Capítulo XXI UNA RED DE MENTES

EN enero de 1948, en el prólogo a la primera edición de sus Notas para la definición de la cultura, el escritor T.S.Eliot manifestaba su «deuda personal» con Christopher Dawson. Al año siguiente, Dawson escribió acerca de las Notas que «cuando el señor Eliot sale en defensa de la cultura, su primera misión consiste en rescatar la palabra de las malas compañías en que ha caído, definir sus verdaderos límites y restaurar su integridad y su respetabilidad intelectuales». Dawson concluía su ensayo sobre «T.S.Eliot y el significado de la cultura» con el siniestro comentario de que

los planificadores de la sociedad moderna... han llegado a ejercer sobre las ideas y la vida de toda la población un control más completo que el que hayan poseído jamás la mayoría de los poderes autocráticos y autoritarios del pasado. En estas circunstancias, la obra de hombres como T.S.Eliot, capaces de medirse con planificadores y sociólogos en su propio terreno sin perder de vista la dimensión espiritual, será seguramente de decisiva importancia en el futuro de nuestra cultura.

Salta a la vista que Dawson y Eliot eran almas gemelas, y que el uno respetaba y admiraba la obra del otro; sin embargo, la Hermana Juliana, hija de Dawson, señala que «ambos eran muy reservados», lo cual representó un obstáculo a la hora de establecer una relación de amistad. Aunque durante la guerra Eliot visitó, al menos en una ocasión, a Dawson en su casa de Boar’s Hill, en Oxford, Christina Scott (la otra hija de Dawson) recuerda que «su relación pertenecía más al orden intelectual que al social»; y añadía que «Eliot admiraba su obra y alguna vez afirmó que, en aquel momento, Dawson constituía la influencia intelectual más importante ele Inglaterra».

La opinión de Eliot se ve confirmada gracias a una encuesta realizada por la editorial Sheed & Ward en 1947, que mostraba cómo en América se recomendaba la lectura de Dawson «antes que la de cualquier otro autor católico europeo contemporáneo». Ya antes, Maisie Ward había escrito: «Christopher Dawson ha establecido la doble relación entre religión y civilización con más detalle que cualquier otro historiador de hoy en día. Dawson ha demostrado cómo la religión ha existido en la mayoría de las sociedades desde el origen mismo de la cultura y las prácticas sociales, así como de la dinámica que da vida a la sociedad». Es este un tema recurrente en la obra de Dawson y el núcleo central de las conferencias Gifford pronunciadas en 1947 en la Universidad de Edimburgo. Al año siguiente, después de ser publicadas por Sheed 8c Word en un libro titulado Religión y cultura, Dawson recibió una carta de C.S.Lewis rebosante de entusiasmo:

Me he puesto con él de inmediato, y mientras comía no he dejado de leer ávidamente, así que el libro se ha manchado de salsa y ha perdido su aspecto inmaculado. Ya lo he terminado (por primera vez). Es justo lo que me esperaba, y, por supuesto, supera, ampliamente mis conocimientos, pero muchas cosas sí tienen que ver con, lo poco que sé... que es siempre la clase de lectura más apasionante, creo yo. Me ha parecido también extrañamente «corroborador»: no sé a ciencia cierta ni cómo ni por qué. Esto en cuanto a mis impresiones subjetivas. Lo que me hace pensar que también ha de ser bueno (simpliciter al menos mihi) es que, en lo que toca a los humanistas -donde yo me manejo mejor-, lo encuentro especialmente acertado. ¡Cuántos errores circulan aún sobre ellos?.

Lewis y Dawson habían sido presentados por su amigo común R.E.Havard, pero -como ocurrió la primera vez que Dawson coincidió con Eliot- su timidez constituyó un obstáculo. «Dawson era un hombre físicamente frágil, tímido y frustrado», comentaba Havard, «y Lewis hizo cuanto pudo para que se soltara; pero la fuerza de nuestro humor y nuestros modales desenvueltos solo hicieron que se retrajera aún más... la velada resultó tan fría que no volvimos a repetirla».

Havard recordaba como «otra heladora velada» aquella en la que él y su mujer le presentaron a Lewis a Elizabeth Anscombe, reputada filósofa católica, por esas fechas tutora de Somerville College (Oxford), y más tarde célebre catedrática de Filosofía por Cambridge. Según Havard, Anscombe, cuya cabeza era probablemente «la más privilegiada de todo Oxford», «se puso a discutir con Lewis». «Desde luego», le confesaría después Lewis a Havard, «es mucho más inteligente que cualquiera de nosotros».

No fue esta la única ocasión en que Lewis y Anscombe cruzaron sus espadas. La más famosa tuvo lugar durante una de las sesiones del Club Socrático celebrada el 2 de febrero de 1948, en la que ambos debatieron en torno al tema «Milagros». Aquella fue una de las raras ocasiones en que se pudo ser testigo de la derrota de Lewis durante un debate público: un dato recogido por un alumno suyo, Derek Brewer, quien dos días más tarde anotaba en su diario la reacción del escritor:

Le ha tenido muy inquieto el encontronazo del lunes pasado con la señorita Anscombe, quien rebatió parte de sus fundamentos filosóficos en torno al cristianismo. Me dio mucha pena. Dyson dijo -acertadamente- que lo había perdido todo y se había quedado al pie de la Cruz -aunque lo dijo con mucha comprensión—.

Brewer comentaba también que Lewis describió su debate con Anscombe «con auténtico horror»: «Todas sus imágenes estaban relacionadas con el caos de una batalla en la que la infantería se retira ante el duro ataque enemigo».

La derrota de Lewis a manos de una filósofa católica que parecía intelectualmente superior a él, unida a su profunda admiración por la obra de Christopher Dawson, suscitan una pregunta obvia: ¿hasta qué punto se había modificado la postura de Lewis respecto a la Iglesia católica de Roma a finales de la década de los cuarenta?

Muchos de los amigos de Lewis eran católicos: entre los más íntimos se contaban Tolkien, Dom Bede Griffiths y R.E.Havard. Después de que este le presentara a Ronald Knox, «uno y otro se manifestaron encantados de haberse conocido. Los dos eran ingeniosos, tenían sentido del humor y habían leído mucho; los dos poseían una profunda fe cristiana, pero expresada con discreción. Tenían mucho que decirse, y fue una lástima que, después de que Knox dejara Oxford, dispusieran de pocas oportunidades de encontrarse». Lewis llegó incluso al extremo de describir a Knox como «probablemente el hombre más inteligente de Europa».

Otro de los amigos de Lewis a finales de los cuarenta fue Giovanni Calabria, un monje italiano con el que mantuvo correspondencia entre 1947 y 1954, fecha en que Calabria falleció. Dichas cartas, escritas en latín por ser esta la única lengua en común de ambos, pueden servir de referencia para el estudio tanto de aquella amistad como del enigmático y particular acercamiento de Lewis al cristianismo. El inicio de aquel intercambio epistolar correspondió a Calabria, quien escribió a Lewis el 1 de septiembre de 1947 refiriéndose a un «importante problema»:

el relacionado con los hermanos discrepantes cuyo regreso a la unidad del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, constituye nuestro mayor anhelo.

... Le confieso que desde mis primeros años de sacerdocio he dedicado todos mis esfuerzos a esta importante cuestión. Así es como empecé a difundir la celebración de un «octavario por la unidad de la Iglesia» del 18 al 25 de enero. En una de las casas de nuestra Congregación hemos conseguido obtener del obispo la autorización para dedicar un día entero a la adoración del Santísimo y ofrecer las oraciones públicas por dicha unidad...

Creo que también usted podría aportar una importante contribución, dada su gran influencia tanto en su noble nación como en otras tierras. El cómo y a través de qué medios lo dejo a su discreción.

Lewis le contestaba el 6 de septiembre:

Tenga por seguro que también en mi caso el cisma del Cuerpo de Cristo es motivo de dolor y objeto de mis oraciones, y para quienes entran representa un serio escollo que, además, fomenta la debilidad de los fieles a la hora de rebatir al enemigo común. Yo, sin embargo, soy un laico, el más laico incluso de los laicos, y no estoy muy versado en las cuestiones más profundas de la teología sagrada. Por eso he intentado hacer lo único que me creo capaz de hacer: esto es, mantenerme al margen de las cuestiones más sutiles en las que discrepan la Iglesia de Roma y los protestantes -cuestiones que son competencia de los obispos y otros hombres instruidos- y exponer en mis libros ante todo lo que, a Dios gracias, aún compartimos a pesar de nuestros errores y pecados. Una tarea nada inútil, por otra parte, porque creo que la gente ignora los numerosos puntos en los que estamos de acuerdo...

Sorprendentemente, uno de «los numerosos puntos en los que estamos de acuerdo» es, en opinión de Lewis, la capacidad unificadora del latín: «Si al menos ese pernicioso «renacimiento» que los humanistas trajeron consigo no hubiera destruido el latín... entonces Europa entera aún podría continuar escribiéndose».

Evidentemente, la idea de Lewis de que existía «un factor común aún más importante» que unía a todos los cristianos representaba una postura popular y populista. Y, sin embargo, no era una postura fácil de detallar. ¿En qué consistía exactamente?

Calabria mantenía una opinión perfectamente nítida: ese factor común más importante era el depósito de la fe confiado a la Iglesia católica, que había pasado de unos a otros durante dos mil años. Su deseo de unidad implicaba el regreso de todos los hermanos separados al Cuerpo Místico de Cristo: la Iglesia católica. Así, el ecumenismo quedaba traducido por un «únete a mí».

Como Lewis no tenía intención alguna de «unirse» -pues, en palabras de Walter Hooper, era «absolutamente fiel a la Iglesia de Inglaterra»-, su postura resultaba más compleja. Durante una sesión del Club Socrático de Oxford, Lewis había defendido que «el núcleo de la enseñanza cristiana ha sido preservado y transmitido durante siglos por la Iglesia»; y, como Hooper comentaba, «si tenemos en cuenta su invariable costumbre ele recibir la Comunión los domingos y días de fiesta, así como su práctica de la confesión frecuente (normalmente semanal), creo que se puede concluir que creía firmemente en la necesidad de un «cristianismo institucional».

De hecho, su postura era, sorprendentemente, parecida a la de su amiga Dorothy L. Sayers. Barbara Reynolds se refiere con entusiasmo al esfuerzo lleno de celo de Sayers por promover la unidad cristiana:

Es evidente que al escribir a William Temple y a George Bell, que fue obispo de Chichester, está instando a «unificar» lo que ella denomina el factor común más importante en el que se muestran de acuerdo católicos, algunos no conformistas y la Iglesia de Inglaterra; y, en lugar de decir «en esto discrepamos», buscar aquello en lo que coincidimos...

En respuesta a la pregunta sobre cuál era para Sayers ese factor común más importante de unión entre los cristianos, Reynolds señalaba: «La Trinidad y la Encarnación. Estos son los principios absolutamente indispensables... y los Sacramentos, por supuesto».

Fue esta sensación de compartir con Sayers la misma fe en un «cristianismo institucional» lo que decidió a Lewis a escribirle el 13 de julio de 1948 con respecto a la ordenación de las mujeres:

Me han llegado noticias de un movimiento... que reclama el derecho de las mujeres a recibir las Sagradas Ordenes. Me imagino que usted, igual que yo, desaprueba algo que nos separaría tan drásticamente del resto de la cristiandad y constituiría el triunfo de lo que ellos mismos denominan principios «prácticos» y «progresistas» por encima de esa más honda necesidad de que el sacerdote ante el Altar represente al novio para el que todos somos, en cierto sentido, femeninos. Si es así, creo que tendrá usted que pronunciarse.

La respuesta de Sayers contenía un cúmulo de contradicciones -simultáneamente a favor y en contra de la postura de Lewis- capaz de ilustrar la carga explosiva de un asunto que originaría una tremenda confusión dentro de la Iglesia de Inglaterra:

Es obvio que no habría nada más estúpido y desacertado que levantar una nueva barrera, absolutamente innecesaria, entre nosotros y el resto de la cristiandad católica. (También supondría un lazo de unión con algunas de las Iglesias Libres al poner el énfasis en un ministerio del Evangelio en lugar de en el ministerio de los Sacramentos, y al implicar una ruptura con la tradición apostólica).

Me temo que va a encontrar usted en mí una precaria aliada. No soy capaz de encontrar ninguna razón lógica o estrictamente teológica en contra. En la medida en que el sacerdote representa a Cristo, evidentemente parece más apropiado desde un punto de vista dramático que el papel principal -por así decir- lo interprete un hombre. Pero si me arrinconaran preguntándome a bocajarro si Cristo representa, solo al hombre (masculino) o a toda la humanidad, me vería obligada a contestar que «a toda la humanidad»; y a citar la autoridad de san Agustín, quien afirma que también la mujer ha sido creada a imagen de Dios.,.

En otra ocasión en que Barbara Reynolds le preguntó qué pensaba acerca de la posibilidad de que las mujeres se ordenasen, Sayers repuso: «Bueno, considerando que Nuestro Señor tuvo la sensatez de nacer varón cuando estuvo en la tierra, creo que quizá lo mejor sería dejar las cosas como están». Mientras trabajaba en la edición de la correspondencia de Sayers, Reynolds encontró algunos ejemplos más en que se reiteraba esta opinión: «Más tarde encontré otras cartas en las que manifestaba claramente que... ahora que las iglesias daban muestras de querer unirse, este tema provocaría tal distanciamiento por parte de la Iglesia católica... que no era deseable insistir en él». Dicha opinión aparecía expresada también en la carta dirigida a Lewis, aunque unida a una firme oposición a tratar el asunto: «Sería una pena ponerse totalmente en contra de las Iglesias Apostólicas, especialmente, ahora que por fin comenzamos a ver cierta perspectiva de entendimiento con la ortodoxa oriental, etc. Lo mejor que puedo hacer es callar allí donde las hijas de los filisteos puedan oírme».

Para Lewis, aquel silencio, además de ser abrumador, le hizo mostrarse reacio a abordar aquel tema, y a poco de recibir esta decepción por parte de Sayers publicó un artículo titulado «¿Sacerdotisas en la Iglesia?». En contra de lo habitual, dicho artículo estaba escrito en un tono apologético, debido quizá a ese temor de ser acusado de misoginia, en el que se halla, en realidad, el origen de su deseo de que fuese una mujer la autora del artículo en cuestión. Quizá Lewis guardaba en su mente la respuesta de Sayers al subrayar que «ninguno de aquellos a quienes les desagrada esta propuesta mantiene que la mujer esté menos capacitada que el hombre para conseguir la piedad, el celo, la erudición o cualquier otra cosa que se supone necesaria para el trabajo pastoral».

Es lógico que el reformador con sentido común se pregunte por qué, si una mujer puede predicar, no puede, sin embargo, desempeñar el resto de las funciones de un sacerdote. Esta pregunta me resulta aún más molesta. Empezamos a pensar que lo que nos separa de nuestros oponentes es el diferente significado que unos y otros damos a la palabra «sacerdote».

Para Lewis, el sacerdocio no es simplemente un «trabajo» más, sino una llamada mística, de naturaleza sacramental, que ha sido preestablecida como una función masculina, igual que la maternidad ha sido preestablecida como función femenina. La maternidad es eternamente femenina y el sacerdocio, eternamente masculino:

Las teorías renovadoras implican que el sexo es algo superficial e irrelevante en la vida espiritual. Decir que el hombre y la mujer son igualmente elegibles para una profesión determinada es lo mismo que decir que, para la finalidad de dicha profesión, el sexo es irrelevante... Uno de los fines para los que fue creado el sexo es el de servirnos de símbolo de lo que permanece oculto en Dios. Entre las funciones del matrimonio humano se halla la de expresar la naturaleza de la unión entre Cristo y la Iglesia. Nosotros carecemos de autoridad para tomar las figuras vivas y trascendentales que Dios ha dibujado en el lienzo de nuestra, naturaleza e intercambiarlas como si se tratara de meras figuras geométricas.

Esto es lo que el sentido común denomina, «místico». Ni más ni menos. La Iglesia se declara portadora de la Revelación. Si tal pretensión es falsa, no solo es mejor que no haya sacerdotisas, sino que es mejor también suprimir el sacerdocio.

El artículo concluía con imágenes de esa «tierra de penumbra» que se encuentra en el núcleo del pensamiento y la obra de Lewis: «Con la Iglesia... nosotros abordamos lo masculino y lo femenino no simplemente como hechos naturales, sino como las formidables sombras vivas de realidades que escapan a nuestro control y aún más a nuestro conocimiento directo. O, mejor aún, no es que nosotros las abordemos a ellas, sino que (como así descubriremos si profundizamos) son ellas las que nos abordan a nosotros».

Si, en sus fundamentos, las objeciones de Lewis a la ordenación de las mujeres no parecían guardar relación con las de Dorothy L. Sayers, sus objeciones prácticas eran las mismas que esta había expresado en su carta. Al principio del artículo, Lewis escribía: «Separarnos del pasado cristiano y aumentar las divisiones entre nosotros y otras Iglesias interponiendo en medio la ordenación femenina sería una imprudencia casi gratuita. Y hasta la Iglesia de Inglaterra saltaría en pedazos por culpa de esta operación».

Unas palabras que Walter Hooper calificó de «extraordinariamente proféticas»; porque lo cierto es que el asunto ha provocado una profunda conmoción en el seno de la Iglesia anglicana. Queda para la posteridad revelar si estos dolores han servido a su crecimiento o, más bien, han supuesto para ella el golpe de gracia.

Pero lo que la posteridad ya no puede hacer es mostrarnos la reacción de Lewis frente a la ordenación de las mujeres, porque este falleció -quizá por fortuna- treinta años antes de que sus temores se hicieran realidad, dejando sin atar los cabos finales de su postura. Lo cual ha suscitado, inevitablemente, un debate interesante -aunque fútil en última instancia- sobre el lado a favor del cual se habría declarado «de seguir con vida».

El padre Charles Smith se ordenó sacerdote de la Iglesia anglicana a finales de la década de los cuarenta y estuvo al frente del Santuario de Nuestra Señora de Walsingham hasta finales de los sesenta, antes de convertirse al catolicismo y ser ordenado en los ochenta, poco antes de su jubilación; Smith pensaba que Lewis se hallaba demasiado agarrotado por los prejuicios para pensar en convertirse: «Lewis ejercía una gran influencia sobre la “ortodoxia” de muchos anglicanos, pero no creo que contemplara nunca la posibilidad de la conversión porque quedaba en él mucho del protestantismo norirlandés. Siempre conservó este anti-romanismo».

En 1981, el escritor católico Christopher Derrick, alumno y amigo de Lewis, escribió C. S. Lewis y la Iglesia de Roma, un libro polémico en el que se analiza su compleja relación con el catolicismo. Quince años después, aún continuaba especulando maliciosamente acerca de la reacción de Lewis ante la victoria de los «modernistas» de la Iglesia anglicana:

Existió el rumor de que se había pasado al Papa, o el de que era un jesuita disfrazado... los hombres de letras convertidos al catolicismo se convirtieron en un auténtico fenómeno, y a algunos les parecía probable que Lewis se convirtiera, pero... no creo que le hubiera gustado cambiar su propia infalibilidad por la de otro Papa... resulta difícil imaginar qué habría hecho con la Iglesia de Inglaterra en la actualidad. La Iglesia de Inglaterra de hoy en día es un fantasma tan patético... Puedes estar o no de acuerdo con ella: eso carece de importancia.

El malicioso candor de Derrick le ha valido muchas críticas, incluso por parte de quienes comparten en buena medida su opinión. Acerca de C.S.Lewis y la Iglesia, de Roma, Walter Hooper comentaba que le parecía «un libro desagradable de leer, pero que plantea muchos aspectos interesantes», y añadía que «la apologética de Derrick, a veces, suena malhumorada». Como Christopher Derrick, Walter Hooper fue íntimo amigo de Lewis y, tras la muerte de este, también su defensor en materia literaria; pero, en 1988, su conversión al catolicismo, motivada en buena parte por el tema de la ordenación femenina, vino a añadir leña al fuego de las especulaciones de Derrick. Hooper se convirtió a Roma debido, ante todo, al mismo asunto que tanta inquietud había provocado en su mentor cuarenta años antes; y la posición de este respecto a dicho tema continuó siendo motivo de controversia muchos años después de su muerte y especialmente en América, donde una de las conferencias que Hooper pronunció sobre Lewis se vio interrumpida por orden de la esposa del vicario «a causa de la postura de Lewis acerca de las sacerdotisas». Este incidente se repitió en otras dos ocasiones por la misma razón. En 1984, en cambio, Hooper recibió una invitación de Roma para asistir a una audiencia privada con el Papa Juan Pablo II en la que se decía literalmente que «el Santo Padre le estaría sumamente agradecido si pudieran hablar acerca de C.S.Lewis». Evidentemente, es imposible saber si, «de seguir con vida», hoy en día, Lewis habría considerado necesario seguir los pasos de Walter Hooper hasta abrazar como él la fe católica. Pero no cabe ninguna duda de que se habría encontrado en una situación especialmente delicada.

En 1948, los dilemas de este tipo respecto a la Iglesia anglicana aún no habían dado tan amargo fruto, y Lewis y Sayers pudieron ofrecer una fachada de unidad ante prácticamente todos los demás temas del momento. En medio de la tarea de traducir a Dante, Sayers continuaba manteniendo correspondencia con mucha gente con vistas a difundir su idea de la reconstrucción cristiana. «Sus cartas son muy importantes», dice Barbara Reynolds. «Por aquellas fechas se escribía con tanta gente que, en su tarea de estimular las mentes de tantas personas..., ha dejado una herencia que solo se hace patente en sus cartas... Una red de mentes que se estimulaban mutuamente».

Por otra parte, Lewis avisaba de que la alternativa a la reconstrucción cristiana pasaba por una demolición anticultural, por el derrumbamiento de la civilización:

Aunque el «derecho a la felicidad» ha sido reclamado principalmente por el impulso sexual, creo que es imposible que el asunto no vaya más allá. Este principio fatal al que se ha dado vía libre en este aspecto, antes o después acabará filtrándose a toda nuestra vida. De este modo avanzamos hacia una sociedad en la que no solo cada hombre, sino todos los impulsos de cada hombre exigen carte blanche (en francés en el original: «carta blanca» -N. de la T.). Y entonces, aunque nuestra capacidad tecnológica quizá pueda ayudarnos a prolongar la vida, en el fondo, nuestra civilización estará muerta y -ni siquiera me atrevo a añadir «desgraciadamente»— aniquilada.

La defensa del «derecho a la felicidad» tanto en materia sexual como en otros aspectos de la vida fue uno de los temas predominantes en la obra de Bertrand Russell. Su obra El conocimiento humano se publicó en 1948: un oportuno recordatorio de que la red de mentes estimulada por Sayers y Lewis se hallaba enzarzada en un combate mortal con sus adversarios metafísicos. Ambas partes aparecían representadas, en la primavera de 1948, como colaboradoras en el programa de la BBC Ideas y creencias de los Victorianos. Dentro de él se emitieron conferencias de Bertrand Russell, G.M.Trevelyan, Lord David Cecil y Christopher Dawson. Dawson definió las creencias de la temprana Inglaterra victoriana como «una extraña mezcla de ortodoxias contradictorias entre sí: el desolador racionalismo de los utilitaristas y la restrictiva devoción de los evangélicos».

En 1948, Bertrand Russell cruzó su espada en las ondas con la de otro eminente católico converso, el padre F.C.Copleston, en el Third Programme de la BBC. «La existencia de Dios: un debate entre Bertrand Russell y el padre F.C.Copleston, S.J.» consolidó la reputación de Russell como elocuente defensor del punto de vista anticristiano y acrecentó la de excelente filósofo de Copleston. La transcripción del debate apareció publicada nueve años más tarde en el libro de Russell Por qué no soy cristiano y otros ensayos.

Christopher Dawson y F.C.Copleston fueron figuras clave en el renacimiento intelectual católico, cuya influencia se extendió mucho más de lo que su fama de hoy en día podría sugerir. El objeto de sus investigaciones era similar, pero distinto. Dawson era una autoridad en filosofía de la historia, mientras Copleston se hallaba especializado en historia de la filosofía. La obra más importante de este último fue su monumental Historia de la Filosofía en nueve volúmenes: el primero, Grecia y Roma, apareció en 1946; y el último, De Maine de Biran a Sartre, en 1975. Copleston era también autor de Santo Tomás de Aquino, publicado en 1955, probablemente, la mejor introducción en lengua inglesa a la filosofía tomista.

Al mismo tiempo que Copleston libraba una filosófica batalla contra Bertrand Russell en la BBC, otro célebre filósofo de las ondas comenzaba a experimentar un hondo cambio de parecer que le haría pasar del campo de Russell al de Copleston.

C.E.M. Joad había cobrado fama como protagonista del Trust de Cerebros de la BBC. Como cualquier otro miembro de la primera generación de «estrellas de la radio», su controvertida reputación obedecía a su agresivo agnosticismo y a los ataques dirigidos periódicamente contra el cristianismo. En fecha tan temprana como 1933 ya había intercambiado una polémica correspondencia -publicada más tarde bajo el título ¿Es verdad el cristianismo?- con Arnold Lunn, en la que este, a punto de ingresar en la Iglesia católica, defendía la respuesta afirmativa, mientras Joad se inclinaba por el no y calificaba el cristianismo de corto de miras. «Respecto al tema de la cortedad de miras», replicaba Lunn, «¿no se le ha ocurrido a usted nunca que... muchos de los modernos que no aceptan el cristianismo son nostálgicamente conscientes del contraste entre la coherencia de la filosofía católica y la confusión de todos los credos rivales?».

Para ilustrar su afirmación, Lunn citaba a J.H.Randall, un americano muy crítico con el catolicismo que, sin embargo, defendía la filosofía católica:

Comparadas con ella, todas las sucesivas filosofías elaboradas por el hombre no son sino efímeras obras de un día que solo tienen para nosotros un interés histórico. Está muy por encima de las ideas fragmentarias, inconsistentes y contradictorias en sí mismas de los científicos y filósofos modernos... Frente a la falta de certeza y la confusión, al pensamiento desordenado y las ideas contradictorias que abundan en círculos modernistas, destacan la claridad y la precisión de sus postulados.

«Quizá deba añadir que yo también he sido agnóstico», continuaba Lunn, «que también yo me dejé impresionar una vez por muchos de los argumentos que emplea usted, pero que me dejaron de impresionar en cuanto empecé a estudiar la filosofía y la historia cristianas».

Tal vez la intuición de Lunn fue más profética de lo que él mismo creía al referirse al agnosticismo de Joad como a una etapa. También Joad atravesaría una fase de agnosticismo, pero, en su caso, esta se prolongó durante más tiempo. Las primeras grietas en la armadura de su descreimiento se hicieron patentes en 1942, cuando, en una crítica favorable acerca de las Cartas del diablo a su sobrino, confesó que «Lewis posee el raro don de hacer legible la moral».

Lewis jugó un papel decisivo en la lenta transición de Joad del agnosticismo al cristianismo. Su obra La abolición del hombre, publicada en 1943, resultó particularmente eficaz. Según Joad, dicha obra «desempeñó un papel no poco importante a la hora de hacerme cambiar de opinión y precipitar el nuevo punto de vista contenido en la solución, mientras este aún siguiera -como así ocurría- implícito en ella. En el libro hay un pasaje que expone lo que intento expresar mejor de lo que yo podría esperar hacerlo nunca.

Para el sabio de la Antigüedad, el problema capital consistía en el modo de adecuar el alma a la realidad, y la solución residía en el conocimiento, la autodisciplina y la virtud. Para la magia, así como para la ciencia aplicada, el problema es cómo someter la realidad a los deseos del hombre: y la solución reside en la técnica; y las dos, al poner en práctica la técnica, están dispuestas a hacer cosas consideradas hasta la fecha desagradables e indignas...

Al tiempo que los libros de Lewis dejaban en la mente inquisitiva de Joad una huella tan imborrable, los horrores de la Segunda Guerra Mundial le convencían de la penetrante naturaleza del mal. En 1943, después de que este giro tan radical le condujera a una explicación teísta del universo, plasmaba ante la sorpresa general su cambio de opinión y de sentimientos en su libro Dios y el mal. A través de él se hacía patente que su teísmo era tan solo una consecuencia transitoria de su transformación, y parecía poco probable que continuara siendo su sitio definitivo. Nueve años más tarde, influenciado en el ínterin por esa «red de mentes que se estimulaban mutuamente», publicó La fe recobrada, donde manifestaba las razones que le habían llevado a aceptar la fe cristiana.

A pesar de su celebridad, su modo de exponer los conceptos filosóficos, tanto antes como después de convertirse al cristianismo, carecía del carácter incisivo y de la precisión de muchos de sus contemporáneos. Sin embargo, la publicación en 1952 de La fe recobrada garantizó que Joad, fallecido en abril del año siguiente, se fuera acompañado de una gran campaña publicitaria digna de un experto en autopromoción.

Su necrológica, aparecida en The Times el 10 de abril de 1958, hacía hincapié en la importancia de su «fe recobrada»:

Sin duda, La fe recobrada es su obra principal y la más interesante. Caracterizada por la humildad, contrasta notablemente con la arrogancia intelectual de sus primeros escritos. En ella se desarrollan con valiente sinceridad las razones que le guiaron desde el agnosticismo hasta el cristianismo, y con esa misma sinceridad niega y se enfrenta a la pretensión de la ciencia de constituir «el azote de la religión». Recoge también los problemas fundamentales del universo y la naturaleza humana, anteriormente tratados de un modo bastante superficial.

Influido, posiblemente, por el hecho de que Lewis fuese anglicano, Joad vivió sus últimos meses como un devoto miembro de la Iglesia de Inglaterra. Pero -también como Lewis- se las arregló para sacar a colación algunos temas que ponían en duda su anglicanismo. Mientras Lewis defendía el concepto católico de sacerdocio, Joad cuestionaba la oposición anglicana al dogma católico de la Asunción:

En el momento en que escribo estas líneas existe un enorme revuelo en torno al anuncio de un nuevo dogma por parte de la Iglesia católica de Roma: el dogma de la resurrección física y la presencia de la Virgen Mana en cuerpo y alma en el cielo. El clero de la Iglesia anglicana lamenta esta nueva y -en su opinión- gratuita traba puesta por los católico-romanos a la unión de las iglesias cristianas. No obstante, ellos (y yo) afirmamos, junto con lodos los demás miembros de la comunión anglicana, nuestra fe en la Resurrección del Cuerpo. Domingo tras domingo, me pregunto (aunque ellos no lo hagan) a qué viene tanto alboroto.