XV

LA DETENCIÓN DE JUAN Y JOSEFA SOLÍS

Pedro de Alemán supo de la detención de los hermanos Juan y Josefa Solís poco más de un día después de que se produjera. Fue informado de paso por el alcaide de la cárcel real con ocasión de la visita que el abogado de pobres realizaba a otro preso, un husero encarcelado por una reyerta en un mesón, cuyo juicio era al día siguiente. Y aunque se extrañó de que dos hermanos, varón y hembra, hubieran sido prendidos al mismo tiempo, ni preguntó por los cargos que se les imputaban ni echó más cuenta a la confidencia. Que ya tendría tiempo de conocer acusación y pormenores cuando el sumario le llegase a su oficina en el corregimiento. Si es que los dos hermanos no contrataban abogado de pago.

Sin embargo, el jueves día 4 de marzo de ese año de 1756 el procurador Jerónimo de Hiniesta se acercó a él cuando hubieron finalizado los juicios de ese día en la Casa de la Justicia.

—¿Hace un vaso de vino en el mesón de la calle Remedios, Pedro? —le preguntó el personero—. Que ya hace calor, diantres.

—Es casi la una, Jeromo —argumentó Pedro—, y le dije a Adela que no me demoraría para el almuerzo.

—Pues si no quieres vino, te tomas agua —insistió Hiniesta—, pero tenemos que hablar.

—¿Y puede saberse qué te pasa? Has pronunciado varias frases seguidas sin mediar entre ellas ni un solo exabrupto. Me preocupas.

—Déjate de monsergas. Y vamos. Que la cosa es grave.

Sin dar tiempo al letrado a responder, Jerónimo de Hiniesta —carnudo, calvo y con un gran mostacho alejado de toda moda— tomó el camino de la calle Remedios, una callecita estrecha que comunicaba las calles Algarve y Caridad y en la que se ubicaba el mesón del Tuerto, de amplia fama en Jerez. Daba nombre a la calle la capilla de los Remedios, que se levantaba cerca de la taberna y donde había un Ecce-Homo con fama de milagrero.

—¿Conoces a mi cuñado? —preguntó el procurador cuando les hubieron servido el vino y un plato con media libra de chicharrones—. El hermano de Elena, me refiero.

—Pues ahora mismo no caigo —contestó Pedro, sin excesivo interés, aguando el vino.

—Bernabé Castillo, alguna vez te he hablado de él, creo —aseguró Hiniesta al tiempo que se metía en la boca un puñado de chicharrones.

—Así será, pero ya te digo, ahora mismo no le pongo la cara.

—Es el administrador de don José Bernard Polanco, terrateniente y veinticuatro. ¿Te suena ahora?

—El veinticuatro sí, pero tu cuñado, de nada. Oye —advirtió el abogado al ver que el personero se metía otro puñado de comida en la boca y se ayudaba con un vaso de vino para hacerla pasar—, ¿te importaría dejarme algún chicharrón? Es que tienen buena pinta, y al paso que vas…

—Déjate de chacotas, Pedro, que el asunto es arduo. Y come si te place, pardiez. Como te iba diciendo, Bernabé es el administrador de don José, propietario de unas fanegadas de viñas en el pago de Balbaina, por el camino de Rota. Las tenía arrendadas a un tal Francisco Solís, que murió hace un par de años. Su hijo Juan se subrogó en el contrato a la muerte de su padre. Vive con su hermana Josefa en el caserío de la viña, pues la madre de ambos murió en el parto de la hija. Sólo tienen otra hermana, pero ésta vive en Jerez, casada con no sé quién.

—¿Solís, dices?

—Sí, Solís, ¿por qué?

—Pues porque antier me enteré de que dos hermanos llamados Solís se hallaban encarcelados bajo no sé qué cargos. Y como la coincidencia no puede ser tanta, supongo que me hablas de ellos.

—Ellos son, en efecto. Fueron detenidos por la ronda el pasado lunes y desde entonces se hallan en la cárcel real.

—¿Tienen abogado?

—Ni abogado ni un mísero maravedí con que pagarlo.

—Así que me toca defenderlos, ¿no? ¿Y de qué se les acusa?

—Pues verás…

Jerónimo de Hiniesta miró a ambos lados, hasta comprobar que nadie los oía. Se sirvió más vino, que apuró de un trago. Y se zampó otro puñado de chicharrones.

—¿Tan grave es la acusación? —preguntó el letrado, mirando al procurador, que le hacía gestos como pidiendo tiempo para deglutir la carne—. Bueno, muy grave no debe de ser, porque el hambre no te la ha quitado.

—Incesto —barbotó el personero, una vez hubo dejado de masticar.

—¡Vaya por Dios! —exclamó Pedro—. ¿Incesto?

—Ésa es la acusación. La niña, Josefa, parió por lo visto el domingo. Y fueron detenidos por la ronda el lunes, como te digo, acusados de haber yacido juntos y de que a consecuencia de ese fornicio la hermana dio a luz a su hijo.

—¿Quién los acusa?

—Ni idea. Supongo que aún estarán con pesquisas.

—¿Y son ciertos los cargos?

—Según mi cuñado, no.

—¿Y tu cuñado es de fiar?

—Pienso que sí, porque nada gana con decir lo que no es cierto.

—Bien, pues continúa.

—Poco más hay. Mi cuñado Bernabé jura y perjura que esos dos hermanos son gente buena, que no han cometido delito y que el hijo de Josefa no es de Juan.

—¿Y qué pinto yo en todo esto? Aunque me lo supongo, claro…

—Eso es. Tienes que defenderlos como abogado de pobres, porque no pueden pagar abogado. Y mi cuñado departió esta mañana con Elena, que me pidió que hablara contigo para que hagas todo lo que puedas por ese par. Y está dispuesto a recompensarte el trabajo si todo va bien.

—Vaya todo bien o vaya todo mal, no voy a aceptar ni un maravedí por defender a quien no ha de pagarme. Y a todo esto, ¿qué le va a tu cuñado en este entremés?

—Dice que tenía aprecio al padre, que siempre cumplió con el arriendo y cuidó las tierras de su señor, y que también tiene aprecio a los hijos. Y que le da lástima de que acaben con sus huesos en la cárcel por algo que no han hecho.

—¿Y nada más?

—Nada más. Y si estás pensando que mi cuñado tuvo algo que ver con la preñez de la niña, olvídate. No es de ésos.

—Estamos hablando de un delito atroz, Jeromo.

—Ya, ya, asqueroso —dijo el personero, que no era letrado—. ¡Acostarse con una hermana, carajo!

—No me refiero a eso. Me refiero a atroz en el sentido jurídico de la palabra.

—Pues explícate —pidió Hiniesta, llevándose a la boca los últimos chicharrones, que el abogado ni siquiera pudo catar—, y de forma que te entienda, joder, que ya sé cómo te las gastas cuando quieres, con tus latinajos y palabras que no hay dios que las comprenda.

—Pues me refiero a que el incesto está considerado como un delito atroz. Y cuando digo un delito atroz hablamos de un delito en cuyo enjuiciamiento son precisas menos pruebas y en el que se tienen menos garantías, por tanto. De forma tal que se permite a los jueces una rápida condena, que pueden basar incluso en simples presunciones o indicios.

—Vamos, que lo tienen mal esos dos.

—¿Sabes si han reconocido su culpa?

—No, nada, ya te digo. Lo que sé es lo que te he contado.

—Pero bueno, si el niño no es del hermano, a la hermana le bastaría con señalar al auténtico padre y ahí se acaba todo.

—Supongo que sí. Pero si están en la cárcel o bien es porque la niña no ha hablado o porque en realidad el niño es del hermano. No veo más posibilidades. ¿Qué le digo? A Bernabé, me refiero.

—Pues dile que mañana mismo intento enterarme de cómo están las cosas y ya te cuento algo.

—¿Irás a verlos?

—Sabes que tengo muchísimo trabajo en la oficina, Jerónimo. Y un puñado de juicios en la lontananza. Además, mañana tenía pensado ir a ver a don Bartolomé Gutiérrez, que anda recuperándose.

—Pero sólo por esos presos tienes un interés especial.

—¿Qué interés, si puede saberse?

—Pues el mío, claro está. Que soy yo quien te lo pide. —Y girando su enorme corpachón y batiendo palmas, exclamó—: ¡Tuerto, más vino y otra de chicharrones, que hoy soy yo quien invita al abogado de pobres! ¡Pero que no se acostumbre, voto a bríos!

* * *

La cárcel real, situada en los sótanos de la Casa de la Justicia, en la plaza de los Escribanos, se hallaba en esos días de bote de bote. Los recién finalizados carnavales habían suscitado un buen número de trifulcas, provocado que un tropel de putas llegase a la ciudad dispuestas a vender sus carnes sin pagar alcabalas y despertado los instintos humanos que suelen acabar en juicios y querellas.

Pedro de Alemán llegó al presidio a primera hora de la mañana, antes incluso de acudir a su oficina en el corregimiento. Pidió ver primero al varón, a Juan Solís, y tuvo que esperar un buen rato a que se lo trajeran al cuartucho donde los presos se entrevistaban con los escasos letrados que se atrevían a bajar a aquel sitio de aire viciado y paredes que rezumaban frío.

Juan Solís era un mozo flaco, de facciones irregulares, ojos pequeños, la tez requemada por el sol de la viña y las manos callosas de podar sarmientos. Su mirada era apocada y aparentaba no tener más de diecinueve o veinte años. Cuando entró en el cuarto, miró al abogado, desconfiando. Y más desconfió cuando observó que el guardia los dejaba solos.

—¿Juan Solís? —preguntó Alemán. El preso no respondió. Intensificó la mirada y luego se limitó a asentir con la cabeza. Ambos estaban de pie, pues no había allí donde sentarse—. Soy el abogado de pobres del corregimiento. Pedro de Alemán. Según creo, habré de defenderte, a ti y a tu hermana, en el juicio que se os tramita, pues no tenéis maravedíes para pagar abogados. ¿Es así?

El preso continuó callado. Se limitó a asentir de nuevo con un ademán.

—¿Eres mudo?

—No —habló al fin, después de una larga pausa durante la cual el letrado no dejó de mirarlo. Su voz era ronca, con la profundidad propia de quien habla más con los racimos y las bestias que con los seres humanos.

—Bien, veo que sabes hablar. Te contaré. Tú y tu hermana habéis sido detenidos bajo la acusación de incesto, que supongo sabes lo que es: haber yacido juntos existiendo lazos de sangre entrambos. Para tu conocimiento te digo que es un delito grave, que puede acabar con tus huesos en las galeras del rey, y que para que os pueda defender en condiciones necesitaré vuestra colaboración. Aún no he leído ni los cargos ni las pruebas, pero, por lo que sé, tu hermana dio a luz a un hijo que se dice es tuyo. El último domingo, si no yerro. ¿Qué tienes que decirme?

—Que todo es falso, señor.

—¿Lo del ayuntamiento entre hermanos o lo del hijo? —preguntó Pedro, algo exasperado por la parquedad del mozo.

—Las dos cosas.

—Pues bien, cuéntame entonces qué ha pasado.

—Nada.

—¿Cómo que nada, pardiez? Si estás aquí en la cárcel es porque algo ha sucedido. ¿De quién es el hijo que tuvo tu hermana?

—Mío, no.

—Y si no es tuyo, ¿de quién? —Pero el joven no respondió; agachó la cabeza, negando, pálido a pesar de su atezamiento y como atemorizado—. Bueno, empecemos de nuevo —sugirió Alemán, tomando aire—. Fuisteis detenidos el lunes. Cuéntame qué pasó para que os detuvieran.

El zagal levantó la mirada y contempló al letrado, sin decidirse a hablar.

—Puedes confiar en mí, Juan —indicó Alemán—. Soy tu abogado, aunque no tengas con qué pagarme. Todo lo que tú me cuentes quedará entre nosotros. Pero necesito saber qué pasó y tu versión de los hechos.

—¿Qué puede ocurrirme? —preguntó el mozo.

—¿La pena por el delito? Pues hasta que el fiscal no presente la acusación no podré concretártela, pero yo diría que entre cinco y ocho años remando en galeras. Que me figuro sabes lo que supone.

—¿Y mi hermana también?

—No, tu hermana no. A las mujeres no se las condena a galeras. La pena para la mujer incestuosa es de reclusión: cinco o seis años en el Arsenal de la Carraca. Y flagelación pública.

—¡Dios mío! ¿Cómo está Josefa?

—Aún no la he visto ni he hablado con ella. La veré cuando termine contigo, Juan.

—¿Y sabe usted algo de Leonor?

—¿Quién es Leonor?

—Mi otra hermana, la más mayor. Aunque poco. ¿Habló con ella?

—No, claro que no. Que yo sepa, tu hermana Leonor ni está acusada ni tiene nada que ver en este entuerto. Y ahora, Juan, cuéntame qué pasó el lunes, que no tenemos todo el día, hombre.

—Que vino la ronda, señor, y se nos llevó.

—Alguien os denunciaría… Entre el domingo, en que se dice tu hermana parió, y el lunes, ¿alguien fue a visitaros a casa o salisteis a ver a alguien?

—Al médico.

—¿Qué médico?

—El que suele atender a los colonos y labriegos de por allí, de Balbaina y los alrededores.

Con más gestos que palabras, Juan Solís contó al abogado que el lunes por la madrugada la criatura recién nacida se puso morada, congestionada, respirando con muchas dificultades, y que por eso vinieron a Jerez a ver a don Esteban González, un médico con consulta abierta en la plaza de los Silos, junto a los silos de la Casa Panera del Pósito. Que don Esteban era uno de los pocos galenos que aceptaban cobrar en especie sus atenciones y sus recetas. Que le fueron a pagar con una tinaja de vinagre y un azumbre de vino aguapié. Que el médico, después de cobrar sus honorarios de esa forma y de auscultar a la criatura, limpiarle la garganta, aplicarle unos vapores de menta que la aliviaron y recetar unas cataplasmas de salvia, les preguntó que quién era el padre del niño y que ellos entonces se fueron. Y que ese mismo día, más o menos a la hora del ángelus, llegó a la viña la ronda y los detuvo.

—Bien, y ahora, Juan, dime, ¿de quién es ese niño que tu hermana ha parido?

Pero Juan Solís no respondió. Volvió a agachar la cabeza y a esconderla entre los hombros.

—Supongo que sabes lo que te va en esos silencios, Juan —advirtió el abogado de pobres—. Si te niegas a responder a esta pregunta, que no dudes te harán otros con más insistencia que yo, no habrá quien te libre de las galeras. Ni a tu hermana de la cárcel y los azotes. Así que vuelvo a preguntarte, ¿quién es el padre de ese niño?

Pero no hubo forma de que el zagal abriese la boca. Pedro preguntó una vez y otra, de diez maneras distintas, lo conminó, lo advirtió y lo exhortó, pero el mozo continuó encerrado en ese silencio pertinaz que el letrado no supo discernir ni interpretar. Al fin, exasperado, dio la visita por terminada, no sin señalar al muchacho que se pensase bien lo que hacía y decía en el futuro y lo que ponía en juego, y pidió visitar a la presa, a Josefa Solís. El guardia lo acompañó hasta la mazmorra donde cinco mujeres se apretujaban. A las mujeres presas no se les permitía verse a solas con su abogado, a saber por qué.

—¡Eh, tú! —ordenó el carcelero, señalando a una de ellas—. ¡Sí, tú! Acércate a la reja. ¡Y las demás, al fondo del calabozo y sin rechistar!

Josefa Solís era la versión femenina de su hermano Juan: menuda, atezada y tímida. Aunque un punto menos que el zagal. Y algo más brava. Pedro de Alemán, hablando a media voz para que las coimas y peinabolsas que compartían celda con la muchacha no participaran de la conversación, se presentó como lo había hecho con su hermano, le hizo las mismas prevenciones y advertencias, y cuando estuvo cierto de que la moza lo había entendido, preguntó:

—¿De quién es ese hijo tuyo? ¿Quién es el padre?

Y la joven entonces hizo más o menos lo mismo que su hermano había hecho: apretar los labios, mirar con porfía al abogado y luego agachar la cabeza.

—Pues bien vamos —se quejó Alemán, que en ese instante reparó en que había una pregunta que no había formulado a Juan Solís. Y añadió—: Y a todo esto, Josefa, ¿qué ha sido del niño? ¿Dónde está el recién nacido? ¿A qué hospicio lo han llevado?

La muchacha levantó los ojos y miró al abogado. Había aparecido en su mirada un brillo fiero.

—¿Es que no está con Leonor?

—¿Con tu hermana? Pues no sé, dímelo tú.

—La ronda nos preguntó que si había alguien que se pudiera hacer cargo de la criatura, y que si no, la llevarían a San Bartolomé o al orfanato de la calle Armas. Le dijimos que Leonor cuidaría del niño y nos aseguraron que lo llevarían donde ella.

—Me cercioraré —aseveró Alemán—. ¿Dónde vive vuestra hermana?

—En la calle Ídolos, más o menos a mitad de la calle. Es una casa con una imagen de la Virgen de Consolación en la puerta. Ella vive en unas habitaciones a la derecha del patio.

—Iré a verla. Y ahora, por última vez, te pregunto, Josefa, ¿quién es el padre de tu hijo? —Pero la joven volvió a callar—. ¿Sabes a lo que te expones, verdad? ¿Y a lo que expones a tu hermano?

—Dígamelo usted —musitó ella, con un hilo de voz.

—Pues tú, a que te azoten en el rollo de la plaza del Arenal y a que después te recluyan durante no sé cuánto tiempo en el Arsenal de la Carraca. Y tu hermano, a llevarse un puñado de años remando en las galeras reales, si es que no muere antes y se convierte en alimento para las caballas. ¿Crees que todo esto merece la pena? Si en verdad tu hermano Juan no es el padre de tu hijo, ¿crees que es justo que calles? ¿Y por qué lo haces?

Pero el abogado de pobres no encontró respuesta a ninguna de sus preguntas. Contempló el rostro lívido, macilento, de la muchacha, y pensó que allí había algo más. Algo que le pareció muy similar al miedo.

—Está bien —concluyó—. Sólo te pido que reflexiones, Josefa. Ya volveré a hablar contigo.

* * *

—Esos dos ocultan algo, Jeromo.

Pedro de Alemán y Jerónimo de Hiniesta se encontraban la tarde de ese mismo día en el bufete del primero, en la calle Gloria.

—He estado viendo el sumario —continuó el abogado de pobres— y, salvo milagro, esos dos hermanos van a recibir una condena ejemplar.

—¿Qué hay en los legajos? —preguntó Hiniesta.

—La declaración del médico, ese tal Esteban González, que debe de ser un tipo bastante tiquismiquis, pues no se pensó la denuncia en cuanto supuso que el hijo era el fruto del incesto de los hermanos. Argumentó que los Solís se negaron a darle razón del padre cuando pidió su identidad y que eso lo hizo sospechar. Y después, la declaración del alguacil de la ronda que los detuvo, alguien a quien ya conocemos.

—¿Tomás de la Cruz?

—Ojalá. Benito Andrades.

—Carajo.

—Tú mismo.

—Mala persona es. ¿Y qué dice el tal Andrades?

—Poco. Que los hermanos también se negaron a darle a él señas del padre de la criatura y que su actitud era harto sospechosa. Que estaban como atemorizados, y lo atribuyó a que habían sido sorprendidos en su conducta incestuosa.

—¿Nada más?

—Y suficiente que es, Jeromo. Recuerda lo que te expliqué sobre el delito atroz.

—Sí, ya. ¿Y qué vas a hacer?

—Poco también, a no ser que ese par me dé evidencias para poder ensamblar una defensa en condiciones. Y hasta ahora, vive Dios, no me las han dado. Que no soy capaz de colegir por qué mantienen ese silencio obstinado y se niegan a decir quién es el padre del niño.

—Algo podrás hacer, Pedro, hombre de Dios. No vas a dejar que los condenen sabiendo que son inocentes. Joder.

—Pues ahí está el problema, amigo mío, en que ni siquiera sé si son inocentes. Si lo fueran, ¿por qué se niegan a identificar a quien dejó preñada a Josefa? ¿Qué temen? ¿Es que no se dan cuenta de las consecuencias de su silencio? ¿Es que son tontos?

—Pues mira, a lo mejor una defensa basada en torpeza mental no estaría mal…

—Ni lo sueñes. Esos dos hermanos ni son inhábiles ni están tarados. Y no vamos a encontrar amicus curiae que nos posibilite demostrar que lo están.

—¿Amicus qué? No empieces con tus latinajos, voto a bríos.

—Un médico, hombre. Un perito que nos afirme en el juicio que están trastornados y no son responsables de sus actos. O algo así. Y de todos modos, conociendo como conozco a don Rodrigo de Aguilar, el juez de lo criminal, ni con esas los libraba.

—Algo tienes que inventarte, Pedro.

—¿Y qué quieres que me invente?

—Lo que tú quieras, y estaré en deuda contigo, venga.

Pedro de Alemán se quedó mirando a su amigo, al personero Jerónimo de Hiniesta. Se conocían desde pequeños, pues sus padres, también abogado el de Pedro y también procurador el de Jerónimo, habían trabajado juntos y eso había propiciado la amistad de las familias y sus vástagos. Sabía de la franqueza de ese hombre grandote que ahora se sentaba frente a él en su bufete, de sus habilidades, de sus muchas relaciones en Jerez, de las veces en que lo había ayudado sin pedir explicaciones, de las ocasiones en que había accedido a colaborar con él sin esperar ni un maravedí a cambio.

—Está bien, Jeromo —asintió—. Haré lo que pueda. Indagaré por donde se me ocurra hasta dar con algún resquicio, con alguna prueba que me permita organizar una defensa digna. Y volveré a hablar con los dos hermanos, y con su hermana Leonor, y con el médico y hasta con Benito Andrades. A ver si doy con algo. Dile a Bernabé, tu cuñado, que me gustaría entrevistarme con él. Pregúntale si tendría inconvenientes en venir a verme.

—Dalo por hecho. Y si hay algo que yo pueda hacer por ti, no dudes ni un segundo en decírmelo.

—Pues ya que te ofreces…

—Venga de ahí, amigo mío.

—El marqués de Gibalbín.

Hiniesta miró al letrado, sorprendido por esa afirmación tan intempestiva.

—¿Qué pasa ahora con ese desalmado? —preguntó el personero, perplejo.

Y Pedro de Alemán recordó al procurador lo que había acontecido con don Bartolomé Gutiérrez, su detención por el Santo Oficio y quién era el responsable de la falsa denuncia. Y sus propósitos de no olvidar la afrenta y tomarse cumplido desagravio.

—¿Y qué puedo hacer yo al respecto? —preguntó el personero.

—Sé, Jeromo, que tus relaciones son amplias —explicó el letrado—. Que te rozas con gente de toda calaña, desde regidores hasta ciquibailes, pasando por mesoneros y cocheros, que suelen conocer todos los dimes y diretes de Jerez, truhanes y pupilas. Y no te me enfades.

—Ya de pupilas poco, Pedrito, que con tres niños que tengo y una mujer como doña Elena no es cuestión de enredarse en pupilajes.

—El caso es que sueles estar al tanto de todo, tunante. Lo que quiero es que abras bien los oídos y te enteres de todo cuanto se hable, se comente, se suponga o se rezongue acerca del marqués. Lo que sea. Que ya sabré yo sacarle punta.

—Lo que tú digas, abogado. Aunque, de cualquier forma, fíjate bien en lo que te digo: cuídate muy mucho de bien valorar con quién te juegas los cuartos. Porque ese marqués de Gibalbín, carajo, no es moco de pavo.