Capítulo XIV WAUGH Y LA TIERRA BALDÍA
EN septiembre de 1911, Evelyn Waugh, un muchacho de siete años, escribía la primera anotación de su diario:
Me llamo Evelyn Waugh estudio en Heath Mount School estoy en quinto y mi profesor es el señor Slebbing.
Todos odiamos al señor Cooper, el profesor de matemáticas... Hoy es domingo por eso no he ido al colegio. Los domingos sienpre desayunamos salchichas he visto como Lucy las freía antes de hacerlas tenían una pinta muy rara. Papá es editor su oficina está en Chapman and Hall parece un sitio mui aburrido. Ahora me voy a ir a la iglesia... Hay mucho viento me da miedo salir volando cuando esté camino de la iglesia.
«Papá» era Arthur Waugh, prestigioso crítico y editor cuya fe anglicana y aspecto externo rezumaban esa convicción postvictoriana, cargada de autocomplacencia, de que la fe en Dios y en el Imperio eran sinónimos. Una idea reveladoramente encarnada en su opinión de que «con un conocimiento exhaustivo de la Biblia, de Shakespeare y de Wisden no se puede equivocar uno demasiado». Los versos escritos por él en un ejemplar de La historia de Roma, de Mary MacGregor, que le regaló a Evelyn cuando este tenía nueve años reflejan idéntico parecer:
All roads, they tell us lead lo Rome;
Yet, Evelyn, stay awhile at home!
Or, if the Roman road invites
To doughty deeds and fearful fights,
Remember, England still is best, -
Her heart, hersoul, her Faith, her Rest.
(Todos los caminos-dicen-conducen a Roma; / pero tú, Evelyn, quédate en casa. / Y, si el camino a Roma invita / a valerosas obras y terribles luchas, / recuerda: ¡Inglaterra es mejor, / como lo son su corazón, su espíritu, su fe y su reposo!).
Es fácil advertir en estos versos cierto carácter admonitorio, motivado quizá por la temprana atracción que Evelyn sintió hacia la liturgia anglocatólica.
Evelyn conoció el ala anglocatólica de la Iglesia de Inglaterra visitando a unas tías suyas que residían en Midsomer Norton (Somerset): «En Midsomer Norton me hice amigo de un sacerdote... que murió católico... Fue él quien me enseñó a ayudar a Misa, cosa que me encantaba hacer... Disfrutaba estando cerca de los símbolos sagrados, y de la tranquilidad y el esplendor de las primeras horas de la mañana, y de ese carácter íntimo con que se celebraba».
Su padre comentaba que, en Midsomer Norton, el muchacho parecía pasarse el verano entero «ayudando a Misa y yendo de excursión: extraña mezcla de fe y frivolidad». Aquella experiencia, que dejó una huella indeleble en el carácter de Evelyn, fue madurando con los años hasta tomar forma en su amor por el rito latino. Pero de momento tuvo una consecuencia inmediata: «Desde entonces y durante cerca de un año», recordaba Waugh, «en mis dibujos dejaron de aparecer batallas, sustituidas por santos y ángeles de inspiración medieval. También comenzó a interesarme la ornamentación de las iglesias y el tipo de anglicanismo...ligado a cada una de ellas».
En 1915, durante unas vacaciones pasadas en Brighton en compañía de su madre, Evelyn expresó de un modo precoz (solo tenía once años) su desaprobación respecto a la iglesia de la Low Church a la que asistían: «horrible ... solo yo me santiguo y hago una inclinación ante el altar».
En el cuarto de los niños instaló un pequeño altar con candelabros de latón, jarrones de flores y figuras de santos en escayola adquiridas en una tienda de artículos religiosos recién abierta en Golders Green, ante los que quemaba incienso en un cenicero de latón. Aquellas devociones hallaron también su expresión literaria en un «lamentable poema escrito en el mismo verso que Hiawatha (la canción de Hiawatha: Poema escrito en 1855 por el poeta estadounidense Henry W. Longfellow basado en la mitología india algonquina) y titulado El mundo futuro»; inspirado en El sueño de un anciano, de Newman, que tanto le había impresionado, relataba «las experiencias del alma inmediatamente después de la muerte»:
Here the Devil laid his wager;
And on Job did cast derision.
Hence the cruelties of Nero,
Hence the anguish of the martyrs,
Hence the wailing of the slaughtered
And the shrieking of the murdered.
Here was hatched Our Lord’s betrayal,
Here the thirty silver pieces,
Here Christ’s Church was first divided
In this house of crime and torture.
(Aquí hizo el demonio su apuesta, /y fue Job objeto de burla. /De aquí la crueldad de Nerón, / de aquí el dolor de los mártires, / de aquí el lamento de los sacrificados /y el grito de los asesinados. / Aquí se urdió la traición de Nuestro Señor, / aquí las treinta monedas de plata, / aquí sufrió la Iglesia de Cristo su primera división / en esta casa de crímenes y tormentos).
La aprensión que en Arthur Waugh provocaba el entusiasmo ritualista de su hijo no se veía atenuada ni un ápice por los cambios en el comportamiento del muchacho que lo acompañaban. Su hermana comentaba: «Todos estamos sorprendidos de la mejora de Evelyn. No puede ser más encantador, con esas ganas de agradar y esa disposición para hacer lo que los demás queramos; y se conforma con cualquier cosa que organicemos. No está ni mucho menos tan sarcástico como antes. Vivimos muy a gusto todos juntos».
Aunque aparentemente el contento derivado de su fe había reducido los cáusticos motivos de su agudeza satírica, la desaparición de esta solo tuvo carácter temporal. Más tarde, la madurez le permitiría combinar una y otra. En mayo de 1917, a los trece años, Waugh abandonó Heath Mount para estudiar en un colegio privado.
En 1848, Nathaniel Woodard, un clérigo anglicano de la High Church que apoyaba el Movimiento de Oxford, fundó Lancing College con la intención de proporcionar en el seno del anglicanismo una adecuada formación a las clases profesionales. Arquitectónicamente, el edificio representaba una audaz e imponente confirmación en la fe anglicana: sus patios y claustros, construidos sobre piedra gris, se veían empequeñecidos al lado de la amplia y magnífica capilla, cuya altura únicamente era superada por la Abadía de Westminster y las catedrales de York y Liverpool.
Se trataba, pues, de una institución de lo más adecuada para un muchacho con las tendencias precozmente ritualistas del joven Waugh. En el segundo trimestre, este «se enfrentó a todo convencionalismo al arrodillarse en el momento del incarnatus del Credo», y los domingos entraba en la capilla hasta dos y tres veces, en parte para encontrar un «refugio contra la soledad circundante». Su anglocatolicismo también condicionó sus lecturas: la Divina Comedia, La Biblia en el arte y el Libro de los santos para niños poblaron su imaginación durante sus jóvenes años de Lancing.
Es irónico, pues, que Lancing College contrbuyera de modo significativo a la pérdida de su fe. En especial, el modernismo teológico que allí le enseñaron hizo crecer en él el escepticismo religioso. Waugh recordaba sobre todo la influencia demoledora de una persona en particular: Rawlinson, a quien Evelyn describía como un «joven y fogoso profesor», pertenecía a la nueva generación de teólogos modernistas de la Universidad de Oxford cuyas especulaciones fueron rebatidas por Ronald Knox en su controvertido libro Algunas piedras sueltas. En 1918, nacía más llegar a Lancing y de modo involuntario, comenzó a minar la fe de Waugh y de algunos más. Waugh recordaba que fue el agnosticismo de Rawlinson «lo que hizo que se tambalease por vez primera la fe de mi infancia». Contagiado del agnosticismo, de su profesor, no pasó mucho tiempo antes de que Waugh se sumara a sus filas. Cuando entró a formar parte del grupo de alumnos de Rawlinson que destacaban en la asignatura de Religión, en la hoja en la que el muchacho «proponía algo muy próximo al agnosticismo» su tutor escribió estas calurosas palabras de ánimo: «Excelente teólogo, Waugh».
Muy pronto y bajo la guía de Rawlinson, Waugh pasó de ser un «excelente teólogo» a adherirse a una pésima teología, para acabar prescindiendo totalmente de ella. En paralelo con los poetas modernistas, el modernismo teológico, primero, suavizó las restricciones formales y luego recuperó la ausencia de formas. De hecho, las preguntas que Knox dirigía a estos teólogos eran parecidas a las que Noyes y Chesterton planteaban ante los poetas modernistas. ¿Cuál es el punto en el que la teología inconformista se hace tan libre que deja de ser teología? ¿»Avanzaba» la teología hacia su propia extinción?
La teología «progresista» de Rawlinson no impidió su ascenso dentro de la Iglesia de Inglaterra, pues acabó siendo obispo de Derby. Parece ser que en el camino fue dejando tras de sí un rastro siniestro, al menos si nos guiamos por las consecuencias que sus especulaciones trajeron consigo en Lancing. Tal y como Waugh observaba, «sin quererlo, aquel hombre devoto e instruido hizo de mí un ateo».
El 13 de junio de 1921, Waugh escribió en su diario: «En las últimas semanas he dejado de ser cristiano (¡qué liberación!). Me he dado cuenta de que hace por lo menos dos trimestres que soy totalmente ateo y no he tenido el valor de admitirlo». Su ateísmo iba acompañado de una violenta reacción en contra de los ritos de la Iglesia que le hizo calificar de «grotesca» una ceremonia de confirmación: «Hasta ahora, nunca me había dado cuenta de lo que intimida esto. Unos cuantos chiquillos prestando juramentos que nunca cumplirán ante algo vestido con los colores de un Dulac y rodeados de lúgubres profesores y decanos de aspecto amenazador».
Fue una transformación total. Waugh, el archirritualista enamorado de la pompa y circunstancia del anglocatolicismo, se había vuelto un cínico anticlerical que se burlaba de los «grotescos» ritos y de ese «algo vestido con los colores de un Dulac» que era el obispo. «Perdí el gusto por todo lo relacionado con la Iglesia», recuerda Waugh:
Ahora me parecía extraño que, en un sitio tan controlado por la religión, hubiéramos recibido tantas horas de clase del griego del Nuevo Testamento y de la Historia de la Iglesia de Inglaterra, y prácticamente ninguna de apologética... Todas las dudas que me planteaba quedaban sin resolver. Se nos animaba a «pensar por nosotros mismos» y, en la mayoría de los casos, lo que pensábamos se convertía en negaciones».
El propio Waugh le confió lo que pensaba a su amigo Dudley Carew mientras daban un paseo por las colinas:
Evelyn se ha dado cuenta de la pequeñez del mundo comparado con el Universo y de la pequeñez de su vida comparada con el Mundo. «No debes sacar la nariz del barro, Carey; si miras hacia arriba o hacia delante, estás perdido... El hombre se rige solo por su propio interés, Carey... Estoy convencido de que no existen un bien o un mal definitivos... En el cerebro del hombre hay una parte que es atraída por lo que llamamos bien y otra atraída por lo que denominamos mal».
Waugh estaba seguro de que su evolución hacia aquel escepticismo dualista se debió en gran parte al amorfo modernismo imperante en Lancing y al modo en que se «alentaba la falta de ortodoxia» de los alumnos: «Creo que la mitad de los alumnos de sexto de mi época se declaraban agnósticos o ateos. Y nunca se nos ofreció un antídoto. No recuerdo que nadie me animara a leer algún libro de filosofía cristiana».
Una evolución que, además, condujo a Waugh al borde de la desesperación: de hecho, su diario está «lleno de pesimismo pagano y de ideas suicidas».
En la literatura y en el arte halló cierto respiro a tanta tristeza y abatimiento. A Waugh, que conocía la obra de Chesterton, le gustaba también la poesía de Belloc y de Wilde. Sentía una «predilección especial» por los grabados de Eric Gill, aunque se desentendiera de sus «enseñanzas» en materia artística o religiosa; incluso llegó a efectuar una visita a la comunidad de Ditchling, donde el gran calígrafo Edward Johnston «me recibió con exquisita amabilidad, me mostró cómo tallar una pluma de pavo hasta convertirla en instrumento de escritura y allí mismo escribió en la portada de su libro unas pocas palabras en lo que ahora se conoce como su caligrafía «fundacional».
Muchos años después, Waugh, quien fue adquiriendo una afición por el arte de Gill y Johnston de la que carecía de niño, escribió:
En el caso de Johnston, lo irónico es que -igual que el Partido Socialista comenzó protestando contra la industrialización para acabar inmerso en ella- su culto por la simplicidad, que en su obra acentuaba la genial idiosincrasia de su trabajo, haya llevado al puro tedio de la repetición mecánica... Se libró de conocer el mundo de las artes «plásticas» en el que la tradición artesanal parece haber acabado embarrancando.
Waugh llegó a Oxford en enero de 1922 y no tardaría mucho en verse embriagado por ese nuevo mundo con el que se encontró. Embriagado estética y etílicamente, experimentó todo el hedonismo y los excesos que acompañaban al Club de los Hipócritas, uno de los más famosos de Oxford: «Fue en la universidad cuando empecé a beber, descubriendo crudamente los opuestos placeres del alcohol y el buen gusto. Durante muchos años preferí el primero al segundo».
Waugh recordaba cómo la cerveza era artículo de primera necesidad entre el estudiante medio, mientras que los ricos bebían «ingentes cantidades de champán y whisky» y los pobres «al parecer tomaban cacao». «El estudiante medio -y yo era uno de ellos- gastaba cien libras al trimestre y dejaba trescientas a deber. En nuestras habitaciones, la comida se servía acompañada de jarras de cerveza».
En su autobiografía, Waugh recuerda la decadencia alcohólica del Club de los Hipócritas. «En su breve época de auge», escribió, «fue el escenario de toda juerga desprovista de inhibiciones». Durante una de sus asambleas generales y estando borrachos todos los votantes, se encontró con la sorpresa de salir elegido secretario; aunque nunca llegó a desempeñar las obligaciones de un cargo que solo era un capricho más. Su predecesor, que había abandonado repentinamente la universidad para dedicarse a aprender magia negra, falleció en misteriosas circunstancias en Cefalu (Sicilia), en la célebre comunidad de Aleister Crowley. A pesar de credenciales tan dudosos, Waugh evocaba el Club de los Hipócritas como «mi lugar preferido durante la mitad de mi vida en Oxford y el origen de amistades que todavía conservo hoy».
En uno de sus escasos momentos de sobriedad, Waugh asistió a una conferencia pronunciada por Chesterton en la Newman Society -asociación que reunía a los estudiantes católicos-, donde conoció a Harold Acton, «una de las figuras más carismáticas del Oxford de entonces». Acton, «católico no proselitista», ejerció una influencia decisiva sobre un Waugh «seguramente algo deslumbrado» por «la manifiesta superioridad» de Acton en cuanto a experiencia. «Siempre fue el líder, y yo quien -no siempre- le seguía». Fue precisamente Acton, muy al tanto de cualquier moda literaria o artística, el que le presentó a los nuevos poetas:
Harold traía consigo el ambiente de los entendidos en Florencia y de los innovadores de París, de Berenson y de Gertrude Stein, de Magnasco y T.S.Eliot; y, además, a los tres Sitwell, que eran objeto de su admiración y de su personal afecto... Harold me hizo pasar de Francis Crease al barroco y al rococó, y a La tierra baldía.
Acton cobró fama y se ganó la categoría de héroe a ojos de Waugh al asomarse a su ventana, en Christ Church, y ponerse a recitar valerosamente La tierra baldía con ayuda de un megáfono durante una recepción al aire libre de la Liga de Naciones. El 12 de junio de 1923 asistieron juntos a la primera lectura en público de Fagcide, la obra de Edith Sitwell, en el Aeolian Hall, y, a continuación, a una fiesta celebrada en Carlyle Square, en casa de Osbert Sitwell, donde Waugh conoció a Lytton Strachey, Clive Bell, Eugene Goossens y Ada Leverson. En 1925, Acton propuso a Edith Sitwell y a Gertrude Stein que participaran en un acto de la Newman Society, donde ambas fueron recibidas en medio del entusiasmo general.
La introducción de Waugh en las altas esferas del mundo literario intensificó aún más el distanciamiento con su familia. Su padre desdeñaba la obra de Eliot calificándola de «prematuramente decrépita»; a la poesía de Pound la tachaba de «prosa artificial» y la corriente modernista la consideraba una serie de «incoherentes banalidades carentes de métrica». Ahora, padre e hijo pertenecían a dos mundos diferentes y Waugh escribió a uno de sus amigos mencionando la «intensa melancolía» que lo embargaba cuando estaba con su familia: «No sé cómo sobreviviré a los diez días que faltan para que me vaya».
Otro de sus amigos de Oxford era Christopher Hollis, quien más tarde se convertiría en prolífico escritor y miembro del Parlamento y que, al igual que Acton, iba a desempeñar un papel fundamental en la evolución de Waugh. Poco antes de morir, Waugh escribió que «Christopher Hollis fue uno de mis mejores amigos, y aún sigue siéndolo»; así describía el estilo oratorio que empleaba en la Oxford Union:
Tenía un aspecto natural, casi descuidado, y un áspero tono de voz; era sumamente amable y siempre estaba de buen humor, pero no como uno de esos payasos que intervenían en la Union... Sus bromas, igual que las de Chesterton, siempre poseían una intención lógica... En Oxford contaba con su propia audiencia y podía dirigirse a ella con la seguridad de que ésta entendería, cualquier alusión o cualquier comentario irónico.
Como Benson y Knox, Hollis era hijo del obispo anglicano de Taunton George Hollis; pero, a diferencia de estos dos, perdió completamente la fe y fue a engrosar junto con Waugh las filas de los escépticos. Su postura escéptica ante el escepticismo le llegó a él antes que al resto -y desde luego antes que a Waugh-, y se embarcó en un viaje interior desde la lejanía de la duda hasta la fe cristiana. Pero la que recobró no fue la fe de sus padres, sino -como diría Chesterton- la de los padres de sus padres.
Hollis era muy consciente de las semejanzas entre el camino que le condujo a Roma y el de Knox:
Aunque soy trece años menor, yo también estudié —igual que él- en Summer Fields, donde obtuve -igual que él- una beca para Eton College. En Eton gané, igual que él, otra beca para Balliol. Fui, igual que él, presidente de la Oxford Union. Como él, yo también soy hijo de un obispo anglicano; y, como él, ingresé muy joven en la Iglesia católica.
En la mente de Hollis, Knox continuó siendo siempre un gigante, un modelo permanente. Durante los años pasados en Eton, fue testigo de cómo el prestigio de Knox seguía en boca de todos. Es más, en su autobiografía, Hollis manifiesta que Knox «podría seguramente ser considerado el mejor alumno de todos los tiempos», y recuerda que su fama sobrevivió mucho tiempo a su marcha: «Los profesores nos citaban versos de Signa Severa, y tanto su nombre como su obra a todos nos resultaban conocidos». Hollis estaba todavía en Eton cuando la noticia de la conversión de Knox sacudió sus cimientos. Muchos de los profesores que antes le reverenciaban pasaron a vilipendiarlo, y se intentó por todos los medios restar importancia a su deslumbradora reputación. Hollis recordaba también a R. H. Malden, quien sucedió a su padre como vicario de St. Michael, en Headingly, y más tarde sería nombrado deán de Wells, predicando en la capilla de Eton en contra de la decisión de Knox y de su Eneida espiritual.
Mientras estuchaba en Balliol, Hollis coincidió con Knox en varias ocasiones -normalmente, en las habitaciones de F.F.Urquhart-, aunque solo como uno más en medio de la multitud, y cuando Knox fue nombrado capellán católico de los alumnos de Oxford, Hollis ya no estaba allí.
Waugh compartía con Hollis su admiración hacia Knox. Recordaba a su padre leyéndole de niño Asamblea de todos y, años más tarde, confesó ante el propio Knox que «nunca se había sentido tan deslumbrado... Desde entonces todo lo que ha escrito usted o lo que ha dicho ha sido para mí como una luz». A Waugh le habían impresionado también sus proezas oratorias en la Union y, en su opinión, era el único que había logrado superar a Hollis en ese terreno. En 1924, Waugh relataba así la participación de Knox en un debate de la Union sobre el tema «El progreso de la civilización». En él intervenían, además, Gilbert Murray, John Buchan, Douglas Woodruff y E. C. Bentley, antiguo compañero de colegio de Chesterton y autor de Trent’s Last Case; pero Waugh señalaba que era Knox quien acaparaba toda la atención: «A partir de unas reflexiones antropológicas sobre las ideas actuales en relación con la comida y la bebida, el reparto del trabajo entre el hombre y la mujer, las costumbres funerarias y el teatro, el padre Knox demostraba cómo vamos aproximándonos poco a poco a la civilización del salvaje».
Aunque en aquellas fechas Waugh aún no se había parado a considerar la postura religiosa de Knox, el total e inmediato acuerdo mostrado con él puede ser ilustrativo de hasta qué punto se vio cautivado por su valoración de la civilización moderna.
Entretanto, Waugh observaba fascinado el lento, pero seguro, acercamiento de Hollis hacia la Iglesia católica. A pesar de no compartir en absoluto el objetivo al que los forcejeos filosóficos de su amigo parecían conducirle, no por ello se sentía menos atraído por la naturaleza de aquella búsqueda y por las preguntas que esta suscitaba.
En su etapa universitaria, a Hollis lo alentaba cierto cinismo político, expuesto de modo retórico durante un debate celebrado en la Union a raíz de la siguiente declaración: «Hay tres grandes enemigos de la libertad: el Partido conservador, el Partido liberal y el Partido socialista». Aquello no era más que la formulación de las ideas expuestas en el libro de Belloc y Cecil Chesterton El sistema de partidos, que ya había leído en Eton: «En el colegio nos hicieron escribir un ensayo sobre el sistema de partidos y uno de los libros recomendados era The Party System, en el que Belloc y Cecil Chesterton atacan el sistema».
Después de su primer contacto con la obra de Belloc, Hollis localizó otros libros del autor, y durante su último año de colegio leyó dos de sus sátiras políticas: La elección de Mr. Clutterbucky Un cambio en el gabinete. Cuando se enteró del catolicismo de Belloc por un pie de foto del Illustrated London News, no sentía ninguna afinidad con su religión ni entendía tampoco su filosofía política. Supo de esta por pura casualidad a raíz de una invitación de Kenneth Linelsay, presidente de la Oxford Union, a defender en un debate el tema del reparto de la propiedad. Hollis estaba tan encantado de la oportunidad que se le brindaba de debutar en la Union que, «probablemente, habría defendido o atacado cualquier tema que se me sugiriera, y una semana antes del debate, mi opinión acerca del reparto de la propiedad no estaba demasiado definida». Lindsay le aconsejó que leyera El estado servil, de Belloc, para sacar alguna idea y Hollis comentaba «cómo estos sucesos acabaron conduciéndolo hasta Belloc en un momento en que, agnóstico en materia religiosa y decepcionado por la política liberal, iniciaba la búsqueda de una nueva fe».
Puesto que religión y política se hallaban inextricablemente unidas en la obra de Belloc, no es de extrañar que Hfollis pasara de El estado servil a la defensa de la Iglesia católica hecha por Belloc en Europa y la fe, que actuó para él como un reclamo por lo que tenía de desafío «al predominante agnosticismo platónico del profesorado».
De este modo, Hollis se quedó enganchado a «las teorías del Chesterbelloc, a la idea de Belloc sobre la Iglesia católica corno fuerza creadora de Europa y sobre la llegada del estado servil, a la proclama de Chesterton sobre «el desdén de Dios hacia todos los gobernantes», a sus versos retóricos y a su visión de una sociedad distributiva».
En su constante avance hacia la fe, Hollis contó con la ayuda de su amigo y compañero de universidad Douglas Woodruff, quien estaba también muy unido a Waugh. «Douglas Woodruff», escribió Hollis,
fue mi compañero inseparable durante aquella época... Con cuidado y con mucho tacto, me condujo por este camino... Al tomar partido por la Iglesia en muchos de aquellos debates universitarios, acabé pensando que existía una sociedad que participaba en los asuntos de este mundo siendo distinta de cualquier otra sociedad y en cuyo origen divino era razonable creer.
Más de uno de estos debates universitarios los mantuvo con Waugh; por entonces, este hacía alarde de un agnosticismo particularmente agresivo que le llevaba a discutir acaloradamente y, siempre que era posible, a echar por tierra los fundamentos cristianos. Fue, además, el único amigo de Hollis que trabajó activamente para disuadirle de ingresar en la Iglesia católica. Al final, aquel agnóstico militante cayó a los pies de la Iglesia Militante y monseñor Barnes recibió a Hollis en el verano de 1924.
En torno a aquellas fechas, el 13 de septiembre, Alastair Graham, amigo íntimo de Waugh y compañero suyo en Oxford, fue recibido en la Iglesia católica por el padre Martindale. Waugh tomó nota en su diario de aquel suceso con hosco laconismo, limitándose a escribir que «Alistair ha ingresado en la Iglesia italiana». La entrada del día siguiente refleja un tono parecido: «He oído Misa con Alistair en una iglesia de Hampstead: muy fea».
Casi un año más tarde, otra entrada de su diario registra el sentimiento de soledad que sufrió Waugh después de la conversión de sus amigos. Tras asistir juntos a Misa -escribía-, Hollis y Graham «se han enfrascado en una conversación increíblemente necia que, con breves interrupciones, se ha prolongado desde las seis hasta las doce y casi logra volverme loco... No sabía que el cristianismo implicara ser tan aburrido».
A los pocos meses, el propio Waugh se quedaba despierto hasta las siete de la mañana «discutiendo sobre la Iglesia católica» con unos amigos. Por entonces, sus ideas se habían suavizado un poco gracias a Hollis y a Graham, pero también a la influencia de gente de más edad como Knox o Chesterton. Además de oír predicar al primero en la catedral de Westminster, en una de sus cartas confesaba que, en medio de su antagónico agnosticismo, «Chesterton atrae como una estrella».
Pero fue sobre todo El hombre eterno, publicado en 1925, lo que iba a ejercer sobre él una influencia mayor. Knox mantenía «la opinión de que la posteridad consideraría El hombre eterno su mejor obra»; opinión que compartía con Waugh: «En este libro se reúnen y perfeccionan todas sus ideas lanzadas al azar, se encauza toda su originalidad. Es un gran libro, un libro popular: una de las pocas grandes obras populares de este siglo... En su momento vino a satisfacer una necesidad y sobrevive como un monumento permanente».
En otra ocasión, muchos años después de su publicación, Waugh describía El hombre eterno como «una obra maestra por desgracia olvidada en Europa y muy valorada en Estados Unidos». Este elogio se veía atenuado por la irritación que provocaba en él el estilo de Chesterton; así lo recordaba Douglas Woodruff: «Una vez consideró la posibilidad de pedir permiso para reescribir El hombre eterno, de Chesterton, cuyo argumento le arrebataba, pero cuyo estilo artificial deploraba». Aunque estos comentarios se pronunciaron pasados varios años, es probable que Waugh leyera El hombre eterno al poco tiempo de su primera edición.
Si la influencia de Chesterton se mantuvo ante todo en el orden intelectual, otras menos eruditas desempeñaron también su papel. Emocional, estética y psicológicamente, Waugh comenzó a aborrecer su sensual y licencioso estilo de vida, sumido en la decadencia y la embriaguez. En 1925 esta aversión se reflejaba en su desaprobación del comportamiento de Olivia Plunket Greene, de quien se había enamorado, y de su modo de bailar el charlestón, «ese baile vergonzoso» que lamentablemente había logrado «hacerla enloquecer». Resultaba penoso verla deambular sin descanso por fiestas y clubes nocturnos hasta encontrar un rincón vacío donde poder bailar, sola y disoluta. Este exhibicionismo le parecía a Waugh desagradable y perturbador y su condena fue extendiéndose a otros aspectos de la conducta de Olivia. En su biografía de Waugh, Selina Hastings describe cómo las borracheras de esta, su desquiciado modo de bailar y su promiscuidad cada vez más evidente provocaron su ira y sus celos. Su conducta en materia sexual, deliberada y abiertamente provocativa, se veía afectada, además, por el consumo de alcohol, que le hacía protagonizar exhibiciones eróticas destinadas a atraer la atención de todo hombre que las presenciara. En las fiestas se dejaba abrazar por cualquier miembro del sexo opuesto y pasaba de mano en mano sin ninguna inhibición y a plena vista del resto de los invitados. «Como de costumbre, Olivia se ha comportado igual que una ramera», recogía Waugh en su diario, «revolcándose con más de uno encima de la cama».
Aunque, sin duda, su desaprobación estaba acentuada por los celos y por un amor no correspondido, sus raíces eran mucho más hondas y encuentran su expresión en la cáustica sátira de los ataques que dirigió en sus primeras novelas en contra de la alegre juventud. Resulta irónico que el conflicto entre la llamada de la carne y la atracción de la fe formara parte en gran medida del complejo carácter de Olivia Plunket Greene, así como del de Waugh. En 1930 (el mismo año que Waugh), Olivia fue recibida en la Iglesia movida por la influencia de los místicos españoles santa Teresa de Avila y san Juan de la Cruz, y falleció a mediana edad después de una vida de celibato y soledad.
El conflicto entre la carne y la fe pareció encontrar su expresión natural en los poemas de T.S. Eliot, que Waugh leyó con avidez a principios de 1926. Unos poemas «maravillosos, pero muy difíciles de entender. Tienen el imponente aliento de los profetas mayores». Dudley Carew, amigo suyo desde la época de Lancing, recordaba a Waugh «insistiendo en que comprara La tierra baldía» y no es mera coincidencia que utilizara uno de sus versos como título de Un puñado de polvo, su ataque más prosaico contra el vacío de la vida moderna.
Como en el caso de Knox, el acercamiento de Waugh a la Iglesia fue precedido de una estrecha relación con los prerrafaelistas. «Quiero escribir un libro sobre ellos», anotó en su diario:
Puedo decir sin exagerar que la semana pasada he vivido con ellos día y noche. A primera hora de la mañana, descansado, enérgico y despejado, con Holman Hunt -el único prerrafaelista-. Luego, con Millais -no con él, sino con mi biografía de él-, la reciente biografía de Lytton Strachey. Cómo destaca en los fieles retratos de Holman Hunt. Más tarde, cuando el fuego, el ron y la soledad han hecho su trabajo, con Rossetti, bañado en alcohol.
Su investigación fructificó en un ensayo sobre la Hermandad Prerrafaelista publicado en 1926, y en su primer libro: una biografía de Dante Gabriel Rossetti que vio la luz dos años más tarde.
La afición de Waugh por los prerrafaelistas contaba con el atractivo añadido de que estos hubieran sido objeto del desprecio del Grupo Bloomsbury y considerados «superados» por los modernistas, lo cual constituyó un aliciente más a medida que iba aumentando la oposición de Waugh a la vanguardia contemporánea.
En septiembre de 1926, después de diez días empapados en alcohol, Waugh decidió enmendar su vida: «Estos van a ser los últimos días de este tipo de vida... Una vez más he decidido intentar vivir sobria, casta y rectamente. Esta vez creo que sobre fundamentos más firmes». La elección de sus lecturas es el exponente de su esfuerzo por hallar «fundamentos más firmes» y, en torno a la Navidad de 1926, leyó el clásico de William James sobre la psicología de la conversión, Las variedades de la experiencia religiosa.
Tanto sus lecturas como su resolución fracasaron y sus sentimientos encontrados aparecen reflejados en la entrada de su diario de fecha 20 de febrero de 1927: «El jueves próximo voy a hablar con el padre Underhill sobre el sacerdocio. Ayer por la noche estaba muy bebido. Qué extrañas suenan estas dos frases juntas». El diario recoge cómo, cinco minutos después de haber escrito estas palabras, fue despedido de Aston Clinton, en Buckinghamshire, donde trabajaba como profesor. «Aunque él le dijo a su madre que lo habían despedido por beber», señalaba Christopher Hollis, «la verdad es -y así lo confesó él- que le echaron por intentar seducir a la supervisora del colegio».
Con la penuria como toda expectativa, Waugh se vio obligado a aceptar un trabajo en una ruinosa academia de Notting Hill descrita en su diario con un detalle digno de Dickens: «La escuela de Notting Hill es horrible. Ningún profesor sabe pronunciar la «h»; escupen en el fuego y se rascan los genitales. Los chicos llevan el pelo al rape y gafas con montura de acero sujetas con estameña. Se meten el dedo en la nariz y se gritan unos a otros con acento cockney».
Estas fueron las ignominiosas circunstancias en que llegó a su fin su breve y aciaga carrera como profesor. Dos años más tarde se refería así a tan nefasta experiencia docente: «Las primeras horas de la mañana, la estrecha relación con otros hombres tan degradados y con tan poca esperanza como tú, las burlas y maldades de unos niños infatigables, el ordinario descaro de las supervisoras y las esposas de los directores...Estos pequeños inconvenientes y muchos más, demasiado numerosos para mencionarlos todos, son el precio que hay que pagar por la mera subsistencia».
Tan alto llegó a ser el precio pagado que Waugh, al borde de la desesperación, intentó suicidarse. Aunque este episodio fue prudentemente omitido en sus -por lo demás- explícitos diarios, sí aparece relatado en su autobiografía A Little Learning:
Una noche... bajé solo a la playa sumido en pensamientos de muerte. Me quité la ropa y comencé a nadar mar adentro. ¿Realmente quería morir ahogado? Ese era mi deseo, y junto a mi ropa había dejado una nota con esa cita de Eurípides sobre el mar que lava los males de los hombres...
Era una hermosa noche de luna creciente. Avancé nadando despacio; pero, antes de alcanzar el punto de no retorno, el muchacho de Shropshire notó cierto escozor en un hombro: estaba atravesando un banco de medusas. Unas cuantas brazadas más y otra quemazón más dolorosa que la anterior. Las plácidas aguas estaban plagadas de aquellas criaturas.
¿Un presagio? ¿Una intensa llamada a la sensatez que podría haber dirigido la propia. Olivia?
Di media vuelta y, a la luz de la luna, nadé hacia la playa... Luego subí la pronunciada colina que me conducía hacia todos los años que me quedaban por delante.
En su diario, la única mención a esta tentativa de suicidio la constituyen las siguientes reveladoras palabras: «Es como si hubiera llegado al límite. En este momento soy incapaz de encontrar consuelo en nada».
Esta tensión emocional iba a convertirse en suelo abonado en el que hacer germinar su primera novela. En 1928 se publicó Decadencia y caída, que obtuvo un éxito inmediato. Elogiada de un modo casi unánime por la crítica y con la sola voz discordante de Chesterton, la novela dejó a Waugh instalado entre los nuevos talentos. Ahora, el futuro se presentaba prometedor, pero a los tres meses de la publicación ele Decadencia y caída, Waugh se embarcó en un imprudente y precipitado matrimonio que de nuevo le llevó al límite y al borde de la desesperación.
El 17 ele junio de 1928, Waugh contrajo matrimonio con Evelyn Gardner. Aparte de coincidir en la edad -veinticuatro años-, poco más tenían en común. Su esposa, la promiscua y aristocrática hija de Lady Burghclere, ya había estado prometida en tres ocasiones a otros tres hombres poco recomendables. Tampoco Waugh lo parecía demasiado, pues pertenecía a la clase media y, habiendo pasado tan solo tres meses desde la publicación del libro, no contaba ni con demasiado dinero ni con demasiadas expectativas. No resulta, pues, sorprendente que Lady Burghclere se opusiera enérgicamente a aquel matrimonio.
Durante los primeros meses, Evelyn-él y Evelyn-ella (como se les conocía) ofrecieron una feliz estampa. Evelyn-ella estaba tan entusiasmada como su marido ante la celebridad alcanzada por este a raíz del éxito de Decadencia y caída. «Nuestras finanzas van mucho mejor», escribió ella; «a veces hasta nadamos en la abundancia, mientras que otras tenemos que vivir de patatas y bacalao; pero es muy divertido». Su marido, autor de un éxito de ventas, era ahora «una gran figura literaria y la otra noche hemos conocido a Max Beerbohm, Hilaire Belloc y Maurice Baring». A Waugh le encantó poder tratar a aquel triunvirato de escritores, «todos ellos ídolos míos».
Alentado por tanta dicha matrimonial, Waugh comenzó a redactar Cuerpos viles, su siguiente novela. Desbordado de optimismo, el 20 de julio de 1929 le escribía a uno de sus amigos que en diez días llevaba ya 25.000 palabras. «Es del estilo de la alegre juventud de P. G. Wodehouse. Espero que esté terminada a final de mes». Sin embargo, aún tardaría bastante en concluir la novela, porque, antes de que acabara el mes, Waugh recibió una noticia que acabó con su feliz ignorancia: su esposa le envió una carta confesándole que se había enamorado de su amigo John Heygate, periodista de la BBC.
Atónito ante algo tan inesperado, Waugh se trasladó enseguida a Londres, donde su mujer le dijo claramente que no solo se habían enamorado, sino que Heygate y ella eran amantes. Después de una fiesta, se había ido al piso de Heygate, donde habían pasado la noche juntos.
A finales de aquel mismo año, Bryan Guinness comenzó a trabajar en una novela, Singing Out of Tune, basada en parte en el propio relato hecho por Waugh de su ruptura matrimonial. En el libro, el protagonista recibe una carta de su mujer en la que esta le comunica su adulterio. La frase «ha ocurrido algo» se le queda atravesada en la garganta y le destroza el corazón. «El se la imaginó rodeada por los ávidos brazos del pequeño jorobado; los vio quitándose la ropa, vio los cuerpos de los dos».
Incomprensiblemente, Waugh se muestra muy circunspecto al hablar del asunto, pero en las cartas que escribe después del suceso se hace patente cómo su dicha se ha convertido en amargura. A sus padres les informa de «la triste y para mí espantosa noticia de que Evelyn se ha ido a vivir con un hombre llamado Heygate». Después de contarles que ya ha pedido el divorcio, añade: «Me temo que esto supondrá un duro golpe para vosotros, pero desde luego nunca tan duro como para mí». Sin ningún plan «concreto sobre la casa», Waugh se queda temporalmente en la calle y les comunica su intención de irse a vivir a Sussex con Bryan y Diana Guinness, para concluir patéticamente: «¿Podría irme a vivir algún tiempo con vosotros?». En la posdata manifiesta su desconcierto ante la situación en la que se encuentra: «La traición de Evelyn no ha tenido nada que ver con ninguna pelea ni distanciamiento previos. En lo que a mí se me alcanza, éramos serenamente felices».
En una carta dirigida a Harold Acton, su tono es algo menos contenido:
Desde luego, el hecho de que haya elegido a un zopenco contrahecho como Heygate me hace sufrir aún más...
La familia de Evelyn y la mía coinciden en pedirme que la «perdone», independientemente de lo que eso pueda significar.
Me voy a Irlanda a una carrera de coches con la esperanza de encontrar una tumba honrosa...
No sabía que fuera posible sentirse tan miserable y seguir viviendo, pero me dicen que esta experiencia es normal.
Después de sufrir la persecución de su editor por el manuscrito de Cuerpos viles, Waugh redactó una triste disculpa: «Me temo que aún no está acabado. Cuando di como fecha finales de julio, esperaba tenerlo terminado para entonces, pero las últimas semanas han sido una pesadilla de horrible sufrimiento que, de poder explicártelo, seguro que entenderías... En este momento no puedo hacer nada de nada».
Finalmente, y sumido en la congoja, Waugh se recluyó en Devon con intención de acabar la novela. Pero las palabras se negaban a fluir libremente. En una carta a su amigo Henry Yorke, Waugh se quejaba de que escribir se le hacía «terriblemente difícil... Dentro de mí, todo parece marchito y podrido». Luego expresaba su profunda admiración hacia Diana Guinness, que se había casado a principios de año: «Me parece una de las figuras más prometedoras de su generación -sobre todo, ahora que está embarazada-; un enorme barril lleno de posibilidades en aumento, como esos barriles de cerveza que se ven en su fábrica». Era como si necesitara identificarse e idolatrar a una mujer ideal que contrarrestara los «cuerpos viles» sobre los que estaba escribiendo. A ojos de aquel mujeriego, Diana Guinness se había convertido en el paradigma de la esposa fiel, especialmente, ahora que estaba embarazada.
Regresando al asunto que le roía por dentro, Waugh expresaba su aborrecimiento por Heygate: «El odio y el horror que provoca en mí son inexplicables. Cuando suceden cosas como esta, no hay ni una sola parte de uno mismo que no quede herida».
Heygate tiene una anónima aparición en su novela cuando Waugh alude con acritud a esos «cócteles ofrecidos por mediocres presentadores de la BBC». Una alusión que se lee pasadas tres páginas del capítulo siete, justo el punto en el que se puso a escribir de nuevo y a partir del cual se ensombrece el humor. Ya no queda nada de esa jovialidad que le había llevado a comparar su obra con la de Wodehouse. En su lugar, dibuja un acre y desolado cuadro de esa tierra baldía que era la vida en los años veinte, descritos por el poeta Richard Aldington en su crítica del libro como «una de las décadas peores y más decepcionantes que empañan los anales de la historia»- La protagonista de Cuerpos viles es desalmada e infiel y la inacabable sucesión de desenfrenadas fiestas son tormentas de arena en el desierto sin nada en el fondo, reuniones de gente vacía y superficial que vive una vida superficial y vacía. La comparación con la poesía de Eliot -sobre todo, con La tierra baldía y Los hombres huecos, a pesar de estar escritas en entornos muy distintos- es evidente: Waugh, cansado -como Eliot- de la vacuidad de la vida moderna, tenía anhelos más profundos.
La redacción de Cuerpos viles sirvió de exorcismo y tres meses más tarde, superado el dolor, Waugh escribió de nuevo a Henry Yorke: «He decidido que llevo demasiado tiempo envuelto en sentimentalismos y voy a dejar de esconderme de la gente. He estado adoptando una actitud a lo Charlie Chaplin o a lo Pagliacci (Personaje de la ópera de Leoncavallo / Pagliacci (1892), la de un hombre con una tragedia en su vida y una tierna sonrisa para los niños».
Simultáneamente a aquel proceso curativo, Waugh, necesitado de llenar su abismo de vacío, comenzó a buscar la profundidad que anhelaba. Una empresa para la que contó con la ayuda de su antigua amiga Olivia Plunket Greene, quien acababa de ser recibida en la Iglesia católica a imitación de su madre: esta había dado ese mismo paso cuatro años antes. Gwen Plunket Greene comentó acerca de la conversión de su hija que «estaba inmensamente feliz, tan cambiada que no me lo puedo creer». Madre e hija se pasaron la primavera de 1930 hablando regularmente con Waugh de temas religiosos y, a sugerencia suya, este concertó una entrevista en Farm Street con el jesuita padre D’Arcy para el 8 de julio. Su primera impresión fue favorable: «mentón azulado, escurridizo y con excelente cabeza»; el fin de semana siguiente le vio en dos ocasiones más. Pasados los años, lo describiría como «un brillante y santo sacerdote». Junto con su colega el padre Martindale, el padre D’Arcy era famoso por haber atraído hasta la Iglesia a un buen puñado de miembros importantes de la alta sociedad, poniendo en práctica el principio de que «cuanto mayor sea la piedra, más lejos llegará». La también conversa Muriel Spark lo inmortalizó cuando dijo de uno de los personajes de la obra Las señoritas de escasos medios que «nunca fue capaz de decidir entre el suicidio u otra táctica igual de drástica conocida como padre D’Arcy».
Una vez olvidado el pasado, desde luego Waugh no se iba a suicidar, pero sí quedó atrapado en esa táctica llamada padre D’Arcy. Treinta años después, en una entrevista televisiva, comentó que «estuve recibiendo instrucción -en sentido estricto- durante cerca de tres meses, aunque mi interés ya se había despertado antes y había leído por mi cuenta algunos libros y demás». El propio padre D’Arcy recordaba así su instrucción:
Evelyn nunca pedía prestado y le costaba aceptar consejo. Nadie podía decidir por él, igual que nadie podría haber sido coautor de sus novelas. Gwen y Olivia le servían de coro griego dispuesto a comprender y hacerse eco de sus cris de coeur (en francés en el original: «gritos del corazón» (N. de la T.).
... Evelyn nunca quiso distraer a la razón con el corazón o utilizar este como sustituto. Pero, por otra parte, el deseo de su corazón, el grito que salía de sus entrañas, sí pudo aliarse con la razón para iniciar la búsqueda de un Santo Grial... Fue esta peculiar combinación de un alma enferma, hastiada y alimentada de vacío, y una cabeza tan sólida, lo que impidió que los ídolos más comunes se adueñaran de él...
Había llegado a aprender y a comprender lo que él creía que era revelación divina, y eso le permitía mantener interesantes discusiones basadas principalmente en la razón. Nunca he conocido a ningún converso cuyo asentimiento estuviera hasta tal punto cimentado en la verdad. Era un placer tratar con tan buena cabeza... Con la ayuda de la Gracia, su sólido y claro cerebro le proporcionó la respuesta a lo que estaba buscando, y las consecuencias pueden deducirse de sus escritos posteriores.
Aparte de recibir instrucción, Waugh continuaba cenando y hablando de religión con Gwen y con Olivia Plunket Greene; el 9 de agosto de 1930 fueron a visitarle dos de sus amigos ya conversos: Christopher Hollis y Douglas Woodruff. En su diario escribió que «piensan igual respecto a los temas opinables. Woodruff, quizá un poco más irónico que Hollis, y este extrañado de mis bromas acerca del Universe o de los católicos vistos uno a uno». Bromas aparte, ahora Waugh estaba seguro de querer convertirse y el 21 de agosto, antes de partir hacia Irlanda, escribió al padre D’Arcy:
Tal y como le dije en nuestro primer encuentro, me doy cuenta de que la Iglesia católica de Roma es la única forma genuina de cristianismo. Este cristianismo es también el constituyente esencial de la cultura occidental... El problema está en que no entiendo el cristianismo en sentido absoluto. Parece que habrá que esperar a que lo entienda así... o ¿puedo hacerme católico en este estado incompleto, para así obtener los beneficios de los sacramentos y luego recibir la fe?.
La respuesta del sacerdote cabe deducirse de la observación que Waugh hizo después sobre el hecho de que D’Arcy «creía que no era bueno esperar mucho y que lo que había que hacer era, en cualquier caso, aceptar la semilla y esperar a que crezca algo de ella». «Miro hacia atrás», escribió Waugh dos décadas después, «espantado de la presunción que me hacía creerme preparado para ser recibido, y maravillado de la fe del sacerdote que vio la posibilidad de que creciera algo en un alma tan árida».
A los pocos días de regresar de Irlanda, Waugh comunicó a sus padres cuáles eran sus intenciones. En su diario, Arthur Waugh dejó escrito que su esposa estaba «muy, muy triste por la noticia de la deserción de Evelyn a favor de Roma».
El 29 de septiembre de 1930, el padre D’Arcy recibió a Waugh en la Iglesia de la Inmaculada Concepción, en Farm Street. De acuerdo con su propia versión, había dado ese paso «con la más firme convicción intelectual, pero con escasa emoción».
Parece inevitable recordar la recepción de Robert Hugh Benson, ocurrida un cuarto de siglo antes, pero tan falta de emoción como la de Waugh: «Dudo que exista nadie que haya entrado en la Ciudad de Dios con menos entusiasmo que yo... No había más que la Verdad, tan lejana como una cumbre nevada, y yo, que debía abrazarla...». De hecho, Benson y Waugh tenían en común más de lo que sus respectivos temperamentos -tan diferentes- y su estilo literario dejan entrever. Los dos compartían un profundo afecto hacia la vieja nobleza católica de Inglaterra, hacia sus casas y sus tradiciones, y Retorno a Brideshead evocaba la misma atmósfera recreada en las novelas de Benson. Las palabras que sobre este escribió Waugh en la introducción a su novela Richard Raynal: Solitary fácilmente podían serle aplicadas también a él:
En lo externo era un esteta, pero sobre él la Iglesia católica no ejerció demasiado atractivo estético... Lo que buscaba y lo que encontró en la Iglesia fue autoridad y catolicidad. Una Iglesia nacional, por muy grande que sea el Imperio... nunca podrá hablar con autoridad universal y, al ser territorial, se verá, necesariamente limitada, dando cabida en ella a escandalosas aberraciones doctrinales e incapaz de abarcar nunca la enorme variedad del hombre. Al ser trasplantada, la Iglesia de Inglaterra se convirtió simplemente en la iglesia del club de golf y de las tropas...
No cabe duda de que la emoción jugaría su papel, a pesar de que aparentemente Waugh no disfrutara de ella en el momento de su recepción, y a pesar también de su insistencia en que su aproximación a la Iglesia fue, fundamentalmente, un ejercicio intelectual. Y en parte así lo admitió el propio Waugh al confesar que para él la vida era «ininteligible e insoportable sin Dios». La inteligibilidad puede ser cuestión del intelecto, pero, desde luego, el soportar tiene que ver con los sentimientos. Y soportar ese mundo moderno, tan hábilmente descrito en sus novelas, era mucho más fácil con la Iglesia como refugio. Waugh había encontrado un islote de cordura en medio de un mundo enloquecido, una luz detrás de las sombras, la profundidad escondida tras lo externo; o, como él mismo dijo:
La conversión es como salir a través de una chimenea de un mundo de espejos donde todo es una caricatura absurda, para entrar en el auténtico mundo creado por Dios; es entonces cuando empieza el delicioso proceso de explorarlo sin límites (esta comparación está tomada de la obra de Lewis Carroll Alicia a través del espejo: «... Alicia se encontró con que estaba encaramada sobre la repisa de la chimenea... el cristal del espejo se estaba disolviendo, deshaciéndose entre las manos de Alicia... había pasado a través del cristal»).