Capítulo VI EL APOSTOLADO DE BENSON EN CAMBRIDGE

EL 1 de agosto de 1907, Hilaire Belloc escribía a A.C.Benson manifestándole su gran admiración por su hermano Robert. Le contaba también que había coincidido con él en dos ocasiones y que «le había causado una impresión excelente». Además, en esa misma carta expresaba el gran aprecio que sentía por sus novelas históricas: «Estoy seguro de que algún día escribirá un libro capaz de explicar lo que sucedió en Inglaterra entre 1520 y 1560».

Belloc, cada vez más decepcionado por la influencia protestante sobre los historiadores liberales, no tardó mucho en emprender por su cuenta el estudio de aquella época. Más adelante publicó una serie de trabajos sobre algunos personajes clave de los siglos XVI y XVII, entre los que se contaban Wolsey, Cromwell, Jaime I, Carlos II o Cranmer. Su libro Cómo ocurrió la Reforma, publicado en 1928, intentó situar aquel período en su contexto.

Pero Benson no parecía estar de acuerdo con él. Aunque aún publicó dos novelas históricas más (Come Rack! Come Rope! y Oddsfish), la mayoría de sus libros posteriores planteaban ciertos problemas contemporáneos, o -como en el caso de El amo del mundo- visiones apocalípticas de un futuro presagiado por Huxley en Un mundo feliz o por Orwell en 1984.

Además, Benson no era únicamente un novelista: en 1904 se ordenó sacerdote y, aquel mismo año, a su regreso de Roma, se trasladó a Cambridge, donde había cursado sus estudios. Shane Leslie, que conoció muy bien a Benson durante aquella etapa de Cambridge, se refería a él con caprichosa ironía:

Entre las escasas -y tristes- alusiones a Robert Hugh Benson en la biografía de su padre, arzobispo de Canterbury, se halla el relato de la jornada en que, a pie y en compañía de un amigo, recorrió la distancia entre Cambridge y Lambeth. El viaje de vuelta, de Lambeth a Cambridge pasando por Roma, resultó algo más largo y solitario.

Este hecho anecdótico nos ofrece otra insólita semejanza con Belloc, de quien aún se recuerda que en su época de universitario tardó solo once horas y media en trasladarse a pie desde Oxford hasta Londres. Y aún hay más, porque la gira que Benson hizo antes de su conversión atravesando Sussex en bicicleta evoca el viaje realizado en 1902 por Belloc -también recorriendo Sussex- que inspiraría su obra Cuatro hombres.

En 1905, Benson se ofreció personalmente al rector de Cambridge para ocupar el cargo de coadjutor, y este aceptó: una responsabilidad que no resultó fácil de llevar, porque, después de su estancia en Roma, el ambiente con que acababa de encontrarse le resultaba opresivo. «Había sido testigo», escribió Shane Leslie, «de la atmósfera materialista e irreligiosa de Cambridge, que -solía lamentarse- le pesaba como el plomo, y decidió alzar su débil (aunque acusadora) voz en las puertas mismas de aquella ciudad matemática... Sin embargo, mientras estuvo allí plantó una dura batalla a las tinieblas que la envolvían».

Una de aquellas tinieblas era el culto espiritista que causaba furor por aquella época tanto en Cambridge como en muchos otros sitios. En cierta ocasión, algunos jóvenes, presas del pánico tras haber sido testigos de una aparición, proporcionaron a Benson la materia prima sobre la que elaborar su novela Los nigromantes. Consciente del peligro que tales prácticas implicaban, escribió que «participar en estas sesiones llevado por buenas intenciones es como celebrar en un polvorín un concierto para fumadores en beneficio de un orfanato».

Estas palabras tocaron la fibra más sensible de Chesterton, pues precisamente por entonces su esposa comenzaba a tontear con el espiritismo a raíz del suicidio de su hermano. La desaprobación de su marido, cuyos sentimientos se mueven en la misma línea que los de Benson, quedó bien reflejada en su obra El cristal:

You whom the pinewoods robed in sun and shade

You who were sceptred with the thistle’s bloom,

God' s thunder! What have you to do with these

The lying crystal and the darkened room?.

(Tú, vestida de sol y de sombra por los pinares, / tú, a quien se ha entregado el cetro de la flor del cardo, / ¡por Dios!,¿qué estás haciendo / con engañosas bolas de cristal y oscuras habitaciones?)

El enfoque común del que participa la obra de ambos ha sido expuesto por el jesuita C.C.Martindale, biógrafo de Benson. Martindale, que se convirtió el 8 de mayo de 1897 y a quien los jesuitas enviaron a Oxford en el año 1901, escribió que los Documentos de un paria eran «notablemente chestertonianos»: «El señor Chesterton no se cansa de decirnos que no sabemos ver lo evidente; que el único planeta por descubrir es la Tierra... Y Benson leía a Chesterton, cuyas cualidades admiraba».

Algo más sorprendente resulte, tal vez, la «desconcertante afinidad» que Martindale pone de relieve entre los Documentos de un paria, y el De Profundis, de Wilde:

Benson había conseguido -y Wilde estaba a punto de hacerlo, o así lo creía él- esa visión directa del color, las líneas y la textura que poseían los griegos... [en Benson] la emoción espontánea surgida de la belleza y la simplicidad de elementos como el fuego o la cera, así como su descripción de la liturgia pascual, muestran a veces un parecido casi literal con Wilde.

Prueba de la influencia que Chesterton ejerció sobre Benson es la gran estima en que este tenía a Herejes. «¿Has leído -le preguntaba a alguien en una carta fechada en 1905- un libro de Chesterton que se llama Herejes? Si no es así, hazlo y dime qué te parece. Creo que el espíritu que lo anima es extraordinario. Aunque él no sea católico, su espíritu sí lo es... Hacía mucho que no me emocionaba tanto... Es un auténtico místico de la más singular especie».

La afinidad con Chesterton volvió a quedar patente cuando, el 22 de marzo de 1907, Benson contestó a una entrevistadora que -además de confesar haberse quedado «a medio camino entre el agnosticismo y el catolicismo, sin poder continuar más allá»- manifestaba que los sermones cuaresmales de Benson la habían convencido de que ya lo sabía todo acerca de esa «línea fronteriza» en la que tanto ella como muchas otras personas se sentían apresadas. Su principal duda surgía de la pretensión católica de que la verdad de sus dogmas era tanto histórica como espiritual, de modo que, para un católico, la Ascensión era tan «real» como la Armada Invencible. A ella, aquello le parecía imposible de creer, lo cual carecía de importancia, pues el lenguaje místico solo era inteligible dentro de la religión. La respuesta de Benson reflejaba la misma sólida concepción aristotélica e idénticos fundamentos tomistas que Chesterton, algunos años más tarde, desarrollaría, con enorme eficacia, en su Santo Tomás de A quino.

Creo que su principal problema estriba en la eterna y vieja dificultad de conciliar materia y espíritu, lo interno y lo externo, las ideas y la historia. Es obvio que yo creo firmemente en la primacía del espíritu, de lo interno y de las ideas. Así que sobre eso no tengo nada que decir. Pero la realidad siguiente es que, de hecho, lo interno se expresa de distintos modos a través de lo externo. «Dios es espíritu», pero «el Verbo se hizo carne». Por otra parte, resulta evidente que lo externo nunca se adecua del todo a lo interno. Pero el hecho de no adecuarse completamente a lo espiritual no significa que necesariamente resulte inadecuado a nuestro concepto del espíritu ni que las analogías no sean ciertas.

Lo que los católicos creen respecto a todo esto es (a) el principio espiritual, (b) que el principio espiritual se expresa de hecho en términos materiales. Y, cuanto más conoce uno los Evangelios, más evidente resulta que no existe ninguna otra religión en el mundo que una tan sorprendentemente los más recónditos pensamientos que recibimos de Dios y los acontecimientos externos como expresión de los mismos.

A la luz de una investigación más minuciosa, esta carta, aparte de demostrar su sólida comprehensión de los fundamentos filosóficos del catolicismo, pone de manifiesto la vocación de Benson como paciente instructor de conversos en potencia: un aspecto de su personalidad ampliamente descrito por Shane Leslie en su ensayo «Apostolado en Cambridge», donde escribió: «Nadie ha realizado nunca una carrera más meteórica y emocionante en tan poco tiempo. Solo estuvo allí cuatro años, pero únicamente él -entre otros muchos con mayor antigüedad- se convirtió en una leyenda. Y para quienes lo conocieron en sus días de estudiante, sigue siendo siempre el símbolo de su juventud espiritual».

En su obra autobiográfica El final de un capítulo, Shane Leslie volvía sobre sus recuerdos de Benson en la época de Cambridge describiéndolo como «una flor entre controvertidas espinas».

Resultaba extraño que el hijo de un arzobispo de Canterbury se hubiera convertido en un sacerdote católico. Pero nunca una crisálida maduró con tan jubilosa rapidez como cuando el benjamín de Lambeth Palace se puso a trabajar al servicio del Vaticano. Como coadjutor en Cambridge, dotó de una nota ascética al hogar mismo del «cristianismo muscular». Pero conocía muy bien la mezcla de temor y diversión que acompaña al origen de la verdadera religión. Su fecundo fervor se desbordó en una serie de novelas que bien pueden describirse como las Epístolas del Predicador Hugh a los anglicanos, a los convencionalistas, a los sensualistas, etc.

Leslie recordaba a Benson «sentado junto al fuego de mi habitación en King’s, desgranando un misterioso relato sobre posesión diabólica, con las pupilas clavadas en las llamas; o la contractura de sus nerviosos dedos mientras bautizaba al último estudiante al que acababa de convencer o conducir hasta el redil de Roma».

Leslie ha trazado también un divertido y atinado paralelismo entre Benson y Winston Churchill:

Su carrera fue la de un Winston Churchill de la Iglesia, con quien coincidía hasta en su tartamudeante discurso. Sin embargo, cuando hablaban, ambos eran capaces de atraer sobre sí la crispada atención de sus mayores. En uno y otro caso hicieron que un padre ya célebre fuera recordado a causa del hijo. Fue el arzobispo Benson quien proporcionó a los anglicanos la consigna de resistir a «la misión italiana», y Randolph Churchill el que enseñó a los conservadores a repetir con insistencia: «El Ulster luchará y el Ulster tiene razón». Era un curioso denouement (en francés en el original: «desenlace») oír a uno y otro hijo oponiéndose al juicio de sus respeciivos padres. Winston defendió el Home Rule en Belfast y Hugh Benson apoyó al Papa en Cambridge: ¡ejemplos ambos del antiguo término griego de peripateia, que podría traducirse como el salto mortal a lo divino!.

En algunos curiosos aspectos, también la vida de Shane Leslie ofrece cierta semejanza con las de Benson y Churchill. John Randolph Leslie -uno de esos estudiantes a los que Benson había logrado convencer y conducir hasta el redil de Roma- se convirtió en 1908. Nacido en 1885, era el hijo mayor del coronel Sir John Leslie, segundo baronet de Glaslough, en el condado de Monaghan. Tras su conversión cambió su nombre por el de Shane (John en irlandés) para manifestar su -otra- conversión al nacionalismo irlandés. En 1910 se presentó como candidato nacionalista por Derry, terminando así con la tradición unionista de su familia, como acababa de hacer un poco antes con su anglicanismo.

En King’s College, Leslie cayó víctima de la influencia de dos fervorosos conversos, amén de -como Leslie- etonianos: Benson y «Mugger» Barnes. Aludiendo a su propia conversión, Leslie escribió que «hoy como ayer mi anhelo más profundo es morir en la fe católica y ser enterrado en el anónimo pero sagrado rincón de un monasterio».

En años posteriores, Leslie se hizo célebre como un versátil hombre de letras autor de novelas, poemas, biografías, libros de viajes, estudios históricos y apologías católicas: él fue el converso más famoso de Robert Hugh Benson durante una época que el propio Leslie denominó «de apostolado en Cambridge».