 de agosto, Waugh escribía de nuevo al arzobispo afirmando que «todos los días -literalmente- me llegan cartas de laicos preocupados que confían en que hable por ellos»:
Estoy detectando una nueva clase de anticlericalismo. Los antiguos anticlericales, a pesar de acusar al sacerdocio de avaricia, ambición, inmoralidad, etc., al menos reconocían su carácter esencial y peculiar, de modo que sus deslices destacaban aún más. Los nuevos anticlericales parecen minimizar el carácter sacramental del sacerdocio y sugerir que los laicos son sus iguales.
«Tiene usted razón», contestaba Heenan tres días después. «Por eso le dan tanta importancia al Pueblo de Dios y al sacerdocio de los laicos. La misa ya no es el Santo Sacrificio, sino la Cena en la que el sacerdote es el camarero».
Después de cenar en compañía del arzobispo, el 14 de septiembre, Waugh escribió entusiasmado a Katherine Asquith: «Se ha mostrado profundamente conservador y comprensivo con aquellos de nosotros que tememos las nuevas tendencias. Cree que “los intelectuales” están todos en su contra». Pero, si Waugh pensaba que el arzobispo Heenan iba a oponerse a las reformas, muy pronto quedó defraudado. El país entero adoptó la nueva liturgia y la misa en lengua vernácula sustituyó a la dicha en latín. El 3 de enero de 1965 volvió a dirigirse al arzobispo, esta vez, en un tono de exasperada resignación: «Cuando asisto a misa no me siento ni confortado ni edificado. Nunca -así se lo pido a Dios- apostataré, pero ahora ir a la iglesia se ha convertido en un suplicio».
En su contestación de fecha 17 de enero, Heenan admitía que había «muchas cosas indeseables», pero argumentaba que «la gran mayoría (eso me dicen mis sacerdotes) está encantada con la misa en inglés: incluso muchos de los que antes se oponían a ella».
El Jueves Santo, día 15 de abril, Waugh escribió a monseñor McReavy, quien proporcionaba «expertos consejos a laicos en apuros» en la Clergy Review, preguntándole cuáles eran los requisitos legales mínimos en cuanto a la asistencia a Misa»: «No me refiero a qué es mejor para mí, sino qué es lo mínimo que estoy obligado a hacer sin cometer pecado mortal. La nueva liturgia me parece una tentación contra la Fe, la Esperanza y la Caridad, pero nunca -así se lo pido a Dios- apostataré».
En este contexto, fue poco el consuelo y el gozo que pudo experimentar Waugh durante aquella Semana Santa. Las anotaciones de su diario correspondientes al Domingo de Pascua nos ofrecen a un hombre psicológicamente roto y hundido:
Un año en el que el proceso de transformación de la liturgia ha seguido el curso previsto. Las protestas no han servido de nada... El cardenal Heenan ha demostrado tener dos caras. En una cena- celebrada á deux expresó su total simpatía hacia los conservadores y -así lo entendí yo- prometió resistirse a unas innovaciones que ahora se dedica a alentar. ¿Cómo puede creer que la causa de la participación se ve favorecida por la prohibición de arrodillarse en el «incarnatus» del Credo? La prensa católica no ha ofrecido ninguna oposición. No viviré lo suficiente para ver las cosas en su sitid.
El 24 de agosto, Waugh se quejaba amargamente a Christopher Sykes comparando a la jerarquía con «la piara de cerdos de los ga- darenos». El 23 de septiembre escribió a Nancy Mitford: «La faena de la Iglesia me ha dolido a mí y a todo el mundo que conozco. Escribimos cartas a los periódicos. Para lo que nos van a servir...». Al enterarse del estado de Waugh, el padre D’Arcy se apresuró a escribirle intentando ofrecerle consuelo: «No sabía que estuvieras tan deprimido; ruego al Cielo que yo pueda ayudarte en algo». D’Arcy comparaba la postura de Waugh con la de Robert Peckham, un no converso que murió en el exilio tras buscar refugio en Roma cuando la reina Isabel I accedió al trono. Waugh conocía perfectamente la historia de Peckham y le gustaba mucho la biografía novelada que Maurice Baring había escrito de él: de hecho, en noviembre de 1963 le había comentado a Sir Maurice Bowra lo mucho que «le gustaba Maurice Baring». Sin embargo, no estaba de acuerdo con la comparación de D’Arcy: «Peckham contaba con la fácil elección del exilio. Hoy en día no existe refugio».
El 12 de junio de 1966, el cardenal Heenan cumplía con uno de sus propósitos para el Año Nuevo al escribir a Waugh agradeciéndole «todo lo que había hecho por la Antigua Fe»: «Los últimos años han sido muy difíciles, pero al reflexionar sobre el Concilio estoy seguro de que es algo bueno. En la última sesión venció la cordura y espero que, dentro de un par de años, comenzaremos a obtener resultados».
Al parecer, Heenan había acabado haciendo las paces con las reformas del concilio. Su optimismo no logró contagiar a Waugh, quien le contestó dos días más tarde: «Es una alegría tenerle otra vez entre nosotros y que el Concilio haya acabado. La Iglesia ha soportado y sobrevivido a muchas épocas oscuras. Nuestra desgracia consiste en haber vivido una de ellas».
El 20 de febrero, el Sunday Telegraph informaba que Waugh se hallaba «en vías de recuperación después de un angustioso año de melancolía nerviosa» debida a la pena provocada en él «por los cambios de la liturgia católico-romana que habían despojado a la misa de su latinidad tradicional». Lo cierto es que Waugh distaba mucho de estar recuperándose. «He envejecido mucho estos dos últimos años», le escribía a Lady Diana Mosley en una carta de fecha 9 de marzo. «No estoy enfermo, pero sí muy débil. No tengo ganas de ir a ningún sitio ni de hacer nada, y sé que soy un aburrimiento. El Concilio Vaticano ha podido conmigo». Tres semanas después volvía a escribirle con la Semana Santa y el triduo de Pascua en la cabeza: «La Pascua significaba mucho para mí. Antes del Papa Juan y de su Concilio: ellos han acabado con la belleza de la liturgia. Todavía no me he rociado de gasolina y me he prendido fuego, pero ahora tengo que aferrarme tenazmente a la fe sin ninguna alegría».
Incapaz de enfrentarse a la nueva liturgia, Waugh pidió a su viejo amigo de Downside, Dom Hubert van Zeller, que celebrara para él una misa privada en latín el domingo de Pascua. Pero el abad se opuso a ello arguyendo que, en ese momento, Dom Hubert «debía estar presente con el resto de la comunidad». Entonces, Waugh le pidió lo mismo al padre Philip Caraman, su amigo y confidente durante sus últimos y difíciles años, que le visitaba con frecuencia y a quien Waugh describía como «una visita paciente y amable». Caraman era jesuita y no necesitaba permiso de su superior; y aceptó enseguida.
El 10 de abril, Domingo de Pascua, a las diez de la mañana, el padre Caraman celebró misa en latín en la capilla católica de Wiveliscombe -a unas cinco millas de la casa de Waugh-, a la que tan solo asistieron la familia de este y unos cuantos amigos. Al salir de la iglesia, muchos de los presentes se fijaron en lo contento que estaba Waugh. El padre Caraman puso de relieve su serenidad y su alegría, como si la depresión se hubiese evaporado o como si acabara de salir de una noche oscura del alma: «Se mostraba bondadoso y en paz consigo mismo, con esa tranquila serenidad que los sacerdotes solemos encontrar en quienes se están muriendo». Aproximadamente, una hora más tarde, Waugh fallecía víctima de un ataque al corazón.
«Creo que llevaba mucho tiempo rezando por su muerte, y esta no ha podido ser ni más hermosa ni más feliz», escribió su esposa a Lady Diana Cooper, «así que solo puedo dar gracias a Dios por Su misericordia... Pero nuestras vidas nunca volverán a ser las mismas sin él».
Su hija Margaret también escribió a Lady Diana Cooper con palabras de gozo más que de pesar:
No estés muy triste por papá. Creo que ha sido como un milagro. Ya sabes cuántos deseos tenía de morir; y hacerlo el domingo de Pascua, cuando toda la liturgia habla de la muerte y de la resurrección, y después de oír la misa en latín y de recibir la Sagrada Comunión, es exactamente lo que él quería. Estoy segura de que en misa pidió por su muerte. Estoy muy contenta por él.