Prólogo
Era sábado, día 3 de julio del año del Señor de 1756.
Al alba.
La sangre, que antes manaba despaciosamente del cuerpo yerto, dejó de súbito de brotar de las terribles heridas. Fue justo cuando la muerte, en un abrazo manso pero glacial, envolvió sedosamente ese cuerpo anciano en el que el paso del tiempo y las secuelas de las fiebres habían dejado su marca en forma de llagas y mataduras.
Y la luz de la amanecida, que llenó en ese preciso instante el pequeño cuarto a través del párvulo ventanuco, vino a ungir con su fulgor de oro ese momento trágico.
A los pies del cadáver, arrodillada, con el ruedo de su vestido manchado de la sangre que se encharcaba, la muchacha arreció en su llanto cuando se apercibió de que el pecho de la mujer ya no se inflaba por el hálito mínimo de la respiración. Desesperada, ahíta de angustias, sintiendo que su propia respiración le faltaba, asió con su mano el cuchillo que sobresalía del estómago de la muerta y, luego de una pugna amarga, logró extraerlo de las entrañas de la anciana. Y en ese momento la sangre, antes taponada por el acero, volvió a rezumar para enseguida cesar en su borboteo. Y fue entonces cuando alcanzó la certeza de la muerte inexorable.
El llanto, que antes había sido sordo, amortiguado, se convirtió de repente en un torrente de lágrimas y de sollozos. Todo el universo de la muchacha estaba acaparado en ese instante por el dolor, por un dolor puntiagudo y tremendo, por la sensación terrible de pérdida. Como si fuera doblemente expósita.
No advirtió la calidez con que las luces del alba estival acariciaban la estancia, y sentía un frío que la atería, un frío que le nacía en las más profundas habitaciones del alma. Un frío tan glacial como la muerte.
No se dio cuenta de que la puerta del cuarto se abría, de que por ella asomaba el rostro adusto de Benita Ruiz, grisácea y desgreñada, que quedaba atónita ante la escena —la sangre, el cuchillo en las manos de la joven, el cadáver tendido en el suelo rojizo…—, que abría y cerraba los ojos como sin creerse lo que estaba viendo y que bisbisaba una pregunta para después salir de allí espantada y chillando.
Tampoco advirtió que, apenas transcurridos diez minutos, durante los cuales no había cesado ni de llorar ni de abrazar el cadáver, clamando al cielo sin que el cielo la oyera, entraba en la habitación un alguacil desgarbado, larguirucho, que se llevó la mano al bicornio en cuanto comprendió el significado de lo que veía. Tras él, dos corchetes contemplaban con pasmo la horrenda escena.
El llanto y los sollozos de la joven sólo cesaron cuando la voz estentórea del alguacil llenó el diminuto cuarto.
—¡Por la autoridad que me ha otorgado su majestad el rey don Fernando el Sexto —declaró, señalando el cadáver tendido junto a la joven—, y en su nombre los justicias mayores de Jerez de la Frontera, quedas detenida y presa por el asesinato de esa mujer!
Y luego, con un gesto autoritario, se dirigió a los corchetes, que aguardaban trémulos tras el alguacil.
—¡Aherrojadla! —ordenó—. ¡Engrilletad a esta muchacha, corchetes! ¡Y que sea de inmediato conducida a la cárcel real!