Capítulo XVIII GUERRA DE PALABRAS
EN 1938, con la amenaza de la guerra contra Alemania ensombreciendo el horizonte, 19.000 jóvenes participaron en el Peregrinaje Nacional de la Juventud Católica al santuario de Nuestra Señora de Walsingham, en Norfolk: una expedición y una exhibición de esperanza ante una situación política cada vez más desesperada. Este peregrinaje, organizado por H.M.Gillett, un joven recibido cinco años antes en la Iglesia, en el Oratorio de Brompton, simbolizaba un rechazo -y a la vez una alternativa positiva- a los aspectos negativos del comunismo y el fascismo.
El deseo de encontrar soluciones positivas a los problemas de la sociedad moderna constituía un estímulo para muchos de los escritores más destacados de aquella época. El 1 de diciembre de 1939, Dorothy L. Sayers escribía a B.C.Boulter, miembro de la Asociación de Escritores Católicos: «Me estoy ocupando... de reunir a un grupo de gente, la mayoría escritores, que trabaje en libros, artículos, conferencias, etc., sobre la reconstrucción nacional y el espíritu creativo, no exactamente bajo la bandera cristiana, pero sí sobre la base de una sensibilidad cristiana».
Sayers adjuntaba a la carta un «borrador de propósitos e intenciones» que contenía un plan detallado de publicación de una serie de libros sobre la reconstrucción nacional bajo el título colectivo de Cabezas de puente. Dicha declaración de intenciones sentaba como objetivo principal preparar a la población para la reconstrucción de una sociedad sólida una vez restablecida la paz: «Queremos estimular un espíritu creativo que capacite al hombre para construir... sistemas a la luz de las necesidades espirituales, intelectuales y sociales. Nos proponemos una Resurrección de la Fe, un Renacimiento de la Educación y la Reintegración de la sociedad».
Cuando escribía esta carta, Sayers estaba dando los toques finales a su libro Empezar ahora, que saldría publicado el mes siguiente:
La gran Obsesión Económica, por la que -tal y como yo mantengo- se rige el mundo, estipula que los libros deben estar listos para Año Nuevo. Así que he escrito este con bastantes prisas... No obstante, espero que, en conjunto, exprese lo que yo creo que es la verdadera índole de los problemas de nuestro tiempo; y servirá a su propósito si sugiere a unos cuantos lectores alguna: línea de acción creativa que les permita pensar y trabajar individualmente para la restauración de Europa.
La queja de Sayers respecto a la «gran Obsesión Económica» recorre todo el libro. En otra ocasión insiste escuetamente en este tema: «...la gran mayoría de europeos ha aceptado -y continúa aceptando- el poder absoluto de la economía, y considera que la Historia Económica es la única historia “real” del universo».
Sayers argumentaba que, lejos de ser un indicio de «progreso», aquello constituía una regresión al primigenio caos de las necesidades primitivas. En concreto, describía esa regresión en siete fases distintas que representan la comprensión -o más bien la creciente incomprensión- que la humanidad ha tenido de sí misma. De acuerdo con la enseñanza cristiana, universalmente aceptada por la Europa medieval, teológicamente, el hombre era considerado un Hombre Completo, imagen de Dios. Era -y es- el hombre teológico de la ortodoxia cristiana, el «hombre eterno» de Chesterton. Luego, en la época renacentista, nació el hombre humanístico -un hombre con valor en sí mismo, independiente de Dios-; a este le siguió el hombre racional, la encarnación de la Razón; vino, después, el hombre biológico, el Homo Sapiens: el hombre como animal racional; el hombre sociológico, que forma parte de una masa; el hombre psicológico, que responde a un entorno concreto; y, finalmente, el hombre económico: el hombre frente a los medios de subsistencia. ¡El triunfo de la caja registradora!
En otro momento, Sayers describe el «hombre económico» como «la última concepción de nosotros mismos, la menos humana y la más simplista: una unidad asexuada, desprovista de carácter y de deseos, dentro de un vasto sistema financiero».
«Lo más destacado respecto a esta evolución gradual», escribió Sayers, «es que, cuantos más conocimientos científicos posee el hombre, menos entiende el sentido de su existencia, y menor es, desde una perspectiva general, su importancia en cuanto individuo».
En este sentido, quinientos años de devaneos filosóficos habían dejado a la humanidad debatiéndose en medio de un océano de alienación y dudas. El dilema moderno, la paradoja del progreso, consistía en que los avances científicos parecían ir de la mano de la desintegración social: la extensión de conocimientos iba asociada a la ausencia de comprensión, a la pérdida de la preciada sensatez.
Empezar ahora concluía exhortando a la acción:
Si queremos que nuestro estado emprenda una reforma, hemos de aprender a controlar el estado para que el estado deje de controlarnos a nosotros. Si queremos una reflexión seria, debemos reflexionar por nosotros mismos, o bien otros lo harem en nuestro lugar. Para cambiar el mundo solo existen dos caminos: el camino del Evangelio y el camino ele la Ley, y si no seguimos el primero, acabaremos sometidos al segundo. De un modo u otro hemos de encontrar el principio integrador de nuestras vidas, el poder creativo que mantiene nuestro equilibrio en funcionamiento, y hemos ele encontrarlo pronto... La tarea es urgente; no deberíamos dejarla para el futuro, ni dejarla en manos de otros; somos nosotros quienes tenemos que hacerlo, y tenemos que empezar aquí y ahora.
Este tono exhortativo se extendía a una «nota para una lectura creativa» añadida como apéndice a Empezar ahora:
Les ruego no sigan la indolente y desmoralizadora costumbre de coger un libro «para distraerse» («distraer», esa es la palabra) o «matar el tiempo» (ya es muy poco el tiempo que nos queda, y acabará con nosotros demasiado pronto). La única razón honesta para leer un libro es querer saber qué es lo que contiene.
Luego, Sayers hacía «unas cuantas sugerencias acerca de lecturas “para apagones”...de algunos escritores modernos que pueden esclarecer parte de las cuestiones que hemos estado tratando». Se incluían entre ellas La ciencia y el mundo moderno, de A.N.Whitehead, que diez años antes tanto influyera en la conversión de Arnold Lunn; Caído del cielo, de Charles Williams, y Más allá de la política, de Christopher Dawson, que «define con enorme claridad el enfoque cristiano de las relaciones entre Iglesia y Estado, y la relación de la Historia con los valores eternos».
Aunque Sayers no proponía ningún título de T.S.Eliot como lectura «para apagones», no hay duda de que Reunión de familia y, sobre todo, La idea de una sociedad cristiana ejercieron una poderosa influencia en la redacción de Empezar ahora.
The Idea of a Christian Society se publicó en octubre de 1939 y contenía tres conferencias pronunciadas en marzo de aquel año en Corpus Christi College (Cambridge). Aunque estas se escribieron y pronunciaron antes de declararse la guerra, en el momento ele su concepción, el futuro conflicto pesaba sobre la mente de Eliot. En los primeros ejemplares, que vieron la luz el 6 de septiembre, Eliot incluía una nota afirmando que la guerra retaba al mundo a efectuar una ineludible y decisiva elección entre cristianismo y paganismo, y añadía: «No podemos permitirnos diferir nuestro afán constructivo hasta la conclusión de las hostilidades». En el prólogo a la obra, Eliot -igual que Sayers- confesaba su deuda con la obra de Dawson Más allá de la política, publicada a primeros de año. También mencionaba la obra del reverendo V. A. Demant, quien en una crítica sobre el libro de Dawson se hacía eco de los elogios de Eliot y Sayers afirmando que todo inglés públicamente influyente y, en concreto, Lodos los líderes religiosos deberían leer Más allá de la política.
En septiembre de 1939 se publicó la personal contribución de E.I.Watkin, gran amigo de Dawson, al fértil debate del inicio de la guerra. Como el resto de los escritores, Watkin había recibido gran influencia de Dawson y, en el prólogo de The Catholic Centre, reconocía que «un libro tan históricamente retrospectivo como este tiene una inmensa deuda con Christopher Dawson». Luego relacionaba el origen de The Catholic Centre con «la apasionada convicción ele que el mundo es hoy el escenario de un conflicto entre quienes creen sinceramente en el Divino Creador y quienes declarada o implícitamente deifican al hombre».
Aquel mismo año apareció también la obra de Charles Williams El descenso de la paloma: La historia del Espíritu Santo en la Iglesia, que obtuvo una entusiasta crítica por parte de Eliot, a quien agradó de modo especial que Williams hubiera otorgado a san Juan de la Cruz «el lugar que se merece». Este santo del siglo XVI estaba presente en toda la obra de Eliot y su mística impregnó buena parte de los versos escritos durante la guerra. Otro de los poetas que intentaron situar al santo «en su lugar» fue Roy Campbell, quien por estas fechas comenzaba a traducir del español su obra mística. Diez años después, tanto Eliot como Campbell colaboraron en la traducción definitiva realizada por este último.
Pero el autor que más contribuyó a difundir el cristianismo en época de guerra fue, sin duda, C.S.Lewis, quien para muchos mantuvo encendida con sus escritos la luz de una antorcha literaria en medio de un mundo funesto y sumido en tinieblas. Uno de los secretos del éxito de Lewis fue su habilidad para introducir cuestiones teológicas, en buena parte indetectables, en sus obras de ficción y, después de la guerra, en sus libros para niños. El 9 de julio de 1939, Lewis escribió que «hoy día se puede disfrazar en forma de novela cualquier dosis de teología para introducirla en el cerebro de la gente sin que esta se dé cuenta». Esta idea ya debía estar presente en él mientras escribía Lejos del planeta silencioso, su primera novela de ciencia-ficción publicada en 1938, que fue acogida de modo muy positivo tanto por la crítica como por los lectores. A algunos les gustó a pesar de su trasfondo cristiano; a otros, precisamente por dicho trasfondo; pero la mayoría pasó por alto su carácter alegórico y el mensaje subyacente. No obstante, quienes se vieron más influidos por Lejos del planeta silencioso fueron aquellos ante cuyos ojos la alegoría se iba desvelando poco a poco a medida que leían el libro. Así ocurrió en el caso de una amiga de Dorothy L. Sayers, tal y como esta le contaba a Lewis en una de sus cartas: «Le estaba gustando mucho Lejos del planeta silencioso solamente por lo que tiene de historia de un viaje a través del espacio, cuando de repente, cerca ya del final..., alguna frase «encajó» en su cerebro y exclamó: «¡Pero si esta es la historia del cristianismo! ¡Maleldil es Jesucristo y los eldila son los ángeles!».
Otro lector universitario que experimentó idéntica revelación fue Roger Lancelyn Green, biógrafo de Lewis, quien recordaba perfectamente haberse estremecido de emoción... cuando Oyarsa hablaba con Ransom de Thulcandra, el planeta silencioso —«Creemos que Maleldil no se rendirá totalmente ante el Caído y entre nosotros circulan historias de que Él ha pedido consejo a extraños y desafiado a cosas terribles, luchando con el Caído en Thulcandra»-, un relámpago cruzó por mi mente y supe a qué se refería Oyarsa... era como entrar en una nueva dimensión...
Lejos del planeta silencioso es el primer volumen de una trilogía de ciencia-ficción cuyo protagonista, un filólogo llamado Ransom, está en gran parte basado en J.R.R.Tolkien, amigo de Lewis. En 1944, Tolkien escribió a su hijo Christopher comentándole su involuntaria participación en la caracterización de Ransom: «Puede que algo haya de mí como filólogo, y en él se reconocen algunas opiniones e ideas mías lewisificadas» . Lewis, por su parte, se halla presente en la génesis del Bárbol de El señor de los anillos, escrito por Tolkien durante la guerra. Este último manifestó ante Nevill Coghill que, para describir el modo de hablar de Bárbol, «Hrum, Hroom», se había servido como modelo de la atronadora voz de C. S. Lewis. Y a Walter Hooper, amigo y biógrafo de Lewis, Tolkien le dijo que «había escrito El señor de los anillos sacando de El Silmarilion una historia para Lewis». Aunque Hooper admitía que quizá Tolkien -sabedor de que Lewis «tenía un enorme apetito de historias»- «exageraba» un poco, no por ello dejaba de afirmar que este último supuso «un importante aliento».
Hacía años que Lewis y Tolkien eran amigos; Tolkien, un católico «converso de nacimiento» -su madre fue recibida en la Iglesia en el año 1900, cuando él solo tenía ocho años-, desempeñó un papel decisivo en la conversión de Lewis al cristianismo. Una conversión desencadenada -según Walter Hooper- por «el descubrimiento de la verdad en la mitología»:
Esta, tuvo lugar en 1931, después de una larga discusión con Tolkien y con Hugo Dyson que se prolongó hasta las cuatro de la mañana. Al final de este maratón, Lewis creía que los mitos eran reales y que los hechos tomaban su brillo de la verdad, vaciando a esta de gloria. A partir de entonces se convirtió en un excelente apologista: un apologista mejor que Chesterton, porque sus argumentos guardaban una estructura lógica. Era muy riguroso.
Fuera o no mejor apologista que Chesterton, lo cierto es que este influyó poderosamente en su conversión. De hecho, lo de Lewis fue un amor a primera vista cuando, con diecinueve años, siendo subteniente de la Infantería Ligera Somerset, descubrió la obra de Chesterton durante su convalecencia en un hospital de Le Tréport de unas fiebres contraídas en las trincheras:
Allí fue cuando leí por primera vez un libro de ensayos de Chesterton. No había oído hablar nunca de él, ni sabía lo que representaba; tampoco entiendo muy bien por qué me sentí inmediatamente conquistado. Lo previsible hubiera sido que mis ideas pesimistas, mi ateísmo y mis sentimientos de odio lo hubieran convertido en el último escritor con el que poder congeniar. Es como si la Providencia, o alguna, «causa segunda» de cualquier oscura índole, invalidara nuestras preferencias anteriores cuando decide unir dos almas...
Al leer a Chesterton, como al, leer a MacDonald, no sabía en lo que me estaba metiendo. El joven que desee seguir siendo un ateo sensato nunca puede ser demasiado prudente con lo que lee.
Aunque Lewis se convirtió en un ávido lector de Chesterton, aún se sentía incapaz de aceptar su cristianismo. En sus propias palabras, «Chesterton era más sensato que todos los modernos juntos; de no ser, claro está, por su cristianismo». Cuando leyó El hombre eterno, «por primera vez vi cómo las líneas maestras de la historia cristiana se estructuraban y cobraban sentido».
Al mismo tiempo que El hombre eterno causaba en él tan fuerte impresión, Lewis caía en la órbita de influencia de Owen Barfield, a quien más tarde describió como el mejor y más sabio de sus profesores «no oficiales». «Lewis estaba muy influido por Chesterton», recordaba Barfield, «y en especial por El hombre eterno, pero nunca mencionó a nadie más. No siempre hablábamos de filosofía. Solíamos leer juntos... nunca discutíamos sobre ningún aspecto doctrinal».
Fue una discusión entre Barfield, Lewis y Alan Griffiths -uno de los alumnos de este último- lo que definitivamente situó al escritor al borde de la conversión. Barfield y Griffiths estaban comiendo en las habitaciones de Lewis cuando este se refirió a la filosofía como a «un tema». «Para Platón no era un tema», replicó Barfield, «sino un camino». «El sereno pero convencido acuerdo expresado por Griffith y la rápida mirada de entendimiento que cruzaron entre ellos pusieron al descubierto mi propia frivolidad. Ya se había pensado, hablado, sentido e imaginado suficiente; era el momento de hacer algo».
Aunque -de un modo involuntario- Barfield y Griffiths desempeñaron tan importante papel en propinar a Lewis el coup de grâce en su proceso de conversión, en la época de aquella providencial conversación, ninguno de los dos era cristiano. Sin embargo, una extraña coincidencia quiso que Lewis y Griffiths se convirtieran al cristianismo y recibieran su primera comunión con tan solo un día de diferencia durante las Navidades de 1931: Griffiths se hizo católico en Nochebuena y Lewis anglicano el día de Navidad.
Antes de su conversión al catolicismo, Griffiths había pasado una breve fase anglicana, y se estaba preparando para ordenarse ministro de la Iglesia de Inglaterra cuando la lectura del Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana, de Newman, transformó su concepto del cristianismo y de la Iglesia:
Yo creía que la Iglesia fundada por Cristo era una realidad, histórica; que poseía una historia continuada desde los tiempos de los Apóstoles hasta el día de hoy. Y pensaba que esa continuidad podía encontrarse en la Iglesia de Inglaterra, cuando se alzó ante mí la arrolladora evidencia de la continuidad de la Iglesia de Roma.
A los pocos meses de su recepción, Griffiths decidió poner a prueba su vocación de monje en Prinknash, el priorato benedictino de Winchcombe, y el 20 de diciembre de 1932 tomó el hábito de novicio. Fue entonces cuando cambió su nombre por el de Beda y, a partir de ese momento, todo el mundo pasó a conocerle como Dom Beda Griffiths, quien pronunció sus votos solemnes el 21 de diciembre de 1936.
En la época de su conversión, Griffiths intentó discutir con Lewis las ventajas de sus respectivas posturas. Pero este se mostró muy reticente y no quiso hablar con él de las diferencias doctrinales entre catolicismo y anglicanismo. «El resultado», escribió Griffiths, «fue que acordamos no volver a discutir sobre este tema... desde entonces en nuestra amistad siempre medió cierta reserva».
A pesar de ello, continuaron su mutua relación de amistad, así como la que les unía a Owen Barfield, el único miembro del trío original que seguía resistiéndose a la conversión. Seis años después, Barfield recordaba con cariñosa nostalgia aquella amistad:
Lewis, Griffiths y yo dábamos largos paseos juntos. Hablábamos mucho de teología... Estando con Griffiths, le dije que yo era agnóstico; comenzamos a hablar de la condenación y, a un comentario suyo, contesté que «en ese caso, supongo que yo estoy condenado». Nunca olvidaré la calma y la serenidad con que se dio la vuelta y me dijo: «Pues claro que sí». A Lewis le hizo mucha gracia cuando se lo conté».
Lewis se introdujo en plena refriega literaria con su primer libro extenso, El regreso del peregrino, subtitulado «Apología alegórica del cristianismo, la razón y el romanticismo». La obra fue motivo de enfado y controversia a causa de sus andanadas en contra de los anglicanos de la High Church y los miembros de la «Iglesia amplia» (en inglés, «Broad Church»: tendencia desarrollada dentro de la Iglesia anglicana orientada hacia la unidad protestante -N. de la T.) pertenecientes a la Iglesia de Inglaterra. Ni unos ni otros dieron la bienvenida a Lewis, convertido en su nuevo enemigo interno. Los ataques contra estos últimos se basaban en una serie de objeciones lógicas al modernismo planteadas desde la ortodoxia teológica. En opinión de Lewis, la «Iglesia amplia» sufría una «confusión entre la simple bondad natural y la Gracia que no es cristiana», es decir, «lo que más aborrezco y temo en este mundo». Mientras que los anglicanos de la High Church, a quienes distinguía con un desdén especial, eran «un grupo de gente que, en mi opinión... intenta hacer del cristianismo una moda pasajera para intelectuales burgueses de Chelsea» y «T.S.Eliot es el hombre que resume todo aquello contra lo que yo lucho».
Esta postura cada vez más incómoda de autoproclamado «centrismo» dentro de un «mero cristianismo» a caballo entre el ala protestante y el ala pseudocatólica de la Iglesia de Inglaterra, continuaría siendo el sello personal de su obra; una postura que respondía quizá a una personal solución intermedia de profundas raíces. Al menos tal era la opinión de Tolkien, quien conocía a Lewis mejor que la mayoría:
No hace mucho que comprendí que en el título El regreso del peregrino había algo más de lo que yo había entendido (y quizá también más de lo que había entendido el autor) Lewis regresaría. No entraría, al cristianismo por una puerta nueva, sino por la antigua; al menos en el sentido de que, al asumirlo de nuevo, también asumiría, o retomaría, los prejuicios que con tanto esmero había plantado en su niñez. Volvería a ser un protestante norirlandés.
En otro momento, Tolkien lamentaba el prejuicio anticatólico de su amigo y la duplicidad que este provocaba. Si meten a un luterano en la cárcel, comentaba Tolkien, «Lewis se levanta en armas; pero si matan sacerdotes católicos, no se lo cree; y me atrevo a decir que hasta piensa que ellos se lo buscaron. En C. S.L. todavía queda mucho Ulster oculto incluso para él». Un tema expuesto de un modo patéticamente conmovedor por Christopher Derrick, amigo y alumno de Lewis y autor de C.S.Lewis y la Iglesia de Roma: «Si un hombre se cría en Belfast en medio de la paranoia de la Orden de Orange y del The Sash My Father Wore (balada irlandesa que conmemora la victoria protestante en la Batalla de Boyne. Goza de gran popularidad en Irlanda del Norte, sobre todo entre los miembros y seguidores de la Orden de Orange), y luego recibe su primera formación en un colegio importante de Oxford, ¡la gracia de Dios se encuentra con un hueso duro de roer!».
Walter Hooper coincidía en que el peso del Ulster debió ser un factor «importante» en la postura de Lewis respecto al catolicismo, pero creía que hubo muchos más: «Cuando Lewis comenzó a trabajar en la BBC, se encontró atrapado en su propio éxito... De repente se vio convertido en el apologista de todo cristiano. A partir de ese momento, su Mero Cristianismo fue el muro que le permitió mantenerse al margen de las encarnizadas luchas teológicas». Este deseo de evitar cualquier controversia para no desagradar a la mayoría de su tiempo era objeto de la desaprobación de Tolkien, quien se refería a él desdeñosamente como «el teólogo de todos».
Aunque los principios que le fueron inculcados durante los años de Belfast, sin duda, debieron contribuir a su negativa a emprender el mismo camino hacia Roma tomado por muchos escritores contemporáneos suyos, en mi opinión, Tolkien exageraba un poco. La costumbre de Lewis de confesarse semanalmente, iniciada a finales de 1940, no es el tipo de conducta esperable de un protestante del Ulster. Por otro lado, si ha de ser juzgado por los frutos de su labor, no cabe duda de que atrajo al cristianismo -durante y después de la guerra- a un número de personas más cuantioso que cualquier otro escritor de su generación.
La popularidad de Lewis comenzó a cuajar en 1941, cuando su voz tonante fue difundida a través de las ondas de la BBC durante una serie de programas radiofónicos. Bajo el título «La verdad y el error: pistas para el significado del universo», sus conferencias gozaron de tanta aceptación que le propusieron emitir un nuevo ciclo de cinco entre enero y febrero de 1942, titulado «Lo que creen los cristianos». En julio de aquel año, ambas series se publicaron como Conferencias radiofónicas.
Al tiempo que se convertía en un personaje de la radio, Lewis emprendía también su labor periodística. A lo largo de 1941 escribió treinta y una Cartas de Escrutopo, publicadas semanalmente en el Guardian entre el 2 de mayo y el 28 de noviembre. Desde entonces, las Cartas del diablo a su sobrino, que recoge la correspondencia enviada por un diablo viejo a otro más joven instruyéndole en el arte de la tentación, es uno de los más célebres (no sé si también el mejor) libros de Lewis. Tal es la opinión de Walter Hooper: «Los temas de las Cartas son intemporales. Responden en todos los aspectos a lo que define a un clásico. Los intentos de otros escritores estadounidenses por hacer algo similar no han tardado nada en estar pasados de moda».
Una de las mayores admiradoras de las Cartas del diablo a su sobrino fue Dorothy L. Sayers, quien escribió entusiasmada a Lewis felicitándole por el libro e invitándole a colaborar en la colección Cabezas de puente que estaba publicando. En una de sus cartas llega incluso a imitar el estilo de Lewis, simulando haber recibido una carta de un diablo llamado Sluckdrib que se queja a su superior de los aciagos efectos provocados entre algunos ateos por cierta obra teatral. Sin embargo, no deja de congratularse de las perniciosas consecuencias que la tarea de escribirla le ha acarreado a su autor:
He tenido el honor de informar de soberbia intelectual y espiritual, vanagloria, dogmatismo, irreverencia, blasfema frivolidad, frecuencia de trato con gente del teatro, críticas, impaciencia al corregir, discusiones iracundas, brusquedad, negligencia en las tareas domésticas, falta de caridad, egocentrismo, nostalgia del trabajo secular y tendencia a considerar la Biblia como literatura.
Aunque Sayers compuso más de una obra teatral, en esta carta aludía, concretamente, al guión radiofónico El hombre nacido para ser rey: serial sobre la vida de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo. La BBC emitió la serie en doce episodios entre diciembre de 1941 y octubre de 1942, con Robert Speaight prestando la voz a Cristo. A pesar de haber obtenido un éxito clamoroso, no por ello dejó de ganarse la iracunda oposición de la Asociación para la Observancia del Día del Señor y otros organismos protestantes, que la consideraron «irreverente», «blasfema» y «vulgar». En 1943 apareció publicada en un libro y, después de leerlo, Lewis lo calificó de «excelente, además de conmovedor», así como de «estúpidas» las críticas recibidas.
Quizá Sayers preveía las futuras críticas cuando, el 23 de octubre de 1941, se dirigió al Consejo de Moral Pública en Caxton Hall, Westminster. Durante su intervención, titulada «Los otros seis pecados capitales», se lamentó de la obsesión por el sexo que sufría la vida moderna, capaz de hacer del término pecado un sinónimo del de lujuria. El vicio se había convertido en una cosa, y solo en una; mientras que los otros seis pecados capitales se habían ignorado, olvidado, rebajado de categoría e incluso excusado, siempre que el «pecador» evitara las irregularidades en su conducta sexual:
para la mayoría de la gente, la palabra «inmoralidad» ha pasado a significar una cosa, y solo una... Un hombre puede ser codicioso y egoísta; despiadado, cruel, envidioso e injusto; brutal y violento; avaro, falto de escrúpulos y mentiroso; obstinado y arrogante; estúpido, huraño y carente de cualquier instinto noble... y aun así somos capaces de decir de él que no es inmoral. Recuerdo que, en cierta ocasión, un joven me dijo con total sinceridad: «No sabía que hubiera siete pecados capitales; dígame, por favor, cuáles son los otros seis».
Esta distorsión de la realidad desesperaba a Sayers, que percibía cómo el mundo moderno se dividía en lascivos y mojigatos, unos y otros enfermizamente obsesionados por el sexo desde las caras opuestas de la misma moneda puritana. Fueron estos sólidos principios de la teología católica ortodoxa los que la llevaron hasta Dante después de redescubrirlo al leer, en 1943, la obra de Charles Williams El personaje de Beatriz.
Quizá el libro más importante de Sayers durante los años de guerra fuese La mente del creador, publicado el 10 de julio de 1941. Su amiga y biógrafa Barbara Reynolds resume sus tesis y argumentos como «la perspectiva trinitaria del procedimiento, el proceso y la experiencia creativa en la mente del artista; en su caso, de la mente del escritor. Cualquier obra de naturaleza creativa posee una estructura trinitaria porque hemos sido creados a imagen de Dios».
En La mente del creador, Sayers describía el proceso creativo como una trinidad indivisible: la Idea, la Energía y el Poder:
El Poder Creativo es la tercera «persona» de la trinidad del escritor. No es lo mismo que la Energía (la cual quizá, debería ser llamada, en aras de una mayor claridad, la «Actividad»), aunque procede a un tiempo de la Idea y la Energía. Es aquello que regresa al escritor desde su propia actividad y lo convierte, como si dijéramos, en lector de su propio libro. Es también, por supuesto, el medio a través del cual la Actividad se comunica a otros lectores y provoca en ellos la correspondiente respuesta. En realidad, desde el punto de vista de los lectores, es el libro. Por medio de él perciben el libro como un proceso en el tiempo y como un todo eterno, y reaccionan ante él de un modo dinámico...
Por último: «estos tres son uno, cada uno igual al libro entero, y ninguno de ellos puede existir sin el otro». Si se preguntara a, un escritor qué es el libro en sí: la Idea de él, la Actividad de escribirlo o su regreso a él en el Poder, no sabría cómo explicarlo, porque las tres cosas son en esencia, inseparables... las tres están igual y eternamente presentes en el propio acto creativo y en todo momento de este, independientemente de que dicho acto se manifieste en forma de un libro escrito o impreso. Ninguna de las tres está limitada a su manifestación material: existen en -son- la mente creativa en sí misma.
El Catholic Herald acogió La mente del creador con entusiasmo, afirmando que «la doctrina de la Trinidad se desarrolla de un modo maravilloso y cobra súbitamente un interés extraordinario». El Times Literary Supplement recibió entre aclamaciones «el nuevo libro de Sayers, excepcional... arroja intensas y nuevas luces sobre el dogma cristiano... su enfoque del tema de la Creación es novedoso, fascinante y fundamental»; mientras que el Expository Times lo describía como «uno de los libros recientes más estimulante y distinto».
En una carta de fecha 26 de agosto de 1941, en la que intentaba explicar a Ronald Knox los motivos que la habían llevado a escribir el libro, Sayers decía que deseaba demostrar «que la doctrina trinitaria es algo estrechamente relacionado con lo que uno hace... Pensaba que el modo de crear del artista podría resultar un material útil para la teología trinitaria». Refiriéndose a la excelente crítica que un monje benedictino de Downside había escrito del libro, añadía: «Cuanto más católico y ortodoxo es el crítico, más comprensivo se muestra con mis incursiones en el terreno teológico».
La mente del creador fue la personal contribución de Sayers a la colección Cabezas de puente, de la que era coeditora junto con Muriel St. Clare Byrne. Dicha colección tenía algo de cruzada para Sayers, quien había visto la necesidad ele revitalizar la sociedad para que el mundo de posguerra pudiera ser mejor que el que la había precedido y causado. Su intención era la de librar una guerra de palabras destinada a conquistar las mentes de quienes serían responsables de modelar el futuro. Los fines de la colección aparecían expuestos con tono combativo al final de Los otros seis pecados capitales, que recogía la transcripción de su conferencia de 23 de octubre de 1941:
A medida que el hombre ha ido extendiendo cada vez mtis su dominio sobre distintas esferas de actividad, se ha hecho también cada vez menos capaz de referir sus logros a alguna finalidad social coherente o a. alguna filosofía de vida... Para que el tejido social no se vea inmerso en el caos, debemos o bien someternos a una uniformidad artificial impuesta por la fuerza bruta, o bien aprender a tender un puente sobre los peligrosos vacíos que separan nuestra conducta de la realidad. Esta colección de libros constituye un intento de construir unas cuantas «cabezas de puente» a través de las cuales, los reconstructores de la civilización puedan emprender su innovadora tarea.
Entre los extraordinarios esfuerzos dirigidos a solucionar los males de la sociedad se cuenta el hercúleo empeño de Belloc a favor del David del distribucionismo y en contra del Goliat de un materialismo insaciable. Rodeados de celosos conversos, Sayers y Belloc se alzaban como ejemplo de cristianos militantes que habían conservado la fe de su infancia, a pesar de que ambos estaban en deuda con Chesterton por haberla fortalecido en tiempo ele eludas.
Pero, hacia 1942, Belloc se estaba apagando. Desolado por la muerte de su hijo el año anterior, el 30 de junio sufrió un derrame cerebral del que nunca llegó a recuperarse. Aunque aún vivió once años más, no volvió a escribir nada. En muchos aspectos, el declinar de Belloc actuó como símbolo del declinar del movimiento distribucionista en cuya extensión trabajó más que nadie. Las muertes de Eric Gill en 1940 y del padre Vincent McNabb en 1943 significaron dos pasos más hacia la desaparición del distribucionismo. Sin embargo, durante la guerra, el espíritu de este se prolongó gracias a los incansables esfuerzos de Sayers. En 1942, en la festividad de san Jorge, Sayers pronunció un mitin en Eastbourne en defensa del poder santificador del trabajo como un acto de creación: un tema que retomaba tanto la predicación como las obras de McNabb y Gill.
La Espada del Espíritu, una organización fundada por el cardenal Hinsley al poco tiempo de estallar la guerra, compartió con Sayers su orientación reconstructora. Según Robert Speaight, quien estuvo estrechamente vinculado a ella, fue «lanzada por el cardenal Hinsley, alentada por Manya Harari, puesta en funcionamiento por Barbara Ward y alimentada intelectualmente por Christopher Dawson».
Aunque la Espada del Espíritu era una iniciativa de la Iglesia de Roma, no resulta sorprendente que anglocatólicos como Sayers participaran activamente en ella. Una de las hijas de Christopher Dawson recordaba haber oído contar a su padre «una historia muy divertida» acerca de una de las reuniones celebradas en Londres por la organización: «Hubo un bombardeo aéreo y acabaron todos metidos debajo de una mesa».
El cardenal Hinsley ofreció a Dawson el cargo de vicepresidente en 1940, puesto que este ocupó hasta 1944; y nadie expuso los fines de la asociación más explícitamente que él. Su propósito era -explicaba Dawson-, primero y ante todo, espiritual, «un regreso a los principios sobre los que se ha edificado la civilización occidental y nuestra propia vida nacional; y, por lo tanto, opuesta tanto a la deliberada apostasía del estado totalitario como al materialismo superficial de nuestra cultura secularizada».
Otro importante acontecimiento en aquella guerra de palabras fue la fundación, a principios de 1942, del Club Socrático de la Universidad de Oxford, presidido por C.S.Lewis. La idea del club surgió a raíz de una conversación entre un estudiante de Somerville College y Stella Aldwinckle, que era consejera espiritual del college. El universitario se quejaba de que no hubiera nadie con quien discutir una serie de dudas y objeciones agnósticas surgidas respecto a Dios. La respuesta de Aldwinckle consistió en colocar una nota anunciando una reunión en la Sala Común de los alumnos más jóvenes a la que quedaban invitados «todos los ateos, agnósticos y quienes se sienten o piensan estar desilusionados de la religión». La reunión, que resultó ser un animado evento en el que la religión recibió ataques de todos los frentes, puso de relieve la necesidad de que Oxford contara con un «foro abierto a la discusión de objeciones intelectuales relacionadas con la religión y con el cristianismo en particular».
El Club Socrático de Oxford se creó con este propósito y Lewis aceptó la presidencia con enorme entusiasmo. En cada reunión -se decidió- o bien un cristiano, o bien un no creyente procedería a la lectura de un texto, seguida de la réplica de algún participante que mantuviera una opinión contraria; luego, la discusión se abriría a todos los demás. Las reuniones se celebrarían los lunes por la noche durante los trimestres lectivos.
La primera de ellas tuvo lugar el 26 de enero de 1942 en torno a la pregunta: «Dados los avances de la ciencia y las modernas ideologías, ¿no acabará adelantando el progreso de la humanidad al del cristianismo?». El ponente principal fue R. E. Havard, a quien veinte años atrás, recién obtenida en Keble College su licenciatura en Ciencias Químicas con la más alta calificación, Ronald Knox había recibido en la Iglesia católica. La semana siguiente, Lewis planteó el tema de si «¿Es Dios el cumplimiento de un deseo?»; y dos semanas más tarde se debatió sobre «escepticismo y fe». Estas reuniones obtuvieron un éxito clamoroso, con la asistencia de entre ochenta y cien universitarios y varios prestigiosos miembros de la Universidad. Muy pronto, el Club Socrático de Oxford se había convertido en la segunda asociación universitaria más importante y recibía a célebres conferenciantes de toda la nación. El 2 de marzo, Charles Williams abordó el tema: «¿Existen objeciones válidas al amor libre?»; y, en una línea similar, el 23 de noviembre, el dominico Gerald Vann planteaba: «¿Es la moralidad sexual cristiana estrecha de miras y desfasada?». En 1943, el padre D’Arcy dirigió «Razón y fe» y «¿Se puede probar la existencia de Dios?», y el año siguiente, «Racional e irracional».
No obstante, el ponente más famoso durante los primeros años de existencia del Club fue, sin duda, C.S. Lewis, cuyo auditorio disfrutaba solo con la perspectiva de que atacara desde la oposición «con la lógica de sus argumentos, su rápido ingenio y sus extraordinarias dotes para la contrarréplica». Lewis era un auténtico maestro de la respuesta inmediata. Un ejemplo: un oponente relativista terminaba su intervención afirmando: «El mundo no existe, Inglaterra no existe, Oxford no existe ¡y estoy seguro de que yo tampoco existo!»; entonces, Lewis se levantaba y replicaba: «¿Y cómo voy a dirigirme yo a un hombre que no está aquí?».
Entre los temas planteados por Lewis a lo largo de los años de guerra se contaron «Morales sin fe», «Ciencia y milagros» y «Resurrección». El debate más memorable de todos fue el celebrado con C. E. M. Joad, de la BBC Brains Trust, que reunió a 250 personas, el auditorio más numeroso que logró nunca el Club Socrático. Fueron conferenciantes de la posguerra Emile Cammaerts, A. J. Ayer, Arnold Lunn, Hugh Trevor-Roper, F. C. Copleston, Conrad Pepler, J. B. S. Haldane, Douglas Hyde, Gervase Mathew, Iris Murdoch, Christopher Dawson, Konrad Lorenz y Dorothy L. Sayers.
La popularidad de Lewis en el Club Socrático era solo un reflejo en miniatura de la que disfrutaba fuera de los sagrados recintos de Oxford. En el verano de 1942, sus libros se habían convertido en absolutos éxitos de ventas. El problema del dolor iba por la decimoctava reimpresión y las Cartas del diablo a su sobrino, por la sexta. Dos años más tarde, Arnold Lunn recordaba haber visto los libros de Lewis «expuestos en lugar preeminente» en el quiosco de la estación del tren de una ciudad industrial: «La popularidad de sus admirables obras de apología cristiana es una muestra evidente de la creciente demanda de un cristianismo sin diluir». Respecto a las Carlas del diablo a su sobrino, Even Joad, un famoso de la radio y enemigo declarado del cristianismo, se vio obligado a admitir que «Lewis posee el raro don de hacer legible la moral». Su otro raro don, demostrado a lo largo de los dos ciclos de conferencias ya emitidas en la radio, era el de comunicador: un hecho recordado por el Church Times de 14 de agosto de 1942 en una crítica de sus Conferencias radiofónicas:
Hay comunicadores de la radio que piensan que su función es la de consolar. Lewis, que considera las creencias una cuestión de vida o muerte, no se contenía con brindar consuelo. Cree en el ataque y fundamenta sus argumentos sobre la búsqueda de la verdad. «Si buscas la verdad, al final la encontrarás; si buscas consuelo, no hallarás consuelo ni tampoco la verdad: tan solo una sopa insípida, e ilusiones y, al final, desesperación».
Sus intervenciones son tan vigorizantes como una ducha fría. Detrás de sus sencillas charlas hay años de reflexión. Solo eso ha podido permitirle exponer sus argumentos de un modo tan atractivo, equilibrado y popular.
Un punto de vista compartido por los programadores de la BBC, quienes contrataron con Lewis un tercer ciclo de conferencias radiofónicas transmitidas durante las tardes de ocho domingos consecutivos, desde el 20 de septiembre hasta el 8 de noviembre, bajo el título de «Conducta cristiana». El ciclo obtuvo la acogida esperada, lo cual auguraba que la transcripción de aquellas charlas -publicadas durante el mes de abril siguiente en un libro titulado Conducta cristiana- sería de nuevo un éxito de ventas. En una crítica del libro publicada por el Tablet el 26 de junio de 1943, Robert Speaight escribía:
Lewis es un ser extremo: un comunicador de la radio nato; nato tanto en sus formas como en sus asuntos. Nunca te deja con la palabra en la boca ni te bombardea; no hay en él falsa cercanía, ni falsa elocuencia. Se aproxima a uno directamente como a una persona racional que solo ha de ser persuadida por la razón. Su modo de poseer y propagar la verdad es firme, pero humilde.
En una época en que el micrófono estaba cobrando un poder mucho mayor que el de la pluma o la espada, Lewis se había convertido en una estrella de la radio. Fue, pues, inevitable que sucumbiera al insistente y sonoro requerimiento de nuevos programas y escribiese para la BBC un último ciclo de conferencias titulado «Detrás de la personalidad: el punto de vista cristiano de Dios», que se emitió en siete sesiones la tarde de los jueves desde el 22 de febrero hasta el 4 de abril de 1944.
Sin embargo, Lewis no redujo sus conferencias al ámbito de la radio. Sin dejar de cumplir regularmente sus compromisos con el Club Socrático de Oxford, también aceptaba intervenir en otras partes del país. En marzo de 1943 se dirigió en la catedral de Southwark a una numerosa audiencia sobre «una fe inmutable en un mundo cambiante»: «Para un sistema inmutable de fe y moral es tan posible fundirse con -o encontrar espacio para- un conjunto cambiante de conocimientos como que las tablas de multiplicar sirvan de fundamento a los más abstrusos cálculos matemáticos».
Dos meses después, el 13 de mayo de 1943, Lewis recibió una carta de Dorothy L. Sayers en la que esta se quejaba de que «no existen libros actualizados acerca de los milagros»; lo cual, al parecer, debió despertar su inspiración, puesto que el 17 de mayo Lewis le contestaba que estaba «empezando un libro sobre milagros». Una obra en la que trabajó hasta el final de la guerra y cuyo manuscrito fue entregado al editor durante la primavera de 1945. Milagros, probablemente el libro de teología más importante de Lewis, sufrió ciertos retrasos y no logró salir a la venta antes de mayo de 1947.
Entretanto, quizá por las mismas fechas en que Sayers exponía su queja ante Lewis, Ronald Knox estaba escribiendo «un libro actualizado sobre el milagro» que la Catholic Truth Society publicó en septiembre de 1943. Aunque sin abordar un ámbito tan amplio como el de Lewis, Knox trataba en él algunos aspectos fundamentales. Con respecto a la credulidad de que son acusados quienes aceptan los milagros, Knox comparaba la comedida postura de la Iglesia con el dogmático rechazo del materialismo hacia la posibilidad de los milagros. La Iglesia -escribía Knox- nunca sostiene que un milagro es «teológicamente cierto; lo que decimos es que, hasta el momento, constituye la mejor explicación posible de los hechos. Lo único que nos diferencia de quienes nos critican es que nosotros decimos: “puede que sea un milagro o puede que no”, mientras que ellos dicen: “sea lo que sea, desde luego no es un milagro”».
Como en el caso de Lewis, durante la guerra también fueron emitidas algunas conferencias de Knox, que combinaba su papel de célebre personaje de la radio con una vida privada casi de auténtica reclusión. Knox pasó la guerra en Aldenham, Shropshire, en la residencia de Lord y Lady Acton, temporalmente convertida en colegio de monjas de la Asunción, que habían sido evacuadas de Londres. El colegio incluía quince monjas, tres profesoras seglares, un ama de llaves y veinticinco niñas. Al principio, Knox se mostró intranquilo ante aquella invasión (un término bastante literal) de su intimidad y, según cuenta Waugh en su biografía, las alumnas estaban advertidas de no molestar a «Monseñor», «ocupado en importantes estudios». Muy pronto -continúa Knox-, su relación con las niñas se convirtió en «una fuente de placer inesperado»:
Si ninguna esperaba divertirse con sus sermones, mucho menos reírse. Cuando estaba en Aldenham, todos los domingos después de la Bendición, Ronald les predicaba una breve charla; su especial versatilidad y su feliz modo de expresarse le ayudaron a desarrollar un estilo novedoso y absolutamente original diseñado en exclusiva para su nuevo e inusual auditorio. A medida que iba conociéndolas individualmente e introduciéndose en sus vidas, comenzó a adoptar el mismo lenguaje que ellas y a referirse a su rutina habitual. Estas charlas se hicieron tan populares que una niña a quien sus padres se habían llevado a pasar el día fuera del colegio se empeñó en asistir a la Bendición en lugar de ir al cine.
La hermana Juliana Dawson, religiosa de la Asunción e hija de Christopher Dawson, confirma las palabras de Waugh al comentar que Knox «era tan popular que los domingos las niñas querían volver pronto para escucharle».
Finalizada la guerra, sus charlas fueron publicadas como La Misa a cámara lenta, El Credo a cámara lenta y El Evangelio a cámara lenta: probablemente, sus libros más conocidos.
Hay algo encantador -y que logra desarmarle a uno- en esa secreta vocación de Knox, convertido en profesor de unas niñas evacuadas: un papel muy alejado del personaje público, del célebre apologista y protagonista de la radio. Contrastes como este los experimentó también Dorothy L. Sayers, quien vivía dividida entre una vocación pública y otra privada: en su caso, entre las controversias públicas y la correspondencia privada. Por una parte, al igual que Knox y Lewis, Sayers se hizo famosa gracias a la radio y durante la guerra consideró un deber aceptar siempre que pudiera cualquier invitación a escribir o a hablar sobre temas de interés nacional. Tras el enorme éxito de El hombre nacido para ser rey, el público, la prensa y la jerarquía religiosa comenzaron a considerarla una figura preeminente de la que se esperaban solemnes declaraciones cuando la ocasión así lo requiriese. El director de programas religiosos de la BBC se hacía eco de muchos al escribir: «Hemos de hacer de usted la profetisa de esta generación y tenderle el micrófono para que lo utilice siempre que le sea posible». Por otra parte, Sayers continuó ejerciendo una influencia invisible mediante un intercambio aparentemente inagotable de cartas repletas de sustancia. Barbara Reynolds, editora de su correspondencia, ha clasificado los temas tratados en ella, entre los que se incluyen
la importancia de la vocación profesional (distinguiéndola de la formación profesional), la necesidad de fomentar el contacto de los jóvenes con el pasado de la nación, la insuficiente predicación de la doctrina cristiana, la situación de la mujer, la falacia del liberalismo decimonónico, el hundimiento del materialismo, la falta de visión de la teoría del «hombre económico», la efímera naturaleza de muchos conceptos científicos modernos y, sobre lodo, el peligro de que la sociedad acabe prescindiendo de la necesidad humana de la creatividad.
El propio C.S.Lewis, destinatario de muchas de aquellas cartas, decía en broma que la posteridad la recordaría como la gran escritora epistolar de su siglo, y que a la gente le sorprendería descubrir que también escribía novelas de detectives.
Bromas aparte, no cabe duda de que, en su intento de influir sobre las «mentes creativas» de su tiempo, Sayers acabó convirtiéndose en una de las grandes escritoras epistolares de este siglo. Existe una extensa carta suya redactada en plena guerra que concluye con una exhaustiva lista de lecturas para que el destinatario profundice en una serie de temas sobre los que discutir. Se trata de una lista reveladora, pues recoge los nombres de esas «mentes creativas» que influyeron sobre Sayers y constituyen un ejemplo de lo que Barbara Reynolds ha denominado «un tejido compuesto de varias mentes que se alimentaban mutuamente». Entre ellos se mencionaba Conferencias radiofónicas de Lewis, calificada por Sayers de «extraordinariamente mordaz e ingeniosa», y El problema del dolor: «Si a alguien le preocupase especialmente el tema del sufrimiento humano y quisiera conocer el cristianismo en su aspecto de fe viva, yo me inclinaría por darle -para empezar- este libro». En la lista también aparecían Ortodoxia y El hombre eterno, de Chesterton, y los comentarios que Sayers adjuntaba ilustran la constante relevancia de este autor sobre sus ideas: «A algunas personas les irrita el estilo «paradójico» de Chesterton. Pero, cuando se trata de ir al meollo de las cosas y dar en el clavo, no hay nadie mejor que él».
Entre 1939 y 1945, Sayers, junto con Lewis, Eliot, Dawson, Knox y todo un ejército de escritores cristianos, había entablado una guerra de palabras en su empeño por levantar esas «cabezas de puente» que ella creía capaces de dirigir el mundo hacia un futuro constructivo. En lenguaje de la anterior guerra mundial, conservaban una esperanza llena de optimismo en «una tierra de héroes». Sin embargo, en este conflicto -como en el anterior-, el optimismo muy pronto dejó paso al pesimismo de la «paz» de la Guerra Fría. Muchos de estos escritores se harían eco de esa otra generación, testigo de cómo a la destrucción le seguía la ruina y aquel espléndido nuevo mundo se convertía en tierra baldía.