Capítulo XXVII DESPIDIENDO LO VIEJO

EN el epílogo a su biografía sobre Waugh, Christopher Sykes intentaba explicar las razones de la obstinada oposición de su amigo a la reforma de la Iglesia. «Su oposición a las tendencias reformistas», escribió Sykes,

no era la simple expresión de su conservadurismo o de sus preferencias estéticas. Estaba basada en algo más profundo. Pensaba que, en su larga historia, la Iglesia había desarrollado una liturgia que permitía al hombre corriente y sensual (en oposición al santo, que queda al margen de cualquier generalización) acercarse a Dios y ser consciente de la santidad y de la divinidad. Echar por tierra todo eso con la excusa de actualizarse le parecía no solo una tontería, sino también peligroso... no soportaba pensar en una liturgia modernizada. «Si se afina esa cuerda», pensaba él, se perderá la fe... El que su miedo estuviera o no justificado solo «la ineludible sentencia del tiempo» lo podrá demostrar.

Aunque esa ineludible sentencia aún no ha sido dictada, lo cierto es que Waugh no era la única persona que mantenía dicha opinión. El propio Christopher Sykes simpatizaba bastante poco con la reforma e incluso Douglas Woodruff, a quien Waugh había criticado por sufrir un «encaprichamiento senil» con Hans Küng -ese «hereje que en días más felices que estos habría acabado en la hoguera»-, las miraba con cierta reserva. Este aspecto queda muy claro en el recuerdo de Waugh escrito por Woodruff y publicado en 1973:

Lo que ensombreció sus últimos años fue el Concilio Vaticano II, y más aún todas esas personas que intentaron servirse de él para empujar a la Iglesia en una, dirección protestante o liberal que denominaban -y aún continúa denominándose- el espíritu del Vaticano II... Cuando en The Tablet procuré servir de algún consuelo a los católicos desconcertados y descontentos, sobre todo, a los de más edad y a los conversos, recordándoles que en lodos los siglos se ha levantado alguna tempestad repentina capaz de zarandear la barca de Pedro, Evelyn hizo notar que, a lo largo de la historia, la respuesta de la Iglesia a los sucesivos retos planteados no había consistido en ceder ante ellos, y que como consecuencia del ejercicio de su autoridad la mayoría de aquellos retos acabaron diluyéndose y solo los eruditos los recuerdan.

En el epicentro de la violenta polémica desatada en torno al «espíritu del Vaticano II» se hallaba la cuestión de si el «espíritu» que obraba era el Espíritu Santo o, simplemente, el espíritu de la época. Y, si los que obraban eran los dos espíritus, la cuestión resultaba todavía más delicada. ¿Qué reformas obedecían a la voluntad de Dios y cuáles a la sola voluntad de unos hombres que seguían los dictados de una moda? ¿Cuáles hundían sus auténticas raíces en los hechos inmutables y cuáles en la superficialidad de una moda cambiante? Una vez más, la respuesta se obtendría de la «ineludible sentencia del tiempo», capaz de desenterrar las raíces superficiales y de hacer germinar las más profundas en el terreno de la tradición. En cualquier caso, esta cuestión animaba los debates y las discusiones entre quienes, durante el Concilio, contemplaban el desarrollo de los acontecimientos. En 1964, David Jones se hacía eco de Evelyn Waugh en cuanto a las reformas litúrgicas propuestas. La Iglesia corría el riesgo de «cometer el mismo error que esos profesores de lenguas clásicas que suelen decir que el griego y el latín han de mantenerse porque enseñan a pensar con claridad, a escribir correctamente en inglés y a formar a quienes han de prestar un competente servicio civil».

Lo que los profesores deberían decir es que las lenguas clásicas forman parte integrante de nuestra herencia occidental y solo por este motivo merecen ser defendidas. La jerarquía de la Iglesia tiene aún más razones para salvaguardar dicha herencia, empapada de sacralidad. No es una cuestión de conocimiento, sino de amor. Es terrible pensar que el lenguaje de Occidente, de la liturgia occidental, e inevitablemente el canto romano, puedan estar virtualmente extinguidos.

... En el fondo, creo que no se trata de un asunto «religioso»; creo que forma parte del declive de Occidente. Quizá es una tontería, no lo sé; pero la clase de argumentos empleados me parece muy poco satisfactoria, y deja en mí el mismo sabor que el tema de la lengua de mi patria paterna. Las estadísticas dicen que el galés está agonizando, y que prácticamente carece de valor. ¡Malditos argumentos!.

En el origen de las objeciones de Jones a la reforma litúrgica, aparte de la influencia de Spengler, se hallaba su convencimiento de que su valor intrínseco es esencialmente eterno y que trasciende toda consideración temporal o utilitaria.

Jones y Siegfried Sassoon se conocieron al poco tiempo de escribirse esta carta. Era un «día abrasador» de julio y «dieron un largo paseo». A Jones Sassoon le pareció «muy agradable, discreto y simpático; bastante mayor de lo que yo creía y de aspecto muy diferente al que me imaginaba». Más tarde, en el curso de una conversación, comentó que «el Sassoon mayor tenía un rostro atemporal de marcadas facciones judías». Fue inevitable que hablaran de la Primera Guerra Mundial, en la que ambos habían participado, de «Blunden, Graves y los Fusileros galeses». Sassoon le dijo a Jones «que, por mucho que lo intentara, no conseguía sacarse la guerra de la cabeza. Es muy curioso». A Jones le encantó que Sassoon tuviera tan alta opinión de Voces de guerra, de Edmund Blunden, «uno de los mejores relatos, entre los muchos que hay, de esa guerra de la infantería». Después, tras apartar los recuerdos de una contienda de la que los separaban cincuenta años y abordar otros temas de conversación, como el desarrollo del Concilio Vaticano, Jones «le preguntó si le preocupaba el destino del ritual latino, pero él dio muestras de no saber muy bien lo que aquello implicaba; de todas formas, era un gran tipo, y no pudo tratarme con más amabilidad ni más amistosamente».

Las impresiones dejadas en Sassoon por aquel encuentro aparecen recogidas en una carta dirigida a Felicitas Corrigan de fecha 5 de agosto de 1964: «Ha venido a comer David Jones... ultrasensible. He estado hablando con él hora y media, y hemos trabajado mucho... ¿Has intentado leerle? El padre Sebastian (Moore) es especialista en The Anathemata: mucho más que yo. Entre paréntesis constituye un importante informe de guerra. Pero no me ha llegado tanto como Voces de guerra».

El aspecto más divertido de la descripción que hace Jones de su encuentro se centra en su gráfico retrato de dos ancianos en lucha contra los achaques de la edad:

Uno de los problemas es que se supone que usa dentadura postiza, cosa que -como es natural- odia. En consecuencia, habla muy bajito y sin abrir la boca; y, como yo estoy totalmente sordo de un oído -el izquierdo-, solo conseguía enterarme de la mitad de lo que decía: del resto no captaba más que el sentido general, y con ayuda de una considerable concentración que me impedía repetir: «¿le importaría hablar un poco más alto?».

En aquella época, Sassoon tenía setenta y siete años y Jones, solo sesenta y nueve. Como veteranos de la Primera Guerra Mundial, esa romántica frase de que «los viejos soldados nunca mueren» se veía confirmada con cada año que pasaba. Sin embargo, los dos se preparaban para «desaparecer» y Sassoon manifestaba sus sentimientos al respecto de la misma manera con que expresaba su más profunda interioridad. En 1967, poco antes de morir, escribió «Una oración en la vejez»:

Bring no expectance of a heaven unearned

No hunger for beatitude to be

Until the lesson of my life is learned

Through what Thou didst for me.

Bring no assurance of redeemed rest

No intimiation of awarded grace

Only contrition, cleavingly confessed

To Thy forgiving face.

I ask one world of everlasting loss

In all I am, that other world to win.

My nothingness must kneel below The Cross

There let new life begin

( No me des la esperanza de un cielo inmerecido / ni el anhelo de la felicidad futura / hasta haber aprendido la lección de mi vida / a través de lo que has hecho por mí. // No me des la certeza del descanso ganado / ni un indicio del premio de la gracia. / Solo una contrición abiertamente confesada / ante tu rostro misericordioso.//Pido al mundo de infinito vacío /que hay en mí que venza el otro mundo. /Mi nada se arrodilla al pie de la cruz / donde comienza la vida nueva (N. de la T.)

Los años sesenta contemplaron la marcha de muchos escritores cristianos conversos que habían honrado al mundo con sus obras y su pensamiento. El 18 de marzo de 1963, el padre C.C.Martindale falleció a la edad de ochenta y tres años. Había sido recibido en la Iglesia el 8 de mayo de 1897, con dieciocho años, y el resto de su vida lo entregó a su vocación sacerdotal. Junto con el padre D’Arcy, es el más célebre de los jesuitas responsables de la admisión en la Iglesia de muchos conversos, algunos de ellos escritores y otros no.

La muerte de C.S.Lewis, eclipsada por el asesinato del presidente Kennedy en Dallas, y la de Aldous Huxley en California ocurrieron el mismo día: el 22 de noviembre de 1963. A su vez, el funeral por Lewis, celebrado el 26 de noviembre en Hole Trinity, en Headington Quarry (Oxford), eclipsó la misa de réquiem en honor de W.R.Titterton, que tuvo lugar en St. Anselm y St. Cecilia en Kingsway, en Londres, aquel mismo día. Titterton, que en el momento de su muerte contaba ochenta y siete años, era más conocido por su trabajo periodístico, aunque también había publicado algunos libros en prosa y en verso. En 1936 escribió la vida de G.K.Chesterton, máximo responsable de su conversión al catolicismo en 1931. Además de haber trabajado juntos en el Daily News, Titterton fue el director adjunto de Chesterton en el New Witness primero y luego en el G.K.’s Weekly.

Dos días después del funeral de Lewis y la misa de réquiem por Titterton, Edith Sitwell -quien por entonces había cumplido setenta y seis años- mostraba el mismo humor cáustico y sardónico que se convirtió en el sello característico de su correspondencia. El 28 de noviembre, el Times Literary Supplement publicó una carta suya en respuesta a «Puaj», título de una crítica sobre varias novelas de William Burroughs en la que su autor comparaba la lectura de este último con «una corriente que fluye por las alcantarillas de una gran ciudad»:

He tenido el placer de leer en su número del día 14 del mes en curso la justa crítica de una novela del señor Burroughs (quienquiera que sea) publicada por un tal señor John Calder (quienquiera que sea también).

La pública canonización de un librito tan sucio e insignificante como El amante de Lady Chatterley ha servicio de señal de salida para quienes desean liberar las obscenidades que pueblan sus mentes sobre los lectores británicos.

Como autora de Gold Coast Customs, difícilmente puedo ser acusada de eludir la realidad, pero no deseo pasarme el resto de la vida con la nariz metida en los cuartos de baño de los demás.

Prefiero el Chanel Número 5.

(William Burroughs ,1914-1997, escritor estadounidense en cuya obra la experimentación literaria es una constante. Su novela El almuerzo desnudo −1959-fue prohibida en el estado de Massachussets debido a su explícito lenguaje sexual).

Un humor brillantemente reflejado también en una carta posterior (sin fecha) dirigida a Maurice Bowra, cuya conclusión bien podría servir de irreverente -aunque divertido- epitafio:

He conocido a una nueva lunática encantadora: una señora de Dublín. Me ha escrito para decirme que los sacerdotes católico-romanos tienen un montón de hijos ilegítimos —habitualmente, de sus sobrinas quinceañeras-. Le he contestado diciendo que ya lo sabía. Mi estimado confesor se trae muchas veces a los diez de su pequeña prole cuando viene a tomar el té conmigo. Cuatro son de su sobrina, pero por desgracia ha olvidado completamente quiénes son las madres del resto. Antes eran once, pero un viernes se comió en un despiste a uno de ellos.

Osbert dice que no debería escribir estas cosas, porque si se publican unos dirán (A) que carezco de moral, (B) que soy una frívola. Pero yo le contesto que no seria la primera, ni la segunda, ni la tercera vez que me acusan de ello.

Sitwell falleció el 9 de diciembre de 1964. La necrológica del Times describió su poesía como «de cambio» y «fundamentalmente digna de elogio»:

Combinaba el gusto por lo elaborado -y últimamente, por los amplios efectos técnicos- con la básica simplicidad de su visión: una visión profundamente influida en sus primeros poemas por los recuerdos de infancia, y en los posteriores, por una mezcla compuesta del intenso horror ante la violencia y la crueldad del mundo, y de una fe profunda en la bondad última de Dios y en la santidad de la naturaleza... El efecto global de su poesía, como el de su personalidad, es extraño y formidable, y en cierto modo ligeramente superior al tamaño natural de las cosas... conservó hasta el final una permanente exaltación e intensidad de las formas y la pureza de su visión religiosa.

En su estudio crítico sobre David Jones, David Blamires escribió que «en gran parte de sus últimos poemas, Edith Sitwell expresa cierta grandeza mística y un elemento mágico que en el mundo occidental procede en última instancia de las ideas y ritos católicos».

Su misa de réquiem fue celebrada por el padre D’Arcy en Farm Street, y entre los asistentes se contaron Hugh Ross Williamson, Ernest Milton y Evelyn Waugh. Este último escribió que «llegué tarde a la misa por Edith Sitwell y me marché pronto. Había muy poca gente».

Otro escritor converso fallecido en 1964 fue el novelista Naomi Jacob, recibido en la Iglesia en 1907 a la edad de dieciocho años. Su carrera literaria se inició en 1926 con la publicación de Jacob Ussher; después de la cual demostró ser un prolífico escritor de obras de ficción en las que destaca la descripción de caracteres.

El 4 de enero de 1965, transcurridas tan solo unas pocas semanas de la muerte de Sitwell, T.S.Eliot fallecía en su casa londinense. «La tierra baldía», declaraba al día siguiente la necrológica de The Times, «anunció la llegada de un magnífico poeta».

En aquel momento, sin embargo, muy pocos de sus admiradores y de sus detractores supieron ver, por debajo de las innovaciones externas y de la desesperanza del lenguaje, su profundo respeto por la tradición y su agudo sentido de la moral... La actitud de Eliot en asuntos eclesiásticos era dogmática e intransigentemente conservadora: quizá hubiera cierta intolerancia en su celosa e inquebrantable defensa de la tradición... Entre las influencias no literarias que más contribuyeron al desarrollo poético de Eliot, su religión ocupa el primer lugar... Sus principales influencias literarias fueron los simbolistas franceses y, sobre todo, Dante. Pero, como poeta y crítico, recurrió a toda una tradición europea que, en calidad de director del Criterion, intentó preservar y fomentar...

Aunque Eliot se nacionalizó británico en 1928, algunos de los más calurosos tributos que se ofrecieron a su muerte provenían de su país natal. Al día siguiente de su fallecimiento, muchas figuras literarias norteamericanas hicieron cola para rendirle homenaje: entre otros, Louis Untermeyer y Robert Lowell; mientras que Alien Tate, poeta y profesor de inglés, lo calificaba de «el mejor poeta en lengua inglesa del siglo XX, y cuya relación con respecto a su época es similar a la de Samuel Johnson con el siglo XVIII». El poeta y crítico Robert Penn Warren lo definió como «una figura clave de nuestro siglo tanto en América como en Inglaterra, cuya influencia aislada ha sido determinante. Esta es su época. El nos ha hecho percibir la crisis de la cultura del mundo occidental».

Su servicio fúnebre, oficiado en la abadía de Westminster el 4 de febrero, se convirtió prácticamente en un acontecimiento de Estado. A él asistieron cuantos podían considerarse «alguien»: embajadores, agregados culturales y la flor y nata del mundo literario. El coro entonó el himno «La paloma bajando rompe el aire», tomado de la Parte IV de Little Gidding, al que Stravinsky puso música en honor a Eliot, y Sir Alec Guinness recitó con serena intensidad cinco fragmentos de sus últimos poemas, concluyendo con los versos finales de Little Gidding.

Edward Sackville-West falleció el 4 de julio de 1965 en su casa de County Tipperary, al día siguiente de regresar de unas vacaciones en el oeste de Irlanda pasadas en compañía del padre Christopher Pemberton. Este y Sackville eran amigos desde la época de la guerra, en la que ambos trabajaron en la BBC. Pemberton continuó en la BBC como uno de los cuatro primeros locutores del Third Programme hasta 1958, trabajo que abandonó para responder a su tardía vocación de sacerdote católico. Sackville y él siempre conservaron la amistad, y fue Pemberton quien halló el cadáver de Sackville-West la mañana del 4 de julio.

Edward era el quinto barón Sackville y la tradición familiar ordenaba que sus miembros fueran enterrados en la cripta de Withyham Church, en Sussex. Pero Sackville-West le había tomado tanto aprecio a la localidad de Colgheen, donde -ante el estupor de sus habitantes- acudía a misa todos los días, que, rompiendo la tradición, quiso que lo enterraran allí. Envuelto en su capa de caballero de Malta, su cuerpo fue trasladado desde su lecho de muerte ante la mirada de todo el pueblo, congregado para presentarle sus respetos. La comitiva fúnebre llegó hasta el pie mismo de la tumba, adornada de rosas rojas por uno de los vecinos. En contraste con el sereno funeral irlandés, la misa de réquiem fue celebrada por el padre Pemberton en Farm Street, en Mayfair, el 28 de julio. A él asistió Evelyn Waugh, quien comentó que la concurrencia estaba formada por «una extraña mezcla de gente».

La necrológica del Times, redactada -anónimamente- por David Cecil, lo describía como un diletante «en el sentido original y más positivo del término: es decir, como un hombre que, por puro amor a las artes, se dedicó totalmente a ellas -especialmente, a la literatura y a la música- y cuya contribución a las mismas estuvo teñida del color de una rara e intensa individualidad». Cecil mencionaba que Sackville-West «se había unido a la Iglesia católica de Roma, convirtiéndose en un miembro profundamente devoto» que «afrontó la vida con coraje, con una gran capacidad de disfrute y con fe en Dios».

Michael de-la-Noy, biógrafo de Sackville-West, describió el tono de la necrológica de David Cecil como la «generosa valoración de un amigo de la infancia que había tomado un camino muy diferente al suyo». Pero el tributo más caluroso, y probablemente también el que el difunto hubiese apreciado más, provino de sus vecinos irlandeses. Así comenzaba la necrológica del periódico Nationalist: «La tarde del domingo, con profundo dolor y un sentimiento de enorme pérdida personal, hemos sabido, aquí en Clogheen, de la súbita muerte de Lord Sackville».

Convertido al catolicismo, era un ejemplo para todos nosotros. La mañana de su muerte pasó inadvertido cuando se acercó al altar para recibir la Sagrada Comunión...

Hace diez años que este tranquilo, pero apasionado, inglés vino a vivir entre nosotros. Para la gente no era un noble ni un personaje famoso: solo un vecino más que caminaba arriba y abajo, que entraba y salía de las tiendas, siempre con un amistoso saludo o un apretón de manos para todo el que se encontraba con él...

Recemos una oración irlandesa por él, con la esperanza de que la verde hierba de Irlanda le cubra mientras descansa en la paz del Señor bajo los Knockmealdowns, y que su generoso espíritu permanezca aquí por siempre, pues estamos convencidos de que este noble inglés que vivió entre nosotros refrescó nuestra estima, por nuestra fe y nuestro país.

Con las muertes de Evelyn Waugh ocho meses más tarde y de Siegfried Sassoon el 1 de septiembre de 1967, el siglo parecía estar despidiendo a toda su vieja guardia.

Los años sesenta fueron momentos de un cambio radical en muchos otros aspectos. Los «aires de cambio» atravesaban el continente africano y otros enclaves coloniales de las potencias europeas. La época del Imperio llegaba a su fin. Para muchos de los escritores conversos aún con vida, sin embargo, los «vientos de cambio» que zarandeaban a la Iglesia constituían su máxima preocupación.

En 1967, Hugh Ross Williamson se sumaba a la polémica con una crítica de las reformas litúrgicas aparecida en una publicación católica:

Coincido con las palabras recientemente empleadas por Christopher Sykes en su programa sobre Evelyn Waugh en referencia a «la antigua liturgia que él amaba, y cuya supresión a manos de una reforma caprichosa y filistea tanto pesar le causó en sus últimos años». Y se me ocurren palabras más fuertes que «caprichosa y filistea», pero no quiero entrar en polémica.

Desde su conversión en 1955, Ross Williamson había llegado a ser uno de los mejores escritores apologistas de la fe católica. Su autobiografía, The Walled Carden, publicada un año después de su recepción en la Iglesia, traza el camino seguido desde el inconformismo hasta el anglocatolicismo. Entre sus obras restantes se incluyen algunas novelas históricas y varias reconstrucciones de los tumultuosos años que siguieron a la reforma inglesa, que dan vida -entre otros- a personajes como Jaime II, María Tudor, Isabel I, Shakespeare y Guy Fawkes, estudiados bajo una luz nueva y contraria al sesgo anticatólico de la historia de aquel período generalmente aceptada. Si estas obras invitan a una comparación con Benson, su estudio histórico titulado El inicio de la reforma inglesa, publicado en 1957, invita por su parte a recordar la obra de Belloc Cómo ocurrió la Reforma. En 1958 publicó El desafío de Bernadette para conmemorar el centenario de las apariciones de Lourdes. Ese mismo año escribió también un pequeño guión para televisión sobre santa Bernardeta que tituló La prueba de la verdad, y The Mime of Bernadette, representada en el Albert Hall. Ambas obras motivaron sendas cartas ofreciendo aliento y asesoramiento técnico firmadas por el anciano padre Marlindale, quien escribía: «Siempre he tenido mucha devoción tanto a la persona de santa Bernardeta como al contenido de sus visiones».

En 1961, Ross Williamson escribió una obra teatral sobre santa Teresa de Jesús con Sybil Thorndike en el papel protagonista, que se estrenó en el Festival de Edimburgo antes de iniciar una gira. También se representó en el teatro Royal Court de Liverpool ante seiscientas monjas, prolongándose veinte minutos más de lo habitual a causa de las risas y los aplausos de un auditorio capaz de entender todos los dobles sentidos. «Ayer, Sybil Thorndike actuó ante el público más entendido -y crítico- de su larga carrera», informaba el Daily Mail el 21 de septiembre de 1961. «Los aplausos acompañaron todas sus salidas e interrumpieron varias veces la representación». El periodista del Daily Mail escribía también que las monjas con las que había hablado «alabaron la obra por su realismo, su sentido del humor y su precisión técnica».

Al igual que las seiscientas monjas, 1.600 personas entre sacerdotes y ministros de distintas confesiones cristianas, y centenares de colegialas, se contaron también entre su público. «En el escenario», continuaba el reportero del Daily Mail, «Sybil, en su octogésimo año de vida, realiza un magnífico papel como santa Teresa, la carmelita que en el siglo XVII, y frente a toda oposición, fundó una nueva orden más estricta». La reacción de Sybil era igual de entusiasta: «Para un actor es un auténtico gozo trabajar ante un auditorio tan apropiado».

Ross Williamson, hombre polifacético que actuaba también en su propia obra bajo el seudónimo de Ian Rossiter, escribía a su hija desde su camerino de Liverpool, adjuntándole el artículo del Daily Mail: «Me preguntas por la obra. Por lo que se refiere al público, va maravillosamente bien; pero, en general, las críticas no son nada buenas. Creo que están escritas por gente que no sabe nada de religión».

Ian Burford, un amigo de la familia que también trabajaba en la representación, añadía una posdata a la carta: «He decidido hacer de él un actor y, sorprendentemente, ¡lo estoy consiguiendo!». Desde entonces, Ross Williamson continuó trabajando como actor de forma ocasional, e incluso apareció en televisión en Dr. Finlay’s Casebook, siempre bajo el seudónimo de Ian Rossiter.

Pero, como en el caso de Waugh, su oposición a la nueva liturgia dominó sus últimos años de vida. Siempre le había cautivado el canon de la misa objeto de su libro The Great Prayer, publicado el mismo año de su conversión. Para alguien tan unido al antiguo ritual, la aceptación del nuevo siempre se hacía difícil. Tampoco le convencía el argumento de que el nuevo rito se hallaba más próximo a la misa de la Iglesia primitiva:

el regreso a «lo primitivo» se basa en esa curiosa teoría de la historia que se conoce con el nombre de «la caza de la bellota». O, lo que es lo mismo: cuando ves un roble grande, no te regodeas en su fuerte y exuberante desarrollo. Comienzas a buscar una bellota compatible con aquello de lo que procede y dices: «Tendría que ser como esta».

Estas palabras fueron escritas en 1967, el mismo año en que el cardenal Heenan, en una dramática intervención ante el Sínodo de los Obispos, en Roma, expresaba las dudas de muchos católicos respecto a los cambios litúrgicos. Heenan insistía en que «era más necesario que nunca insistir en la presencia real de Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento» y que no debería hacerse ningún cambio en la misa «que pudiera arrojar dudas sobre esta doctrina». También sacaba a colación el tema del «gran número de religiosas y no pocos sacerdotes» que dedicaban sus vidas «a la permanente adoración del Santísimo Sacramento»: «A veces les preocupa el peligro de que la Exposición con el Santísimo Sacramento -y quizá también la Bendición- puedan desaparecer con la excusa de que han sido introducidas demasiado recientemente en la historia de la Iglesia».

El cardenal se refería también al asunto del latín y preguntaba si la Iglesia podía estar segura de preservar «la lengua latina»: «Si la Iglesia va a seguir siendo realmente la Iglesia católica, es fundamental conservar un lenguaje universal».

Esta era una opinión que muchos mantenían. Christopher Dawson había escrito: «La existencia de una lengua litúrgica común del tipo que sea es signo de la misión de la Iglesia de acabar con la maldición de la torre de Babel y crear un vínculo de unidad entre los pueblos».

En una carta sin fecha dirigida a Edward Watkin y escrita en la década de los sesenta, Dawson señalaba: «Odio los cambios litúrgicos; hasta las traducciones son malas». Y en una de sus últimas cartas a Watkin se lamentaba de «las declaraciones proluteranas de la prensa católica» y de su impotencia para comprender «cómo conciliar esto con los principios litúrgicos».

El liberalismo teológico de la prensa católica no impidió que, el 12 de octubre de 1969, el Tablet publicara un homenaje a Dawson con ocasión de su octogésimo cumpleaños. Dicho homenaje iba firmado por Watkin, quien le conocía desde hacía sesenta y cuatro años. Los párrafos finales no solo sirven como testamento de los logros de Dawson: son también la prueba de que Watkin había revisado su inicial optimismo respecto a las reformas de la Iglesia:

En muchos círculos católicos... se ha acusado a Dawson y a sus ideas de anticuados, carentes de validez e, incluso, de nula importancia para el católico contemporáneo. Algunos de los que se apresuraron a darle la bienvenida y expresaron su consideración hacia su obra han tomado una dirección religiosa y cultural (o más bien anticultural y radicalmente irreligiosa) vanguardista...

Según estos, Dawson no tiene (no puede tener) ningún mensaje. Pero nadie le ha refutado, porque nadie puede hacerlo: su análisis se halla firmemente anclado en los hechos históricos. Simplemente, se le desprecia.

Sin embargo, antes o después -me imagino que antes, si es que el tejido de nuestra sociedad humana sobrevive a los peligros a los que se encuentra expuesto- la clarificadora interpretación histórica de Dawson, planteada, además, con tanto talento literario, encontrará en América como en Inglaterra un público capaz de apreciar ambos aspectos.

En mayo de 1970, Dawson sufrió un ataque cardíaco y poco después contrajo una neumonía. Tras la última visita de Edward Watkin a su viejo amigo, este le dijo a su enfermera, sor María: «¿Sabe?, él me hizo católico».

El domingo festividad de la Santísima Trinidad, Dawson entró en un coma «del cual no regresó sino durante un breve instante, digno de mención», que sor María recuerda así:

Súbitamente, abrió los ojos y fijó la mirada en una crucifixión colgada en la pared, a los pies de su cama; esbozó una hermosa sonrisa y sus ojos se abrieron aún más. Luego dijo: «Hoy es el Domingo de la Trinidad. Y yo voy a verla, y es hermosa». Después cayó de nuevo en coma y ya no volvió a recobrar la consciencia.

Falleció al día siguiente, 25 de mayo, festividad de San Beda, el historiador más «venerable»: un día, por otra parte, bastante apropiado.

Su hija, sor Juliana Dawson, asistió a sus últimos momentos: «En su lecho de muerte, el padre Ryan, un sacerdote irlandés, le dio la Unción de los enfermos. Justo en el instante anterior a su muerte, el padre Ryan abrió la puerta y le bendijo. Fue un hermoso momento».

Al igual que Edward Watkin, David Jones estaba «firmemente convencido de la imperecedera importancia de su querido amigo Christopher Dawson como filósofo e intérprete de la historia». Según William Blisset, amigo de Jones, este se sentía tan atraído por Dawson como por su mentor en el campo de la metahistoria Oswald Spengler, aunque Dawson era más «amable y discreto». Blisset pensaba que Jones y Dawson tenían «un carácter y una inteligencia» muy similares. Juntos discutían sobre Spengler y coincidían al señalar sus aciertos y sus carencias. Jones decía acerca de Dawson: «Hay eruditos que te hacen sentirte un ignorante; Dawson, sin embargo, te ayudaba a darte cuenta de que sabías mucho más de lo que pensabas».

Jones también coincidía con Dawson en lo referente a la reforma litúrgica. Le indignó saber a través de William Blisset que a un sacerdote al que conocía le habían impedido celebrar misa en Bayreuth porque su alemán no era lo suficientemente bueno y el latín estaba verboten. Luego, Jones le contó a Blisset que a un viejo amigo suyo, un coronel retirado «muy devoto» en la práctica de su religión, había dejado expresamente dicho en su testamento que su misa de réquiem se celebrara en latín, cosa que le fue denegada: «No lo puedo entender: lo siguiente será echar abajo la catedral de Chartres... Un año suprimen la birreta y, al siguiente, la misa... Seguramente creen que la misa es el negocio de su vida». Según William Blisset, Jones «lo decía con amargura, al límite de su sufrimiento».

Antonia White es otra de las escritoras confusas ante los cambios de la Iglesia; entre sus novelas se incluyen Frost in May, The Lost Traveller y Beyond the Glass. Como J.R.R.Tolkien, White era conversa «de nacimiento», pues poco después de la conversión de sus padres fue recibida en la Iglesia a los siete años de edad, en la festividad de la Inmaculada Concepción de 1906. Al alcanzar la edad adulta, sin embargo, perdió la fe y se declaró atea. Pasó trece años alejada de los sacramentos. Su regreso a la fe aparece relatado en The Hound and the Falcon: The Story of a Reconversion to the Catholic Faith, publicado en 1965. El 8 de septiembre de 1969 hablaba en su diario del «cambio más extraordinario que se ha visto nunca en la liturgia de la Iglesia»:

Hace tan solo un año habría sido impensable en el rito occidental, y en el convento al que yo voy se ha ido introduciendo discretamente... Ahora nos acercamos al altar para recibir la Comunión (antes a las mujeres -excepción hecha de las religiosas sacristanas y las novias durante la ceremonia nupcial- no se les dejaba acceder al presbiterio) y, como hacen los protestantes, tomamos la Hostia con nuestras propias manos, cosa que estaba rigurosamente prohibida... También podemos coger el cáliz y beber de él. Antes no se nos permitía tocarlo ni siquiera cuando estaba vacío... y mucho menos beber de él...

Quizá estos cambios, tan sorprendentes para 1969, hoy puedan parecer triviales. Pero la conmoción que causaron entre muchos católicos «mayores» queda patente en la anotación de este diario, que recoge los «extraordinarios cambios» operados en el convento de St. Mary, en Indiana, donde las monjas «visten de calle, se maquillan e incluso siguen una dieta». Un año después, el 22 de diciembre de 1970, White parecía hacerse eco de las dudas y el desacuerdo de muchos de sus colegas católicos:

Ahora en Misa ya no hay espacio para el silencio. En septiembre, después de asistir a una misa solemne celebrada en latín, no solo experimenté una aguda nostalgia, sino también el sentimiento de lo mucho que se había perdido con la simplicidad de ahora... Y hasta me parece que la muy loable preocupación por la falta de justicia social y los fervorosos sacerdotes «revolucionarios» ponen un énfasis excesivo en lo que podría denominarse el aspecto «material» del catolicismo; o en el «amor al prójimo» antes que en el amor a Dios.

Incluso Graham Greene, tan hoscamente contrario, por lo general, a una interpretación tradicionalista del catolicismo, se opuso a muchos de estos cambios:

Personalmente, los cambios litúrgicos me resultaron bastante molestos, ya que en Londres solía frecuentar una pequeña iglesia donde la misa se celebraba en español, idioma que yo no hablo. Con el rito antiguo, la misa solo se decía en latín y uno disponía de la traducción en el misal; así que me parecía un engorro no poder seguir la misa cuando esta se celebraba en un idioma extraño.

En su biografía inédita, Cecil Gill se lamentaba de la vulgarización de la misa al referirse a la iglesia a la que asistía en Estados Unidos: «El sacerdote y sus acólitos, revestidos de rojo y oro, deambulaban en torno al altar y al presbiterio con descuidada irreverencia, como decididos a que nadie pudiera acusarles de blandengues. Lo cual le hacía a uno suspirar por una misa en latín, en lugar de esta descarada versión de la Sagrada Liturgia».

Un desdén parecido al desplegado en la autobiografía de Robert Speaight publicada en 1970 con el título de The Property Basket:

De lo que se trataba era de sacralizar el mundo, y no de secularizar la Iglesia. Es posible que -en la medida en que las cosas de ese estilo nos preocupaban- deseáramos simplificar el altar, pero nunca sustituirlo por una mesa de cocina. El latín de la misa nos resultaba no solo familiar, sino también grandioso, y no queríamos salir perdiendo con el cambio por las lenguas vernáculas que ha acabado confirmando nuestros peores miedos. No deseábamos sacerdotes vestidos de parroquianos, como no deseamos que los jueces vistan igual que los miembros del jurado. Eramos antimodernistas y (excepto en el aspecto estético) antimodernos, y radicales solo en el sentido de que intentábamos volver a las raíces, y no arrancarlas. Nos preocupaba más preservar los valores de una antigua civilización que sentar las bases de otra nueva.

Pero, hablando en términos relativos, Speaight no se mostró reacio al Concilio Vaticano II. Al menos al principio, fue uno de sus defensores más entusiastas, convencido de que el problema al que se enfrentaban los padres conciliares era el de «reinterpretar y, por lo tanto, salvaguardar un conjunto de verdades fundamentales dentro del contexto de un mundo en transformación»:

El éxito del Concilio aún continúa pareciéndome el principal acontecimiento ocurrido a lo largo de mis años de vida: el más inesperado y el de perspectivas más fértiles. Mis simpatías se hallaban incondicionalmente depositadas del lado de la mayoría progresista...

... Los hechos han ido más allá de la intención de los padres conciliares y sus periti auxiliares... La psicología de la adhesión al catolicismo se ha visto sutilmente transformada; se ha roto con la autoridad; se han cuestionado los principios fundamentales; y los límites de lo que se entiende por Iglesia se han extendido indefinidamente. La liturgia en lengua vernácula, popular y pedestre, inteligible y deprimente, nos ha arrebatado mucho de lo que había de grandioso en el culto público; se pone menos énfasis en la oración y la penitencia; y la relación personal entre Dios y el hombre... se ha visto desplazada por una difusa preocupación social.

Pero el inicial entusiasmo de Speaight acabó dando paso a una indignada irritación: «Lo que me exaspera de la actitud de muchos progresistas no es su deseo de avanzar o de cambiar de dirección, sino su indiferencia por esa tradición que constituye la terra firma de la que ellos mismos proceden».

Alec Guinness era otro de los conversos cuyo entusiasmo por la reforma se vio defraudado por el desarrollo de los acontecimientos. «Desde el pontificado de Pío XII», escribió Guinness en Blessings in Disguise, «bajo los puentes del Tíber ha corrido mucha agua, llevándose consigo el esplendor y el misterio de Roma».

Sé que los principios continúan firmemente arraigados, y la misa postconciliar me parece más sencilla y, en general, mejor que la tridentina; pero las vulgares y banales traducciones que han desbancado la sonoridad del latín y la concisión del griego poseen una calidad de supermercado francamente inaceptable. Los apretones de mano y las embarazosas y satisfechas sonrisas han reemplazado a la antigua cortesía; ahora arrodillarse está pasado de moda y lo que se lleva es guardar cola, y el tono general está más próximo al de un programa de radio para niños... La Iglesia ha demostrado no estar agonizando. «Todo irá bien» -creo- «y todos los estilos serán buenos» mientras el Dios al que se adora sea el Dios de todos los tiempos, del pasado y del porvenir, y no el Ídolo de la Modernidad, tan venerado por algunos de nuestros obispos y sacerdotes y unas cuantas monjas en minifalda.

Esta digresión sobre la reforma de la misa iba encabezada por una cita de Chesterton: «La Iglesia es lo único que salva al hombre de la degradante servidumbre de ser hijo de su tiempo».

Paradójicamente, la batalla en defensa de la misa tradicional en latín y contra toda influencia secular y ecuménica acabó convirtiéndose en una cuestión secular y ecuménica cuando, en 1971, algunos célebres católicos unieron sus fuerzas a las de otros dignatarios y celebridades no católicas en un amplio llamamiento a Roma.

El 6 de julio de 1971, The Times publicaba una Declaración en Defensa de la Misa que fue enviada al Vaticano:

Si algún absurdo decreto ordenase la destrucción total o parcial de basílicas o catedrales, es evidente que cualquier persona culta -al margen de sus creencias personales- se alzaría horrorizada en contra de semejante posibilidad.

De hecho, basílicas y catedrales fueron construidas con el fin de que se celebrara en ellas un ritual que, hasta hace unos pocos meses, constituía una tradición viva. Nos referimos a la misa católico-romana. Sin embargo, según las últimas noticias llegadas de Roma, existe un proyecto de eliminarla a finales del año en curso.

Sin detenernos en este momento en consideraciones sobre la experiencia religiosa y espiritual de millones de personas, dicho ritual y su espléndido texto en latín han inspirado multitud de obras de arte de valor incalculable: no solo místicas, sino poéticas, filosóficas, musicales, arquitectónicas, pictóricas y escultóricas en todas las naciones y épocas; dichas obras pertenecen tanto a la cultura universal como a la Iglesia y a los cristianos oficiales.

En esta civilización materialista y tecnocrática que amenaza, cada vez más la vida de la mente y del espíritu en su expresión creativa original —la palabra—, resulta particularmente inhumano privar al hombre de las formas verbales en una de sus manifestaciones más espléndidas.

Quienes firman esta declaración, totalmente ecuménica, y en nada política, proceden de todas las ramas de la cultura moderna europea y de otros lugares del mundo. Su deseo es el de recordar a la Santa Sede la tremenda responsabilidad contraída con la historia del espíritu humano si se niega a permitir la supervivencia de la misa tradicional, aunque dicha, supervivencia, tenga lugar junto a otras formas litúrgicas.

En una irónica inversión de los papeles, las voces que alzaban esta queja venían a representar la secular y sagrada tradición de un David que se defendía del poder de la jerarquía católica que, como otro Goliat, les obligaba a convertirse en filisteos.

La declaración iba firmada por un buen número de célebres figuras que pertenecían a un amplio espectro de opiniones, por encima de toda división religiosa o política. Entre ellos se incluían Harold Acton, Vladimir Ashkenazy, Lennox Berkeley, Maurice Bowra, Agatha Christie, Kenneth Clark, Nevill Coghill, Cyril Gonnolly, Colin Davis, el obispo de Exeter, Miles Fitzalan-Howard, Robert Graves, Graham Greene, Joseph Grimond, Harman Grisewood, Rupert Hart-Davis, Barbara Hepworth, Auberon Herbert, David Jones, Osbert Lancaster, F. R. Leavis, Cecil Day Lewis, Compton Mackenzie, Max Mallowan, Yehudi Menuhin, Nancy Mitford, Raymond Mortimer, Malcolm Muggeridge, Iris Murdoch, John Murray, Sean O’Faolain, William Plomer, Kadileen Raine, William Rees-Mogg, Ralph Richardson, el obispo de Ripon, Rivers Scott, Joan Sutherland, Philip Toynbee, Martin Turnell, Bernard Wall, Patrick Wall y E.I.Watkin.

Sin embargo, en medio de esta múltiple oposición a la reforma litúrgica, la más llamativa fue quizá la de Hugh Ross Williamson, quien, en 1969, publicó un folleto titulado La Misa moderna: el retorno a las reformas de Cranmer, y al año siguiente La gran traición, en contra de las reformas que habían conducido a la desaparición de la misa tridentina. Ambas obras iban más allá de la mera protesta y contenían un amargo ataque -casi una declaración de guerra- dirigido contra la jerarquía.

En torno a las mismas fechas en que escribía tan polémicos folletos, ese «germen bélico» contraído en su adolescencia, del que nunca lograría librarse, lo incapacitó hasta el punto de confinarlo en su casa: sus últimos ocho años de vida transcurrieron en una habitación de su residencia, en Bayswater. «Hubo que amputarle una pierna», explicó su hija.

Vivíamos en un cuarto piso sin ascensor, así que pasó ocho años metido en una habitación; solía venir un sacerdote que decía misa para él, en latín. No le gustaba nada el Concilio Vaticano II, al que dedicó dos o tres folletos. Fue uno de los miembros fundadores de la Latin Mass Society: se negaba a oír la nueva misa, algo en lo que coincidía con Evelyn Waugh, quien escribió a The Times una carta divertidísima a este respecto. Nunca asistió a una misa, moderna; pensaba que los cambios resucitaban todo lo que había hecho la Reforma. Como historiador de esa época, le hacía sufrir que los mártires hubiesen muerto por nada, y que todo lo que él había escrito sobre la Reforma -o, por ejemplo, el libro de Waugh sobre Edmund Campion- fuese despreciado.

Hugh Ross Williamson murió el 13 de enero de 1978, poco después de haber cumplido setenta y siete años. Como Evelyn Waugh, falleció a la sombra de unas reformas que nunca fue capaz de aceptar.