Capítulo X KNOX Y CHESTERTON
TRAS su recepción, Knox emprendió la difícil y emotiva tarea de poner al corriente a sus amigos anglicanos. Primero se sintió obligado a comunicárselo al obispo de Oxford, a Lord Halifax y al presidente de Trinity College. El, que esperaba que su conversión abriera más de una brecha entre sus amistades, se sintió gratamente sorprendido al constatar la comprensión generalizada con que su decisión fue recibida y atribuida a los más elevados motivos.
El obispo de Oxford, Charles Gore, cuyo trato con Knox siempre había estado presidido por el afecto, le contestó: «Te encomiendo a Dios, al poder de Su Gracia y a la guía de Su Espíritu; ... espero que al final volvamos a estar juntos, si no aquí en la tierra, sí en el Paraíso». Su hermano Wilfred, por su parte, le escribió:
Naturalmente que no existe ninguna diferencia: ¿por qué habría de existir? Después de todo, nuestras opiniones son bastante más próximas ahora que cuando estábamos en Oxford y yo no creía en nada, y aquello nunca significó ninguna diferencia... No puedo explicarte qué triste estoy, pero por lo que a mí respecta no habrá ninguna diferencia.
Su amigo Guy Lawrence, cuya conversión había conmocionado a Knox dos años antes, escribía feliz de verse nuevamente unido a él: «Estoy tan contento... Ahora tú y yo estamos en el mismo barco, Ron, mientras que antes nos gritábamos débilmente el uno al otro en medio de un mar proceloso... Debes darte prisa y hacerte sacerdote».
La carta que más le costó escribir fue la dirigida a su padre. Aunque la respuesta del obispo todavía delataba cierta hostilidad, durante aquel año, el conflicto entre ambos se había apaciguado bastante y ahora impregnaban aquellas líneas cierto tono de resignación:
En primer lugar, quiero agradecerte el cariño con que está escrita tu carta, y expresar mi satisfacción por el hecho de que no hayas tenido que repudiar tu bautismo.
En segundo lugar, te diré lo mismo que les dije a los dos clérigos de mi diócesis que también se fueron: que, llegado el momento de su regreso, los recibiremos con los brazos abiertos...No hace falta decir lo que significaría para mí tu vuelta, aunque soy consciente de que mis esperanzas cuentan con dificultades prácticamente insalvables.
Entre la conversión de Knox y la de Benson hubo una notable diferencia en cuanto al volumen de cartas de felicitación recibidas de remitentes católicos. Mientras que a Benson le sorprendió el pequeño número de católicos que le escribió dándole la bienvenida, a Knox le desbordó el correo. Quizá el principal motivo fuese el incremento del número de conversos producido durante aquel intervalo de tiempo. A partir de 1903, año de la conversión de Benson, la Iglesia experimentó anualmente un incremento regular de recepciones, y las cartas enviadas a Knox procedían, sobre todo, de conversos recientes. Una de ellas la enviaba Lady Lovat -recibida en la Iglesia en 1910-, quien además de su felicitación le ponía en guardia frente a una serie de adaptaciones que Knox se vería obligado a realizar en el ámbito cultural: «Creo que el primer año (o los seis primeros meses) que sigue a la recepción es muy complicado. Yo estuve oscilando entre una sensación ele absoluto aislamiento y la de ser una más en medio de una multitud bastante indiferente y muy impenetrable».
Lady Lovat acabó haciéndose buena amiga suya y Knox pronto adquirió la costumbre de pasar sus vacaciones de verano en Beaufort Castle, la residencia escocesa de los Lovat. Fue en el transcurso de aquellas visitas cuando trabó amistad con otros dos conocidos de Lady Lovat: Maurice Baring y Compton Mackenzie.
Baring y Knox poseían mucho en común. Ambos eran etonianos, aunque no contemporáneos, porque Baring tenía catorce años más que Knox; y ambos habían estudiado Clásicas: a Baring le entusiasmó oír a Knox traducir sobre la marcha al latín y al griego el verso de Rossetti «You could not tell the starlings from the leaves». Otras veces, los dos se ponían a hablar en «umble», un idioma inventado por Baring en el que la obra de Dickens Tienda de antigüedades se traducía como «Dumble’s Umble Cumble Shumble». «El que domina esta lengua», le escribió Mumble Bumble a E.V.Lucas, «es sobre todo Ronald Knox».
No obstante, si Knox y Lady Lovat acabaron teniendo muchos amigos en común, nunca llegaron a compartir esa sensación de absoluto aislamiento de los meses posteriores a la conversión; de hecho, Knox se sentía profundamente liberado. A uno de sus amigos le confió que, durante sus primeros días de católico, recibió todos los «consuelos» que necesitaba, y que a menudo salía corriendo hacia la iglesia, movido por el deseo de rezar. Durante aquellos ratos de meditación era plenamente feliz y la devoción que irradiaba dejó una huella indeleble en quienes trataron con él en esa época. El Dr.Flynn, más tarde obispo de Lancaster, recordaba así sus primeros meses de católico:
Mi recuerdo de él más sobresaliente es su absorta oración ante el Santísimo Sacramento. Tanto me impresionó que un día, predicando en el norte acerca del amor de Dios como un acto de la voluntad desligado de las emociones, dije: «No me digáis que esto es todo lo que significa el amor de Dios. Yo he visto a gente enamorada de Dios».
El 26 de noviembre de 1917, a sugerencia del cardenal Bourne, Knox se trasladó al Oratorio de Brompton. El cardenal pensaba que allí podría compartir la vida de una comunidad católica; y eso fue lo que hizo un feliz y sumiso Ronald Knox, quien asistía diariamente a la Misa y la Bendición, participaba en las horas de recreación y se retiraba a descansar a las diez. Aunque nunca llegó a plantearse entrar en el noviciado oratoriano, sacó gran provecho de aquellos trece meses, que recordó siempre con profundo agradecimiento por la felicidad, la paz y los ratos de oración que le proporcionaron.
Fue durante su estancia en el Oratorio cuando Belloc «se abalanzó» sobre él -así se lo contó Knox a su hermana- para felicitarle calurosamente por su conversión. Aunque ambos habían coincidido más de una vez en Oxford y participado juntos en algún debate en la Union, la recepción de Knox estrechó aún más aquellos lazos. En 1921, su amistad había madurado lo suficiente para que Knox pasara las Navidades en King’s Land, la casa que Belloc tenía en Sussex.: una relación a la que se sumaría Maurice Baring. Fue también a través de este último como Knox conoció a Chesterton.
En aquel momento, Chesterton, que tanto había influido sobre el creciente ejército de conversos al catolicismo -entre los que se incluían Knox y Baring-, se encontraba en una situación precaria. Como defensor no católico del catolicismo, su postura le parecía no tanto paradójica cuanto una parodia de la ortodoxia que abanderaba. Aquel martillo de «herejes» ¿no sería, a su vez, un hereje también? Una cuestión que, durante el verano de 1920, le preocupó lo bastante como para llevarle a confesar ante Maurice Baring que su postura como anglicano le resultaba incómoda y cada vez más incongruente:
Antes de esta crisis, me comprometí con alguien a participar en lo que creí que era un debate sin importancia sobre el laborismo. Horrorizado, descubrí demasiado tarde que mi falta de precaución me había llevado a engrosar las filas de un multitudinario congreso anglocatólico celebrado en Albert Hall... fue una experiencia curiosa y sugestiva, pero trágica; porque a mí me pareció una despedida. No cabía ninguna duda del entusiasmo de aquellos miles de anglocatólicos. Pero tampoco cabía duda de que -a no ser que yo esté muy equivocado- muchos de ellos, además de yo mismo, preferirían hacerse católico-romanos antes que aceptar lo que es muy probable que les pidan que acepten: por ejemplo, la Conferencia de Lambeth... A mí, sin embargo, lo que más me preocupa es... Frances, a quien le debo en buena parte mi fe y a quien por eso (en la medida en que encuentre el modo de hacerlo) debo dar también cualquier oportunidad razonable de hacer una, controvertida defensa de su fe. Si los suyos son capaces de convencerme, están en su derecho; y, si no, me armaré de energía y de calor para convencerla yo a ella.
En medio de aquella tormentosa lucha con la fe, Chesterton le escribió a Baring una carta que deja ver cómo sus conclusiones se hallaban cada vez más cerca de Roma:
Ante todo he de considerar mi postura acerca de si debo estar dentro o fuera. Yo pensaba que uno podía ser anglocatólico y estar realmente dentro (en la práctica, estar dentro); pero, si eso (por usar una excelente frase de tu propiedad) significa quedarse solo en el pórtico, creo que no quiero estar en el pórtico, y desde luego no en un pórtico separado del edificio.
Estaba escrito que Chesterton aún debería quedarse dos años más temblando en aquel pórtico antes de entrar en la Iglesia. El motivo de la demora -tal como él mismo le confesaba a Baring en su carta- era la oposición de su mujer. Hasta el padre O’Connor, un viejo amigo de Chesterton que le conocía hacía casi veinte años, llegó a desesperar de que entrara nunca sin contar con la bendición de su mujer, y se quejó a Josephine Ward de que «necesita a Frances para que le lleve a la iglesia, le busque por qué página del Libro de Oración van y examine su conciencia en su lugar cuando se va a confesar».
Es cierto que a muchos les resultaba sorprendente que Chesterton no hubiera seguido los pasos de Baring, de Knox y de su hermano Cecil. Ya desde 1908, año de la publicación de Ortodoxia, los lectores lo tenían por un auténtico católico; su conversión era solo -decían- cuestión de mero formalismo. No se trataba de si acabaría o no siendo católico, sino de cuándo. En 1912, Wilfrid Ward predecía en una carta dirigida a Lord Hugh Cecil que «seguro que acabaría siendo católico». Pero tuvieron que pasar diez años más antes de que Chesterton hiciera realidad su predicción; de hecho, Ward, que falleció en 1916, nunca llegaría a verlo.
En otra carta sin fecha dirigida a Baring, la preocupación de Chesterton acerca de la opinión de su esposa le hacía volver a mostrar cierta cautela:
Por razones más profundas de lo que podría explicar; he de pensar sobre todo en mi mujer, cuya vida ha sido en muchos aspectos una verdadera tragedia heroica, y con quien tengo tan gran deuda de honor que no soy capaz de abandonarla, ni siquiera psicológicamente, si es posible lograr a base de tacto y amabilidad que me acompañe. Últimamente hemos pasado una temporada difícil; pero el otro día, de repente, se enfrentó a este tema con una visión nueva y como si supiera dónde acabaremos los dos. No obstante, me ha pedido un poco de tiempo, porque una buena amiga suya también está esperando (con la aprobación del sacerdote al que ha consultado) que llegue el momento en que se sienta más segura.
El mismo día de Navidad de 1921, que Knox pasó en compañía de Belloc, Chesterton volvió a escribir a Baring pidiéndole que le sugiriera el nombre de algún sacerdote con quien poder discutir la posibilidad de convertirse. Aunque Chesterton conocía a varios sacerdotes católicos que estaba seguro «se atendrían antes a sus principios que a su amistad», no quería «cargar su amistad con ese peso si no era necesario». El sacerdote que Baring sugiriera podía ser «un amigo tuyo, e incluso saber hasta dónde hemos llegado tú y yo; pero no quiero que sea amigo mío». Y Baring sugirió a Ronald Knox, que se había ordenado en 1919.
A partir de entonces, Knox iba a desempeñar un importante papel en el acercamiento final de Chesterton a la Iglesia: una circunstancia bastante singular, puesto que Knox idolatraba a Chesterton desde sus días de Eton. Y aquel imprevisto cambio de papeles hizo que el alumno se convirtiera en maestro.
La correspondencia entre ambos, iniciada a principios de 1922, se vio interrumpida por la muerte del padre de Chesterton y por el traslado de este último de Overroads a Top Meadow, en Beaconsfield; lo que le obligó a informar a Knox de que «mi caos habitual se ha visto incrementado por la mudanza a una casa nueva, que todavía tiene el aspecto de una papelera». Sin dejarse amilanar por aquel retraso, Knox insistió en su intento de provocar una visita a Beaconsfield, lo cual suscitó una nueva respuesta por parte de Chesterton en la que vuelve a mencionar su preocupación por su mujer:
En nuestra conversación, mi esposa mostró todo lo que espero que algún día pueda usted conocer de ella; es incapaz de querer que yo haga nacía que no me parezca correcto; y lo mismo se puede decir de ella. Pero en su caso es mucho más duro, porque ha tenido la oportunidad de practicar su religión de absoluta buena fe, cosa que las dudas me han impedido hacer a mí.
La partida de Chesterton hacia Holanda, donde iba a pronunciar un ciclo de conferencias, ocasionó un nuevo retraso. Antes de marcharse, Chesterton prometió escribir a Knox «a su regreso para hablar con detalle del asunto de la instrucción».
En otra carta dirigida a Knox, Chesterton expone con llamativa franqueza las cuestiones prácticas de su instrucción junto a los factores psicológicos que sostienen su deseo de ser instruido:
No puedo explicarle lo honrado y contento que me he sentido ante la sugerencia de hacerse cargo usted mismo de mi instrucción; es algo que, personalmente, aprecio con mucha más intensidad de la que soy capaz de expresar.
En mi estado actual me veo como un monstruoso charlatán, como si llevara una máscara que me asfixiase, en cuanto oigo algo relacionado con el G. K. C. público; y me duele; porque, aunque las opiniones que expreso son auténticas, mi imagen es tremendamente irreal comparada con la persona real que en este preciso momento necesita ayuda... Me preocupa en qué se ha convertido ese niño ante quien su padre montaba un teatro de juguete; ese alumno del que nadie oyó hablar jamás, que les daba vueltas y más vueltas a sus dudas, a su vileza y a las ensoñaciones de su desnuda conciencia... y toda la morbidez del alma solitaria de ese ser humano con el que he pasado la vida. Es esta historia, que tantas veces ha estado a punto de acabar mal, la que quiero que termine bien.
En julio, después de discutirlo con Frances, Chesterton parece ceder al deseo de su esposa de que sea el padre O’Connor, y no el padre Knox, quien vele por él en su camino hacia la conversión. Aparentemente, Frances esgrimió el principio de que más vale sacerdote conocido que sacerdote por conocer, y el padre O’Connor era amigo del matrimonio desde hacía casi veinte años. Chesterton escribió a Knox explicándole con el mayor tacto posible aquel cambio de planes:
Después de hablar una vez más con mi mujer, he escrito a nuestro viejo amigo el padre O’Connor pidiéndole que venga, cosa que probablemente hará, por lo que sé... Frances se encuentra justo en ese punto en que Roma actúa, al mismo tiempo como un imán positivo y negativo; un solo toque le haría tomar (en contra de su voluntad) el rumbo hacia el odio, mientras que el loque adecuado la conduciría hasta una fe totalmente fuera de mi alcance. Sé que el padre O’Connor será ese toque que no causará sobresalto, porque ella le conoce y le tiene mucho afecto; y lo único que me ha pedido es que le haga venir.
A Knox no pareció afectarle su sustitución por el padre O’Connor y, lejos de hacer de ello un asunto personal, escribió a Chesterton el 17 de julio manifestándole su alegría ante aquella decisión: «Me he puesto contentísimo al enterarme de que ha hablado usted con el padre O’Connor y que, probablemente, este se encontrará disponible».
Después de tantos años de dilación, el definitivo acercamiento de Chesterton a la Iglesia cobró un ritmo acelerado. El 26 de julio llegó a Top Meadow el padre O’Connor y, cuatro días más tarde, Chesterton era recibido dentro de la Iglesia. Algo no demasiado sorprendente, porque, una vez echada a rodar, a la pelota no le quedaba mucho camino que recorrer. Chesterton llevaba veinte años defendiendo la ortodoxia católica y conocía los dogmas de su fe mucho mejor que algunos católicos de nacimiento. No hacía falta instrucción, solo consentimiento. Los días previos a su recepción únicamente sintió cierta aprensión provocada por la importancia del paso que estaba a punto de dar: «Justo antes no tuve dudas ni objeciones que poner; solo miedo, miedo de algo tan definitivo y tan simple como el suicidio».
Su recepción en la Iglesia, que tanto se había hecho esperar, provocó en Chesterton la misma sensación liberadora experimentada por Knox cinco años antes. Igual que ocurriera en el caso de Maurice Baring, el acontecimiento mereció una acción de gracias expresada a través de un soneto:
The sages have a hundred maps to give
That trace their crawling cosmos like a tree
They rattle reason out through many a sieve
That stores the sand and lets the gold go free:
And all these things are less than dust to me
Because my name is Lazarus and I live.
(Los sabios tienen cien mapas que ofrecer, / huella que su cosmos arrastra como un árbol, /y criban tanto su razón, igual que un tamiz / que conserva la arena y permite que el oro, libre, se vaya: / Y todas estas cosas son para mí menos que el polvo / pues mi nombre es Lázaro y estoy vivo - «La balada del suicidio» y otros poemas.)
Y, al igual que Knox, Chesterton hubo de enfrentarse a la desagradable tarea de informar del paso que acababa de dar a un familiar en clara oposición a él. «Te escribo esto», le decía a su madre, para contarte algo antes de ponerme a escribir a otros; algo ante lo cual tú y yo nos hallaremos en la misma situación que esos dos amigos íntimos de Oxford que «nunca disentían en nada excepto en su opinión»... He llegado a la misma conclusión que Cecil... y ahora, después de pasar tanto tiempo reclamando el significado de «anglocatólico» para el término «católico», yo soy católico en el mismo sentido que lo era Cecil... He pensado en ti, y en todo lo que os debo a ti y a, padre, no solo por vuestro cariño, sino por esos ideales de honor, libertad y caridad, y por todo lo bueno que siempre me enseñasteis; y no soy consciente de haber quebrantado en lo más mínimo dichos ideales, pero sí de haber encontrado un modo nuevo y necesario de luchar por ellos... Me he pensado mucho este asunto, que no es fruto de la precipitación ni del sentimiento.
Resultó mucho más fácil escribir la carta dirigida a Maurice Baring, en la que calificaba su recepción como «ese asunto maravilloso en el que tú me has ayudado más que ninguna otra persona». Baring, encantado de que el barco de su amigo «finalmente hubiera llegado a buen puerto», le escribía con una ingenuidad impensable antes de su conversión:
Hacía años que no me alegraba tanto. Apenas existe iglesia, en la que haya entrado sin encender una vela a la Virgen, a, san José o a san Antonio por ti. Este año y el pasado en Cuaresma por ti ofrecí una novena. Y sé también de muchos otros, mucho mejores que yo, que han hecho lo mismo. Por ti se han dicho muchas misas y se han rezado muchas oraciones a lo largo de Inglaterra y Escocia enteras. ..
Bien, Gilbert, todo lo que tengo que decirte es lo que ya te he dicho y lo que dije hace poco en mi libro. Que fui recibido en la Iglesia católica en 1909 la víspera de la Candelaria, y que quizá sea lo único que he hecho en la vida de lo que estoy seguro que nunca me he arrepentido. Cada día que pasa, más maravillosa me parece la Iglesia; más solemnes y eficaces los Sacramentos; más excelentes me parecen la voz de la Iglesia, la liturgia, sus leyes, su disciplina, sus ritos, sus decisiones en materia de fe y moral..., más profundamente sabios y verdaderos y justos; y todos sus hijos están marcados con un sello del que carecen quienes no pertenecen a ella.
La carta de Baring concluía con una posdata en la que añadía que Knox estaba a punto de marchar de viaje a Lourdes en compañía de Lady Lovat: «No hace falta decir que no cabe en sí de contento. Igual que los Lovat».
Hilaire Belloc escribió a Chesterton el 1 de agosto, a los dos días de la recepción de su amigo, con una franqueza que -como ocurre con la carta de Baring- antes habría sido impensable:
Esto es todo lo que tengo que decirte (y que no podía decirte antes de que dieras este paso: por eso te lo digo ahora. Antes habría sido como un ruego especial). La Iglesia católica es el exponente de la Realidad. Es la verdad. Su doctrina en cuestiones grandes y pequeñas constituye una afirmación de lo que es. Esto es lo que acepta el acto último de la inteligencia. Esto es lo que la voluntad confirma deliberadamente. Y por eso la fe a través de un acto de la voluntad se convierte en moral.
Resulta irónico que, desde un planteamiento objetivo de la cuestión, Belloc hubiera llegado a la conclusión de que Chesterton nunca pertenecería a la Iglesia católica. En una carta dirigida a Baring expresaba así su inclinación a creer que, a pesar del temperamento católico que su común amigo poseía, nunca había tenido voluntad de convertirse:
La gente dice que ingresará en cualquier momento basándose en sus puntos de vista católicos y en el profundo afecto que siente por la Iglesia católica. Lo cual siempre me ha parecido un error. La aceptación de la fe es un acto, no un estado de ánimo. La fe es un acto de la voluntad y yo creo que la totalidad de su ser está entregada a su afición y atracción por un estado de ánimo determinado, y no a la aceptación de una institución concreta definidora y representante de toda la realidad de este mundo.
El escepticismo de Belloc en torno a las probabilidades de conversión de Chesterton hace pensar que se quedó más sorprendido que la mayoría al enterarse de la noticia. El 12 de agosto escribió al padre O’Connor: «Son muy buenas noticias... Estoy sobrecogido». El 23 de agosto volvía a escribirle: «Todavía estoy bajo el impacto de la conversión de Gilbert. ¡Nunca la creí posible! La Iglesia católica es el centro, ¡y por eso uno puede acercarse a ella desde cualquier ángulo imaginable!». Dos días después, incapaz de creer lo que sus propios sentidos le decían, escribía de nuevo: «Cuanto más pienso en lo de Gilbert, ¡más atónito me quedo!». Finalmente, el 9 de septiembre, Belloc le contaba al padre O’Connor que había visitado a Chesterton en Top Meadow y pasado allí la noche: «Se siente feliz. En cuanto a la explicación, está usted en lo cierto. Pero yo no tengo imaginación».
Años más tarde, Belloc aún intentaba explicar el alcance de la conversión de Chesterton. «En toda nuestra historia», escribió en 1940, «pocas conversiones importantes han sido tan maduras y meditadas. Dejemos que la posteridad juzgue de la magnitud de este acontecimiento. A nosotros nos queda demasiado cerca para valorarlo».
Fue así como el triunvirato de Belloc, Baring y Chesterton, concebido a principios de siglo, se consumó en una única comunión: en un triunvirato triunfante. Y un triunfalismo compartido por la prensa católica. The Tablet, después de comprobar mediante un telegrama la veracidad de la noticia, la hizo pública lleno de júbilo. Las cartas de felicitación llegaban desde todos los rincones del mundo angloparlante. A un no católico que, en respuesta a la recepción de Chesterton en el seno de la Iglesia, le escribió hablándole del ritual, del empleo de la razón y de las ideas de Wells, el escritor le contestaba así:
Ante todo he de decirle que, salvo por la gracia de Dios, mi conversión al catolicismo ha sido absolutamente racional; y desde luego nada ritualista... Lo he aceptado porque a mi mente analítica le ha parecido convincente. Pero la gente puede aceptar el ritual y, sin embargo, rara vez se permite oír hablar de filosofía.
En cuanto al ritual, creo que nadie tan acertado como el poeta Yeats, que no tiene nada de católico y ni siquiera de cristiano, al decir que las ceremonias acompañan a la inocencia. A los niños no les avergüenza disfrazarse, ni a los grandes poetas de las grandes épocas, como, por ejemplo, Plutarco y el laurel. Si nuestro mundo puede sentir algo de lo que Wells dice, es porque nuestro mundo está tan nervioso e irritable como el propio Wells. Pero yo creo que los niños y los poetas son más estables.
Tres años más tarde, quien recibió esta respuesta seguía los pasos de Chesterton dentro de la Iglesia. Otros, sin embargo, estaban menos entusiasmados. A H.G. Wells, exhibiendo esa irritabilidad a la que Chesterton aludía, la cosa no le gustó nada: «Me encanta G.K.C. y odio el catolicismo de Belloc y de Roma... Si el catolicismo va a continuar dando ladridos por el mundo entero, no puede tener mejor portavoz que G.K.C. ¡Pero yo reniego del catolicismo de G.K.C.!». Otro de los que renegaban de este catolicismo G.K.C. era Bernard Shaw: la noticia le escoció hasta el punto de preguntar con sarcasmo si Chesterton estaba borracho. «Querido G.K.C.», escribió, «esto está yendo demasiado lejos».
Cuando los ánimos se hubieron calmado, aún quedaba alguien que, en solitario, continuaba renegando del catolicismo. El día de la recepción de su marido, Frances no dejó de llorar desconsoladamente, y el padre O’Connor, que había desesperado de verle alguna vez convertido sin la aprobación de su mujer, recordaba su emocionada reacción: «Mi querida Frances -me emociono al recordarlo- estaba allí, derramando lágrimas que estoy seguro no eran todas de tristeza»: así expresaba el sacerdote sus deseos. No hay duda de que la pena de Frances era su desbordada respuesta a la conversión de su esposo. A la hora de practicar su fe, lo más importante de sus vidas, Frances y Gilbert ahora estaban separados.
En una de sus cartas a Baring, Belloc comentaba que para un hombre de carácter tan afectuoso como el de Chesterton, «debe ser terrible tener al lado a su mujer, a quien adora, en absoluto desacuerdo con sus puntos de vista».
Al mismo tiempo, el padre Vincent McNabb, en una carta dirigida al padre O’Connor, escribió acerca de esa separación a su peculiar manera, olvidando al parecer la pena y el sufrimiento que la conversión de Chesterton había provocado en su mujer:
Ha estado sentado a la puerta demasiado tiempo para la paciencia de los amigos que le quieren, si no para la de Dios, que le ama más que sus amigos. Como su mujer por el momento no ha podido seguirle a donde ha ido, él debe abandonar su voluntad en la Voluntad de Dios...
Hemos de rezar para que su tristeza redunde en bien de su mujer. Siempre que he hablado con ella u oído contar a otros alguna triste historia acerca de sus parientes conversos, he sentido la seguridad de que sus objeciones son psicológicas antes que lógicas; y que nada le sería de tanta ayuda como rezar.
Es curioso que el padre McNabb se desentendiera de este modo de la tristeza que sentía Frances a causa de su marido. A Chesterton al menos le quedaba el consuelo de haber entrado en su hogar espiritual, mientras que Frances se encontraba sola y abandonada. Era ella antes que él quien sentía la espada traspasar su alma y su espíritu dividido.
Tuviera o no razón el padre McNabb en cuanto a las objeciones psicológicas de Frances por encima de las lógicas, lo que sí parece cierto es que las de su marido no habían sido tanto metafísicas como físicas. Aunque llevaba años convencido de la verdad metafísica del catolicismo, y era responsable de haber acercado a tantos otros a esa verdad, el convertirse en católico requería, junto a una convicción metafísica, un acto físico. Y se apoyaba tanto en los demás -y especialmente en Frances- en todas las necesidades de la vida que actuar en soledad siempre le suponía un auténtico esfuerzo. De ahí su obesidad; de ahí su respeto y devoción por los hombres de acción, como su hermano y como Belloc; de ahí la creencia de Belloc de que nunca llegaría a dar el paso de la conversión; y de ahí su completa y absoluta dependencia de Frances, quien tomaba por él todas las decisiones prácticas de la vida. Vista desde esta perspectiva, su conversión -el paso más importante que había dado hasta entonces, y dado, además, con la tácita desaprobación de su mujer- adquiere visos de heroísmo. Fácilmente nos viene el recuerdo de la angustia vivida en los momentos inmediatamente previos a su conversión: «Solo sentía miedo, miedo de algo tan definitivo y tan simple como el suicidio». Chesterton hizo una dramática descripción de esto al escribir que, «en el último segundo del tiempo o en el último resquicio del espacio, antes de que el hierro sea atraído por el imán, hay un abismo repleto de todas las misteriosas fuerzas del universo. Así de pequeño y así de amplio es el espacio que existe entre hacer o no hacer algo como esto». Un pequeño paso para otro hombre, pero un paso de gigante para un hombre como Chesterton.
Lo cierto es que Frances se hallaba muy lejos de desear seguir los pasos de su marido cuando le confesó a Kathleen Chesshire, la secretaria de Chesterton, que «hay tres cosas que no haré jamás: cortarme el pelo, contratar a una secretaria eficiente o convertirme al catolicismo». Habrían de pasar cuatro años antes de que su compromiso con la última de aquellas tres afirmaciones comenzara a tambalearse. El 20 de junio de 1926, Frances escribió al padre O’Connor manifestándole encontrarse preparada para seguir a su marido dentro de la Iglesia:
En cuanto disponga de unos pocos días despejados, deseo comenzar a recibir instrucción para entrar en la Iglesia. Todo lo veo difícil y le pido que me diga usted cuál debe ser mi primer paso. No quiero recibir instrucción aquí. No quiero convertirme en la comidilla de Beaconsfield ni que la gente diga que solo quiero seguir a Gilbert. Eso no es cierto, y he tenido que luchar mucho para impedir que sea mi amor por él lo que me conduzca a la verdad. Sabía que usted no me aceptaría si fuera por un motivo como ese.
Tres semanas después, el 12 de julio, Frances escribía de nuevo al padre O’Connor diciéndole que aún le quedaba mucho por aprender y que, después de todo, quizá fuese mejor «acudir en privado al padre Walker», el párroco de la localidad. En una de las cartas siguientes, Frances le contaba al padre O’Connor que había escrito al padre Walker y que, «después de estar con él y hablar un rato, sabré lo que debo hacer». Enseguida comenzó su instrucción y el 1 de noviembre, Festividad de Todos los Santos, en Beaconsfield, fue recibida en la Iglesia.
El deseo de Frances de que su recepción tuviese lugar en privado y sin alboroto seguramente se vio cumplido, pues no hay ningún testimonio de aquel acontecimiento ni de su reacción o la de su marido. Sin embargo, Chesterton sí dejó escritos unos versos que revelan sus sentimientos a raíz de la conversión de su esposa:
But not as distance, not as danger,
Not chance, and hardly even change,
You found, not wholly as a stranger
The place too wondrous to be strange.
Great with a memory more than yearning,
You travelled but you did not roam,
And went not wandering but returning
As to some first forgotten home.
The mystic city, many-gated,
Monstruously pillared, was your own;
Herodian stories gave words and waited
Two thousand years to be your throne.
Strange blossoms burned as rich before you
As that divine and beautiful blood;
The wild flowers were no wilder for you
Than bluebells in an English wood
(Ni tan distante, ni tan peligroso, / ni el azar, ni tan siquiera un cambio, / -desde luego, nada desconocido — le pareció / ese lugar demasiado maravilloso para resultar extraño. / Llevada más por los recuerdos que por un anhelo / viajaste, aunque sin vagar / ni andar errabunda, para acabar regresando / como a una primera casa ya olvidada. // La mística ciudad de numerosas puertas /y grandiosos pilares era la tuya; / los relatos de Herodes ya hablan de ella y lleva aguardando/ dos mil años para ser tu trono. // Ante ti brotaron extraños capullos de color tan intenso / como el de la preciosa sangre divina; / para ti las flores silvestres ya no fueron más salvajes / que las campanillas de los bosques ingleses).
Maisie Ward se hizo eco de estas palabras al decir de Frances que «nunca he conocido a un católico más feliz... había dejado de tiritar sentada en su banco y se había lanzado al agua. De ella podría decirse que llevaba toda la vida en la Iglesia». Desde un punto de vista estrictamente práctico, la conversión de Frances les permitía volver a vivir juntos su fe; y, al igual que sucedía en todas las cuestiones prácticas, en esta, Frances se desenvolvía mucho mejor que su marido. Chesterton recordaba cómo ella hacía con la máxima diligencia un escrupuloso examen de conciencia previo a la confesión; mientras que él, por su parte, era proclive a distraerse y a salirse por la tangente, fascinado por la auténtica naturaleza del pecado, por su historia a través de los tiempos y por el enfoque que le daban las distintas culturas; o bien se detenía en especulaciones sobre la definición teológica de la soberbia o en la doctrina de los Padres y Doctores de la Iglesia en torno a ella. Solo entonces volvía al asunto que le ocupaba: «Seguro que Frances ya ha hecho el repaso de todos sus pecados, mientras yo estoy aquí especulando, sin haber empezado siquiera». También le asombraba ver a Frances participando en la Misa con «perfecta compostura», comparada con lo que él consideraba una deplorable falta de propiedad por su parte.
Para Chesterton, la conversión de su esposa no significó sino el sello y la consumación finales de su unión sacramental como varón y mujer. Después de cuatro años de exilio, Frances había regresado junto a él. A partir de entonces, como muy bien apuntara el padre O’Connor, podría dejar que ella le llevara a la iglesia, encontrase la página del devocionario por la que iban y examinara su conciencia en su lugar.
Como colofón, quizá lo mejor sea dejar hablar a Ronald Knox, quien -junto con Maurice Baring- desempeñó tan importante papel en los últimos tramos del trayecto de Chesterton hacia la Iglesia. Sobre su conversión escribió Knox:
ha encontrado su hogar. Igual que el héroe de su novela Manalive recorre el mundo entero para hallar -y sentir la emoción de haberlo hecho- el hogar al que pertenece, Chesterton exploró todos los caminos del pensamiento y probó todas las filosofías, para acabar regresando a la institución que desde un principio había sido su hogar espiritual, la Iglesia de su amigo el padre Brown. Y creo que lo habría hecho antes si no le hubiese preocupado tanto herir los sentimientos de su esposa, la heroína de todas sus novelas...