Capítulo XIII GRAHAM GREENE: UN ESCÉPTICO CATÓLICO
LAS vidas de Graham Greene y Malcolm Muggeridge, que abarcaron todo el siglo XX -desde los años iniciales de la primera década hasta los de la última-, bien pueden emplearse como analogía del mismo. En una época de desaliento, de falta de fe y de inseguridad, Greene y Muggeridge constituyeron un reflejo de tan triste telón de fondo. Después de su temprana conversión, Greene padeció la incertidumbre de este período desde el seno mismo de la Iglesia, debatiéndose contra el desencanto y contemplando casi con envidia la cambiante inseguridad del secularismo exterior. Por su parte, Muggeridge, mantenido al margen del cristianismo ya desde su infancia, saboreó el escepticismo del mundo moderno con sentimientos encontrados, contemplando con envidia los seguros principios de la Iglesia desde fuera de ella.
Pero, en su etapa escolar, la vida aún no les había pasado factura y la descripción de sus respectivos encuentros con G.K.Chesterton está impregnada de una frágil inocencia. Greene guardaba el recuerdo de haber corrido detrás de él, con su gorra de colegial, para pedir un autógrafo al famoso escritor, que «avanzaba, como un galeón de Lepanto, Shaftesbury Avenue abajo». Muggeridge se acordaba de haber acompañado a su padre a una cena celebrada en un restaurante del Soho cuyo invitado de honor era Chesterton:
Por lo que a mí se refiere, aquella fue una ocasión gloriosa. Yo contemplaba fascinado la inmensa mole del invitado de honor; con su enorme barriga y sus manos gordinflonas; cómo sus anteojos y la cinta negra de estos prácticamente se perdían en la vasta extensión de su rostro; cómo cuando pronunciaba algo que le parecía digno de ser resaltado resoplaba detrás de su bigote con un sonido parecido al de un globo vaciándose de aire. Su discurso -si es que lo hubo- no lo recuerdo, pero sí cómo convencí a mi padre de quedarnos esperando fuera del restaurante mientras le veíamos alejarse calle abajo con su negra capa ondeando al viento y su anticuado y bohemio sombrero de ala ancha.
Muggeridge solo volvió a ver a Chesterton en una ocasión más, poco antes de la muerte de este, «sentado delante del Ship Hotel de Brighton y sujetando una novela contra su chaqueta amarilla; comparada con sus dimensiones, esta -igual que sus anteojos- parecía diminuta. Aquella vez, la gloria del primer encuentro había desaparecido». Una desaparición que coincidió con la edad adulta de Muggeridge, quien había adoptado un pesimismo global que le impedía compartir la fe de Chesterton.
Greene, por su parte, a pesar de las diferencias literarias y vitales que existieron entre ambos, siempre conservó su afecto hacia Chesterton. En agudo contraste con la infantil inocencia de este, el novelista tomó el sendero del hastío del mundo, a veces, rayano en la desesperación. Este enfoque desolador se debió, en gran parte, a su desgraciada infancia y, sobre todo, a la difícil etapa vivida en Berkhamsted, el colegio del cual su padre era director y donde sus traumáticos años como interno dejaron en él una profunda huella; su obra se encuentra marcada por las cicatrices de aquellos tiempos. Las referencias mordaces a las desdichas que sufrió recorren Inglaterra me ha hecho así, Brighton parque de atracciones, Caminos sin ley, El agente confidencial, El ministerio del miedo y Una especie de vida.
Norman Sherry, biógrafo de Greene, hace hincapié en la poderosa influencia de aquellos tristes días de colegio y afirma que «algunos temas compulsivos de sus novelas tienen su origen en esa vivencia». Y sin embargo, aunque Sherry recuerda cómo la estancia de Greene en Berkhamsted School constituyó un tormento que lo condujo a sucesivos intentos de suicidio, y añade que el sufrimiento que padeció fue tan intenso que en las entrevistas siempre se negó a hablar de aquella etapa, al mismo tiempo parece restarle algo de importancia:
A primera vista, el lenguaje que emplea para describir la situación en que se encontraba no parece estar demasiado justificado... era el hijo del director, y tenía que cubrir una distancia muy corta para trasladarse de su casa al internado... donde también estaban internos sus primos Beny Tootery su hermano Raymond, quien representaba a todo el alumnado. Ni Raymond ni Ben ni Tooter salieron marcados del colegio... Miles de niños han estado expuestos a dificultades físicas y mentales mucho mayores. Greene gozaba de numerosas ventajas en el aspecto económico y social. Que sus condiciones de vida se vieran algo afectadas y que fuera víctima de cierta dosis de tomaduras de pelo y abusos de sus compañeros... parece algo intrascendente.
Es esta una opinión rebatida con vehemencia por Leslie von Goetz, hija de Ben Greene:
Mi padre era primo suyo y tuvo que vivir interno en su propia ciudad como «muestra de apoyo hacia su tío»: sufrió todas las estrecheces imaginables y, probablemente a causa de la guerra, no recibió mucho cariño; más bien al contrario, porque se esperaban de él sacrificios adicionales -por ejemplo, raciones más pequeñas de azúcar o mermelada- que sirvieran de ejemplo a los demás. Uno de los profesores era tan cruel y detestable que a Ben casi le costó toda una vida ser capaz de pensar en él sin sentir odio ni miedo... Tooter... estuvo allí un año, pero se puso tan enfermo que el médico le dijo a su madre que no respondía de su vida si continuaba en el colegio....
La medida del dolor sufrido por Greene puede deducirse de sus tendencias suicidas y del hecho de que la desesperación lo empujara a escapar de los horrores del colegio. En su obra autobiográfica Una especie de vida, él mismo describe el pánico que cundió entre su familia después de su huida: «a mi padre aquello le superó... Mi hermano sugirió el psicoanálisis como posible solución, a lo que mi padre accedió -cosa poco frecuente en 1920-...». Remitido al psicoanalista Kenneth Richmond, este recomendó una estancia en su residencia de Lancaster Gate, que Greene recordaba como «probablemente los seis meses más felices de mi vida». Aunque no cabe duda de que aquel sentimiento se debía, ante todo, al hecho de verse libre de las penalidades de Berkhamsted, Greene también recordaba con afecto «los desayunos que me servía en la cama una doncella de cofia almidonada en una bandeja preparada con esmero, seguidos de varias horas de clases particulares bajo los árboles de Kensington Gardens». A esta idílica rutina diaria se añadían las tardes pasadas en compañía de varios escritores, entre quienes se contaba el propio Kenneth Richmond que, aunque solo fuera autor «de un libro sobre pedagogía bastante aburrido de leer», se movía en círculos literarios. Greene recordaba la visita de Walter de la Mare, su poeta más admirado en aquella época, quien le firmó su ejemplar recién publicado de El velo. Otra visitante frecuente era Naomi Royde-Smith, directora literaria de la Weekly Westminster Gazette, donde aparecieron los primeros poemas de Rupert Brooke. «Fue tan amable conmigo», comentaba Greene, «que al cabo de un año empecé a bombardearla con algunas líneas en prosa poética (e incluso llegó a publicar algunas)». Royde-Smith iba a desempeñar un papel significativo -pero casi olvidado- en los comienzos de la carrera literaria de Greene. Aparte de mostrarse interesada en su obra desde los primeros momentos, publicó varios artículos suyos, cosa que Greene le agradeció durante toda la vida. Más tarde también ella acabaría convirtiéndose en una célebre novelista cuyo primer libro se editó en 1926, año en el que contrajo matrimonio con el actor Ernest Milton; ambos fueron recibidos en la Iglesia católica en 1942. De sus novelas, tres de ellas (For Us in the Dark, The Iniquily of Us, Ally Miss Bendix) son explícitamente católicas.
A través de la Weekly Westminster Gazette, Greene contactó con Edith Sitwell. En el otoño de 1922 ingresó en Oxford, en Balliol College, y en marzo siguiente se declaraba «convertido al sitwellianismo» y ganado por la causa de la poesía moderna. A su madre le contó que el último volumen de poemas de Edith Sitwell le había dejado «totalmente estupefacto». Entusiasmado, Greene escribió una crítica sobre el libro deshaciéndose en elogios y la envió a la Weekly Westminster Gazette. Aunque el director no se decidió a publicarla, sí se la remitió a la autora, quien mostraba a Greene su agradecimiento en una carta de fecha 19 de junio: «No estoy acostumbrada a que la gente entienda mi poesía, a no ser alguna imagen suelta; y eso solo en parte, porque no suelen comprender el impulso espiritual que hay detrás de ella. Usted lo ha entendido todo. Su comprensión parece ser total». También le agradecía la defensa que había hecho de sus poemas en unos momentos en que se sentía maltratada por la Weekly Westminster Gazette.
Greene, eufórico por el aliento recibido de parte de su heroína, le dijo a su madre que algún día el autógrafo de Edith Sitwell cobraría valor. Al mismo tiempo, confiaba en que la buena impresión que le había hecho la animara a ayudarle a incluir algún poema suyo en la próxima edición de Wheels, la antología de Sitwell: vana esperanza, porque, a partir de 1921, Wheels dejó de publicarse.
En el número de febrero de 1924, Greene continuaba su cruzada a favor de Edith Sitwell: «En Edith Sitwell encontramos el estilo del decadentismo, pero con una perspectiva más amplia y menos locuras; un decadentismo intensificado en emoción y belleza; ya no hay lugar a más avances». Aparte de su obvia admiración por los modernos, en este mismo artículo, Greene mostraba una interesante reserva hacia la polarización de la poesía en los dos sectores modernista y tradicionalista; e insistía en el derecho al eclecticismo del gusto, añadiendo: «No existe mayor admirador de Sitwell que yo, pero no entiendo por qué eso ha de impedirme admirar también a Drinkwater. La poesía sería muy aburrida si todos fueran revolucionarios y nadie conservador». Greene empezaba a desarrollar esa singular visión que tanto desconcertaría a sus lectores en años posteriores. Su negativa a dejarse encorsetar coincidía con la queja de Chesterton de que «hay ciertas cosas que todos los modernos aceptan en bloque, principalmente, porque se supone (a menudo, sin razón) que todos los antiguos las rechazan con horror». Greene no estaba dispuesto a renunciar a los poetas favoritos de su juventud, como De la Mare o Chesterton, por el hecho de unirse a la causa de los Sitwell. Lejos de condenar a los tradicionalistas, es palpable la irritación de Greene ante las formas más extremas de experimentación poética que se daban en aquella época. En este sentido, resulta reveladora su afirmación de que «ya no hay lugar a más avances». Es difícil imaginar una manifestación más reaccionaria, al menos si se toma en su significado literal. Al igual que Sassoon, Greene no se sentía cómodo en el bando Sitwell.
A finales de su primer año en la universidad, Greene fue elegido presidente de la Asociación de Poesía y Teatro Modernos, un cargo que le permitió establecer contacto con muchas de las celebridades literarias contemporáneas; ante su madre manifestó su esperanza de hacer una invitación conjunta a «Drinkwater y De la Mare».
Aunque sus elogios más vehementes fueron los dedicados a Edith Sitwell, Greene también cayó bajo la influencia de Eliot. Sus primeras novelas -El tren de Estambul y Brighton parque de atracciones- estaban ambientadas en tierras baldías y pobladas por hombres huecos, y reflejaban el eco de la imaginería de Eliot. El nombre de la acción (su segunda novela), publicada en 1930, incluía como epígrafe algunos versos de Los hombres huecos.
Greene se graduó en 1925 y se puso a buscar trabajo. Más tarde escribiría que «ningún año volverá a parecerme tan siniestro como aquel en el que se acaba la formación y llega el momento de encontrar un empleo y de enfrentarse a las responsabilidades personales de todo un futuro». Después de un par de empleos muy poco satisfactorios en la British American Tobacco Company y en el Nottingham Journal, encontró un puesto como «corrector y editorialista» en The Times. Cuatro años más tarde, en su carta de dimisión, escribió: «Mi editor, Heinemann, me ha ofrecido 650 libras anuales durante dos años como anticipo de los derechos sobre mis próximos libros si no me dedico a otra cosa que no sea escribir». Aunque en 1929 el sueldo de Greene en The Times había alcanzado la nada desdeñable cifra de diez guineas anuales, el periódico no estaba en condiciones de superar la lucrativa propuesta de Heinemann. No obstante, el director, Geoffrey Dawson, hizo cuanto pudo por disuadir a Greene de marcharse, asegurándole que no veía inconveniente en que siguiera escribiendo novelas en su tiempo libre. Su decisión de irse -le dijo Dawson- era «imprudente y desafortunada». Greene le replicó: «Evidentemente existe un riesgo; pero con mi último libro he ganado cerca de 800 libras, y ahora acaba de publicarse en América; no creo que el riesgo sea tan grande». Un riesgo que Greene estaba encantado de correr; así que, a pesar de las protestas de Dawson, abandonó The Times para embarcarse en su carrera de novelista.
Que aquella fue una sabia decisión lo demostrarían los hechos; sin embargo, otra decisión que data de aquella misma época continuó siendo objeto de controversia durante toda su carrera literaria: en 1926, Greene se convirtió al catolicismo. Greene dio este paso al poco tiempo de empezar a trabajar en The Times, y al parecer su fe jugó un papel determinante en sus perspectivas laborales. En el impreso de la solicitud de trabajo que recibió alguien había garabateado «católico romano»: luego, las dos palabras habían sido tachadas.
Quienquiera que las tachase, se hizo eco sin saberlo de muchos de los que atribuyeron su autoría al propio Greene que, rendido al escepticismo, había abandonado su fe. Una sugerencia muy poco atinada: en todo caso, se rindió a la fe sin abandonar su escepticismo. Lo cierto es que, por mucho que así lo proclamara, nunca abandonó la fe y, sesenta años después, seguía calificándose de católico.
La conversión de Greene aparece recogida en su autobiografía, Una especie de vida, en donde contrastaba su agnosticismo universitario -cuando «para mí la religión no era más que esos himnos sentimentales de la capilla del colegio»- con el hecho de que su futura mujer fuese católico-romana:
Conocí a la mujer con la que me casaría después de que el portero de Balliol me entregara una nota de su parte; en ella protestaba de mi falta de precisión al referirme en la crítica de una película a la «adoración» que los católicos romanos rendían a la Virgen María, cuando el término que procedía era el de «hiperdulía». Intrigado por que alguien se tomara en serio tan sutiles distinciones dentro de una teología increíble, decidí conocerla.
La joven era Vivien Dayrell-Browning y tenía veinte años. A los quince -cinco años antes- ya había publicado un libro de poemas y ensayos titulado The Little Wings con prólogo de G. K. Chesterton. «Tal vez, alguien se pregunte», escribió Chesterton, «si es lo más adecuado que un escritor cuyas obras en curso revelan que se encuentra casi en su segunda infancia, frecuente a una escritora que todavía está casi en la primera».
La fuerza motriz que impulsó la publicación de aquel primer libro fue la madre de Vivien, Muriel Dayrell-Browning: la satisfacción que le hacía sentir el trabajo de su hija ha quedado reflejada en las breves líneas incluidas al principio de la obra: «Todos los poemas recogidos en esta primera colección de mi hija son originales y han sido escritos sin ayuda de nadie».
Aquella primera colección de poemas resultó ser también la última y, setenta y cinco años después, su recuerdo aún continuaba avergonzando a la autora: «el primer volumen de poesía para que el que Chesterton escribió el prólogo» no le gustaba nada; estaba lleno de «estúpidos versos infantiles» que le parecían «sencillamente espantosos». Y lo peor de todo fue que su madre envió al colegio aquellos versos, que dieron pábulo a todo tipo de bromas.
Al poco tiempo de la publicación de The Little Wings, la poetisa adolescente sorprendió a toda su familia con su recepción en la Iglesia católica: «Un día me desperté con la certeza de que tenía que ser católica. Mi madre y otros miembros de mi familia se quedaron horrorizados. Estos últimos pertenecían a la Low Church, y mi madre no practicaba ninguna religión en particular». Llevada por el celo juvenil, se hizo terciaria dominica y conoció al «santo» Padre Bede Jarrett. Su madre, que puso todo tipo de objeciones, presentó una queja ante los dominicos y le dijo despectivamente a su hija que «tu anciano Papa no quiere que desperdicies así tu vida». La única persona de la familia que le ofreció su apoyo fue su tío Robert, también converso, que estaba «encantado».
La fe recién hallada de Vivien encontró su expresión en un poema titulado Lux Mundi, publicado en la revista Blackfriars. Estos versos pertenecen a la tercera estrofa:
Like acolytes the candles stood
Ranged with their flames of restless gold,
Above them hung the glimmering Rood,
Below, the Body and the Blood,
O Mystery no words have told!
Nor have men's hearts yet understood -
(O strange and still Beatitude!)
The Holy Thing their hearts may hold.
(Como acólitos en fila las velas / y sus llamas del oro que no se acaba / sobre ellas el tenue brillo de la cruz / debajo su Cuerpo y su Sangre. / ¡Oh Misterio inefable! / El corazón de los hombres no lo entiende / oh, extraña y silenciosa Beatitud!, / quizá el Espíritu Santo pueda llenarlo).
Vivien recuerda la influencia que Chesterton ejerció sobre su conversión: lo consideraba «un escritor maravilloso», cuyo «Lepanto» llegó a cautivarla de un modo especial; pero no creía que en el caso de su marido ocurriera lo mismo: «el estilo literario» de Chesterton no era el suyo; lo cual no quiere decir que no lo apreciara. Al contrario: la crítica que escribió de la biografía de Chesterton de Maisie Ward muestra claramente su gran admiración por él:
El tiempo a veces actúa caprichosamente, o eso nos parece a nosotros, aunque sería más razonable suponer que somos nosotros quienes obramos de forma imprevisible. El caso de Chesterton es una muestra de nuestra excentricidad: una generación que valora a Joyce encuentra agotador -no sé sabe por qué razón- el continuo juego de palabras de Chesterton. Ortodoxia, Por qué soy católico y El hombre eterno se cuentan entre las grandes obras de su época. Más decepcionante aún sería que no se preservaran del paso del tiempo la Balada del caballo blanco, sus poemas satíricos, obras en prosa como El hombre que fue jueves y El Napoleón de Notting Hill, sus primeros trabajos sobre Browning y Dickens...
Es verdad que esta crítica, redactada en 1944, no confirma que Greene leyera a Chesterton en el momento de su conversión, y quizá no conoció su obra hasta después de ella. Pero, si tenemos en cuenta su deseo de obtener un autógrafo suyo cuando aún era un niño y la posterior admiración que mostró siempre por sus libros religiosos, sería absurdo pensar que no hubiera leído El hombre eterno, publicado cuando Greene se encontraba recibiendo la instrucción en la fe católica. La que sería su esposa ha escrito que «G.K.C. supuso una poderosa influencia sobre mí, y El hombre eterno -un libro brillante- es una de las principales ayudas para un converso». ¿Es posible que una obra considerada una «ayuda para un converso» no apareciera mencionada nunca en la correspondencia ni en los encuentros mantenidos con su futuro marido justo cuando Greene necesitaba esa ayuda? El hecho de que para ellos Chesterton constituyó tanto un modelo como un tema habitual de sus conversaciones aparece reflejado en una carta que Greene escribió a Vivien el 9 de agosto de 1925, un mes antes de la publicación de El hombre eterno Buscando la aprobación de Vivien a sus planes de abandonar la British American Tobacco Company para iniciar su carrera como periodista, le decía (¡qué presunción!): «Después de todo, Chesterton y Belloc han sido periodistas».
Por lo que se refiere a la conversión de Greene, Vivien señala que «mentalmente ya se había convertido; o eso le parecía a él» gracias a un sacerdote de Nottingham: «Todo sucedió en privado y sin ruido. No creo que interviniera en ello el sentimiento»: algo corroborado por el propio Greene al declarar en una entrevista que «mi conversión no fue en absoluto cuestión de sentimiento, sino puramente intelectual». A estas palabras viene a añadirse el modo práctico y terrenal con que relata en su autobiografía los pasos dados en el camino de su conversión: «Durante aquellas largas y vacías mañanas se me ocurrió pensar que, si iba a casarme con una católica, debía conocer por lo menos la naturaleza y los límites de las creencias que ella mantenía. Era de justicia, aunque ella ya supiera en qué creía yo: en nada sobrenatural. Además -pensé-, así mataría el tiempo»
Greene se dirigió a la «oscura catedral neo-gótica», que «ejercía sobre mí un tenue poder, pues representaba lo inconcebible y lo increíble», y depositó en un casillero de madera destinado a consultas una nota en la que solicitaba instrucción. Su petición obedecía solo a cierta curiosidad morbosa y al deseo de agradar a la mujer de la que estaba enamorado, y tenía muy poco que ver con un auténtico deseo de conversión:
No tenía intención alguna de ser recibido en la Iglesia. Para que eso sucediera, debería estar convencido de su verdad, cosa que no contaba ni con una remota posibilidad.
Aún menor me pareció esta posibilidad una semana después, cuando volví a la catedral para conocer al Hermano Trollope. Aunque en las semanas siguientes iría cobrándole cada vez más afecto, a primera vista me pareció todo lo que en mi particular concepto de la Iglesia más detestaba.
Pasadas unas cuantas semanas de instrucción con el Hermano Trollope, Greene se enteró de que este era un converso, lo que actuó «para mí como una mano protectora sobre el hombro» que le ponía en guardia en contra del peligro de que su búsqueda le llevara demasiado lejos. Después comenzó a advertir que sus primeras impresiones acerca del sacerdote estaban equivocadas, quedando «frente al reto de una bondad inexplicable».
Estuve viendo a Trollope una o dos veces por semana durante las cuales recibía una hora de instrucción, y observé sorprendido cómo empezaba a anhelar esos momentos...
Al principio le oculté el motivo por el que deseaba ser instruido, así como mi compromiso con una católica. Pensaba que, si le revelaba la verdad, lo consideraría todo un juego; y luego comencé a temer que desconfiara de la autenticidad de mi conversión si es que decidía ser recibido, porque al cabo de unas pocas semanas de duros debates el «sí» se iba haciendo cada vez menos improbable.
El principal «sí» estaba basado en el «sí» elemental en torno a la existencia de Dios. El centro de la discusión era el centro mismo; o -para ser más precisos- si realmente existía algún centro:
mi principal duda era si creer o no en algún Dios... No es que no creyera en Cristo: es que no creía en Dios. Si me convencía de la remota posibilidad de un poder supremo, omnipotente y omnisciente, pensaba que después nada me parecería imposible. Con lo que peleaba y peleaba era contra el ateísmo dogmático, como si estuviera en lucha con la supervivencia personal.
Al final, el ateísmo dogmático acabó sucumbiendo. El escepticismo de Greene había sido vencido, aunque nunca llegó a desaparecer del todo, por lo que resultó profética -además de adecuada- su elección del nombre «Tomás el incrédulo» para el momento de su recepción en la Iglesia, que tuvo lugar en febrero de 1926. Santo Tomás dudó de Cristo, pero nunca desertó de El, como Greene dudaría de la Iglesia sin jamás desertar de ella.
Después de aquella aproximación lo más aséptica posible a la Iglesia, la respuesta inmediata de Greene tras su recepción no fue tan insensible como le había hecho creer a su futura esposa:
Recuerdo perfectamente mis sentimientos cuando salí de la catedral: entre ellos no dominaba la alegría, sino una sombría aprensión Había dado el primer paso hacia mi futuro matrimonio, pero ahora la tierra había cedido bajo mis pies y me asustaba pensar hasta dónde me llevaría la corriente. Ahora incluso el matrimonio me parecía dudoso. ¿Y si descubría en mí lo mismo que el Hermano Trollope ya había descubierto: el deseo de ser sacerdote...? Solo ahora, pasados más de cuarenta años, soy capaz de sonreír ante la falta de realismo de mis temores, sintiendo al mismo tiempo una triste nostalgia de ellos, porque perdí más de lo que gané cuando estos comenzaron a pertenecer de manera irrevocable al pasado.
Este sencillo pasaje contiene todos los contrastes de la vida y el trabajo futuros de Greene. Ninguna alegría, solo una sombría aprensión... Inseguridad, falta de realismo y una triste nostalgia.
Había nacido un católico, pero el escéptico seguía ahí, y ambos formaban un híbrido, un mutante metafísico tan fascinante como Jekyll y Hyde -y quizá igual de fútil- en quien a las consiguientes distorsiones y contradicciones de su propio carácter venían a sumarse las de las dos personas que lo componían, creando una sensación de profundidad; esa profundidad que tiene únicamente el agua de un foso, que parece interminable porque no se distingue su fondo. Su genio hundía sus raíces en la imaginación con que enturbiaba las aguas.
Quizá el secreto de su prolongada fama resida en el hecho de ser el santo Tomás de un siglo inmerso en las dudas. La esencia de su catolicismo constituye un enigma, un objeto de debate o, incluso, un reclamo. Pero, enigmáticamente o no, continuó siendo católico -a veces, un católico crítico situado en los mismos límites- el resto de su vida. Y, fuese cual fuese su escepticismo ante la Iglesia y sus enseñanzas, siempre mantuvo una postura escéptica respecto al escepticismo, otorgando a Dios el beneficio de la duda.