Capítulo VIII RELIGIÓN Y POLÍTICA

SEGÚN una máxima moderna, las personas educadas deben evitar hablar de política y de religión: una opinión difícilmente sostenible en la Inglaterra de Eduardo VII y Jorge V, habituada a la polémica en torno a ambos temas. Durante los años previos a la Primera Guerra Mundial, la asistencia a los debates públicos acabó convirtiéndose en uno de los pasatiempos preferidos; y entre los favoritos que tomaban parte en ellos se contaban George Bernard Shaw y G. K. Chesterton.

Hugh Lunn (hermano de Arnold Lunn y futuro autor de biografías, ensayos, antologías y libros de viaje bajo el seudónimo de Hugh Kingsmill) escribió un artículo en el Hearth and Home de 17 de octubre de 1912 acerca de la ascendencia que, en aquella época, ejercían uno y otro en círculos intelectuales:

En Oxford, el partidario de Chesterton y el de Shaw son fácilmente reconocibles: el de Shaw, entronizado por encima de todo sentimiento humano, es inteligente, pero pedante; el de Chesterton, aunque menos brillante, es más agradable: no le importan las ideas avanzadas, sino cómo combinar el talento con la honradez; el escritor que defienda con humor antiguas ideas siempre será bien recibido; no así los pensadores modernos, a quienes considera pelmazos disfrazados y pasados de moda.

Esta ingeniosa descripción delata, sin embargo, la inclinación de Hugh Lunn por Shaw. Dorothy L. Sayers, por su parte, quien también vivía en Oxford por entonces, se decantaba claramente del lado chestertoniano. Tras asistir a varias conferencias de uno y otro, fue un Chesterton «mucho más sensato» de lo que ella esperaba quien le causó mejor impresión, mientras que a Shaw nunca lo encontró «demasiado original».

En cuanto a Chesterton y a Shaw, los dos llevaban ya varios años enzarzados en continuas discusiones. El «Chesterbelloc» inventado por Shaw en 1908 le sirvió para insinuar que Belloc y Chesterton eran hasta tal punto sinónimos que formaban «una cuadrúpeda ilusión... un divertido elefante de circo». Al año siguiente, Chesterton sorprendió al propio Shaw con una biografía sobre él y con su novela La esfera y la cruz, que gira en torno a los temas que enfrentaban a ambos.

En La esfera y la cruz, los adversarios eran un católico-romano y un ateo militante, y ello a pesar de que, en esa época, Chesterton pertenecía aún al anglocatolicismo y Shaw representaba una paradójica mezcla compuesta de teorías nietzscheanas y filantrópicas. La tesis de la novela, sin embargo, defendía que todo debate entablado al servicio de la verdad era en sí mismo digno de respeto y siempre preferible a la indiferencia del secularismo. Mejor era tener creencias, aunque estas fuesen equivocadas, que no tenerlas. La esfera y la cruz significó, ante todo y sobre todo, una parábola de la relación que unía a Chesterton y a Shaw. Los dos enemigos de la novela son, a su vez, dos héroes.

Aunque Shaw y Chesterton pocas veces se mostraban de acuerdo y se pasaban la vida discutiendo, nunca llegaron a reñir del todo. Enemigos intelectuales en medio de una guerra verbal, lo mejor de su relación era precisamente ese genuino «aprecio por el contrario». Owen Barfield, un escritor más recordado quizá por la amistad que le unía con C.S.Lewis y Tolkien, presenció un debate entre ambos celebrado en un teatro londinense. En su intento de devolver los golpes -recuerda Barfield-, más bien se dedicaban «a tomarse el pelo mutuamente reclamando que lo que el otro pretendía era acaparar los focos». Su pelea consistía en una guerra civil con el énfasis puesto siempre en el adjetivo.

Y, si en esta guerra Hugh Lunn se colocó del lado de Shaw, su hermano eligió el campo enemigo. En su autobiografía, Arnold Lunn recuerda haber leído las obras de Chesterton y Belloc durante su época de estudiante en Oxford y señala que «su influencia fue uno de los principales factores de mi conversión». No hay que olvidar que Lunn destacó también el impacto que los libros de Chesterton habían provocado «en las mentes de los jóvenes contaminados por las falsas ideas del racionalismo Victoriano».

En 1910, mientras se recuperaba de las graves secuelas de un accidente sufrido en Gales el año anterior mientras practicaba el alpinismo, Lunn descubrió en primer lugar la obra de Hilaire Belloc. Durante una incursión realizada en la librería Blackwell’s, en Oxford, se puso a hojear un libro de poemas de Belloc y, fascinado por su lectura, lo compró. Aquella misma noche, mientras cenaba en el Clarendon en compañía de un amigo, ambos se dedicaron a leerlo y a recitar sus versos. El poema que más les atrajo fue «A un profesor», un cúmulo de invectivas dedicadas al

Desconocido y torpe profesor

Que osó atacar a mi Chesterton.

Lunn recordaba que «tan hilarante fue el efecto de la poesía y su declamación» que sintió el irresistible impulso de «recitársela sin más dilación a uno de los profesores de mi college, Balliol, que había hablado despectivamente de Chesterton, y que bien podía ser el mismo que provocara a Belloc». Una vez de regreso en Balliol, y al pie de su ventana, a él le dedicó estos versos:

Don to thine own damnation quoted,

Perplexed to find thy trivial name

Reared in my verse to lasting shame.

Don dreadful, rasping Don and wearing,

Repulsive Don — Don past all bearing.

Don of the cold and doubtful breath,

Don despicable, Don of death;

Don nasty, skimpy, silent, level;

Don evil; Don that serves the devil...

Believe me I shall soon return.

My fires are banked, but still they burn

To write some more about the Don

That dared attack my Chesterton.

(Profesor a quien solo se menciona para maldecirlo / perplejo al ver su insignificante nombre / asomar en medio de mis versos para eterna deshonra suya. /Pésimo profesor, desagradable y prepotente, /repulsivo profesor, más que arrogante./ Profesor de helado y dudoso aliento, / despreciable, mortal profesor; / profesor grosero, mezquino, taciturno, flemático, / nefasto profesor, servidor del demonio. / Créame: volveré pronto. / Aunque haya apagado mi fuego, aún me queda suficiente / para escribir algo más de ese profesor / que osó atacar a mi Chesterton (N. de la T.).

Para desgracia de nuestro joven estudiante, el profesor en cuestión, lejos de ser «desconocido y torpe», pertenecía a las más altas esferas. Al día siguiente, tras sufrir un duro castigo, Lunn escribió a Belloc contándole las consecuencias de su poema. Este le contestó desde King’s Land el 12 de diciembre: «¡Así tenía que ser, y me alegro! La intención del poema era precisamente producir ese efecto».

Una vez estimulado su apetito por la obra de Belloc, Lunn se dispuso a leerla ávidamente. Pero fue solo una de ellas la que causó en él una impresión indeleble:

Leí Camino de Roma y me entusiasmó; aún continúa siendo mi libro favorito. Lo vuelvo a leer todos los años. El agresivo catolicismo de Belloc, presente también en sus demás obras, unas veces me irritaba y otras me resultaba atrayente... Como agnóstico de raíces anglicanas, siempre había pensado que los católicos ponían la fe en el lugar de la razón, y fue el hincapié que hacía Belloc sobre esta última lo que me indujo a estudiar el punto de vista de la Iglesia, aunque solo fuese para descubrir si esa insistencia en la razón por parte de Belloc respondía a un criterio personal o bien al catolicismo ortodoxo.

A lo largo de los veinte años siguientes, Belloc continuó ejerciendo una poderosa influencia sobre Lunn. Y, cuando aquel se vio envuelto en su célebre controversia con H. G. Wells en torno al Esbozo de la historia, Lunn declaró que «todas mis simpatías estaban con Belloc, aun cuando yo todavía continuara siendo agnóstico». «Incluso entonces sabía que Wells, con esa frase de que «la existencia me impresiona como un perpetuo amanecer», tenía bastantes menos posibilidades de ser considerado un profeta que Belloc, quien replicó que ese «amanecer» de Wells no era sino una «chapucera reminiscencia de la esperanza cristiana». La belicosidad de Belloc se demostró tan persuasiva que Lunn hubo de admitir que el estruendoso sonido de las «trompetas católicas» de Belloc «erosionaron los muros de mi Jericó protestante».

Una vez convertido, Lunn nunca dejó de poner el énfasis sobre el papel de la razón como sólida base de su fe católica, pero para él el atractivo fundamental de la fe católica residía, paradójicamente, desde un principio en el sentimiento de un vivo y primitivo deseo. Cuando, todavía inmerso en el agnosticismo, leyó por primera vez Camino de Roma, se quedó especialmente impresionado por un pasaje en el que el autor describía cómo el catolicismo trasciende toda diferencia de raza, nación y clase, de tal modo que «todos los europeos somos capaces de entendernos los unos a los otros». Lunn recordaba que «aquel fragmento en concreto tocó una de mis fibras más sensibles».

Belloc expresaba algo que también yo había sentido. En los valles católicos de los Alpes me encontraba como en casa. Las campanas del Angelus, los pequeños santuarios de las montañas, la tosca imagen de algún santo local en medio de una iglesia, me hablaban en un lenguaje que no era el mío, pero que de alguna extraña manera yo sentía que alguna vez lo había sido... Fui de los muchos que descubrieron por primera vez en la obra de Belloc esa idea de la unidad europea concebida gracias a la fe y destruida por el cisma».

Otro de esos «muchos» era, evidentemente, G. K. Chesterton, quien una década antes ya había realizado el mismo descubrimiento en los libros de Belloc. En 1911, Chesterton compuso «Lepanto» -probablemente, su poema más logrado- en honor de Don Juan de Austria, vencedor de la flota musulmana, que amenazaba a una Europa destrozada por el cisma:

The North is full of tangled things and texts and aching eyes

And dead is all the innocence of anger and surprise,

And Christian killeth Christian in a narrow dusty room,

And Christian dreadeth Christ that hath a newer face of doom,

And Christian hateth Mary that God. kissed in Galilee,

But Don John of Austria is riding lo the sea

(El Norte está lleno de cosas confusas, y de textos y ojos dolientes, /y ha muerto la inocencia de la ira y de la sorpresa, /y el cristiano mata al cristiano en una estrecha y polvorienta estancia, /y el cristiano teme a Cristo, que tiene un nuevo rostro sentenciador, /y el cristiano detesta a María, a quien Dios besó en Galilea, / pero Don Juan de Austria cabalga hacia el mar.)

No es sorprendente que este elogio dirigido a la Europa de la fe se ganara la entusiasta admiración de Belloc, quien en su ensayo On the Place of Gilbert Keith Chesterton in English Letters (El puesto ocupado por G. K. Chesterton en la literatura inglesa) escribió: «En «Lepanto», Chesterton no solo demuestra hallarse en la cima del género poético, sino también en la de la mejor poesía retórica de toda nuestra generación».

El poeta Alfred Noyes también deja constancia de la ardiente defensa que Belloc hacía de «Lepanto»:

Belloc me preguntó si a mí no me parecía el mejor poema contemporáneo y, antes de que pudiera expresarle mi acuerdo, añadió: «Pero, claro, no se lo parecerá, porque todos los poetas son unos envidiosos».

La única respuesta posible por mi parte era esta: «En ese caso, yo no soy un poeta», tras lo cual, él se mostró mucho más amable y conciliador».

Si Belloc y Chesterton se erigieron en paladines de la Iglesia militante en materia religiosa, poco a poco también fueron mostrándose cada vez más belicosos en los asuntos políticos. En el verano de 1911, Belloc lanzó el primer número de Eye Witness, un semanario claramente radical. Era su socio en esta empresa Cecil Chesterton, el hermano de Gilbert. En el mes de junio siguiente, la revista fue rebautizada con el nombre de New Witness, con Cecil en el puesto de director que antes ocupara Belloc. En octubre de 1912, Belloc publicaba El estado servil, una incisiva crítica de la moderna sociedad industrial, de sus males y sus orígenes. Previamente, Belloc y Cecil Chesterton habían colaborado en la redacción de un libro titulado El sistema de partidos, escrito «en apoyo de la tendencia... a poner al descubierto y a ridiculizar como se merece, a destruir y sustituirlo por otro, el sistema que el Parlamento -la institución del gobierno de esta nación- ha hecho inútil».

Hasta qué punto la campaña orquestada por Cecil y por Belloc respondía a la influencia de G. K. Chesterton puede ser fácilmente deducido a partir de los artículos publicados por este en el Daily News y, más concretamente, de su ensayo titulado «El votante y las dos voces», que refleja fielmente el principio desarrollado en El sistema de partidos:

El auténtico peligro del bipartidismo es que los dos partidos limitan en exceso la opinión del ciudadano corriente, haciendo a este estéril en lugar de creativo, porque nunca se le permite otra cosa que no sea preferir una política ya existente sobre otra también existente. En realidad no contamos con una auténtica democracia en la que las decisiones dependan del pueblo. Solo tendremos una, auténtica democracia cuando la cuestión dependa de la gente. Entonces, el hombre corriente decidirá no solo cómo votar, sino también qué votar.

Chesterton concluía este artículo con un argumento que bien podría haber servido de inspiración para una novela del propio autor, pero que, sin embargo, sería desarrollado más tarde en las visiones de pesadilla de Huxley y Orwell:

La democracia tiene derecho a contestar preguntas, pero no a formularlas. Aún continúa siendo la aristocracia política la que hace las preguntas. Y no somos exageradamente cínicos si suponemos que la aristocracia política será siempre muy cuidadosa a, la hora de preguntar... la clase dirigente elegirá entre dos líneas de actuación, ambas seguras para ella, y a la democracia le hará, el favor de dejarle escoger entre una u otra}.

La desilusión de Belloc respecto al sistema de partidos tenía su origen en una experiencia en propia carne. Cerca de veinte años antes, sus ataques contra la Cámara de los Lores como presidente de la Oxford Union habían suscitado bastante polémica: unos ataques que se prolongaron bajo la presidencia de Ronald Knox, quien evocaba la imagen de Belloc «sosteniendo un cigarro entre sus dedos mientras se dedicaba a demoler la Cámara de los Lores». Su mayor desencanto, sin embargo, se inició, sobre todo, a raíz de la batalla entablada no contra la Cámara de los Lores, sino contra la de los Comunes.

En 1906, Belloc se presentó a las elecciones generales en South Salford por el Partido Liberal: Un distrito electoral marginal que prometía una campaña muy reñida. Los rivales conservadores de Belloc, a quienes les faltó tiempo para recordarle su fe y su nacionalidad, adoptaron el eslogan de «No voten a un católico Frances». A lo que Belloc respondió en su primer mitin con su estilo característico, levantándose y dirigiéndose en estos términos a un auditorio repleto:

Caballeros, soy católico. Siempre que puedo, oigo Misa a diario. Esto [y extrajo un rosario de su bolsillo] es un rosario. Siempre que puedo, me arrodillo a diario y paso las cuentas. Si me rechazan a causa de mi religión, le daré gracias a Dios por haberme librado de la deshonra de representarles a ustedes.

Después de un instante de estupefacción, la gente estalló en aplausos y Belloc resultó elegido.

Esta sinceridad no casaba nada bien con las restricciones impuestas a los ocupantes de los últimos escaños (en el original, «backbenders», es decir, los miembros del Parlamento que ocupan las filas traseras de los escaños del Parlamento, donde se sientan los diputados que no pertenecen ni al gobierno en el poder ni a la oposición -N. de la T.) de la Cámara de los Comunes, que fueron alimentando poco a poco la frustración de Belloc, hasta el punto de hacerle escribir: «Los diputados no tienen ningún poder. Las leyes se aprueban de acuerdo con los bancos azules (en el original, «front bench», el lugar que ocupan los ministros del gobierno o su equivalente en la oposición -N. de la T.) y con importantes intereses financieros». El 19 de febrero de 1908, convencido de la corrupción de los principales escalafones del poder, propuso en la Cámara de los Comunes que «los fondos privados de los partidos fueran públicamente investigados». Esta y otras posturas inconformistas le fueron dejando cada vez más solo, hasta que, a finales de 1909, su carrera política se vio bruscamente truncada con la disolución del Parlamento.

Una vez libre de toda cortapisa política, Belloc se dedicó a desarrollar una alternativa al capitalismo y al socialismo. Durante sus días como parlamentario había escrito un artículo titulado sencillamente «La alternativa», en el que defendía que una sociedad construida sobre la posesión de una propiedad privada ampliamente distribuida ofrecería un remedio a los males del capitalismo preferible a la nacionalización propugnada por los socialistas:

Toda la controversia en torno al futuro de Europa gira alrededor de estas dos teorías. Por un lado, tienen ustedes la teoría socialista, el solo y único remedio discutido seriamente en las sociedades industriales nacidas recientemente del cisma religioso del siglo XVI... Por otro lado, las sociedades católicas, cuyas últimas apetencias van dirigidas hacia un estado con una propiedad muy dividida que funcione de un modo complejo y, en definitiva, cooperativamente.

No era mera coincidencia que Belloc añadiera la causa política a la religiosa. Para él, una y otra estaban inextricablemente unidas. Belloc creía que el moderno capitalismo industrial se había desarrollado a partir de la ruptura y la destrucción de la civilización católica propiciadas por la Reforma. De hecho, su «alternativa» era, básicamente, una reiteración de la doctrina social de la Iglesia propuesta por el Papa León XIII en su encíclica Rerum novarum. Este importante documento papal, publicado en 1891, establecía las bases de una doctrina válida durante todo el siglo siguiente. Su tesis principal -la de que la dignidad humana de cada individuo ha de respetarse por encima del laissez faire de los principios del mercado, y que la posesión de la propiedad privada es deseable y debe ser disfrutada por el mayor número de personas posible- se ha visto confirmada por las posteriores encíclicas del Papa Pío XI, en 1931, y de Juan Pablo II, en 1991.

Belloc conocía muy bien la enseñanza del Papa, que constituía el punto de arranque de toda su obra en torno a este tema. Ya en 1908 había escrito El socialismo a examen para la Catholic Truth Society, y al año siguiente publicó La Iglesia y el socialismo.

Uno de los primeros conversos a esta alternativa fue Cecil Chesterton. A finales de 1908, Cecil se consideraba socialista: el 18 de noviembre de ese mismo año participó en un debate público celebrado en el Surrey Masonic Hall, en Camberwell, junto con Belloc, su hermano Gilbert y Bernard Shaw. Cecil y Shaw discutían a favor del socialismo y Belloc y G.K.Chesterton, en contra. Pero Cecil no tardó en sumarse a la causa de Belloc.

En 1911, este último intervino en otro debate público con Ramsay MacDonald, cuya transcripción se publicó meses después bajo el título El socialismo y el estado servil. En él, Belloc mantenía la misma línea exhibida más tarde en El estado servil. Este libro, junto con el lanzamiento de Eye Witness en colaboración con Cecil Chesterton, captó el interés de muchos que intentaban encontrar una alternativa al socialismo. Sus ideas hallaron un discípulo a su medida en la persona de un joven y versátil artista residente en Ditchling, una población de Sussex.

Eric Gill se había trasladado a Ditchling en 1907 para poner fin a una aventura extramatrimonial y dar por superados a Nietzsche y a un fabianismo de los que cada vez se sentía más decepcionado: fue, en sus propias palabras, «una huida».

Pero fue también un principio. Gill buscaba una vida más simple en la que pudiera ejercer sus dotes artísticas lejos de la industrialización urbana. Al nuevo estilo ele vida le sucedió una nueva perspectiva de las cosas. Gill abandonó a Nietzsche y a Wells, sus dos mayores influencias en su época de socialista fabiano, para dirigirse hacia Chesterton y Belloc, quienes parecían ofrecer una alternativa a la locura mecanicista y al materialismo de los que él había abjurado. Según la autobiografía inédita de Cecil Gill -hermano de Eric-, Belloc «contribuyó en gran medida a la formación de Eric en materia social a través de su El estado servil.

El interés de Gill por la política de Belloc le llevó a plantearse también la religión de Belloc. ¿Estaban la política y la religión tan inextricablemente unidas como Belloc pensaba? En ese caso, y si la política de Belloc era la correcta, ¿no implicaba eso que también lo era su religión? Gill planteaba el problema con el mismo paciente método y con idéntico compromiso con los que cincelaba su obra:

La religión fue la primera necesidad, e implicaba una ley divina. Si había un Dios, el mundo entero debía regirse por Él. Si había una religión, esta debía ser universal, para el mundo entero. En la medida en que mi religión fuera cierta, debería ser universal. En la medida en que la religión católica fuera universal, debería ser cierta. La Iglesia católica pretendía regir el mundo entero en nombre de Dios; hasta donde yo era, capaz de saber o imaginar, no había otra institución que pretendiera lo mismo... Evidentemente, si la Iglesia católica era solar mente una institución arrogante y advenediza, sin raíces ni historia, o -lo que era aún más importante para el ignorante— sin frutos por los que conocerla -frutos que no fuesen buenos, que no proporcionaran alimento ni deleite-, es obvio que no valía la pena tomarla en consideración. Pero estaba claro que no era así; había frutos abundantes y, en mi opinión, excelentes frutos, incluso aunque aparentemente pertenecieran al pasado.

Seguían a esto algunas reflexiones más sobre temas religiosos que traslucen con meridiana claridad el importante papel que El estado servil, de Belloc, jugó en el definitivo acercamiento de Gill a la Iglesia:

No podía sino pensar que el modelo de vida y de trabajo representado por lo que quedaba de la Europa medieval era ante todo fruto de la influencia de la Iglesia católica, y que ese modelo de vida y de trabajo no solo era cristiano, sino también lo corriente y lo humano. El modelo de vida y de trabajo de la Europa moderna no era ni humano, ni comente, ni cristiano, así que no se podía decir que la Europa moderna fuese producto ni del cristianismo ni del catolicismo. Además, este modelo moderno solo había aparecido como consecuencia de la caída y la derrota del poder de la Iglesia sobre las conciencias de los hombres, y crecía en proporción inversa al grado de influencia católica. Los países catalogados como capitalistas e industrializados eran también los catalogados como no católicos.

Más tarde, Gill reconoció haber «exagerado la oposición consciente de los católicos al mundo moderno», y se lamentaba de que «la mayoría de ellos eran tan entusiastas partidarios del triunfo de la industrialización, del Imperio británico y del dinero como los demás».

Igual de evidente es la influencia de Chesterton sobre los progresos de Gill en su camino hacia el cristianismo. A principios de 1912, Gill asistió a un debate entre Chesterton y el obispo Gore sobre los deberes sociales del cristiano celebrado en Londres, en Caxton Hall. Ya más avanzado el año, colocó Ortodoxia a la cabeza de un riguroso plan de lectura. Muchos años después, cuando Gill escribió su Autobiografía, sería precisamente esta obra la única cuya memoria continuaba conservando. Recordaba, además, lo poco que le gustaba Chesterton en su época de fabiano, y cómo discutir con él era lo mismo que «batirse contra el aire»: «No coincidíamos en nada. Pero, con los años, aquello pasó y comencé a reverenciarle y a apreciarle, como escritor y como hombre santo, por encima de todos sus contemporáneos».

Otra influencia decisiva en la conversión de Gill fue la de la familia Meynell -Alice, Wilfrid y Everard-, a la que conoció con ocasión del trabajo realizado sobre la sepultura del poeta Francis Thompson.

Gill y su esposa fueron recibidos en la Iglesia el 22 de febrero de 1913, fecha del trigésimo primero cumpleaños del artista: curiosamente, el mismo día en que se sometieron a Roma los monjes anglicanos de Caldey Island, propietarios del monasterio de Capel-y-Finn, población donde Gill y su familia se instalarían en 1924. Robert Speaight, biógrafo de Gill, quien seguiría los pasos de este al abrazar la fe católica, escribió cómo la jerarquía eclesiástica no perdió un instante en sacar provecho de su neófito: «Muy pronto se invitó a Eric a presentar un proyecto para el Vía Crucis de la catedral de Westminster. El 16 de agosto se entrevistó con John Marshall, el arquitecto de la catedral, y enseguida se dispuso a realizar los primeros bocetos».

Después de su conversión, Gill intentó transformar la estructura social de la pequeña comunidad de artistas que se había reunido en Ditchling bajo su guía. Este fue el inicio de la segunda fase de aquella comunidad descrito por Gill en una especie de manifiesto:

En 1913, una familia católica adquirió una casa y dos acres de terreno en el extremo sur de Ditchling Common... Tenían intención de producir para su propio consumo todo cuanto fuera posible -leche, mantequilla, cerdos, aves de corral y huevos- y de elaborar ellos mismos su pan, su ropa, etc,.

Gill creía y confiaba en que aquel sistema de vida ofreciera una alternativa práctica al capitalismo industrial que, según él, «produce muy buenas máquinas y excelentes inventores, pero también hombres y mujeres que, en todos los demás aspectos, son unos imbéciles y unos cretinos».

En definitiva, una intrincada mezcla más de religión y política. Al enarbolar la bandera de la autosuficiencia como alternativa al estado servil, Gill estaba creando un modelo neomonástico adaptado al laicado. Ridiculizada por unos, idolatrada e idealizada por otros, la comunidad de Ditchling se desarrolló como un microcosmos de otra clase de sociedad.

El padre Vincent McNabb, un personaje de temperamento indómito que influyó poderosamente sobre Gill y su comunidad de Ditchling, fue un célebre partidario de este nuevo estilo de vida. Este dominico, párroco de Holy Cross, en Leicester, se unió a las filas de Belloc en 1911 y prestó su primera colaboración en el Eye Witness en agosto de ese mismo año. Al igual que Belloc, el padre McNabb estaba empapado de los principios sociales de la Iglesia expuestos en la Rerum novarum, pero -a diferencia de Belloc- llevó las enseñanzas del Papa hasta extremos fundamentalistas al proclamar que toda industrialización era moralmente nociva. Sincero defensor de una vida sencilla, se desplazaba caminando siempre que le era posible en señal de desprecio hacia los modernos medios de transporte. Vestía ropa confeccionada en casa y se negaba a usar máquina de escribir arguyendo que era «maquinaria». Aunque el dominico fue mucho más allá del pragmático acercamiento de Belloc y de los hermanos Chesterton, se ganó el respeto y la amistad de estos por el modo casi fanático en que vivía lo que predicaba.

Para Chesterton, el padre McNabb, un personaje cuyo recuerdo sobrevivió a su muerte, y la persona más santa que conoció, «caminaba sobre un suelo de cristal por encima de mi cabeza» y era en aquel momento «el hombre espiritualmente más importante de Inglaterra». Este fue el tributo que le rindió en su introducción a la obra de McNabb Francis Thompson y otros ensayos: «Es uno de los pocos grandes hombres que me he encontrado en la vida... grande en muchos aspectos -intelectual, moral, místico y práctico-... nadie que lo haya tratado alguna vez, que lo haya visto o escuchado, se olvidará jamás de él».

Pero el padre McNabb también tenía una deuda con Chesterton. Como Gill, y como tantos otros, Ortodoxia había dejado en él una profunda huella, hasta el punto de que uno de los alumnos de su época de prior en Hawkesyard se lamentaba de que «tenía tendencia a echar a perder su atractiva y elaborada forma de hablar y de escribir imitando las paradojas de Chesterton».

Gill conoció al padre McNabb en junio de 1914 en casa de André Raffalovich, aquel converso amigo de Oscar Wilde que vivía en Edimburgo, no muy lejos de la iglesia donde John Gray, converso como Wilde y también conocido de este, ejercía su labor de párroco. Aquel encuentro fue decisivo para Gill, quien cayó inmediatamente bajo el radio de influencia de McNabb.

«El padre Vincent McNabb», escribió Gill en su Autobiografía, «era...un filósofo, un teólogo y un hombre de heroica virtud; y un hombre, además, que nos enseñó y guió nuestras ideas en torno a la reforma social y al capitalismo industrial, en torno a nuestra vida y a nuestro trabajo, hacia la pobreza y la santidad; hasta tal punto que nos parecía lógico consultarle cualquier asunto que nos afectara».

El padre McNabb, por su parte, descubrió en Gill y en la comunidad de Ditchling enormes posibilidades con vistas a la regeneración de la vida católica inglesa, y los tenía por el modelo a seguir en la construcción de otras comunidades católicas autosuficentes repartidas por todo el país. «¿Me preguntan ustedes si Ditchling es practicable?», escribió en una ocasión. «Y yo les contesto a la irlandesa con otra pregunta: ¿Es practicable cualquier otra cosa?».

Bajo inspiración de Gill y de Ditchling, el padre McNabb se entregó a una cruzada particular para convencer a la gente de regresar al campo. Bernard Wall, director de The Colosseum, realizó una vivida descripción de cómo McNabb se dedicaba a predicar sobre religión y política a una multitud congregada en Hyde Park, haciéndoles ver que «su vida era una locura; que debían recobrar su libertad, abandonar Londres y volver a la naturaleza». Y, si alguien le interrumpía deseoso de saber cómo esperaba que hicieran aquello, se limitaba a contestar: «A pie». Wall contaba también que el padre McNabb había recuperado la antigua costumbre de besar los pies de sus anfitriones: «Recuerdo el embarazo de Ronnie Knox cuando, después de comer, aquella figura en blanco y negro se arrojó a sus pies».

A pesar de estas excentricidades, o quizá a causa de ellas, Wall defendía que, desde China a Perú, todo el mundo debería reconocer su santidad: una desconcertante y paradójica característica confirmada a su vez por Christopher Derrick al describir al padre McNabb como «un santo y un lunático extraordinario». De acuerdo o no con este equívoco cumplido, seguramente McNabb habría encontrado consuelo en el hecho de que lo mismo decían de san Francisco en su labor de guía de otros hacia la cristiandad: otros entre los que se incluía el propio padre de Christopher Derrick, Thomas, recibido en la Iglesia por McNabb en 1922.

Al igual que Gill, en política, Thomas Derrick emprendió el camino hacia Roma pasando primero por los fabianos y por la temprana influencia de H. G. Wells. Aquel alumno de arte, socialista fabiano y rebosante de idealismo, llegó a Londres procedente de un entorno cuáquero. Junto a partidarios de Wells, de Shaw o de Chesterton y Belloc, asistió a numerosos debates públicos entre estos. «Furioso», comenta Christopher Derrick, «poco a poco se fue dando cuenta de que las tesis de los dos últimos eran las más sensatas. Y se convirtió al catolicismo bajo la particular influencia de Chesterton».

Un camino semejante fue el seguido por su amigo Hilary Pepler, otra figura clave en la comunidad de Ditchling. Pepler, que era cuáquero, visitó al padre McNabb en el priorato de Hawkesyard en marzo de 1917, y el estilo de vida del fraile causó en él una profunda conmoción. Aquel mismo año ingresaba en la Iglesia católica. Su hijo Conrad, que profesó como dominico, demostró en su breve estudio sobre la también conversa Dorothy Day cómo ella y su colega Peter Maurin recibieron la influencia del padre McNabb en la fundación del Movimiento Obrero Católico en los Estados Unidos.

No es posible dejar de mencionar a otro importante converso político. En 1912, Cecil Chesterton, que acababa de sustituir a Hilaire Belloc al frente del New Witness, hizo pública la existencia de cierta información confidencial en la compraventa de acciones de la empresa Marconi. Este asunto, conocido con el nombre de Escándalo Marconi, era una auténtica bomba de relojería debido a la implicación de algunos miembros del gobierno entre los que se incluían Lloyd George, ministro de Hacienda, y Rufus Isaacs, fiscal del Tribunal Supremo. El objeto principal de las alegaciones lo constituía Godfrey Isaacs, director general de Marconi y hermano del citado fiscal, que contestó demandando a Cecil por difamación. En pleno juicio, iniciado el 27 de mayo de 1913 ante la Sala de lo Penal del Tribunal Central, Cecil se puso en contacto con el mismo padre Bowden, que cuatro años antes recibiera en la Iglesia a Maurice Baring; el 7 de junio, Cecil era recibido en Corpus Christi, en Maiden Lañe.

El curioso epílogo que puso fin a este episodio guarda notable similitud con las conversiones de Wilde y del marqués de Queensberry. Algunos años después, Godfrey Isaacs, que acabó ganando la demanda, también fue recibido en la Iglesia católica. Chesterton menciona en su Autobiografía el inesperado giro de aquel suceso:

Muchos años después de que mi hermano recibiera los últimos Sacramentos y falleciese en un hospital francés, su antiguo enemigo Godfrey Isaacs moría al poco tiempo de convertirse a su misma fe católica. Nadie se habría alegrado tanto como mi hermano, ni mostrado menos amargura o más sencillez. Es la reconciliación por excelencia, capaz de unir en amistad a cualquiera. Requiescat in pace.

Esa mezcla compuesta de religión y política defendida por Belloc, por los dos hermanos Chesterton, por el padre McNabb y Eric Gill, y por un número creciente de personas, acabó conociéndose con el nombre de distribucionismo. Durante la década siguiente se fundó la Liga Distribucionista, que -al menos al principio- logró un éxito considerable. En su libro El esbozo de la cordura, Chesterton representaba el ala moderada de un nuevo movimiento que reclamaba un sistema fiscal y otros incentivos que beneficiaran al pequeño comercio frente a los negocios a gran escala. Aunque también él abogaba por el regreso generalizado a un modo de vida menos complicado y más acorde con la naturaleza, nunca llegó a los extremos fundamentalistas de Gill o de McNabb.

Entretanto, Belloc no cesaba de lanzar sus andanadas distribucionistas contra socialismo y capitalismo. En 1920 escribió La Iglesia católica y el principio de la propiedad privada, seguido en 1922 por La reforma social católica frente al socialismo. En la época en que publicó Un, ensayo sobre la restauración de la propiedad privada (1936), la Liga Distribucionista se hallaba en franco declive, acorralada por las demagogias fascista y comunista.

Quizá las últimas horas de la Liga se vivieran a finales de octubre de 1927, durante un debate público -con Belloc como moderador- entre Chesterton y Shaw celebrado en Kingsway Hall, en Londres. El debate, organizado por la Liga, fue retransmitido por una novata BBC, y giraba en torno a la pregunta «¿Estamos de acuerdo?»; no hace falta decir que no lo estaban: Shaw defendía el socialismo y Chesterton, el distribucionismo. La discusión parecía haber entrado en un aburrido punto muerto cuando Belloc atrajo la atención general con sus conclusiones:

Dentro de unos pocos años, este debate estará anticuado. De modo que les recitaré un poema:

Our civilisation

Is built upon coal.

Let us chaunt in rotation

Our civilisation

That lump of damnation

Without any soul,

Our civilisation

Is built upon coal.

In a very few years

It will float upon oil.

Then give three hearty cheers,

In a very few years

We shall mop up our tears

And have done with our toil.

In a very few years

It will float upon oil

(Nuestra civilización / está basada en el carbón. / Cantemos por turno / a nuestra civilización, /esa masa informe /y sin alma. / Nuestra civilización / está basada en el carbón. //Dentro de unos años / flotará sobre el petróleo. /Entonces lanzad tres hurras, / dentro de unos años / nos secaremos las lágrimas /y el trabajo llegará a su fin. /Dentro de unos años /flotará sobre el petróleo -N. de la T.).

No sé cuántos años —cinco, diez, veinte- tardará este debate en estar tan anticuado como para nosotros el miriñaque... La civilización industrial, que (gracias a Dios) solo oprime a esta pequeña porción del mundo al que estamos inextricablemente unidos, acabará derrumbándose, acabando de este modo con su monstruosa perversidad... O bien se derrumbará, dejando tras de sí un desierto, o bien convertirá a un montón de hombres en esclavos controlados por unos cuantos ricos. Elijan ustedes.

Fue este halo profético de Belloc el que atrajo sobre él la admiración y el respeto de George Orwell. «Antes de mí ha habido muchos escritores que han sabido prever el nacimiento de una nueva clase de sociedad», escribió Orwell:

[una sociedad] ni capitalista ni socialista, y seguramente basada en la esclavitud... Encontramos buen ejemplo de ello en la obra de Belloc El estado servil... que predice con admirable perspicacia el tipo de cosas que sucedieron desde 1930 en adelante. Aunque de un modo menos metódico, también Chesterton predijo la desaparición de la democracia y de la propiedad privada, y el surgimiento de una sociedad de esclavos que tanto podría ser capitalista como comunista .

El propio Orwell acabaría escribiendo un importante éxito de ventas ambientado en «una sociedad de esclavos que tanto podía ser capitalista como comunista». Pero sus auténticas opiniones nunca dejaron de constituir un misterio. Incluso en los años treinta, en que cayó bajo la transitoria influencia del trotskismo, continuó manteniendo una enigmática independencia, aun cuando delante de algún amigo declarara que «lo que Inglaterra necesitaba era seguir el tipo de política planteada en el G.K.’s Weekly ».

Tuviera o no razón Orwell, Inglaterra nunca quiso para sí lo que Chesterton y Belloc pensaban que necesitaba.