Capítulo XXIII SPARK Y SITWELL

«La razón de que me hiciera católica es que aquello me explicaba», le decía Muriel Spark a Malcolm Muggeridge el 2 de junio de 1961, durante una entrevista realizada por este para el programa de televisión Cita con... Veinte años después, el propio Muggeridge se convertía al catolicismo por razones semejantes, y tras llegar a las mismas conclusiones que Spark después de toda una vida de búsqueda interior. Spark, sin embargo, alcanzó la meta mucho antes y siendo mucho más joven que Muggeridge, pues fue recibida en la Iglesia católica el 1 de mayo de 1954, en plena treintena.

«Hasta que me convertí al catolicismo, fui incapaz de trabajar ni de escribir nada», manifestaba en esa misma entrevista. Algo parecido a lo que ocurrió con Graham Greene, cuyos primeros escritos literarios se debieron a su conversión religiosa. Pero, en el caso de Spark, aquello no era del todo cierto. Es verdad que hasta después de convertirse no escribió ninguna novela, y que estas estaban totalmente imbuidas de catolicismo, pero ya antes de aceptar los postulados de la Iglesia se había labrado cierta fama como poetisa de talento, y había escrito varios relatos cortos. En 1951 presentó «El serafín y el Zambeze» al concurso navideño del Observer, obteniendo el primer puesto de entre los 6.700 originales recibidos; el cuento se publicó en el Observer de 23 de diciembre. Su primer libro de poemas, La Fanfarlo y otros poemas, apareció en 1952. Spark no dio sus primeros pasos en materia religiosa hasta el año siguiente, en que recibió el bautismo anglicano de manos del Rev. Clifford Rhodes, director del Church of England Newspaper, en cuyo número de 27 de noviembre de 1953, Spark colaboró con un estudio sobre Proust («La religión de un agnóstico»), y una crítica literaria de la obra teatral de Eliot El secretario particular. En su autobiografía, Spark escribió que «primero probó con la Iglesia de Inglaterra porque era el hogar más «natural» y más cercano», aunque seguramente se vio algo influida por su profundo respeto hacia Eliot, cuya obra idolatraba. Después de ser confirmada por el obispo anglocatólico de Kensington, comenzó a frecuentar la iglesia de Gloucester Road, de cuya feligresía formaba parte Eliot. Pero, a diferencia de este, Spark no se sentía a gusto en esa «casa a medio camino» entre el anglicanismo y el catolicismo: «Estaba intranquila. Históricamente, era demasiado nueva para encontrarme cómoda en ella».

En su búsqueda de un sitio definitivo en el que hallar reposo comenzó a leer la Apología pro Vita Sua, de Newman, y -lenta, pero segura- se vio irresistiblemente atraída hacia el camino que condujo a Newman hasta Roma:

En 1953 me fascinaron los escritos teológicos de John Henry Newman, a través de cuya influencia acabé convirtiéndome al catolicismo de Roma... Cuando me preguntan sobre mi conversión -por qué me hice católica—, solo soy capaz de decir que la respuesta es a la vez muy sencilla y muy complicada. La explicación más simple es que me di cuenta de que la fe católico-romana respondía a todo lo que sentía, sabía y creía desde siempre; en mi caso no se produjo ninguna revelación cegadora. La más difícil se refiere a la construcción, paso a paso, de una convicción; como el propio Newman señalaba cuando le preguntaban sobre su conversión, no era algo que se pudiera explicar durante una cena «entre el plato de sopa y el del pescado». «Que se tomen las mismas molestias que yo», decía Newman.

Más tarde, cuando Spark preparaba junto con Derek Stanford la edición de una selección de cartas del cardenal Newman, el padre Philip Caraman, un jesuita de Farm Street director de The Month, le entregó un fajo de cartas originales de Newman. «Mientras estuve trabajando en aquel libro las conservé todo el rato junto a mí», escribió Spark. «Me encantaba tocar los mismos papeles que el sublime padre Newman había tocado».

Parecido efecto «sublime» produjo el cardenal Newman sobre Graham Greene, entre cuyos libros favoritos estuvo siempre la Apología. Al parecer, Greene descubrió en Spark un alma gemela y, a través de Derek Stanford, intentó entablar amistad con ella ya antes de conocerla. Cuando Spark enfermó durante los primeros meses de 1954, Greene le ofreció la suma de veinte libras mensuales hasta que se recuperara: «Admiraba mi trabajo y le entusiasmaba la idea de ayudarme. Junto con el cheque, solía mandarme unas cuantas botellas de vino tinto -así tuve la dicha de recordarlo durante el funeral de Greene-, despojando su gesto de una desnuda caridad». No era aquel el único gesto por parte de Greene: durante la guerra estuvo enviándole whisky a Dinamarca al padre Martindale para procurarle algún consuelo mientras el sacerdote estuvo bajo «arresto domiciliario» por orden de los alemanes.

En el curso de su enfermedad, Spark se refugió en el convento carmelita de Aylesford, en Kent, y luego en Allington Castle, cerca de Maidstone, que describió como «una fortaleza carmelita de monjas terciarias». Durante su estancia alquiló una casita en los terrenos del convento y comenzó a escribir su primera novela, The Comforters, que fue publicada en febrero de 1957 y, en líneas generales, acogida favorablemente. Evelyn Waugh escribió para el Spectator una extensa crítica de la novela y la elogió durante una conferencia pronunciada en el PEN Club (asociación de escritores creada en Londres en 1921 que promovía la cooperación entre intelectuales de todo el mundo -N. de la T.). Lo cierto es que The Comforters presentaba un notable parecido con la última novela de Waugh, La ordalía de Gilbert Pinfold, publicada en el verano de aquel mismo año. «Resulta que The Comforters me ha llegado nada más acabar yo una novela sobre un tema parecido», escribía Waugh en su crítica, «y del trabajo de Spark me ha impresionado que es mucho más ambicioso que el mío y revela mucho más talento».

Waugh, que conservó siempre su admiración por la narrativa de Muriel Spark, cubrió de elogios a su novela Memento mori -publicada en 1959-, cuya lectura recomendaba a sus amigos. A esta le siguieron otras igualmente populares, como Los solteros, en 1960, Los mejores años de Miss Brodie, en 1961, y Mandelbaum Gate, en 1965. En 1967 fue nombrada Dama Comandante de la Orden del Imperio Británico.

Trece años antes, en junio de 1954, a las pocas semanas de que Muriel Spark fuese recibida en la Iglesia, la Honours List del día del cumpleaños de la reina hacía recaer el mismo título sobre Edith Sitwell.

Para Edith, esta condecoración supuso no solo un gran consuelo, sino también un inmenso honor. Sitwell, que siempre se había mostrado sumamente sensible a las críticas -tal y como hemos visto en páginas anteriores en la carta dirigida a Hugh Ross Williamson cuando este era director de The Bookman-, se sentía despreciada y víctima de los malentendidos de los críticos. Durante los primeros meses de 1954, el Spectator se había manifestado especialmente hostil con ella, cuya respuesta fue tan hiriente como siempre: el 8 de marzo de 1954 escribía a Kingsley con tono lastimero:

Por último, y regresando al Spectator: no hay palabras para describir esto. Ninguna de las personas que ha tenido la impertinencia de atacarme posee ni una sola gota de talento poético. Son sencillamente incapaces de escribir. A ningún poeta, sea de la categoría que sea, se le pasa por la cabeza discutir sus versos... No pueden hacerme daño. Lo cierto es que han ofrecido un espectáculo abyectamente ridículo de sí mismos, y que todo el mundo se ríe de ellos, no solo en Inglaterra, sino también en Nueva, York.

«Es de lamentar su agresiva sensibilidad ante las críticas», escribió Charles Osborne de Sitwell en el London Magazine de diciembre de 1962, «aunque solo sea por el hecho de haber alentado, en algunos casos, una adulación extrema, y en otros, una absoluta enemistad; y porque en los últimos años no solo ha oscurecido sus auténticos méritos, sino que ha llegado a impedir cualquier discusión razonable en torno a ella».

Es esta sensibilidad la que la llevaba a conceder tanta importancia a la distinción recibida. Para Sitwell, esta representaba no solo un honor, sino una confirmación de sus logros artísticos que le permitía reírse en la cara de toda la crítica hostil. El 18 de junio escribía regodeándose al poeta, novelista y libretista sudafricano William Plomer: «Estoy feliz de que me hayan nombrado Dama, porque es como darles una bofetada a todos esos miserables pelagatos del New Statesman and Nation y del Spectator que llevan meses persiguiéndome». El mismo día en que Sitwell expresaba su alegría ante Plomer, el Spectator respondía al nombramiento no -como ella hubiera esperado- con desdeñosas burlas, sino con un elogioso tributo por parte de Compton Mackenzie, distinguido también él con la Orden del Imperio Británico en 1919 y nombrado caballero dos años antes, en 1952:

La Dra. Sitwell es la mayor poetisa que han dado las letras inglesas, y en el Parnaso la Orden del Imperio Británico estaba quedando en ridículo por no haberla nombrado Dama... Cuando tenga, el placer de dirigirme a ella como «Dama» Edith, con este prefijo sagrado para los sueños de hadas infantiles me estaré dirigiendo a un auténtico personaje de la historia inglesa.

Entre las muchas cartas de felicitación recibidas se hallaba la enviada por T.S.Eliot:

Ayer me alegré mucho al enterarme de que la Soberana, ratificando la opinión del mundo de las letras, la ha distinguido con un honor que, aunque quizá a usted no le parezca demasiado importante, no solo será motivo de placer para sus amigos y de satisfacción para sus admiradores, sino que, además, redundará en beneficio de la fuente de la cual procede.

Como ya hemos visto, lo cierto es que aquel honor sí fue importante para Sitwell, como lo era también el respeto de sus colegas escritores; y no tenía ninguno en más alta estima que el de Eliot. De hecho, cuando Eliot recibió la Orden de Mérito en la Honours List de Año Nuevo de 1948 -el mismo año en que ganó el Premio Nobel de Literatura-, Sitwell escribió que «jamás esperé ver al mayor poeta de nuestro tiempo debidamente honrado y reconocido. Pero así ha sido».

La imagen de la tierra baldía de Eliot había influido tanto en Sitwell como en cualquier otro poeta de su generación. Golcl Coast Customs, la personal versión de Sitwell de La tierra baldía, manifestaba su visión del horror y el vacío de la vida contemporánea con la que,aparte de hacerse eco de Eliot, precipitaba también su lento avance hacia la conversión religiosa.

Un avance hacia el cristianismo en el que, por otro lado, influyó de manera decisiva su admiración por Roy Campbell, en quien tenía a un amigo y a uno de sus principales defensores. Su anécdota favorita con respecto a él, que Sitwell relataba rebosante de regocijo a muchos de sus amigos, fue recogida por la novelista y biógrafa australiana Elizabeth Salter, quien trabajó como secretaria de Sitwell desde 1957 hasta el momento de su muerte, en 1964.

«Había un crítico que no se cansaba nunca de insultarme», le contó Sitwell a Salter, «y Roy decidió darle una lección. Roy era un hombre enorme y muy robusto, y se limitó a darle un empujón. El crítico, aterrado y tirado en el suelo, intentaba protegerse. Entonces, Roy le dijo: «Si vuelve usted a insultar a la Dra. Sitwell (por entonces yo era doctora), ya sabe lo que le pasará». Y Sitwell añadía: «Nunca volvió a hacerlo... hasta que Roy murió; al poco tiempo regresó a las andadas».

Se trata, al parecer, de una anécdota convenientemente embellecida de la que otros biógrafos de Sitwell han llegado incluso a insinuar que es mera ilusión, un simple producto de su fértil imaginación. Pero el dato (o la ficción) ahí queda, y ella nunca dejó de considerar a Campbell su paladín, el caballero de resplandeciente armadura que le brindaba protección frente al enemigo. Así ha sido recogido por Elizabeth Salter en su biografía de Sitwell, Los últimos años de una rebelde, publicada en 1967:

Roy Campbell significaba mucho para ella. No era tan solo un poeta al que admiraba, sino lo extraordinario en su vida: un campeón. Quizá porque siempre se mostraba tan temible, eran pocos los admiradores que la defendían, a, veces, incluso físicamente. Sitwell sentía, un aprecio isabelino por los hombres capaces de usar sus manos además de su cabeza, y respondió a la defensa de Roy Campbell con una gratitud enteramente femenina.

Para Sitwell, el hecho de que su caballero de resplandeciente armadura actuara también como campeón de la Iglesia Militante no era un asunto nimio. Cuando, por fin, se decidió a ser recibida en la Iglesia católica, quiso que Roy y Mary Campbell actuaran como padrinos. Los Campbell vivían entonces en Portugal, en una pequeña propiedad, y la precaria salud de Roy les impedía hacer el viaje hasta Inglaterra para asistir a la ceremonia, lo cual no hizo a Sitwell desistir de su deseo. El 14 de julio de 1955 escribió a Campbell: «Espero ser recibida en la Iglesia, como ahijada tuya y de Mary, el mes que viene. Aún no sé quién os representará a vosotros. Me está instruyendo el padre Caraman, al que tú también conoces, ¿no es así?».

Los sentimientos de Sitwell durante aquel período de instrucción aparecen reflejados en las cartas dirigidas al padre Caraman. El 7 de mayo, Sitwell escribía así:

Creo -y así lo espero de todo corazón- que estoy en el umbral de una nueva vida. Pero para ello tengo que nacer de nuevo. Y me queda por descubrir todo un mundo, como si fuera la primera vez; me queda por entender todo lo que está en mi mano...

Siempre me ha costado rezar, en el sentido de que me noto muy lejos, como si estuviera hablando en medio de la oscuridad. Pero espero que esto se pase. Cuando pienso en Dios, no lo siento tan lejos...

En este momento estoy leyendo a santo Tomás de A quino y todos los días rezo con el Misal...

Con toda mi gratitud por la amabilidad que me ha demostrado, y por su infinita ayuda...

El 3 de junio del mes siguiente escribía de nuevo:

No soy capaz de expresarle mi gratitud por haberme recomendado estos libros. El primer sentimiento que provocan en mí es el de una absoluta certeza. En especial, los maravillosos escritos de santo Tomás de Aquino y La naturaleza de la fe, del padre D'Arcy, le hacen a uno considerar la duda -quizá no me exprese con total propiedad- como un absoluto fracaso de la inteligencia. También he descubierto que no basta con la sola fe intelectual: no solamente es necesario pensar que se cree, sino también saber que se cree. En la fe ha de haber un sexto sentido.

Qué magnífico es el pasaje de La naturaleza de la fe sobre «mirar la realidad, más allá de las apariencias. Una vez que se ha reconocido esto, la existencia de Dios tiene que ser admitida sin más dilación... Si allí hay algo, debe ser algo plenamente real»...

Desde muy pequeña comencé a descubrir los modelos del mundo, las imágenes del milagro. Y me preguntaba a mí misma por qué se repelían esos modelos: la pluma, el helecho, la rosa, y la bellota, en el hielo de las ventanas; un modelo tras otro repetidos una y otra vez. Y ya entonces pensaba que eso nos quería decir algo. De ahí surgió mi poesía...

«El libro de Sheed Teología y sensatez me está siendo de mucha ayuda», le escribía en otra carta. «Santo Tomás de Aquino es una maravilla desde todos los puntos de vista. El libro de monseñor Knox no me ha servido demasiado por varias razones. Y una de ellas es que no me gusta cómo escribe».

La correspondencia con el padre Caraman parece contradecir la idea sustentada por muchos de que -en palabras del padre Charles Smith- «la conversión de Edith Sitwell fue algo mucho más romántico que intelectual». Quizá fuera mejor decir que para Sitwell el romanticismo y la inteligencia eran casi sinónimos: el corazón y la cabeza de un todo. La belleza del conocimiento y el conocimiento de la belleza no coincidían exactamente, pero no por ello dejaban de ser inseparables. Por eso, a su escarbar en las profundidades de la filosofía cristiana se unía la confesión de que fue «el sereno rostro de las campesinas rezando en las iglesias italianas» lo que la guió hasta la Iglesia. Esa simplicidad en la complejidad es lo que da forma a la paradoja poética implícita en la conversión de Sitwell.

Acerca de la instrucción de Sitwell, el padre Caraman escribió: «Conocía muy bien a los poetas místicos, estaba deseosa de ampliar sus conocimientos acerca de los fundamentos teológicos de la fe y comprendía de un modo innato la necesidad de la autoridad de la Iglesia que tan a menudo constituye la piedra en la que tropiezan los intelectuales».

Lejos de convertirse en un obstáculo, parece ser que la autoridad de la Iglesia fue uno de los aspectos del catolicismo que más la atrajo. Cuando, una década antes, su amigo David Ilorner se convirtió al catolicismo, Sitwell le escribió felicitándole: «Nunca he entendido por qué a la gente le dan miedo las reglas constructivas. Muy pocos son capaces de tomar una decisión importante, pero tú lo has hecho». Luego añadía que estaba segura de que dicha decisión «provoca en uno un sentimiento de inmensa calma, de paz y de seguridad, y un gran marco sobre el que ir construyendo el día a día».

Reglas constructivas... paz y seguridad... un gran marco sobre el que ir construyendo el día a día. Estos son algunos de los rasgos del catolicismo que llamaron la atención de Sitwell cuando, en 1944, Horner se hizo católico. Aunque tuvieron que pasar once años para que también ella se decidiera a tomar esa «decisión importante», el alivio que sintió al hacerlo queda patente en las palabras dirigidas al padre Caraman después de su primer encuentro, el 29 de abril de 1955. Aquel encuentro produjo en ella un «sentimiento de felicidad, de seguridad y de paz que no experimentaba desde hace años... ¡Qué tonta he sido por no haber dado antes este paso!».

El 14 de julio de 1955, fecha en que Sitwell escribía a Roy Campbell manifestándole su deseo de que él y su mujer actuaran como padrinos suyos, Evelyn Waugh respondía así a una carta anterior en la que Sitwell le pedía que fuese su tercer padrino: «Por supuesto, encantado. ¿Serás tan amable de enviarme una nota con la fecha exacta para que Laura y yo ofrezcamos la comunión por ti? Conozco a mucha gente que querrá dar gracias a Dios por esto, y a muchos sacerdotes que querrán recordarte en la misa. Pero me imagino que preferirás que no se hable del tema, así que no diré nada mientras no me autorices».

Cinco días después, Waugh escribía al padre Caraman:

Le ruego no me considere impertinente. Soy un viejo amigo de Edith y la aprecio mucho. Pero, a veces, le gusta llamar un poco la atención. Esta mañana he recibido una carta suya en la que me dice que va a ser recibida en Londres. ¿Soy demasiado quisquilloso si le digo que tal vez convendría más Mount St. Mary’s? Lo que me temo es que la prensa la tome por una especie de Garbo-Cristina-de Suecia. Yo era mucho menos famoso que ella cuando fui recibido y le aseguro que la publicidad que tontamente permití me hizo sufrir bastante. Hay gente muy maliciosa dispuesta a convertirla en una mema. Sería una tragedia que este importante acontecimiento de su vida se estropeara. ¿No podría usted convencerla de seguir el ejemplo de santa Elena en este punto?.

Hacía treinta años que Waugh conocía a Edith Sitwell y era plenamente consciente de su carácter hipersensible. Resulta conmovedor su deseo de protegerla de la hostilidad de la prensa anticatólica, y, sin duda, ella se sentiría emocionada por aquel interés, si es que el padre Caraman la puso alguna vez al corriente. Al parecer, Roy Campbell no era el único deseoso de actuar como su protector.

A los quince días de enviar aquella carta, fue el propio Waugh quien se convertía en víctima de una prensa hostil. El 31 de julio, un «perfil» sobre él publicado en el Observer concluía así: «Romántico inveterado, terrateniente deliberadamente recluido, célebre humorista y padre de familia católico, Evelyn Waugh es uno de los personajes más peculiares de nuestro tiempo». En una carta dirigida a Nancy Mitford, Waugh describió el artículo como «sumamente ofensivo». Sin embargo, uno sospecha que hasta sus amigos admitirían divertidos y sin dejar de alzar las cejas que aquella descripción era bastante exacta. Algo había de llamativamente extraño, o al menos excéntrico, en la elección de su atuendo para asistir a la recepción de Edith Sitwell, que tuvo lugar -a pesar de las objeciones de Waugh- en la iglesia de Farm Street, en Mayfair, el 4 de agosto de 1955. Alec Guinness recordaba que, «con excepción de Evelyn Waugh, padrino de Edith, todos los demás iban vestidos como para un funeral. Evelyn lucía un traje blanco y negro de pata de gallo, una corbata roja y un canotier con cintas azul y roja».

El diario de Waugh ofrece una detallada descripción de aquel día:

He cogido el tren de las nueve... He ido andando desde Charing Cross hasta White’s y en el camino he comprado una flor y me he bebido una jarra de cerveza. A las 11.45 estaba en Farm Street; allí me he encontrado con el padre DArcy y hemos entrado juntos en la capilla de la iglesia dedicada a san Ignacio para esperar a Edith y al padre Caraman. Un hombre calvo y tímido se ha presentado como el actor Alec Guinness. Al poco rato ha aparecido Edith enfundada de negro como una infanta del siglo XVI. Sabía que detrás de mí había mucha gente arrodillada, pero no periodistas ni fotógrafos, como me temía. Con voz nítida, Edith se ha retractado de sus errores y recibido el bautismo condicional...

Los sentimientos de Sitwell la mañana de su recepción han quedado recogidos en una carta enviada a Edward Sackville-West, quien la había escrito para felicitarla por el paso que estaba a punto de dar:

Hoy es el día en que voy a ser recibida en la Iglesia y, en cierto modo, la idea me hace temblar. En parte porque me encuentro en una noche oscura en la que no existen sonidos ni luz. Debo estar casi muerta... excepto cuando leo a santo Tomás de Aquino; entonces, por alguna razón -y una razón explicable-, vuelvo a sentirme intensamente viva. Pero esto mismo me ocurre antes de crear un poema, así que quizá me venga bien.

Respecto a lo que dices del «consuelo de no tener ya ninguna duda en relación con la vida», estás absoluta y enteramente en lo cierto en todo. También es maravilloso eso de que Dios no deja que se pierda ninguno de los que Él ha llamado.

Dices que te costó doce años tomar la decisión. Es más o menos lo mismo que me ha costado a mí...

Luego añadía esta posdata: «¿Alec Guinness es amigo tuyo? Mío sí lo es. También él se va a hacer católico».

Al día siguiente, Waugh escribió a Nancy Mitford con esa agridulce mezcla de lo sacro y lo profano que, unida a su irreverente sentido del humor, hace tan amenos sus libros:

Ayer estuve en Londres para actuar como padrino de Edith Sitwell, que acaba de someterse al Papa. Estaba muy guapa, como una infanta del siglo XVI, y al pronunciar su renuncia de la herejía, su voz sonaba como una campana de plata. Después, un festín digno de Gargantúa en el Sesame Club. Aunque me habían hablado fatal de este sitio, nos sirvieron una comilona muy rica. Mucha gente desconocida que no había visto nunca, solo había oído hablar de uno de ellos: el actor Alec Guinness, calvo y muy tímido. También él se está pasando al Papa, así que ya hay algo que equilibra la pérdida de Miss Clifford, que se casa con un hombre sin piernas y con dos esposas. ¡Elegir el nombre de Atalanta Fairey! Carece de sentido del decoro. Ed Stanley ha escrito un estudio magnífico sobre Belloc para prologar Travesía en el Nona. Ann dice que es impotente y que eso le deprime mucho.

En la carta dirigida a Sitwell cuatro días después, Waugh abandona deliberadamente el estilo despreocupado de la anterior:

Estaba a punto de escribirte para darte las gracias por haberme elegido como padrino, por el regalo de tus poemas y por la deliciosa fiesta. Creo que el círculo de amigos que reuniste en torno a tu mesa constituye una típica muestra de la variedad y la bondad de la Iglesia...

Faltan unas pocas semanas para que se cumplan los veinticinco años de mi recepción en la Iglesia por el padre D'Arcy. Ahora me quedo espantado cuando pienso en lo frívolo de mi planteamiento (aunque en aquel momento me pareciera muy serio), porque desde entonces he dedicado cada año a explorar el corazón y la cabeza de la Iglesia. Tú llegas con un conocimiento mucho más profundo. ¿Me permites que, como padrino, te prevenga contra algunos aspectos del catolicismo que, probablemente, te parezcan chocantes? No todos los sacerdotes son tan inteligentes ni tan amables como el padre D Arcy y el padre Caraman... Pero creo que conoces el mundo lo suficiente para esperar encontrarte con católicos pelmazos, mojigatos, granujas y canallas. Yo siempre pienso: «Sé que soy un horror. ¡Pero cuánto más horroroso sería si no fuera por la fe!». Una de las alegrías de la vida del católico es reconocer por todas partes pequeños chispazos de bien junto al fuego encendido de los santos...

Me cayó muy bien Alec Guinness y procuraré volver a verle. Hace mucho tiempo que admiro su trabajo...

El domingo oí un entusiasta sermón en contra de los peligros de los impúdicos trajes de baño y pensé que, al menos en este aspecto, tú y yo somos inocentes.

El 25 de agosto, a las tres semanas de ser recibida, Sitwell escribió a Lady Lovat que «aún se sentía desconcertada». Aunque la presión del trabajo no le permitía dedicarse a lecturas piadosas, intentaba «leer obras doctrinales con la debida concentración»: «¡Qué maravillosos son los textos teológicos de santo Tomás de Aquino, traducidos por el padre Gilbey! Leerlos es como refugiarse en una tienda de oxígeno cuando se está agonizando».

El 4 de octubre, Sitwell recibía en Farm Street la Confirmación ante lo que Waugh denominó en su diario «un buen número de invitados, la flor y nata del Londres católico». Sin embargo, si Sitwell hallaba consuelo entre la flor y nota del catolicismo londinense, muchos de sus amigos no católicos asistían desconcertados a su conversión. Su hermano Osbert se mostró muy comprensivo, hasta el punto de que ella albergaba la esperanza de que acabara siguiendo su ejemplo. La postura de su otro hermano, Sacheverell, no fue tan favorable. «¿Dónde has ido, hermana mía, a refugiarte, / entre beatos y letanías?», escribió en su «Serenata a una hermana»:

The telling of the rosary

Is but a counting of the petals,

Is but a rose helcl in an old and withered hand,

Not hands as yours,

Supple and youthful,

That are the tiger in the tiger-lily

(Recitar el rosario / es sólo un recuento de pétalos, / es sólo una rosa sujeta por una mano anciana y marchita, / no es para manos como las tuyas,/ ágiles y jóvenes, / que en la flor de tigre son el tigre).

Además de sus amigos y familiares, algunos extraños se manifestaron hostiles a su conversión. Cuando un vendedor de alfombras de Nueva York le escribió reprochándole que se hubiera unido a una Iglesia que aún conservaba las huellas de la sangre de la masacre del día de San Bartolomé, Sitwell se limitó a contestarle con una nota despectiva: «No sea estúpido. Edith Sitwell». En otra ocasión recibió una «odiosa carta anónima» que «me decía que todo el mundo me odia porque soy «chabacana y ordinaria»...porque llevo «pendientes tan vulgares que no se pondría ni la peor camarera» (no entiendo qué tienen de malo las camareras), porque soy «una farsante, una falsa, una poetisa del montón», porque «recito pésimamente la buena poesía»... y, por supuesto, porque soy católico-romana».

A pesar de los esfuerzos de Evelyn Waugh, y quizá de modo inevitable, a Sitwell la entristeció una desagradable referencia a su conversión aparecida en la prensa. El artículo ofensivo se publicó en el Time y la anécdota en torno a ella fue recogida con tono festivo por Alec Guinness en su autobiografía:

Su enorme capacidad para perdonar, incluso sintiéndose herida en lo más profundo, se hizo patente cuando el Time Magazine publicó un artículo sobre mí que contenía una referencia a ella incierta, pero no desprovista de gracia. Por suerte, el Time tuvo la cortesía de enviarme una copia por adelantado, que recibí con el correo la misma mañana de su publicación. Horrorizado por lo que leí y alarmado por su posible repercusión, inmediatamente llamé por teléfono a Edith para que nos viéramos lo antes posible en el Sesame Club... La encontré allí sentada, sola, y desamparada, en un sucio sofá de la antesala. Mientras le tendía la revista, le aseguré que yo jamás había dicho que el día de su recepción dentro de la Iglesia llevaba un lazo blanco y que recorrió el pasillo sentada encima de un almohadón. Ella leyó el artículo en silencio y, al llegar al insultante pasaje, se ruborizó intensamente; luego dejó la revista a un lado y me dijo: «Quédate a comer».

Guinness rechazó la invitación cortésmente y se disculpó mil veces por que su nombre hubiera aparecido relacionado con el suyo «de un modo tan ridículo»:

ella inclinó la cabeza en señal de indulgencia y magnanimidad: «Quédate», dijo, «mientras espero a un poeta portugués a quien quizá tú ya conozcas». Acababa de pronunciar estas palabras cuando llegó un joven de oscuros cabellos agitando en su mano el Time Magazine. Yo le reconocí al instante como uno de los invitados del día de la recepción, pero, evidentemente, él a mí no. «Edith, querida», dijo mientras le besaba la mano, «¿has visto esto?». Y le tendió el Time. «Ese actor es un desgraciado». «Lo acabo de leer», contestó ella. «Alec me trajo una copia. No necesito volver a leerlo». El poeta palideció e inclinó la cabeza. Luego intentó embutir el Time en uno de sus bolsillos, pero no lo logró y se lo guardó dentro de la chaqueta, junto al corazón. No pronunció palabra. Mientras me despedía de ella con un beso, susurró: «Un día de estos enciende una vela por mí en Farm Street».

Así lo he hecho en una o dos ocasiones, pero cuando sí la recuerdo a menudo es en medio del caos de mis oraciones. Siempre que paso por delante de la capilla donde se bautizó, aún puedo evocar su alargada figura, enfundada de negro, como un pájaro excéntrico y extraño; y al padre Caraman derramando el agua, sobre ella en ese rito ancestral. Parecía una princesa que, envejecida, regresa a casa del exilio.