Capítulo XII POETAS EN GUERRA

EL 21 de agosto de 1914 llegó a Londres un licenciado universitario norteamericano. A sus veintiséis años, se preparaba para obtener el doctorado por la Universidad de Harvard. Gracias a la beca Sheldon Traveling, tenía intención de pasar un año en Merton College, en Oxford, ampliando sus estudios de filosofía. Todo hacía pensar en el comienzo de una prometedora carrera académica que su familia confiaba acabaría conduciéndolo hasta una eminente cátedra en los Estados Unidos. No fue así, porque Thomas Stearns Eliot estaba destinado a convertirse en el poeta, probablemente, con más influencia de su siglo.

Aunque Eliot no siguió la carrera augurada por su familia, sus conocimientos tampoco cayeron en saco roto. Los fundamentos filosóficos sentados en Harvard serían idénticos a los de su poesía y servirían como punto de partida de toda una vida de búsqueda metafísica.

Ya en Harvard había tenido la inmensa fortuna de contar con profesores de la categoría de George Santayana; pero lo que produjo en él un impacto mayor fue el curso sobre crítica literaria francesa impartido por Irving Babbitt. Aunque más adelante Eliot le reprocharía a Babbitt -junto con las carencias de su humanismo- el hecho de no ser un pensador, lo cierto es que tenía contraída con él una inmensa deuda. Babbitt le había dado a conocer a muchos de los clásicos, advirtiéndole de los peligros del secularismo moderno; y -lo que es aún más importante- le mostró a la Iglesia católica como la única institución que quedaba en Occidente con la que se podía contar para preservar las tradiciones y los tesoros del pasado. Llevando el razonamiento lógico de Babbitt hasta sus últimas consecuencias -señalaba Eliot-, se llegaba a un «catolicismo desesperanzado». La influencia de Babbitt se ve reflejada en el permanente interés de Eliot por las ideas de Charles Maurras -cuyas opiniones tradicionalistas y antisecularistas guardan en algunos aspectos bastante paralelismo con las de Babbitt-, quien (también al igual que Babbitt) admiraba las instituciones y la tradición de la Iglesia, aunque en un principio no creyera en el cristianismo. En el número de marzo de 1913 de la Nouvelle Revue Française, Eliot leyó la descripción de Maurras como la encarnación de la trinidad tradicionalista: «clásico, católico y monárquico»; y tan grabada se le quedó que, quince años después, se calificaría a sí mismo de clasicista, monárquico y anglocatólico.

La de Dante resultó una influencia menos polémica. Ya en 1911, Eliot comenzó a llevar dentro de un bolsillo un ejemplar de la Divina Comedia del que nunca se separaba; aquella afición se desbordó en el artículo «Dante: un guía espiritual», publicado en el Atheneum el 2 de abril de 1920. A uno de sus amigos le hizo el siguiente comentario: «Creo que cualquier cosa que se diga sobre este tema es una trivialidad. En su presencia me siento tan poca cosa... que lo único que puede hacer uno es mostrarlo y callarse». En El bosque sagrado, publicado también en 1920, Eliot escribió que «la de Dante es la exposición de emociones más amplia y más ordenada que se ha hecho nunca».

El bosque sagrado consolidó la reputación de Eliot como crítico literario: ajuicio del poeta y autor teatral R. C. Trevelyan, a él se debe «la crítica literaria de nuestro tiempo más inteligente... y más útil». Esta encomiástica carta de Trevelyan proporcionó a Eliot «una satisfacción mayor que cualquier crítica favorable» y en su respuesta hizo un esfuerzo por explicar su falta de entusiasmo por Milton, a quien compara negativamente con Dante: «Dante me parece tan inconmensurablemente mejor en todos los aspectos, incluso en el dominio del lenguaje, que los admiradores de Milton a menudo llegan a irritarme».

Sobre Eliot también influyó decisivamente su llegada a Inglaterra: aquella estancia que pretendía ser temporal acabó siendo definitiva, hasta obtener en 1927 la nacionalidad británica. Ya en enero de 1916 dejó escrito que su vida en Inglaterra «era maravillosa», aun reconociéndola «completamente distinta» de la que, dos años antes, había esperado; ahora, la vida de Cambridge, en Massachusetts, le parecía «una deprimente pesadilla». En 1917, la publicación de su primer libro de poemas, Prufrock y otras observaciones, le llevó a conocer a muchos de los poetas de la nueva generación.

En diciembre de 1917, durante una lectura poética celebrada en los salones de Lady Sybil Colefax en beneficio de la Cruz Roja, Eliot tuvo su primer encuentro con los hermanos Sitwell: Eclith, Sacheverell y Osbert. Entre los asistentes se contaban también Robert Graves, Robert Nichols, Aldous Huxley y Viola Tree. Presidía la sesión Sir Edmund Goss, quien representaba a la vieja guardia frente a la avant garde. Irene Rutherford McLeod leyó varios poemas de Siegfried Sassoon, cuya asistencia estaba prevista, aunque, finalmente, no hiciese acto de presencia. Al parecer, Eliot no tenía formada una opinión demasiado favorable acerca de la mayor parte de los poetas. El 31 de octubre escribió: «Me invitaron... a participar en una lectura poética, ¡y qué conjunto tan pobre forman! El único que vale algo es un joven llamado Siegfried Sassoon (un judío), cuyos contenidos son más políticos que poéticos». Esta alusión gratuita a los antepasados étnicos de Sassoon es indicativa de la influencia antisemita de Maurras; por otro lado, resulta extraño que Eliot, dos años menor que él, lo describa como «un joven».

Esta opinión negativa respecto a sus contemporáneos no le impidió confraternizar con los Sitwell, quienes, durante 1918 y 1919, se reunían con él de forma regular en varios salones de té londinenses. Especialmente, Edith Sitwell desempeñó un papel esencial para la nueva poesía, sobre todo, como editora de Wheels entre 1916 y 1921. Se trataba de una antología anual de poemas compuestos recientemente con un estilo moderno, y en claro desafío hacia las formas poéticas tradicionales. Edith Sitwell estaba habituada a emplear la táctica del «escándalo» con objeto de hacer temblar las convenciones literarias, incluso con su primer poema, «Drowned Suns» («Soles sofocados»), que apareció publicado en el Daily Mirror en 1913. En 1922, sin embargo, el sol de Edith Sitwell, si no sofocado, sí se vio eclipsado por la publicación de La tierra baldía, de Eliot, posiblemente, el poema más controvertido e influyente del siglo pasado. Aparte de reveladores y revolucionarios, sus versos dividieron las opiniones. Un crítico del Manchester Guardian lo calificó de «demencial popurrí» para concluir mordazmente que «lo único que se puede decir es que, si al señor Eliot le hubiese apetecido escribir en un inglés coloquial, La tierra baldía quizá no sería -como así sucede para todo el mundo menos para los antropólogos y literati- papel usado» (juego de palabras basado en los distintos matices de significado del adjetivo «waste»; yermo, baldío, improductivo, usado -N. de la T.). El crítico del suplemento literario del Times, por su parte, luchó a brazo partido para captar la intención del poeta, aunque con escaso éxito:

La personalidad poética del señor Eliot es sumamente sofisticada. Sus emociones casi nunca llegan hasta nosotros sin atravesar un zigzag de alusiones... Desde el inicio, «El entierro de los muertos», hasta el final, uno cree ver un mundo -o un alma- sumido en el desastre que se burla de su desesperación. Conocemos el derrumbe de las aspiraciones, la veloz desintegración de la estabilidad comúnmente aceptada, la ruptura de un ideal. Distanciados por un método poético reticente, solo podemos juzgar de la fuerza de la emoción a partir de la visible violencia de la reacción...

Escapando siempre de toda grandilocuencia, el señor Eliot ha alcanzado un punto que le impide seguir negándose a reconocer las limitaciones de su estilo, el cual llega a rozar los límites de la coherencia. Los mejores caballos son los que tienen la boca más sensible, y en este caso, un tirón equivocado ha hecho que el genio del señor Eliot se desboque. Confiamos en que, una vez recupere el control, este ambicioso experimento haga ganar a su poesía en variedad y firmeza.

Tanto si se la consideraba bien «papel usado», bien un «ambicioso experimento», el hecho es que La tierra baldía logró desconcertar a todos los lectores. A sus admiradores los dejó perplejos, pero encandilados; y a sus detractores, irritados y enfurecidos. La vanguardia admiraba las múltiples lecturas del texto; mientras que la vieja guardia, que las consideraba mera ilusión, declaraba que el Emperador estaba desnudo; a lo que venían a añadirse el pesimismo del lenguaje y la naturaleza libertina de las formas empleadas. En la Tierra Baldía había estallado la guerra.

Muchos años después, el obituario de Eliot publicado en The Times se acercaba bastante más a un enfoque objetivo de la polémica suscitada por el poema y a la naturaleza real de aquellas reacciones:

Su exposición de la falta de ilusiones y de la desintegración de los valores, reflejo del estado anímico de aquellos momentos, lo convirtió en el evangelio poético de la élite intelectual de la posguerra; en aquel momento, sin embargo, fueron pocos tanto los detractores como los admiradores capaces de ir más allá de las innovaciones más evidentes y de aquel lenguaje desesperanzado para descubrir su profundo respeto por la tradición y el agudo sentido moral que ocultaba.

Pero -como es frecuente que ocurra en estos casos- en medio de la refriega resultaba difícil mantener un punto de vista tan imparcial.

En aquellos momentos fueron pocos los críticos capaces de adivinar qué llevó a Eliot a escribir La tierra baldía. Esta carencia desembocó, de modo inevitable, en una falsa interpretación del poema, de modo que los dos frentes se formaron en torno a ideas erróneas y preconcebidas. Del lado «moderno», el poema fue saludado como una obra maestra de un pensamiento contemporáneo que desechaba los valores y las formas tradicionales. Los «mayores», por su parte, lo atacaron viendo en él una afrenta iconoclasta a los principios de la civilización. Pero unos y otros incurrían en el mismo error de base al confundir el pesimismo de Eliot frente a la tierra baldía de la vida moderna con un descreimiento respecto a la tradición. Como hemos visto al hablar de los fundamentos filosóficos de su pensamiento, Eliot se hallaba anclado en la tradición clásica y despreciaba el moderno liberalismo secular. De ahí la ironía de que se viera vilipendiado por los defensores de la tradición clásica y apoyado por los secularistas más veteranos.

La clave para comprender La tierra baldía, oculta a todos en aquel momento, residía en la afición de Eliot por la obra de Dante. Apenas dos años antes de la publicación del poema, Eliot había escrito:

No se puede... entender el Infierno sin el Purgatorio y el Paraíso. «Dante», dice el Petrarca de Lanelor, «es el maestro de lo desagradable»... Pero en Dante lo desagradable no es la hipertrofia de una única reacción: solamente se completa y explica en el último canto del Paraíso... La contemplación de lo horrendo, lo sórdido, lo repugnante por parte del artista, es el aspecto negativo necesario que le impulsa a perseguir la belleza.

Para Eliot, Dante había sido víctima de una interpretación totalmente errónea basada en el excesivo énfasis puesto en un Infierno «negativo» en detrimento de los otros dos libros «positivos» de la Divina comedia; y algo de divinamente cómico había en el hecho de que el propio Eliot fuera a sufrir el mismo destino a raíz de la publicación de La tierra baldía. Al igual que el puritanismo de la post-reforma había hecho hincapié en el castigo del infierno en Dante, ignorando las partes «papistas» del Purgatorio y el Paraíso, el descreimiento de la posguerra hizo resaltar los aspectos negativos del poema de Eliot, ignorando el trasfondo positivo de un final que apunta hacia una «resurrección».

Y aún mayor ironía encerraba el hecho de que Eliot fuera saludado como el campeón de una poesía moderna que él a todas luces despreciaba. En el mismo ensayo sobre Dante discrepa de la opinión de Paul Valéry, quien cree que la misión del «poeta moderno» es la de «provocar en nosotros un estado». A lo que Eliot responde que «un estado, en sí, no es absolutamente nada». En contra de este reduccionismo subjetivista, Eliot defendía la «filosofía aristotélica trabajada al máximo en las escuelas», y cuyo representante poético es Dante:

Mucho más que cualquier otro poeta, es Dante quien logra tratar la filosofía no como una teoría... o como una reflexión o una valoración propias, sino como algo percibido. Cuando la mayoría de nuestros poetas modernos se limitan a lo que han percibido, generalmente, solo crean algunas cosillas sueltas sobre naturalezas muertas o puestas en escena; pero eso no implica tanto que el método de Dante sea obsoleto como que, comparativamente, nuestra visión resulte quizá más restringida.

La reacción de Eliot deja adivinar cómo se fue haciendo cada vez más evidente que el éxito de La tierra baldía tenía bastante poco que ver con percepciones filosóficas. En su lugar, lo que consiguió fue provocar en sus lectores un «estado»: precisamente ese rasgo de la poesía moderna que él mismo había despreciado. Incapaces de sumergirse en las profundidades de La tierra baldía, los lectores se quedaban disfrutando de la efímera superficialidad de la forma del poema. Sus ritmos de jazz, sus imágenes de la vida urbana y suburbana, el uso -tan de moda- del mito antropológico, su inclusión de citas y parodias, el valor pseudointelectual y esnob del intelectualismo...todo ello se combinaba para producir un impresionismo surrealista muy chic. Especialmente en ambientes universitarios y entre jóvenes escritores se desarrolló todo un culto hacia el poema. Cyril Connolly recordaba «el auténtico lavado de cerebro, la absoluta obsesión, la dependencia y fascinación que el nuevo poeta significó para algunos de nosotros». De la noche a la mañana, la musa clásica de Eliot se había convertido en una musa «pop».

La presión del entorno garantizó que los modernos se fueran poniendo en fila detrás de Eliot. La pasada relación de este con Ezra Pound y Percy Wyndham Lewis y su amistad con los Sitwell hicieron de él un poeta moderno de impecables credenciales. La propia Edith Sitwell, aun siendo incapaz de penetrar en los aspectos más intrincados de La tierra baldía, se vio obligada a balbucear entusiásticamente que el poema «contenía algunos versos maravillosos». La casualidad quiso que su obra más controvertida, Fagade, fuera tumultuosamente recitada por primera vez el mismo año de la publicación de La tierra baldía: un título curiosamente apropiado si se tiene en cuenta «la fachada» que tuvo que mantener para manifestar en público su apoyo a Eliot.

Otro de los poetas que en 1922 continuaba debatiéndose en la duda de mostrar o no su apoyo a Eliot era Siegfried Sassoon. En la entrada de fecha 30 de marzo de su diario, Sassoon había anotado su encuentro con Eliot en el patio de butacas del Queen’s Hall, donde se interpretaba un lieder de Schubert:

T.S.Eliot estaba sentado con esa actitud distante del intelectual. A mí siempre me ha producido escalofríos. El verano pasado, un día se sentó a mi lado en el Ballet Ruso (La consagración de la primavera), pero yo estaba tan incómodo que apenas hablé con él. Siempre hace que me sienta como un intelectual zangolotino... Esta noche, sin embargo, cierta camaradería general me ha empujado a acercarme a él durante uno de los intermedios; le toqué en el brazo...; él alzó la vista y mi efusivo apretón de manos pareció sorprenderle un poco.

No obstante, estaba claro que no iba a lograr derretir la frialdad de su temperamento, y me quedé allí de pie, hablando del concierto con torpe cordialidad, y totalmente incapaz de impresionarle con la expresión de inteligencia analítica de mi semblante.

La inteligencia analítica de Sassoon no debía residir solamente en su semblante cuando, unas pocas semanas después, tras asistir en Oxford a una audición de la Misa en Si menor de Bach, escribió su «Sheldonian Soliloquy». Empleando un estilo moderno, el poema ofrecía el sugerente reflejo de un cristianismo embrionario fruto de un período de gestación de treinta y cinco años. El «Soliloquy», publicado el 27 ele mayo en el periódico Nation, se convirtió en su obra más popular y consolidó su reputación de poeta original. Tres días antes había aparecido en el Daily Herald su defensa del Fagade de Sitwell bajo el provocativo y polémico título de «Demasiado bueno para majaderos». En su diario escribió que «la poesía de Edith es original, y muy bello el formidable plumaje ele su estilo».

Los «majaderos» mencionados en la crítica realizada por Sassoon a Façade eran aquellos ignorantes de entre la vieja guardia que se negaban a aceptar los cambios formales propuestos por la nueva generación de poetas. Es curioso que, un mes más tarde, Sassoon se mostrara menos directo ante el ataque dirigido contra Eliot en su presencia por parte de uno de los más preclaros representantes de la vieja guardia. Tal ocasión tuvo lugar durante una cena a la que asistió invitado por Edmund Gosse, quien ridiculizó la crítica shakespeariana de Eliot. Sassoon -seguramente por deferencia hacia su anfitrión- permaneció en silencio mientras Gosse continuaba lanzando venablos contra Eliot. «Me sentí incapaz de defender a Eliot», confesó Sassoon. «De modo que T.S.E. quedó como un tonto...como un presuntuoso embaucador literario. Y aún no estoy del todo seguro de que T.S.E. no sea algo parecido».

El hecho de que Sassoon no se hiciera oír en aquella ocasión constituye un índice de la ambigua postura que adoptó entre los autores modernos. Hasta su propio estilo era más tradicional que el de la mayoría de sus contemporáneos, y procuraba evitar cualquier exceso en la experimentación de todo lo que entonces estaba de moda. Es más: aunque la presión del entorno lo mantuvo en el bando «poéticamente correcto» de los modernos, sus simpatías trascendían los estereotipos característicos de quienes pertenecían a uno u otro sector. Así manifestaba, por ejemplo, el gran respeto que sentía hacia Gosse: «Siempre inspira en mí el deseo de superarme en este honroso oficio de la poesía. Es un fiel criado al servicio del prestigio de la literatura respetable que trabaja buscando la delicadeza y la precisión en el arte de las letras».

Aunque la poesía moderna había logrado seducir a la mayoría de los universitarios, el joven y aún desconocido C.S.Lewis no se había dejado impresionar por ella y militaba en el bando de los antiguos. Ya en 1920, Lewis y un pequeño grupo de amigos tenían el proyecto de publicar una antología de poesía tradicional que rivalizara con Wheels, el poemario editado por Edith Sitwell. En una carta a su padre, Lewis explicaba el proyecto en estos términos:

Se trata de una especie de réplica frente a las modernas reglas literarias en boga aquí, agrupadas en una corriente llamada «vorticismo». Los poemas vorticistas están escritos normalmente en versos libres... Aunque algunos son buenos, la mayoría carecen de interés, y unos cuantos -sobre todo, los franceses- resultan indecentes: no en el aspecto sensual, sino nauseabundos en el sentido de que expresan «el asco por todo». De modo que algunos de nosotros, a quienes no todo nos da asco, hemos decidido publicar anualmente una colección con nuestros propios poemas, en la esperanza de lograr persuadir a nuestra dorada juventud de que las posibilidades de la poesía métrica sobre temas normales no están agotadas solo porque los vorticistas se sientan saciados de ella.

El proyecto fue abandonado porque, al no encontrar ningún editor interesado en él, los gastos deberían correr por cuenta de Lewis y demás colaboradores.

Según su biógrafo Walter Hooper, T.S.Eliot «era, y siguió siéndolo, la encarnación de lo que más odiaba [Lewis] de la poesía moderna».

Seis años después de aquel proyecto fallido, a Lewis se le ocurrió otra idea encaminada a asestarle un golpe a la poesía moderna. El 9 de junio de 1926, su diario recoge varias entradas relativas a su intención de desenmascarar la poesía de Eliot a través de unos versos «elióticos» compuestos por él mismo. Lewis escribía a William Force Stead:

... adjuntar para su crítica una parodia de T.S.Eliot que ya tengo esbozada: prácticamente carece de sentido, pero está impregnada de cierta suciedad. Mi idea consiste en hacerla llegar a su periódico con la esperanza de que la publiquen: y, si cae en la trampa, ya pensaré el mejor modo de utilizar esta broma en bien de la literatura y como lección para los charlatanes. En caso contrario, será el modo de comprobar que la cosa es más consistente de lo que yo sospecho.

Eliot. no llegó nunca a dejarse engañar por aquellos versos «elióticos», lo cual impidió a Lewis deducir la evidencia de que «la cosa es más consistente de lo que yo sospecho». Así pues, continuó tercamente convencido de la inferioridad intrínseca de la poesía moderna, y hasta el momento de su muerte siguió diciéndole a Walter Hooper que «nunca me ha gustado la poesía ni la prosa de Eliot, pero cuando le conocí le tomé mucho afecto».

Aún habrían de pasar muchos años para este encuentro entre Eliot y Lewis, y muchos años también antes de que el mundo literario atendiera a la voz culturalmente conservadora de Lewis, quien mientras tanto siguió siendo un desconocido a quien nadie prestaba oídos: la voz que clama en el desierto. Sin embargo, Eliot y los modernos se enfrentaron a un formidable enemigo en la persona de Alfred Noyes, un respetado poeta de la vieja guardia que se hallaba a punto de plantar cara a las tendencias modernas.

Desde el momento de la publicación en 1902 de su primera obra, The Loorn of Years, Noyes, un alumno de la Universidad de Oxford miembro de Exeter College, había sido saludado como un joven prodigio. Harold Roberts evoca con enorme respeto los días de estudiante del poeta:

En 1901, yo fui remero de proa en Oxford y en Henley en la embarcación de Exeter College, en la que Alfred Noyes ocupaba el número seis...

... nos habían mandado entrenar algunas horas extra antes de que empezase el trimestre, así que cierta tarde de lunes debíamos presentarnos en la caseta de los boles a las tres en punto, preparados para ocupar nuestros puestos. Y allí estábamos todos, a excepción del número seis, del que nadie sabía una palabra.

A las tres y cuarto, alguien vestido con un traje empapado apareció corriendo camino abajo en dirección a la caseta: era nuestro desaparecido número 6, que se deshizo en excusas... Según nos contó, para asistir al entrenamiento había salido de su casa, en Aberystwylh -a 140 millas de allí-, el viernes por la mañana, haciendo noche en graneros o al amparo de los setos, comprando provisiones en los pueblos por los que pasaba e incluso un par de bolas nuevas, porque las suyas habían acabado destrozadas. Cada uno de aquellos tres primeros días había cubierto 40 millas, y a las tres y quince minutos del cuarto día, en las últimas veinte millas, se había retrasado un cuarto de hora. Comenzamos a remar a las cuatro menos diez.

El formidable éxito de The Loom of Years convenció a Noyes de que su futuro estaba en la poesía, por lo que abandonó Oxford sin graduarse. Durante los años siguientes se publicaron otras colecciones de poemas, que fueron acogidas siempre con entusiasmo. En 1903 redactó para el Speaker la crítica de la biografía de Chesterton sobre Robert Browning, enfervorizado porque «Chesterton ha hecho un nuevo milagro que nos proporciona la enorme dicha de volver a mirar el mundo como la primera vez». En estas mismas líneas, Noyes compendiaba el factor común más importante de la obra de Chesterton: «El grito que la recorre es el de “quiero llegar a Dios”, que es, además, lo que desea que haga también el mundo entero». Medio siglo más tarde, en su autobiografía, el poeta declaraba: «Me enorgullece el recuerdo de haber sido uno de los primeros en proclamar el genio de G. K. Chesterton en las páginas del Speaker».

Noyes, que acabaría conociendo personalmente a Chesterton a través de su mutuo amigo Wilfrid Meynell, recordaba que su «conversación era tan espléndidamente vitalista como su obra». En años posteriores expresó «una inmensa admiración por algunos poemas de Chesterton, especialmente, «Lepanto», y por parte de la poesía y la prosa de Belloc, entre la que incluía «esa brillante y magistral creación que es Belinda».

También la carrera de Noyes había tenido algo de magistral. Los innumerables premios académicos que recibió culminaron, en 1914, con su nombramiento como profesor invitado de literatura inglesa por Princeton: un cargo que seguía conservando cuando escribió el primer volumen de The Torchbearers, probablemente, su mejor obra. Publicado en 1922 (el mismo año que La tierra baldía, de Eliot, el «Sheldonian Soliloquy», de Sassoon, y Fagade, de Sitwell), este panegírico en versos blancos dedicado a los olvidados hombres de ciencia ejerció un fuerte contraste con la nueva poesía de vanguardia: Noyes se encontró de repente privado de todo reconocimiento, excluido de toda corriente en boga y convertido en el hazmerreír de todos por su regresión a una época eduardiana con la que la guerra había acabado hacía tiempo. Este desprecio generalizado hacia Noyes queda resumido en palabras de Owen Barfield, un estudiante de Oxford que era buen amigo de C.S.Lewis, y que, sin embargo, no compartía el tradicionalismo de este, pues se hizo eco del consenso de todos: «A Alfred Noyes se le consideraba pasado de moda. Nosotros éramos poetas georgianos. El era completamente Victoriano». Edith Sitwell remató aquella hostilidad al describir la poesía de Noyes como «linóleo barato».

Noyes, que no estaba dispuesto a tomarse aquellos insultos a la ligera, se armó para la pelea.

Los primeros golpes se descargaron en 1923 durante un debate sobre «comparativa del valor de la vieja y la nueva poesía» celebrado en la Escuela de Economía londinense con Sitwell y Noyes como protagonistas y Gosse de moderador. Gosse, a quien en los momentos previos al debate se le había comunicado que Sitwell se encontraba muy nerviosa y a punto de desmayarse, pidió al poeta que no fuese demasiado duro con su oponente. «Por favor, le ruego no dé muy fuerte sobre la cabeza de la pobre Edith». Noyes, por su parte creía posible acabar convertido en blanco de los vociferantes seguidores de Sitwell y «atacado súbitamente por una furiosa bandada de pájaros de extraños colores que hacían frenéticos esfuerzos por darme picotazos en la nariz».

La primera broma de Noyes consistió en un sarcasmo dirigido contra los gustos llamativos de Edith en relación con la ropa. Esta había acudido al debate con una túnica color púrpura y una corona de laurel, en claro contraste con el sobrio traje americano y las gafas de concha de Noyes: un contraste sumamente apropiado, porque el vestido delataba la postura de cada uno: lo viejo y lo nuevo, lo antiguo y lo moderno, lo que se lleva y lo que está pasado de moda.

El debate empezó a hacerse incómodo cuando Edith solicitó que sus seguidores subieran con ella al estrado. Noyes no se opuso, pero aprovechó la coyuntura para decirle al auditorio que también a él le gustaría estar acompañado en la tribuna por seguidores suyos como Virgilio, Chaucer, Shakespeare, Dante y otros. El golpe de efecto dio en el blanco y Sitwell, avergonzada, se sentó sola en el estrado junto a Noyes y Gosse. Primer punto para Noyes.

Una vez tomado asiento, Sitwell dio lectura a un manuscrito que, paradójicamente, concluía con un curioso enfoque de lo novedoso y lo tradicional: «Siempre nos han llamado locos. Y, si estamos locos... al menos lo estamos en compañía de un buen número de precedentes... Schumann... Coleridge y Wordsworth también estaban locos».

Noyes mantuvo la promesa hecha a Gosse de no golpear demasiado fuerte sobre su oponente y se abstuvo de efectuar un ataque frontal contra la «nueva poesía». En su lugar, defendió las formas tradicionales del verso, manifestando con Sainte-Beuve que «la verdadera poesía es contemporánea de todas las épocas». Después del debate, Gosse se mostró como un auténtico dechado de cortesía: tomando a Edith por el brazo, se dispuso a tranquilizarla y -con toda probabilidad- a hablarle paternalmente: «Vámonos, Edith; a mí no me cabe duda de que, en su momento, también a Shakespeare lo tomarían por loco».

Al día siguiente, la prensa contaba que Sitwell, la campeona del modernismo, había hablado sin hacer uso de ninguna nota mientras que el anticuado Alfred Noyes leyó su intervención de un pesado manuscrito. Obviamente, lo ocurrido fue justo lo contrario. La zafiedad de la mentira, que hacía recordar la propaganda periodística durante la pasada guerra, es un índice de las inclinaciones modernistas de mucha gente, que tenía una idea de Eliot y Sitwell «marchando mano a mano... a la vanguardia del progreso» mientras los antiguos intentaban detener la marea. Y es cierto que la marea sube y baja, pero también lo es que, en aquel momento, las oleadas de simpatía fluían del lado de los modernos. Resulta extraño que nadie captara la enorme paradoja de que a Eliot se le considerase progresista por su regresión en La tierra baldía, mientras que a Noyes se le calificaba de anticuado por saludar el progreso en The Torchbearers. La verdad es que la mayor parte de la discusión se centraba en las formas poéticas frente al contenido, pero ¿la flexibilización de las formas no era en sí misma una regresión hacia la ausencia de formas? ¿Dónde está ese punto en el que el verso libre lo es tanto que deja de ser verso? ¿Avanzaba la poesía hacia su extinción?

Todos estos temas fueron objeto de una furibunda controversia desatada en la prensa a raíz del debate de la Escuela de Economía londinense. Un combate al que se unió Rudyard Kipling manifestando que una de las cartas que había recibido de un seguidor de Sitwell era «de las cosas más impertinentes que había leído jamás». Sitwell, siempre a la caza de publicidad, se sintió complacida por la nueva carga de notoriedad que traían consigo los comentarios de Kipling quien, después de todo, ya estaba pasado de moda.

A medida que los Sitwell se iban enzarzando más en esta guerra de desgaste en contra de sus enemigos, a muchos les empezó a irritar la sed de venganza que delataban sus arremetidas. Sassoon se lamentaba del «estúpido ataque contra Alfred Noyes» que Osbert Sitwell había publicado en el Spectator: « ¡Qué triste que O.S. pierda el tiempo y el talento en esa estéril animadversión hacia los autores que no le admiran ni a él ni a su familia!».

Al año siguiente, Noyes volvió de nuevo al ataque, esta vez a través de la prensa. Su libro Algunos aspectos de la poesía moderna constituía una razonada defensa del tradicionalismo, al tiempo que cargaba abiertamente contra las tendencias modernas. Esta vez había convertido la guerra contra la poesía moderna en una cruzada personal, lo que le dejaba expuesto al contraataque y, en particular, a esa especie de ridículo y menosprecio que se desencadena contra quienes deciden arriesgar el pellejo. Podríamos establecer un paralelo entre los ataques de Noyes dirigidos a la licencia poética y los que más tarde lanzaría Mary Whitehouse contra la licencia sexual. Unos y otros nacieron en obstinada oposición frente al «progreso». Muy pronto, ningún joven poeta que se preciara se atrevería a mencionar cualquier influencia de Alfred Noyes sobre él.

Y, sin embargo, no le faltaban aliados. J. B. Morton utilizaba su columna del «Beachcomber» para reírse de los Sitwell y demás poetas vanguardistas; en 1930, Chesterton, por su parte, recibió entre elogios El loro opalescente, la nueva obra de Noyes:

Algunos de nuestros últimos experimentadores literarios en novedades y excentricidades, o cd menos aquellos a quienes se les alaba ante todo por sus novedades y sus excentricidades, sienten una especial predilección por los loros... En ese aspecto de su alegoría, creo que el señor Noyes ha estado particularmente atinado y agudo...

Hay ciertas cosas que todos los modernos aceptan en bloque, principalmente porque se supone (a menudo, sin razón) que todos los antiguos las rechazan con horror. Creen que a la Musa, eso: enigmática Joven Moderna, le gusta una lista inconexa de cosas: el corte de pelo a lo paje, los cócteles, el Ulises y las obras de T.S.Eliot. Pero si un hombre, osando hacer uso -hasta donde le es posible- de su personal y particular juicio, llegara a la conclusión de que el corte de pelo a lo paje es bonito, los cócteles asquerosos, T.S.Eliot digno de admiración y el Ulises un penoso experimento con el argot semejante a componer un poema con la jerga de los ladrones, la mayoría de los modernos no sabrían qué hacer con él o dónde colocarlo.

Utilizando a Edgar Alian Poe como ejemplo, Chesterton continuaba ilustrando el modo en que los modernos «secuestraban» a sus antiguos favoritos, atribuyéndoles una modernidad honoraria. Poe ya había sido «distinguido por su modernidad antes de los modernos, e incluso utilizado para mostrar la falta de realismo de los Victorianos, debido, probablemente, a cierta (desmesurada) impresión de su perversidad. Poe era algo mucho más importante que un moderno o un Victoriano: era un poeta».

Noyes señaló a Chesterton como uno de los pocos en «entender perfectamente mi defensa de las tradiciones literarias, así como mi crítica de las mismas».

Resulta significativo que, en la defensa de Noyes, Chesterton calificara a Eliot de «admirable». Lo cierto es que hacia 1930 Chesterton había cambiado de opinión con respecto a Eliot y, una vez superada su hostilidad inicial, llegado a la conclusión de que también este era «algo mucho más importante que un moderno... era un poeta». Pero en los primeros momentos del vendaval provocado por La tierra baldía no mantuvo la misma opinión. Así, en 1923 respondió al ataque de Eliot contra los versos tradicionales con una encendida defensa del ritmo, la métrica y las estrofas de siempre: «El verso no es solamente una recurrencia, sino también una vuelta... Y es en el significado más profundo de la vuelta donde debemos buscar esa peculiar fuerza de la recurrencia que llamamos rima».

A Chesterton tampoco le entusiasmaba el pesimismo enraizado en la falta de fe que -según él- mostraba Eliot. Cuando en su poema Los hombres huecos, publicado en 1925, Eliot proclamó que el mundo no acabaría de golpe, sino «en un largo plañir», Chesterton le replicó con una estocada poética:

Some sneer; some snigger; some simper

In the youth where we laughed, and sang.

And they may end with a whimper

But we will end with a bang.

(Unos ríen, otros se burlan, algunos sonríen / cuando en nuestra juventud reíamos y cantábamos. / Y puede que ellos acaben en un largo plañir; / pero nosotros acabaremos de golpe)

Desde luego, Chesterton había juzgado muy mal el poema, pasando por alto el ataque que este ocultaba contra la vacuidad de los modernos. Aunque expresadas en un lenguaje pesimista, sus sombras de tristeza remiten al reino de penumbra del misticismo; el valle de lágrimas, a un velo de lágrimas que esconde una realidad metafísica.

A Eliot, por su parte, tampoco le convencía mucho Chesterton. En un principio lo atacó con vehemencia, comparándolo negativamente con Pound, Joyce y Percy Wyndham Lewis: «He visto a las fuerzas de la muerte, con Chesterton a la cabeza, subidas en un caballo blanco. Pound, Joyce y Lewis escriben un inglés vivo; y uno no percibe el horror de la muerte si no lo encuentra en un lenguaje vivo».

La postura de Eliot fue sosegándose con el tiempo, pero en 1927 aún continuaba escribiendo de él con mordacidad. En la crítica de la biografía de Chesterton sobre Robert Louis Stevenson, Eliot calificaba su estilo de «exasperante hasta límites insoportables», aunque luego lo suavizara un poco elogiando el modo en que había logrado «exponer el punto de vista del catolicismo sobre El doctor Jekyll y Mr. Hyde».

En el fondo, lo que exasperaba a Eliot era la incapacidad de Chesterton para reconocer ninguna afinidad en quienes consideraba enemigos suyos: «Parece como si siempre creyera que la opinión de su lector es de antemano contraria a la que él expone como cierta».

Eliot tenía razón. El hecho de que Chesterton no acertara a comprender Los hombres huecos, si es que alguna vez se tomó la molestia de leer el poema antes de juzgarlo, demuestra un desconocimiento total fundado en su impaciencia. La poesía de Eliot no era lo que parecía. Detrás de la sardónica superficie de sus versos, latía una esperanza en clara antítesis con la decadencia y la desesperación de que le acusaban Chesterton y algunos otros. Es más, esa esperanza hundía sus raíces en el rico suelo de la tradición católica que llevaba años alimentando a Chesterton, y ello hasta un extremo que pusieron claramente de manifiesto las conferencias sobre poesía metafísica pronunciadas por Eliot en el Trinity College de Cambridge, en 1926. He aquí un ejemplo de su penetrante visión de la mística católica:

Me gustaría esbozar rápidamente la diferencia entre el misticismo de Ricardo de San Víctor -que es también el de santo Tomás de Aquino y el de Dante- con la mística española, que... es la de Crashaw y la Compañía de Jesús. El misticismo aristotélico-victorino-dantesco es ontológico; la mística española es psicológica. El primero es el que yo llamo clásico; la segunda, Romántica.

En 1929, Eliot escribió a Chesterton con intenciones conciliadoras: «Me encantaría poder conocerle algún día...¿Me permite expresarle mi acuerdo con sus opiniones políticas y sociales, así como (con las evidentes reservas) con sus opiniones religiosas?».

Una vez roto el hielo, comenzó a surgir una cordial relación basada en el respeto mutuo. Chesterton se convirtió en un prestigioso colaborador de Criterion, una publicación trimestral dirigida por Eliot, y poco después de la muerte de éste «deseó fervientemente» asistir en Notting Hill a la representación de Asesinato en la catedral.

La reconciliación con Chesterton se produjo después de la conversión de Eliot al cristianismo (junio de 1927); las «evidentes reservas» a que se aludía en la carta citada giraban en torno al rechazo de Eliot de la Iglesia católica y a su decisión de ser recibido en el seno del anglocatolicismo de la Iglesia de Inglaterra.

Eliot, que se calificaba a sí mismo de católico -y un católico además de militancia tradicional-, pensaba que el catolicismo tradicional se podía practicar en la Iglesia de Inglaterra, o al menos en la High Church, el sector anglocatólico. Lo sorprendente es que, siendo tan versado en cuestiones teológicas y filosóficas, decidiera hacerse anglicano por toda una serie de razones culturales y sociológicas. «La gran mayoría de población de habla inglesa, o al menos la inmensa mayoría de personas de ascendencia británica...no comparten la fe de Roma», declaró en 1930.

La Iglesia de Roma ha perdido algunas partes vitales del conjunto de la civilización moderna. Prueba de ello es ese algo que anima a las personas de extracción británica a dudar en abrazar la fe de Roma; y ese algo que les anima a pensar que, quienes compartiendo sus mismas raíces la han abrazado, lo han hecho solamente después de entregar una parte fundamental de su herencia y de desligarse de su propia familia.

No es mera coincidencia el hecho de que se nacionalizara británico el mismo año en que entró a formar parte de la Iglesia de Inglaterra. Desde ese momento, Eliot. se fue anglicanizando de forma consciente, llevando a cabo una total metamorfosis de americano anglófilo en gentleman inglés, lo que a su vez implicaba una forma determinada de ver las cosas. Y, si para un inglés su hogar es su castillo, así también para un inglés su iglesia era la que las autoridades inglesas reconocían; de tal modo que convertirse en anglicano formaba parte necesariamente del hecho de convertirse en inglés: típico mecanismo psicológico del extranjero que intenta por todos los medios dejar de serlo. El problema es que Eliot se «naturalizó» británico sin ninguna naturalidad y, en sus esfuerzos por ser inglés, se hizo más inglés que los ingleses mismos y, por lo tanto, nada inglés en el sentido más genuino. La Inglaterra de Eliot era una Inglaterra perfeccionada, un producto de su propia imaginación, una huida de La tierra baldía, un Paraíso inglés. Eliot, un inglés artificial, había creado una Inglaterra artificial.

Desde esta perspectiva, el comentario del escritor y filósofo neo-tomista Jacques Maritain parece contener más que algo de verdad. Cuando a Maritain -converso él también- le preguntaron si creía posible que Eliot se convirtiera algún día al catolicismo, contestó con ironía: «Eliot agotó toda su capacidad de conversión cuando se hizo inglés».

Al anglocentrismo de Eliot venía a añadirse el desprecio por su tierra natal, cuya vida describió como «una deprimente pesadilla». En 1928 redactó el prólogo a Este mundo norteamericano, una obra de Edgar Ansel Mowrer en la que se atacaba la vulgaridad de los Estados Unidos, evocados como una tierra baldía repleta de los hombres huecos de Eliot:

Nuestros ciudadanos autodidactas y siempre cargados de razón pueden hacer lo que quieran, leer lo que quieran, pensar tan mal como quieran y obligar a la tiranía ideológica y moral que quieran...

La victoria de Occidente ha transformado el modelo de la clase gobernante... El útil puritanismo sobrevive mientras la cultura, superflua, ha perecido... Cuando, después de la Guerra Civil, el Sur dejó de contar para todo lo que no fueran estadísticas o elecciones, la aristocrática tradición cultural llegó a su fin.

No es difícil imaginar el impacto que la conversión de Eliot al anglocatolicismo provocó entre las filas de los modernos, que idolatraban su poesía por su pesimismo y sus matices desesperanzados. Podemos hacernos una idea de hasta qué punto lo habían malinterpretado sus admiradores -y hasta qué punto se había malinterpretado también su conversión- a través de las palabras del crítico literario I.A.Richards, quien afirmaba que, en La tierra baldía, Eliot había logrado «una auténtica ruptura entre la poesía y todas las creencias». Esta suposición generalmente aceptada quedó hecha pedazos a raíz de su conversión, cuya noticia fue recibida con incredulidad. ¿Cómo era posible que aquel archiiconoclasta se hubiera hecho católico? No tenía sentido. Y sin embargo, a la pregunta de «en qué creía», Eliot respondía directamente y sin circunloquios que creía en todo lo que tenía obligación de creer: en el Credo, la devoción a la Santísima Virgen y a los santos, el sacramento de la penitencia, etc. Es más: incluso practicaba en público la fe que proclamaba, acudiendo a recibir la comunión y a confesarse.

Aquello fue demasiado para Virginia Woolf, aterrada ante la noticia. «He tenido una vergonzosa y preocupante entrevista con el querido Tom Eliot», escribió a un amigo el 11 de febrero de 1928, «a quien podemos dar por muerto desde este mismo momento. Se ha convertido en un anglocatólico que cree en Dios y en la inmortalidad, y que va a la iglesia...hay algo obsceno en una persona viva que se sienta junto al fuego y cree en Dios».

(Uno siente la irresistible tentación de contestar al más puro estilo chestertoniano que ¡mejor es eso que no sentarse en medio del fuego por no creer en Dios!).

Aunque Virginia Woolf nunca tomó el camino de la conversión y acabó quitándose la vida en 1940, otros amigos de Eliot sí siguieron sus pasos, a pesar incluso de que nadie viera en ellos posibles candidatos. Siegfried Sassoon y Edith Sitwell, además, abrazarían la fe de la Iglesia de Roma, pero no sin pasar antes por muchos años de pruebas y errores.

No obstante, había un conocido poeta destinado a convertirse el mismo año que Eliot. En 1927, la recepción de Alfred Noyes en la Iglesia católica de Roma no fue una sorpresa para nadie. Es más, Noyes nunca ocultó el hecho de que también su conversión representaba un acto de desafío contra los modernos:

En Inglaterra se ha dado un nuevo significado a, las ruinas de Glastonbury y Tintern, incluso a la misma Abadía de Westminster, y hasta a la Navidad, porque la Inglaterra moderna ha olvidado que hubo un tiempo en que la Abadía implicaba un abad, y que la Navidad era la Misa de Cristo. Un renacimiento de las ideas en el que la literatura y la filosofía de todas las épocas adquirieron una, belleza nueva y vital...

Existe un sol alrededor del cual se mueve el universo. No intenta ser original, porque él mismo es el origen. No necesita, ser moderno, porque es más viejo que el tiempo, y nuevo cada mañana».

Así pues, el poeta más pasado de moda de Inglaterra había llegado a la misma conclusión que quienes estaban «a la última»: la unión de lo antiguo y lo moderno en algo que estaba por encima de uno y otro.

Esta desconocida afinidad entre Eliot y Noyes quizá se vea mejor ilustrarla en la admiración que ambos compartían por Kipling. «Ningún crítico», decía Eliot, «ha valorado todavía lo suficiente a Kipling... Este solo puede ser juzgado por quienes han logrado leer toda su obra y meterse en su mystique, que es mucho más que una mystique del Imperio».

Al parecer, Noyes era uno de los críticos que habían logrado meterse en la mystique de Kipling. En la crítica de Puck of Pook's Hill, Noyes fue más allá de la mystique del Imperio:

Kipling ha pasado por primera vez por encima de los sedimentos del imperialismo moderno. Ha regresado a los cimientos y a lo que está escrito en ellos... Dejemos que los imperialistas populares desconfíen de él... Los místicos siempre son peligrosos -por lo menos para los materialistas-; y Kipling lleva el misticismo en sus venas y en sus huesos.

Los cinco años siguientes a la publicación de La tierra baldía se cuentan entre los más turbulentos en la historia de la poesía inglesa. Sin embargo, las disensiones respecto a las formas poéticas nada tenían que ver con la unidad en lo esencial: y en lo esencial, Eliot, Noyes, Sassoon y Sitwell, que llevaban todos «el misticismo en sus venas y en sus huesos», eran uno solo.

En el caso de antiguos enconados enemigos como Sitwell y Noyes, uno escucha de nuevo el eco de las palabras de Chesterton, escritas cuando la enemistad entre su hermano y Godfrey Isaacs durante el escándalo Marconi había finalizado con su reconciliación en la Iglesia: «Es la única reconciliación; y puede reconciliar a todo el mundo».