XLII

EL JUICIO CONTRA EL MARQUÉS DE GIBALBÍN

—Tiene la palabra el abogado de la acusación.

La voz de don Rodrigo de Aguilar y Pereira, juez de lo criminal de residencia en el corregimiento, sonó grave y solemne, a las ocho y pocos minutos de la mañana de ese jueves día 30 de septiembre de 1756, en la atestada sala de audiencias de la Casa de la Justicia de Jerez de la Frontera. Donde no cabía ni una brizna de paja. Porque un veinticuatro, y marqués a más inri, sentado en el banquillo de los acusados no era espectáculo que se viese todos los días. Ni en Jerez ni en ningún otro lugar del reino.

En ese juicio, donde no intervenía el promotor fiscal, Pedro de Alemán y Camacho ejercía la acusación en nombre del liberto Juan Jesús contra don Raimundo José Astorga y Azcargorta, marqués de Gibalbín, que venía acusado de los delitos de lesiones, contrabando y fraude de rentas. A su lado, sentado junto al abogado de pobres en el sitial de la acusación, el procurador Jerónimo de Hiniesta, con gesto serio, preocupado. Rumiando por lo bajo. Y en la sala, más allá de los amortiguados reniegos del personero, un silencio que espeluznaba.

En cuanto le fue dada la palabra, Pedro respiró hondo, y miró al juez, y a don Rafael Ponce de León, que ocupaba sitial al lado de don Rodrigo como asesor suyo que era, y a don Damián Dávalos y Domínguez, escribano del cabildo, que lo contemplaba fijamente, y a don Luis de Salazar y Valenzequi, que, como abogado del reo, ocupaba el sitial de la defensa. Contempló al público, en el que distinguió a veinticuatros, jurados y curiales. Y llevó luego la mirada hasta el imputado, el marqués de Gibalbín, que, sentado en el estrado después de haber sido compelido a decir verdad, lo observaba a su vez con gesto de suficiencia y de desprecio. Tosió levemente para aclararse la voz, se ajustó la golilla y se puso en pie.

—Con la venia —dijo.

—Ya le he dicho que la tiene, abogado —repuso el juez, impaciente. A don Rodrigo se le veía incómodo ante la tesitura. Manoseaba en sus palmas una vez y otra el mazo con el que debería guardar el orden en la sala.

—Pues hago uso de ella —replicó Pedro, dispuesto como estaba a no dejarse intimidar en ese juicio. Que, aunque le había llegado en pleno trajín del caso de Lucía, no podía tramitar rutinariamente. Porque le iba mucho en la envidada—. Don Raimundo, ¿conoce usted al hoy querellante, el liberto Juan Jesús?

—¿Se refiere usted —preguntó a su vez el de Gibalbín, altanero— al negro que fue cochero y esclavo del barón de Macharnudo?

—Al mismo.

—Pues sí, lo conozco. Conozco a ese negro. Para mi desgracia, a fe mía. De verlo en el pescante del coche de su amo y porque tuve que defenderme de su acometida. No ha mucho, además, en un episodio que usted ha deformado, pretendiendo hacerme pasar por atacante y no por atacado, como así en realidad sucedió.

—¿Es cierto que ese hombre, el liberto Juan Jesús, dio palabra de matrimonio a María Pérez, que fue su esclava?

—Algo tengo oído.

—¿Es cierto que se opuso usted a ese matrimonio?

—Pues no lo recuerdo muy bien ahora.

—Me sería muy fácil, señor, exhibirle en este momento el acta que usted mismo otorgó ante el escribano don Beltrán Angulo, oponiéndose a ese casamiento.

—Bueno, sí, ahora lo recuerdo mejor. Sí, me opuse. ¿Y qué?

—¿Es cierto que obligaba usted a María Pérez a calentar su cama por las noches?

—¿Cómo se atreve, abogado? —exclamó, más que preguntó, el marqués.

—Las preguntas aquí las hago yo, caballero —repuso Alemán, intentando no perder los estribos.

—Las que sean pertinentes y no ofensivas, abogado —opuso el Astorga—. Y la suya no es lo uno y es lo otro.

—Mis preguntas son pertinentes hasta que su señoría diga lo contrario. Y la ofensa sólo la ve usted.

—¡Un momento! —terció don Rodrigo—. ¡Un momento, por todos los santos! ¡Que mal empezamos, por lo que veo! No discutan abogado y marqués. Letrado, ¿esa pregunta es pertinente?

—Lo es, señoría. Es atinente a la causa de todos los hechos.

—Pues no veo cómo —objetó el juez—. Los hechos se refieren a una agresión, a mercancías de matute y a no pagar pechos por los beneficios. Y no a si aquí el señor marqués se acostaba con su esclava o no. Rechazo la pregunta.

—Pero, señoría… —intentó oponerse Pedro.

—No discuta ni con el marqués ni conmigo, abogado. Se lo advierto por primera y última vez. Y continúe ahora con sus preguntas, pero por caminos de pertinencia.

El abogado de pobres respiró con fuerza, intentando calmarse. Lo soliviantaba que el juez se dirigiese al imputado por su título y no por su condición procesal, como era norma. Pero no quiso incidir en el trato desigual para no hostigar a don Rodrigo.

—Está bien —admitió—. Con su venia, señoría.

—Le vuelvo a decir que la tiene —manifestó el juez—. Pero ya sabe usted hasta qué punto.

—Don Raimundo —continuó el acusador—, ¿es cierto que María Pérez lo demandó ante el juez eclesiástico para que consintiese en el matrimonio convenido con Juan Jesús, y que el vicario judicial acordó su depósito en casa de don Bartolomé Gutiérrez para evitar represalias suyas?

—Señoría —se levantó don Luis de Salazar, que hasta entonces había escuchado el interrogatorio en silencio y con una media sonrisa en su rostro colmado de afeites—, no veo a qué viene esa pregunta. Lo que ocurriera en ese pleito ante la Iglesia no es relevante en este proceso penal.

—Sí lo es, señoría —objetó Pedro de Alemán, consciente más que nunca de las trabas que tanto juez como defensor le iban a poner en el asunto—. La cuestión es procedente y relevante. Porque ahí radica el móvil de las lesiones infligidas a mi cliente.

—Me estoy perdiendo, abogados —aseveró el juez—. ¿Qué demonios tiene que ver ese pleito ante don Anselmo con lo que aquí se ventila?

Y Pedro explicó entonces la demanda que había formulado en nombre de María Pérez, la petición de medidas cautelares presentada, el depósito acordado por el juez eclesiástico don Anselmo García de Rozas, y cómo, queriendo verse libre de las consecuencias de haber golpeado y marcado a Juan Jesús, el hoy acusado se había allanado a la demanda e incluso otorgado libertad a la negra. Y por eso ese pleito era relevante en la causa, en cuanto que en él se hallaba el germen del móvil de los hechos que se enjuiciaban.

—¿Lo que ha contado el abogado es verdad, don Luis? —preguntó el juez, dirigiéndose al defensor.

—Bueno, pues… —respondió Salazar y Valenzequi—, no sería capaz de decirlo, don Rodrigo… Tenga usted en cuenta que las medidas cautelares se adoptaron inaudita parte y que, por tanto…

—No ponga usted a prueba mi paciencia, don Luis —atajó don Rodrigo—. Diga blanco o diga negro, diantres. O es cierto o no lo es.

—Bueno, pues… sí —admitió Salazar—. Es cierto, en resumidas cuentas. Y hasta donde yo sé. Es decir, son ciertos los hechos del pleito, pero no las intenciones que se pretenden vislumbrar en la conducta de mi cliente en ese litigio.

—Pues entonces, si esos hechos son ciertos y si así lo admite la defensa y consta en acta, no es preciso que pregunte usted por ellos, abogado. Así que continúe. Y sea breve, hombre de Dios.

—Con la venia de usía —dijo Alemán de nuevo, lo que provocó un gesto de hastío en el juez—. Como usted diga. —Y dirigiéndose de nuevo al de Gibalbín—: ¿Es cierto, señor Astorga, que fue debido a esa demanda, y dado que María Pérez se hallaba fuera de su alcance y bajo el amparo del juez provisor, que decidió usted hacer recaer su furia en mi cliente Juan Jesús?

—No, no lo es. No es cierto en absoluto.

—Y entonces, ¿podemos saber a qué se debió que usted otorgara escritura de libertad a María, sin previa súplica, y que se allanara a su demanda?

—Caridad cristiana —respondió don Raimundo José, con ademán de mofa.

—Dicen que no es usted de los que regalan los maravedíes, y su esclava algunos valdría…

—Bah, está usted muy equivocado. Esa negra comía más de lo que rentaba, así que por eso le di libertad. Y que se casara con quien quisiera, que el caso era no tener que alimentarla más de balde. Por eso hice lo que hice, abogado, y no por otras razones.

Pedro de Alemán contempló al marqués de Gibalbín, su gesto jactancioso, el brillo de soberbia que titilaba en sus ojos, y se pasmó de su desfachatez y de su descaro. Que suponía burla a la justicia del rey. Pese a lo cual don Rodrigo lo escuchó impertérrito y sin decir palabra.

—Y entonces ¿por qué agredió usted a Juan Jesús?

—No lo agredí —respondió el Astorga—. Fui yo el agredido. Lo que hice fue defenderme, simplemente. Que es lo que cualquiera habría hecho en mi lugar. ¿O acaso usted no?

—Cuéntenos lo que pasó el día 31 de mayo de este año del Señor de 1756, lunes para más señas.

—No sé qué día fue ése ni qué pasó.

—Fue el día en que Juan Jesús sufrió la agresión y las lesiones por las que hoy estamos aquí, señor Astorga.

—Ah, ya.

—¿Tendrá a bien contarnos, pues, qué pasó?

—Pues que ese negro intentó agredirme, y yo hube de defenderme. Eso fue lo que pasó, y no más. Posiblemente, celoso por esas habladurías, que usted sigue propagando, de que yo hacía uso carnal de su negra. Celos de esclavo, y no otra cosa a mi criterio.

—¿Puede decirnos dónde ocurrieron los hechos?

—Ah, pues… En el Barranco de los Curtidores, creo recordar. Por ahí ocurrieron los hechos, y era de noche.

—¿Y qué hacía usted, un lunes y de noche, en el Barranco de los Curtidores?

—Y a usted qué le importa.

Y eso lo dijo sin subir la voz y sin descomponerse. Con desprecio tan sólo. Pedro fue a intervenir, pero el juez de lo criminal, que por poco proclive que se hubiese mostrado a enjuiciar a un veinticuatro tampoco estaba dispuesto a que se le faltase al respeto en su tribunal, tomó la palabra y se lo impidió.

—Pues a mí sí me importa, mire usted —adujo, inexorable—. Así que responda. Que por muy marqués que sea usted, en esta sala quien manda soy yo.

La furia encarnó el rostro de don Raimundo José Astorga y Azcargorta. Fue a replicar, mas observó el gesto de su abogado don Luis de Salazar, quien por señas le suplicaba templanza. Se contuvo, respiró hondo y asintió con la cabeza.

—Está bien —admitió. Y dirigiéndose al abogado de pobres, con la mirada ahíta de altivez—: ¿Qué pregunta era ésa?

—Le había preguntado que qué hacía usted, un lunes y por la noche, en el Barranco de los Curtidores.

—No lo sé. Negocios, supongo. O vendría de ver a alguien. A un Padilla, en la plaza de San Lucas, tal vez. No lo recuerdo.

—¿Y qué sucedió a continuación?

—Me topé con el negro ese, con su defendido. Con el tal Juan Jesús.

—Pues díganos qué ocurrió. No me obligue a sacarle las palabras como el barbero la muela, por vida del rey.

—A mí no me hable usted así.

—Lo que le pido, caballero, es que nos cuente qué sucedió esa noche según usted. Sólo eso. Y que no me obligue a estar preguntando a cada dos palabras suyas.

—¿No es ése su oficio, el de preguntar? —preguntó el marqués, sarcástico.

—Están ustedes dos agotando mi paciencia, caballeros —intervino don Rodrigo—. Estamos en una sala de justicia y no en un reñidero, pardiez. Hagan el favor de comportarse. Usted, abogado, no cascabelee al marqués. Y usted, marqués, procure responder a lo que se le pregunte. ¿Me han entendido ambos dos?

—Pues lo que sucedió —continuó el de Gibalbín después de la amonestación de don Rodrigo, que había recibido con una sonrisa dentuda— fue que nos topamos con el negro, que se abalanzó sobre mí con un palo, argumentando que me oponía a su matrimonio y que le iba a arruinar la vida. Y acusándome de que había llevado a cabo violencias sobre su negra y de otras cosas que, por recato, ni siquiera voy a repetir ahora. Eso fue lo que ocurrió, abogado. Yo fui el agredido y fue su cliente el que hizo uso de la violencia. Y, claro es, tuve que defenderme. Los dos criados que me acompañaban podrán testificarlo.

—¿Flageló usted a mi cliente?

—En legítima defensa.

—¿Marcó usted a Juan Jesús con un hierro al rojo?

—En el fragor de la contienda, tal vez. Pero para defenderme.

—¿Y para defenderse ha de marcar usted a un hombre como a una bestia?

—Cuando uno ha de defenderse no para en mientes.

—¿Y patearon sus esbirros después al negro hasta quebrantarle los huesos?

—Para defender a su amo, como era su obligación. Ellos mismos, se lo repito, podrán decírselo.

Pedro de Alemán miró fijamente al marqués. Volvió a asombrarse de su desfachatez y de su suficiencia. De esa convicción que rezumaba por cada uno de sus poros de que nada malo le podría ocurrir a alguien como él, de su alcurnia y de su linaje, en una sala de justicia de un tribunal como el de Jerez. Calibró cómo proseguir a continuación. Sabía que podría acorralarlo, asaetearlo a preguntas, poner en evidencia lo insostenible de su versión de los hechos. Pero se dio cuenta de que el Astorga y su abogado iban a confiar toda su defensa al testimonio de los dos criados que acompañaban al marqués en la noche de autos. Los cuales, sin duda, ratificarían y sostendrían la versión de su amo. Y se dijo que desvelar ahora los agujeros de esa versión y las brechas por donde hacía aguas era descubrir sus argumentos, y que era preferible guardárselos para con ellos desmontar la declaración de los testigos. Que, obvio era, serían enemigos de menos pelaje que el de Gibalbín.

Así que se dio la vuelta, se acercó al estrado y se dirigió al juez de lo criminal.

—¿Se me permite exhibir al reo la prueba documental aportada con la querella por esta parte?

—¿Qué prueba, letrado?

—El libro de comercio que acompañamos con nuestra querella.

—Proceda.

Alemán se acercó a la mesa del escribano y de allí tomó el librillo negro que le había entregado Juan Jesús en cuya portada figuraban, en letras doradas, el título, el escudo, el blasón y las armas del barón de Macharnudo, y en el que, según se sostenía en la querella, se daba prueba de los negocios ilícitos del marqués.

Exhibió el libro ante el imputado y aguardó a que éste lo examinara, lo que el de Gibalbín hizo desde lejos y sin interés.

—¿Conoce usted este libro? —preguntó Alemán.

—No —fue la respuesta sucinta de don Raimundo José.

—¿Nunca lo había visto?

—Jamás en mi vida.

—¿Sabe usted a quién corresponden los escudos y blasones que figuran grabados en letras de oro en su portada?

—Ni idea. Aunque supongo que usted me lo dirá.

—¿No son éstas las enseñas de don Felipe Luis López-Ursino y Madariaga, barón de Macharnudo?

—Pregúnteselo a él. No soy experto en heráldica.

—Se lo pregunto a usted.

—Y yo le insisto en que se lo pregunte a él. Que creo que está citado a esta sala en esta mañana.

—Caballeros —medió de nuevo el juez, a quien se veía a punto de perder la compostura—. Se lo voy a decir a ambos por última vez: no hagan que pierda los nervios. Y compórtense, voto a bríos.

—Se lo preguntaré al barón —continuó Pedro—. Pero cuando llegue el momento. Mas ahora se lo pregunto a usted.

—Pues no lo sé, mire usted. No sé si esas son las armas y los escudos del barón. No tengo ni idea.

—En muchas de las páginas del libro constan las iniciales «MG», como puede comprobar, si le place. ¿Sabe usted a qué nombre o título corresponden tales letras?

—Puesto que nunca vi ese libro, ¿cómo lo voy a saber?

—¿No podrían corresponder a su título de marqués de Gibalbín?

—Y también al nombre de Manuel González. Por ejemplo. O al de Matías García. También por ejemplo. ¿O no?

Y a continuación, Pedro de Alemán fue preguntando al marqués de Gibalbín por cada uno de los negocios que en el libro se detallaban, con fechas, inversión realizada en Gibraltar, tipos y calidades de mercancías adquiridas en el peñón y precio de venta de las mismas en Sevilla y otras ciudades andaluzas. Y en todos los casos se encontró con las respuestas remisas y las negativas obstinadas del marqués, a quien tenía que sacar las palabras como un cirujano el pus.

—¿Conoce usted a Eustaquio Cifuentes?

—No tengo el gusto.

—¿No era uno de los integrantes de las partidas contratadas por usted para introducir géneros de matute?

—No sé de qué me habla, abogado.

—¿Conoce usted a un individuo apodado el Negro, que era quien comandaba las partidas?

—Pues lo mismo. Ni idea, pardiez. Creo que está usted desvariando.

Y así transcurrieron más de diez minutos, entre preguntas de Pedro de Alemán intentando buscar resquicios para penetrar en la coraza de silencios y para trastocar la actitud remolona del de Gibalbín, que no perdía ocasión para hostigar al acusador, y las respuestas arrogantes y desdeñosas del imputado, que se mostraba extraño a todo lo que se le preguntaba.

El abogado de pobres, frustrado, renunció al fin a seguir preguntando. Y confió todas sus bazas a las pruebas testificales que habrían de practicarse a continuación.

—No hay más preguntas, señoría —manifestó, regresando a su asiento. Y no pudo dejar de ver la sonrisa de soberbia y petulancia que iluminó la cara del marqués.

Don Luis de Salazar y Valenzequi, que aunque vestía a la usanza de los abogados lo hacía con telas lujosas y camisa de hilo caro y blanquísimo, tomó la palabra. Formuló unas pocas preguntas al Astorga, intentando apuntalar su declaración anterior, que consideró plausible y hábil.

—¿Quiénes eran los criados que le acompañaban en la noche del 31 de mayo del presente año en el Barranco de los Curtidores, señor marqués? —había preguntado.

—Ambrosio Galán, mi cochero personal y encargado de mis cuadras, y Francisco Castro, que es uno de mis… asistentes —había respondido el de Gibalbín.

—¿Llevaba armas el negro Juan Jesús cuando les acometió, excelencia?

—Un palo con notable gordaria.

—¿E intentó agredirle con él?

—Y tanto. Que si no me aparto, me mata.

—¿Y fue entonces cuando su excelencia tuvo que hacer uso de la fuerza para defenderse?

—Usted lo ha dicho.

—En el libro que el abogado de la acusación le ha exhibido, ¿existe alguna anotación, firma, rúbrica o dato de cualquier tipo que vincule a su excelencia con lo que allí hay escrito?

—No, hasta donde yo sé. Que no es mucho por otra parte, voto a bríos. Pues acabo de ver por vez primera el maldito cuaderno.

—¿Ha satisfecho usted a la Hacienda real cuantos tributos le corresponden según el catastro del marqués de Ensenada?

—Por supuesto, don Luis. Válgame Dios, faltaría más.

—Pues ninguna pregunta más, señoría.

Don Luis de Salazar se retiró a su asiento meneando la cabeza, como si no diera crédito a que ese cliente suyo, tan ilustre y con tantos servicios al rey, pudiera estar sentado en el banco de los reos del tribunal. Y el marqués se levantó del estrado que había ocupado con similar ademán, para finalmente ir a sentarse en uno de los primeros bancos de la sala, junto a Felipe Sepúlveda, el pasante de don Luis de Salazar.

—Las pruebas —indicó don Rodrigo de Aguilar—. ¿Qué testigo ha de ser llamado, abogado?

—El querellante, señoría. El liberto Juan Jesús.

El ujier del tribunal dio la voz y entró en la sala de audiencias el testigo propuesto. Que, en cuanto fue visto por el público asistente, provocó la conmiseración de todos cuantos allí se hallaban. Andaba arrastrando los pies, más por exceso de temores por encontrarse donde se encontraba que por falta de fuerza. Iba vestido en paños humildes de color oscuro, camisa desabrochada en el cuello, la tez granosa, la nariz torcida, sus ojos de hombre asustado. Y, sobre todo, la terrible quemadura de su mejilla, en la que se veía a la perfección la cicatriz en forma de «G», el marcaje a fuego que había sufrido. Tomó asiento donde le fue indicado, dijo su nombre y dónde vivía y juró sobre la Biblia decir verdad. Y lo hizo con la voz trémula y sin apartar la vista del libro sagrado.

—Con la venia, señoría —comenzó el abogado de pobres—. Juan Jesús, ¿es cierto que fuiste esclavo de don Felipe Luis López-Ursino y Madariaga, barón de Macharnudo?

—Desde mi nacimiento, señor.

—¿Y es también cierto que ya no lo eres?

—Efectivamente, gracias a Dios y a lo que pude ir guardando a lo largo de los años, obtuve mi carta de ahorría y alcancé libertad.

—¿Y cuándo fue eso, Juan Jesús?

—En febrero de este mismo año, señor abogado. Por la Candelaria, en concreto.

—Ya sabemos que diste palabra de casamiento a María, a María Pérez; que el marqués de Gibalbín, su amo, se opuso a ello y que hubo un pleito por tal motivo. Y también sabemos el resultado del litigio. Por tanto, no te voy a preguntar por estos particulares. Pero sí por lo que aconteció en la noche del 31 de mayo de este año. ¿Puedes relatárnoslo, Juan Jesús?

El negro cerró los ojos, como si el simple recuerdo le provocara dolor. Cuando los volvió a abrir, un pequeño brillo de resolución refulgió en ellos.

—Yo volvía a casa después de una larga jornada de trabajo. Vivo en una habitación alquilada en una casa del Barranco de los Curtidores, ¿sabe usted? Que me coge más o menos cerca del palacio de su excelencia el señor barón. Cuando me faltaban pocos pasos para llegar a mi casa, vi a ese caballero —dijo, señalando al marqués de Gibalbín, que lo contemplaba impávido, sin pestañear—, acompañado de dos de sus criados. Yo ya los conocía, a los criados me refiero, pues solía frecuentar la casa del señor marqués cuando conducía el coche de caballos del barón de Macharnudo hasta la calle San Blas, y más de una vez los vi entrar y salir. Bueno, yo no frecuentaba la casa, pues nunca entraba en ella, sino que me quedaba en el coche, esperando a su excelencia don Felipe Luis. Pero desde el pescante de un coche se ven y se oyen muchas cosas, ¿verdad? Esos dos criados eran, según se decía entre el servicio de una casa y otra, de los que el señor marqués se solía acompañar en tareas… delicadas. Sí, delicadas. ¿Me entiende?

—Creo que sí, Juan Jesús. Así que conocías a esos criados. ¿Y qué sucedió después?

—Pues que vi a los tres, a su excelencia el señor marqués y a sus lacayos… no está mal que los llame así, ¿no…? Bueno, el caso es que los vi venir hacia mí. A los tres, que caminaban por la misma acera por la que yo andaba. Me hice a un lado, claro, porque a personas como el señor marqués hay que cederles el paso, pero vi que se detenían a poca distancia de mí, y que ocupaban todo el ancho de la acera. El señor marqués en el centro y sus dos criados flanqueándolo. Con miradas muy fieras los tres, señor. Y entonces supe que algo malo iba a pasar.

Se detuvo unos instantes, para tragar saliva y rehacerse, pues el simple hecho de recordar aquellos sucesos había minado su entereza, que tampoco era mucha al comenzar su testimonio.

—Los dos criados se vinieron hacia mí… Y me metieron a empujones en una casapuerta de la calle. Ya estaba oscuro y, aunque dos viandantes se aproximaron, la actitud de los lacayos los convenció para que mudaran su camino. Ni siquiera grité, señor abogado. No pensaba que fuera a pasar lo que pasó. Esperaba, sí, alguna bofetada, un torniscón, algo así. Y a eso yo ya estaba acostumbrado. Ya sabe usted la vida del esclavo, ¿verdad? Y más si se trabaja en casa de alcurnia. Pero —repitió, compungido— no pensaba que fuera a pasar lo que pasó.

—¿Y qué fue lo que pasó, Juan Jesús? —preguntó Alemán, animando al negro, que se había quedado en silencio con la cabeza gacha y meneándola, a que continuara.

—Pues… como le digo, me metieron a empellones en una casapuerta… Estaba oscura. Y allí me golpearon, me insultaron, decían que cómo unos negros se atrevían a demandar a su amo, a un noble, a todo un señor marqués, que cómo osaban oponerse a sus deseos, que éramos escoria, basura… Pero con palabras más gruesas y más malsonantes. No hará falta que las repita, ¿verdad…? Luego me desgarraron la camisa y el señor marqués me azotó. Con una fusta, hasta abrirme la piel y hacerme sangrar. Y, mientras lo hacía, vi con espanto que uno de los criados calentaba al fuego de una vela gorda que llevaban consigo un hierro, hasta ponerlo al rojo. Y entonces, sí, señor abogado, me revolví y grité, grité con todas mis fuerzas. Pero nadie pareció oírme, pues nadie vino en mi ayuda. Después…

—¿Qué pasó después?

—Esto —afirmó Juan Jesús, señalándose la mejilla izquierda lacerada y la horrible marca que casi la llenaba—. No me pida que describa el dolor que sentí en mis carnes, porque no sería capaz. De tan grande como fue. Y, no contentos, después de que el señor marqués me marcara a fuego y para toda la vida, los lacayos me patearon y me rompieron algunos huesos. Que hasta hace poco no han curado. Y estuve tirado en la casapuerta, medio sin sentido, hasta que allí me halló Rufino, uno de los mozos de cuadra del barón que vive por allí cerca. Eso fue lo que pasó, señor abogado. Sí, a fe mía. Eso fue lo que pasó.

Pedro de Alemán, encendido por el relato del negro, guardó silencio. Y lo hizo no sólo porque las palabras no le salían, sino también para dar tiempo al juez a asimilar la horripilante descripción que Juan Jesús había hecho de un episodio que, más que cualquier otra cosa que pudiera decir, mostraba a las claras la crueldad y la barbarie del marqués.

—Juan Jesús —continuó después del breve lapso—, dice el señor Astorga que tú le acometiste. Que fuiste tú quien le atacó y que él lo único que hizo fue defenderse.

—¿Que yo…? ¿Que yo…? —respondió el testigo, llevándose las manos a la cabeza, incrédulo, pues nada sabía de la versión del de Gibalbín, puesta por primera vez de manifiesto en ese juicio—. ¿Que yo qué…? Pero ¿cómo va a ser eso…? ¿Cómo un liberto como yo, un pobre negro, va a osar acometer a su excelencia el marqués? ¿Y por qué habría de hacerlo? ¡Dios mío, no entiendo nada! ¡De verdad que no!

—Según el acusado, sentías celos por María, por lo que hubiera podido pasar en su casa y con su dueño.

Juan Jesús se quedó unos instantes pensativo, reflexionando sobre las palabras de Pedro.

—Sí, ya… Pero no… Claro que no. ¿Celos? ¿Por qué? María es, bueno, era la esclava de su excelencia. Él, por tanto, tenía derecho a hacer con ella lo que le placiera. Fuera lo que fuese… No había motivos para oponerse ni para sentir celos. Era su derecho, ¿verdad, señor abogado? —Y repitió, llena su voz de una tristeza tan profunda como el infinito—: Era su derecho, por Dios.

—Y dice que llevabas un palo con una buena gordaria.

—No, no, eso no es verdad. Con todos los respetos —negó Juan Jesús, meneando la cabeza—, y sin querer faltar a su excelencia. No es verdad lo que su excelencia dice, se lo juro que no. Con perdón por jurar, pero es que no es verdad lo que se afirma. Yo no llevaba ni palo ni arma alguna. Como usted bien sabe, a los esclavos se les prohíbe portar armas, sean blancas o de madera. Jamás porté armas, por tanto, pues siempre cumplí con los bandos del concejo. ¿Por qué habría yo de llevar conmigo un palo con gordaria siendo liberto, si no lo llevé cuando era esclavo? No tiene sentido, don Pedro. Yo nunca acometí a su excelencia. ¡Jamás se me habría ocurrido! Lo juro por Dios, todo ocurrió como he contado, y si miento que Dios me castigue con la condenación eterna.

Un silencio solemne se hizo en la sala cuando Juan Jesús calló. Pedro de Alemán miró al juez, que a su vez lo contemplaba fijamente, sin exteriorizar emoción alguna. Observó a don Damián, el escribano del cabildo, que tenía la vista clavada en el de Gibalbín, como asqueado. Miró después al público, y percibió cómo muchos en la sala llevaban sus miradas desde el negro, sentado en el estrado de los testigos, apesadumbrado y como sin comprender nada, hasta el marqués, que continuaba imperturbable, altanero, al frente la vista, sentado al lado del pasante Sepúlveda; y creyó ver en el gesto de muchos incomprensión por que alguien pudiera abusar de un hombre indefenso de la forma en que allí se había contado. Se acercó a la mesa del escribano y tomó el librillo negro que antes había exhibido al Astorga.

—Juan Jesús —preguntó—, ¿viste este libro con anterioridad?

El negro posó la mirada en el letrado, como pidiéndole que no lo pusiese en más aprietos de los precisos. Luego bajó la mirada al librillo y asintió.

—Sí.

—¿Dónde?

—En poder de mi antiguo amo y actual señor.

—¿De quién hablas? ¿Puedes decir su nombre?

El negro dudó. Miró de nuevo al abogado, suplicante, como recordándole sin palabras aquella promesa que le había hecho en el Barranco de los Curtidores cuando le hizo entrega del librillo y le aseguró que nadie sabría nunca quién se lo había dado.

—Bueno… sí, claro —dijo al fin—. Don Felipe Luis López-Ursino y Madariaga. Vi este libro en poder de su excelencia el barón de Macharnudo.

—¿Era suyo el libro?

—Supongo que sí. Si estaba en su poder, sería suyo, ¿no?

—Gracias, Juan Jesús. ¿Frecuentaba el barón la casa palacio de don Raimundo José de Astorga y Azcargorta?

—Sí, sí, casi cada semana.

—¿Qué hacían allí?

—¿Y yo cómo lo voy a saber, señor abogado?

—Claro, disculpa. Quiero decir, ¿sabes si iba por negocios, por asuntos de comercio?

—Bueno… creo que sí.

—¿Y cómo lo sabes?

—Pues… por las pocas palabras que pude oír en el pescante, cuando llevaba a mi señor el barón a su casa de la plaza de la Encarnación desde la calle San Blas, y sobre todo cuando en una ocasión habló de esos negocios con su esposa, la excelentísima baronesa doña Francisca Adorno y López de Carrizosa.

—¿Y qué palabras eran ésas?

—Pues… no sé… Le oía murmurar, cuando iba solo, acerca de negocios, telas y escudos. Y en la ocasión en que le hablo, comentó el señor barón a su señora esposa los beneficios que los tratos con el señor marqués le iban a reportar.

—¿Sabes qué tipo de negocios eran?

—No, señor. Aunque supongo que constarán en ese libro, ¿verdad?

—¡No suponga el testigo! —interrumpió don Rodrigo, a quien se veía exasperado—. Y diga sólo lo que sabe y no lo que imagina.

La reconvención del juez de lo criminal acabó con la poca entereza que el negro Juan Jesús aún conservaba. Respondió confuso e inseguro a las siguientes preguntas de Pedro, que, satisfecho con lo conseguido y temeroso de perder esa ganancia si continuaba el interrogatorio, decidió cesar en sus preguntas y devolver la palabra al juez.

—Pues es el turno de la defensa —dijo don Rodrigo de Aguilar—. Cuando usted quiera, don Luis.

A pesar de su edad, don Luis de Salazar y Valenzequi se levantó de su asiento raudo y veloz como pastor de cabras en casa de putas. Se acercó a grandes zancadas al sitial de los testigos y puso ambas manos sobre el estrado. Invadiendo el espacio del negro, que reculó. Y miró fijamente a Juan Jesús, que pareció arrugarse como uva en la solana.

—¿No es cierto que el suceso que acabas de narrar y a resultas del cual acabaste con lesiones ocurrió antes de que el marqués se allanara a la demanda de la negra María Pérez ante el juez provisor y antes de que le diera libertad?

—Bueno… sí —respondió Juan Jesús, despavorido ante el tono intimidatorio del defensor—. Creo que sí.

—Así pues, es también cierto que cuando esos hechos acaecieron la negra aún era esclava del señor marqués. ¿Es cierto?

—Sí, claro. Es cierto.

—Y, por tanto, cuando esos hechos suceden, pensabas que el marqués se seguía oponiendo a vuestro matrimonio, ¿verdad?

—Yo… no sé… no sé qué quiere usted decir…

—Y que, por eso —continuó don Luis, sin dar tiempo al negro a responder a su anterior pregunta—, fue que arremetiste contra su excelencia e intentaste causarle daños. Porque pensabas que se oponía al casamiento. Di, ¿no es verdad lo que digo?

—¿Cómo…? ¡No! ¡Pues claro que no es verdad lo que usted dice, señor abogado! ¡No es verdad en absoluto! ¡Todo ocurrió como yo le he contado!

—¿Y pretendes que creamos en lo que tú dices en vez de en lo que sostiene su excelencia el marqués? ¿De verdad pretendes que creamos en tu palabra?

Y esta última pregunta la hizo Salazar en voz resonante y luego se quedó mirando al negro, que a su vez lo miró anonadado, y después el letrado se giró, y contempló al público y al marqués con una sonrisa en los labios, abiertos ambos brazos como queriendo evidenciar lo insoslayable de su pregunta. Y como dando por zanjada la cuestión, triunfante y eufórico. Mas entonces se oyó la voz de Juan Jesús, que brotó frágil al principio, pero que fue adquiriendo fuerza a medida que hablaba.

—Me pregunta usted si quiero que se crea en mi palabra —dijo e hizo una pequeña pausa. Su voz sonaba áspera—. Bien. Es lo que cualquier hombre querría, ¿no? Y yo soy un hombre, señor, y un hombre libre por demás. Y el color de mi piel no es razón para que no se me crea. Así que le respondo: sí, quiero que se crea en mi palabra, señor abogado. Porque lo que digo es verdad. Y porque, además, no empeñaría mi palabra en una mentira. Porque sepa usted, señor, que soy pobre, y negro, y liberto, pero tengo mi orgullo y mi honor, como todo hombre. Y el honor de un hombre no está en el color de la piel, ni en el deje de su voz ni en sus ancestros. Está en su alma, en su corazón, y el alma y el corazón de los hombres no tienen color. Sí, señor, quiero que se crea en mi palabra, porque lo que digo es verdad y porque mi palabra es todo lo que tengo. ¿Cómo no querría que se me creyera, si en ello empeño todo cuanto poseo? Que es, señor abogado, mi honor y mi palabra.

Don Luis de Salazar se había ido girando al tiempo que iba escuchando al negro y su faz se fue demudando en igual medida. Hasta empalidecer por completo. Y quedó sin saber qué decir, tan sobrecogedoras habían sido las palabras del testigo que, tras decirlas, pareció encogerse en su asiento, como el reo esperando en el patíbulo la apertura de la trampilla.

—¿Va usted a seguir preguntando, don Luis? —tuvo que intervenir el juez de lo criminal, ante tan dilatado silencio del abogado.

—¿Cómo? Yo… sí… Por supuesto —acertó a decir Salazar, intentando recomponerse.

—Pues venga de ahí, señor de Salazar, que son casi las diez y vamos para las dos horas de juicio. Y mucho me temo que aún nos queda, voto a bríos.

—Sí, claro. Con su venia, señoría.

Y se acercó al estrado del escribano, cogió el librillo aportado por Alemán, fingió examinarlo, tosió para aclararse la voz y, por fin, recompuesto, se dirigió de nuevo al estrado donde se hallaba el testigo.

—Vamos a ver. Dices que este libro pertenece al barón de Macharnudo. ¿Cómo lo sabes?

—Pues… porque lo he visto en su poder, señor.

—Dime qué pone. En cualquiera de sus páginas. —Y entregó el libro a Juan Jesús.

Éste lo asió en sus manos, lo abrió y fue pasando hoja por hoja, hasta que a la postre lo cerró y lo devolvió al letrado.

—No sé leer, señor —reconoció.

—Ah, no sabes leer… Y entonces ¿cómo sabes que este libro es el que viste en poder del barón?

—Bueno… yo… vi siempre en su poder un libro igual. Con la tapa negra y esas letras doradas y esos escudos y esos blasones.

—Un libro igual… Bien, bien. Así que no puedes asegurar que el libro que viste y éste sean el mismo, ¿verdad?

—Yo, claro… No, supongo que no.

—¿Y entonces?

—¿Y entonces qué, señor abogado?

—Que has mentido.

—¿Que yo he mentido?

—Evidentemente, porque antes, a preguntas de la acusación, dijiste que este libro era propiedad del barón y que lo viste en su poder.

—¡Y es que lo es, señor! ¡Y lo vi! ¡Siempre lo vi en manos de su excelencia el barón! ¿Qué es lo que pretende usted, por los clavos de la santa cruz?

Pedro de Alemán, viendo el apuro en que su testigo se hallaba, se levantó de su sitial.

—¡Con la venia, señoría! —exclamó—. Mi colega está intentando enredar al testigo.

—Y por vida del rey que lo ha conseguido, señor de Alemán —repuso don Rodrigo de Aguilar y Pereira—. Y no interrumpa, por favor. Don Luis, ¿qué pretende usted? ¿Que se encause al testigo por perjuro?

—Evidentemente, señoría —afirmó Salazar.

—¡Señoría! —continuó Alemán a pesar de la orden del juez—, lo que el testigo ha dicho es que este libro es del barón, y lo es, pues constan en su portada su nombre y sus emblemas. ¡Ha dicho la verdad, pues!

—Eso me corresponde a mí decirlo, señor de Alemán, y no a usted. De cualquier modo, nos pronunciaremos posteriormente, en nuestra sentencia, sobre la cuestión planteada. Si es que hay sentencia —añadió, enigmáticamente—, y si procede. ¿Alguna pregunta más, don Luis?

—Pues no, señoría. Creo que todo ha quedado meridianamente claro, ¿verdad?

—A mí no me pregunte usted, señor de Salazar —objetó el juez, molesto y como queriendo poner de manifiesto que allí mandaba él y que no iba a tener especial consideración con ninguno de los abogados. Pues, además, era hombre que no guardaba especial afecto a ese oficio—. Que no soy ni imputado ni testigo, ¿se entera? Y si el tema ha quedado claro o no, soy yo quien habrá de decirlo. Señor de Alemán, ¿le quedan más testigos?

—Sí, señoría.

—¿Cuántos, pardiez?

—Pues los propuestos y admitidos.

—¿Y cuántos son tales?

—Cinco, señoría.

—¡Voto a bríos! ¿Cinco?

—Sí, don Rodrigo.

—Pues sea breve, letrado, o yo me encargaré de que lo sea. ¿Cuál es el siguiente?

—María Pérez, señoría.

El ujier pronunció su nombre y la negra entró en la sala con paso hierático, horizontal la mirada, majestuosa en un vestido blanco que resaltaba sus grandes pechos, su tez de membrillo cocho y sus ojos enormes. A preguntas del abogado de pobres relató todos los hechos que la habían llevado hasta allí. Resistió con aplomo y carácter las acometidas de don Luis de Salazar, que pretendió incurriera en contradicción, que puso en duda su decencia y que, finalmente, tuvo que regresar a su sitial, rendido ante la determinación de María.

Desfilaron después por el estrado de los testigos el médico que había atendido al querellante a requerimiento del sastre Gutiérrez, don José Capilla de nombre, y Rufino Peña, el mozo de cuadras que había hallado malherido al negro.

El médico don José Capilla dio cuenta de las lesiones que había diagnosticado en el cuerpo de Juan Jesús y del origen de las mismas. Y a preguntas del acusador, detalló con pelos y señales cómo el hierro ardiente había desgarrado dermis y epidermis hasta llegar a los nervios y el horrendo dolor que la víctima debió de haber padecido. Y más de una dama del público tuvo que aplicarse sales ante lo vívido de la descripción del galeno.

—¿Tenía Juan Jesús —había preguntado el abogado de pobres— alguna herida en su propio cuerpo que evidenciara que había intentado atacar a alguien?

—No le entiendo —había contestado el médico, sorprendido por la cuestión formulada.

—Lo que quiero saber, don José, es si en los nudillos de Juan Jesús, o en sus manos o en cualquier otra parte de su cuerpo vio usted heridas que le hicieran pensar que había golpeado a alguien. Porque entiendo que si uno golpea a otro con el puño, por ejemplo, alguna marca le habrá de quedar, ¿no?

—Sí, claro. Pero no, no vi ninguna herida del tipo de las que usted señala. Sólo observé moraduras en los brazos, señal de que intentó protegerse con ellos de las patadas que estaba recibiendo.

Don Luis de Salazar no había estado menos hábil a la hora de interrogar al médico.

—Ha dicho usted, don José —había observado el defensor—, que no advirtió marcas ni en los nudillos ni en las manos ni en los puños del negro. Pero, claro, si su ataque hubiese sido con un palo con gordaria, no quedaría ningún rastro en su cuerpo, ¿verdad?

—¿Có… cómo? ¿Eh? —había tartamudeado el galeno, cogido por sorpresa en ese fuego cruzado—. Bueno, pues no, claro, si hubiese usado un palo no habrían quedado señales, evidentemente.

Rufino Peña, el mozo de cuadra del barón, un jovenzuelo barbilampiño de menos de veinte años y mirada despierta, relató cómo había hallado a Juan Jesús, malherido y medio inconsciente, en una casapuerta del Barranco de los Curtidores.

—Vivo en la calle Gilas, con mis padres. Y para ir a mi casa desde el palacio de su excelencia el barón debo pasar por el Barranco de los Curtidores —declaró el mozo—. Esa noche caminaba distraído, pensando en mis cosas, cuando al pasar por una casapuerta en penumbras oí unos gemidos. Y estuve a punto de salir corriendo, que ya sabe usted que en estos días es mejor no meterse en marimorenas que a uno ni le van ni le vienen. Pero pudo más mi curiosidad y me asomé. Que ya me dice mi madre que soy más curioso que un gato. Y ahí estaba el pobre negro, hecho un eccehomo, señor. Que daba pena verlo.

—¿Y qué hiciste, Rufino?

—Pues me fui corriendo a la plaza de Belén y le traje agua del caño que hay allí, junto al convento de los mercedarios, y conseguí que se recuperara un poquito —explicó—. Y cuando ya pudo andar lo acompañé a su casa e hice que se acostara.

—¿Llamaste a la ronda?

—No.

—¿Por qué?

—Porque cuando uno llama a la ronda nunca sabe si va a salir preso por consecuencia del aviso, señor.

—¿Tampoco llamaste a un médico, Rufino?

—El pobre Juan Jesús no tenía con qué pagar al físico. Ni yo, claro. Me dijo que los dolores se le pasarían y que para la quemadura ya se aplicaría emplastos de miel y cebolla, que decía que le irían bien. Aunque daba pena verlo, al pobre hombre, y me dio no sé qué dejarlo solo. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Eso sí, fui cada día a visitarlo, le di cuenta al mayordomo del barón de que Juan Jesús no podría trabajar en unos días y, cuando él me lo pidió, le llevé la nota al alfayate de la calle Algarve.

—¿Qué te contó Juan Jesús de la agresión?

—Pues que había sido el marqués de…

—¡Señoría! —interrumpió don Luis de Salazar—. Es un testimonio inválido. Lo que le dijeran nada importa. Lo que importa es lo que el testigo viera u oyera.

Don Rodrigo de Aguilar y Pereira reflexionó unos instantes. Consultó después con su asesor don Rafael Ponce de León, con quien conferenció en voz baja.

—Pues si el testimonio válido es, según usted, abogado, lo que el testigo viera u oyera —dictaminó finalmente el juez de lo criminal—, claro es que nos puede contar lo que oyó de labios del querellante, ¿no lo cree usted así? Así que responda el testigo a la pregunta que se le ha hecho. Y abrevie, señor de Alemán.

Y Rufino Peña contó todo cuanto le había narrado Juan Jesús: que había sido azotado por el marqués de Gibalbín, marcado a fuego y apaleado finalmente hasta quebrantársele los huesos.

—¿Había un palo con gordaria en la casapuerta cuando llegaste, Rufino? —preguntó después el abogado de pobres.

—No, señor. Yo no vi palo ninguno.

En su turno de preguntas, don Luis de Salazar consiguió que el testigo reconociera que cuanto sabía de la agresión era por boca del negro, dado que él no la había presenciado. Y que nada podía decir acerca de quién acometió primero a quién.

—Has dicho, muchacho —preguntó al final de su interrogatorio Salazar—, que no viste palo alguno con gordaria en la casapuerta. Pero es posible que alguien se lo llevara antes de que tú llegases, ¿verdad?

—Bueno, sí —respondió el mozo de cuadra—, posible sí es. Pero la verdad es que me extraña.

—¿Y eso por qué?

—Pues porque me parece estúpido que alguien se llevase el palo y no se llevase la faltriquera del pobre Juan Jesús, que estaba tirada en el suelo junto a él. Y no creo que hubiese mucho dinero en ella, pero algunos chavos sí que habría, ¿no?

Eustaquio Cifuentes, aquel hombre pequeño, de ceño adusto, entrecejo corrido y gran cantidad de vello en el cuerpo a quien Pedro de Alemán había defendido en el juicio por contrabando celebrado en octubre del pasado año, fue el siguiente testigo de la acusación. Nadie debió de advertir al lebrijano acerca de lo que se ventilaba en ese juicio y de quiénes eran las partes, pues compuso gesto de pasmo en cuanto vio al abogado de pobres ejerciendo la acusación. Sin dejar de mirar a Pedro con los ojos muy abiertos, tomó asiento en el estrado de los testigos, dijo su nombre y profesión —cabritero, aseguró ser—, juró decir verdad sobre la Biblia y aguardó a verlas venir.

—Fue usted detenido el pasado año, aquí en Jerez, por la ronda de aduanas, acusado de contrabando, ¿verdad, Eustaquio?

—Y usted me defendió y salí absuelto —respondió Cifuentes, malhumorado—. ¿A qué viene todo esto, pardiez?

—Puesto que salió absuelto, ya nadie puede acusarle de aquel delito. Ni aunque usted lo reconociera ahora, podría ser condenado, pues la ley lo prohíbe. ¿Me ha entendido usted?

—Por vida del rey que no. ¿Qué diantres quiere usted de mí?

—Saber quién lo contrató para aquella partida, para el matute de géneros desde Gibraltar a Sevilla.

—¿A Sevilla? —preguntó el hombre, sin humor ninguno—. ¿No quedamos en que iba para Cádiz?

El juez de lo criminal, don Luis de Salazar y Valenzequi y el resto de los curiales que habían asistido al juicio del contrabandista tuvieron que ahogar una carcajada al oír al testigo. También Pedro tuvo que disimular una sonrisa al recordar la táctica con que había ganado aquel proceso.

—Bueno, es igual —dijo—. Fuera usted a Cádiz o a Sevilla, lo que quiero saber es quién o quiénes fueron las personas que le contrataron, Eustaquio.

Cifuentes contempló muy seria y fijamente al letrado, intentando vislumbrar de qué iba aquello. Desconfiado como era, tuvo que pensar que querían enmarañarlo y meneó la cabeza, decidido.

—Pues se lo dije entonces y se lo digo ahora. No tengo ni idea. Era el Negro quien se encargaba de contactar con los señores.

—¿Esos señores eran de Jerez?

—Ni idea.

—¿Nunca los vio usted?

—Nunca.

—¿Conoce a ese caballero? —preguntó, señalando al marqués de Gibalbín.

—Jamás lo he visto antes —afirmó Cifuentes tras echar una brevísima ojeada al Astorga y Azcargorta, que le mantuvo la mirada, displicente, y continuó inmutable.

—¿El Negro nunca les habló de quiénes eran sus patronos?

—El Negro es hombre suspicaz y habla lo preciso únicamente.

—¿Pero nunca les dijo nada? ¿Ni ustedes preguntaron?

—Mire usted, como se llame, que ya no me acuerdo de su nombre —replicó Eustaquio, echándose para adelante en el estrado y poniendo ambas manos sobre la barandilla—. Le voy a reconocer que estuve en Jerez el año pasado en la partida aquella en que me apresaron y nada más. ¿Me entiende usted, abogado? Nada más. En lo que a usted concierne, sólo estuve aquí esa vez y jamás he vuelto, y esperaba no volver. Hasta que a través de la Casa de Justicia de Lebrija se me hizo llegar la citación para que compareciera aquí en el día de hoy. Y eso he hecho, porque soy hombre cumplidor de la ley. Y porque allí me dijeron que si no comparecía me podrían dar pregones y requisitorias. Y he venido, aquí estoy. ¿Qué más quieren de mí? Y eso que ni siquiera sé quién me va a pagar los reales que me ha costado el carro apestoso en que he viajado desde Lebrija hasta Jerez. Ni sé quiénes financiaban el matute ni me interesa. Sólo vine a ganarme unos pesos, que ni siquiera nos pagaron conforme a lo prometido. Pues nos dijeron que al haber sido apresados, el salario se partía hasta la mitad. O menos, no recuerdo. Así que hasta ahí llego y ya está bueno lo bueno, pardiez.

Pedro de Alemán, desanimado, intentó sacar alguna información a Eustaquio Cifuentes y estuvo varios minutos preguntando, mas se halló con un muro impenetrable. El cabritero sabía lo que sabía y de ahí no había quien lo sacara. Cedió la palabra a don Luis que, a la vista de lo acontecido, preguntó someramente al lebrijano y enseguida regresó a su asiento, devolviendo la palabra al juez.

—Creo que ya sólo le queda un testigo, ¿verdad, abogado? —preguntó don Rodrigo de Aguilar.

—En efecto, señoría —respondió Alemán.

—Pues díganos su nombre, si le place.

—Don Felipe Luis López-Ursino y Madariaga, barón de Macharnudo.

La entrada del barón, después de casi cuatro horas de juicio, no causó la expectación que él mismo pretendía. Y no porque el público o los curiales estuviesen aburridos, nada más lejos de ello, sino porque su presencia, con su sonrisa afectada, sus sedas de color gris perla, su peluca empolvada, los lujosos aderezos de su indumentaria, el color cosmético de su piel y su mirada laxa, provocaba más rechazo que interés.

—¿Ha mantenido usted negocios —fue la primera pregunta que Pedro le hizo, a bocajarro— con el reo en este proceso, don Raimundo José Astorga y Azcargorta?

—Pues claro que no —respondió sin pausa el aristócrata—. Nosotros, los nobles, nos dedicamos a las tierras, a cederlas en aparcerías o en arrendamientos, y a los derechos de los que obtenemos rentas, sean censos o hipotecas. Ah, y a las cosas del concejo, que no son pocas. Los negocios los dejamos, caballero, para… los mercaderes.

—¿A qué se deben, pues, sus frecuentes visitas a la casa del marqués?

—Asuntos del concejo. El marqués ostenta en el cabildo la Diputación de Consolación y yo la de Patronos. Y eso hace que debamos vernos de vez en cuando.

El abogado de pobres se acercó a la mesa del escribano, alzó las cejas mirando al juez, pidiendo silenciosamente venia, que le fue concedida con otro ademán, asió el librillo negro y se acercó de nuevo al estrado de los testigos.

—¿Son sus armas y emblemas las que aparecen en la portada de este cuaderno?

—Pues… a ver —pidió el barón, que examinó después cuidadosamente el libro—. Sí, se parecen. El artesano que las ha grabado es sin duda un gran artista. Pero jamás vi este libro, abogado. No éste en concreto.

—¿Tal vez uno igual?

—Igual no, parecido.

—¿Y para qué lo usa?

—Le estaba hablando de mi misal, en el que figuran grabadas mis insignias. Y mucho me temo que ese cuaderno que usted me muestra no sea un misal.

—¿Y cómo se explica usted que en este libro, que según dice no es suyo, se hallen grabadas sus enseñas?

—Yo no tengo por qué explicar nada al respecto. Explíquelo usted si puede.

—Mi explicación es obvia: el libro es suyo y por eso muestra sus divisas.

—Pues yo le digo que no lo es. Y en lo que a mí concierne, usted mismo ha podido estampar mis armas en ese librejo. Y a saber con qué intenciones.

—¿Le importaría, barón, leer su contenido?

—En absoluto —contestó el López-Ursino, que fue pasando una tras otra las hojas del cuaderno—. Números y más números, ¿no?

—Y descripciones de géneros, con sus costos de compra y de venta. Y esas iniciales que figuran en la columna central de cada página.

—¿Qué iniciales, letrado?

—Una «m» y una «g». Ambas mayúsculas. ¿No las identifica?

—A fe mía que no. ¿Sería usted tan amable de iluminarme?

—Por supuesto que sí —dijo Pedro, a quien ese juego del barón, contestando con preguntas al igual que había hecho el de Gibalbín, como si ambos hubiesen decidido actuar al unísono, comenzaba ya a cansar—. Podrían significar «marqués» y «Gibalbín».

—Sí, ¿por qué no? —admitió don Felipe Luis—. Pero también otras muchas cosas, ¿verdad?

—¿No es cierto, caballero, que en ese libro se reflejan las cifras y conceptos de los negocios mantenidos entre usted y el reo consistentes en la compra de mercancías en Gibraltar y su venta en el reino sin pagar alcabalas?

—¿Me está usted acusando de contrabando, abogado? —preguntó el barón, muy calmado—. ¿A mí, Felipe Luis López-Ursino y Madariaga, barón y caballero veinticuatro?

—A quien se acusa en este juicio es a don Raimundo José Astorga y Azcargorta, y no a usted.

—Y si piensa que yo intervengo en esos negocios, ¿por qué no dirigió también contra mí su querella?

—Las disputas que ha mantenido mi cliente lo han sido con el señor Astorga y no con usted.

—Así que ha habido disputas entrambos…

—Me he expresado mal. No han disputado, sino que uno ha marcado a fuego al otro. Posiblemente porque el señor Astorga pensaba que Juan Jesús seguía siendo esclavo. De usted.

—Pues ya ve, no lo era.

—¿Es cierto que obtuvo su carta de ahorría allá por febrero?

—Cierto es.

—¿Y es cierto que el marqués desconocía que ya Juan Jesús era hombre libre y que por eso lo marcó, pensando que arreglaría con usted el daño?

—No vivo en las mientes de su excelencia el marqués. Que, según me ha contado, no agredió al negro, sino que se limitó a defenderse de su ataque.

—Juan Jesús ha manifestado que vio este libro en su poder, señor López-Ursino.

—¿Otra vez vinculándome con esos negocios de matute? ¿Lo ve usted? Desde el momento en que me inmiscuye en esos tejemanejes, me hace extensiva la acusación, ¿o es que no se da cuenta?

—De lo que me doy cuenta, caballero, es de que no ha respondido usted a mi pregunta.

—¿Y cómo quiere que le responda, si usted no pregunta sino que acusa? Y he de advertirle que mala ganancia va a obtener usted de todo esto si persiste en señalarme. Porque yo, letrado, nada tengo que ver ni con ese libro ni con su contenido, y presentaré libelo contra usted si prosigue en su empeño.

Durante más de veinte minutos estuvo Pedro de Alemán intentando sonsacar al barón de Macharnudo, pero el López-Ursino, cínico hasta la extenuación, no se dejó ni acorralar ni amilanar. Y el juez de lo criminal tuvo que llamar varias veces al orden a ambos, que se enzarzaban en porfías a cada paso. Al fin, Pedro, consciente de que continuar por esas veredas sólo le iba a traer nuevos reproches de don Rodrigo y el hastío del público, decidió dejar de preguntar. Y no sin frustración y enfado. Don Luis de Salazar renunció por su parte a interrogar a ese testigo, sabedor asimismo de que las cosas estaban bien tal como estaban en lo que a don Felipe Luis concernía.

—Pues si no hay más preguntas para el señor barón, puede retirarse —indicó el juez. Y cuando el López-Ursino bajó del estrado y se acomodó entre el público, muy cerca del marqués, con quien había intercambiado una mirada de inteligencia y una sonrisa breve, añadió don Rodrigo, dirigiéndose a Alemán—: Creo que ha acabado usted con sus pruebas.

—Así es, señoría —reconoció Pedro de Alemán, nada contento.

—Pues es su turno, don Luis. ¿Cuáles son sus probanzas?

—Dos testigos, don Rodrigo.

—¿Sus nombres?

—Ambrosio Galán y Francisco Castro, sirvientes ambos de mi cliente.

—Pues que pase el primero.

Ambrosio Galán era un individuo ancho como un carro, cejijunto y con la piel grasienta. De mirada huidiza, juró decir verdad y aguardó a las preguntas de don Luis de Salazar. Éste le preguntó por la noche del 31 de mayo último y por lo sucedido en el Barranco de los Curtidores, y el tal Galán vino a repetir, casi a la letra, lo dicho por el marqués.

Cuando Salazar hubo terminado su interrogatorio, Pedro se levantó de su asiento como un gato montés, sin dar tiempo ni a que el juez le concediese la palabra. Mas se retuvo en cuanto llegó al estrado de los testigos, respiró hondo, pidió venia y le sonrió a Ambrosio Galán, que le rehuyó la mirada y no le devolvió el gesto.

—¿Conducía usted esa noche el coche de caballos del marqués?

—Sí. Soy su cochero, como antes he dicho. Y encargado de sus cuadras.

—El carruaje de don Raimundo es un coche de rúa con doble capota, ¿verdad?

—Sí.

—Esa noche refrescaba, ¿es cierto? Aunque ya estábamos a finales de mayo.

—Creo recordar que sí.

—¿Llevaba el coche ambas capotas cerradas?

—Sí.

—¿Iba usted al pescante?

—Sí.

—¿Y su compañero Francisco Castro?

—A mi lado, en el pescante también.

—Y el marqués, supongo, iría en el interior del carruaje, ¿es así?

—Pues claro. ¿Dónde quiere usted que fuese su excelencia?

—Pues si iban ustedes en coche de caballos, ¿me puede explicar cómo los acometió Juan Jesús?

—¿Cómo dice usted?

Ambrosio Galán levantó la mirada por primera vez en la mañana. Y el brillo que se observó en ella fue de sorpresa y de temor. No lo habían advertido de la agudeza del abogado de pobres ni preparado para ese tipo de preguntas.

—Pues le pido que me explique cómo es posible que mi cliente acometiera al marqués si éste iba en el interior del coche y con las capotas cerradas. Eso le pido, buen hombre. Porque abalanzarse con las manos desnudas contra un caballo y su coche es de locos. ¿O no lo cree usted así?

—Es que ese negro… parecía como loco —acertó a decir el cochero.

—Responda a mi pregunta, por favor.

—Pues… el caso es que… que nos acometió.

—Y usted, claro, le echaría el caballo encima, ¿no?

—Pues… no.

—¿Por qué?

—¿Por qué qué?

—Que por qué no espantó al agresor limitándose a echarle el caballo encima.

—Pues… no lo sé.

—¿Y qué hicieron ustedes entonces?

—Detuve el carruaje.

—¿Para qué?

—Porque así… porque así me lo ordenó su excelencia. Creo.

—¿Cree o está seguro?

—Bueno, sí… estoy seguro.

—¿Y qué hizo el negro?

—Ah, ahora recuerdo… Detuve el caballo porque el negro agarró con sus dos manos el bocado y obligó a que el caballo se parase.

—Así que Juan Jesús puso ambas manos en el bocado del caballo. ¿Es así como lo recuerda?

—Sí, estoy seguro.

—Y entonces, ¿dónde llevaba el palo con gordaria con que según ustedes había amenazado al marqués?

—¿Cómo dice?

—Lo que ha oído.

—Yo… yo… no lo sé. Entre las ropas, supongo.

—¿Está usted seguro de que ese hombre llevaba un palo?

—Yo… creo que sí.

—¿Cómo vestía Juan Jesús?

—Camisa y calzas blancas.

—¿Y dónde podía, pues, llevar ese palo con gordaria, de tan gran tamaño según aquí se ha dicho?

—Yo… yo… no lo sé.

—Está bien. ¿No es cierto que mi cliente no portaba palo alguno?

—Bueno, yo sólo sé que vi un palo. Así que…

—Cuando, según usted, Juan Jesús los acomete, ¿por qué no se limita usted a arrear el caballo y marcharse de allí?

—El señor marqués nos ordenó que nos detuviéramos.

—¿Y qué hizo usted tras esa orden?

—Le di freno al caballo y lo detuve.

—¿No dijo usted antes que fue el querellante quien lo había detenido agarrándose con ambas manos a su bocado?

—Yo… yo… no sé… no recuerdo…

A estas alturas del interrogatorio, y a pesar de que no llevaba más de cinco minutos, ya se veía a Ambrosio Galán descompuesto y ansioso por salir de allí cuanto antes.

—¿De dónde venían ustedes?

—De la plaza de San Lucas. Mi señor venía de ver al señor Padilla en su casa palacio.

—¿Reunión de negocios?

—Reunión de nobles. De lo que hablaran no sé nada.

—¿Y siempre que su señor va a reunirse con otros nobles lleva consigo el hierro de marcar ganado?

—¿Cómo…?

—Que por qué llevaban ustedes consigo el hierro de marcar.

—No… no lo sé… Estaría en el coche.

—Bien, pues volvamos adonde estábamos. Según usted, el negro los acomete y usted para el coche. ¿Qué hacen luego?

—Nos bajamos.

—¿Y qué más?

—El negro sigue zahiriendo e insultando.

—¿Él solo contra tres hombres?

—Así ocurrió. Ya le digo que estaba como loco.

—¿Es cierto que el coche de rúa de su señor tiene en su interior dos candiles para alumbrar el habitáculo?

—¿Cómo…? Hum… Sí, así es. Dos candiles de aceite.

—El coche va bien alumbrado, ¿verdad?

—Así le gusta a su excelencia el marqués.

—Por lo que no precisan ustedes llevar velones.

—No, claro que no. Los hachones son además un peligro, pues pueden incendiar los terciopelos.

—Y entonces, ¿por qué llevaban ustedes un velón esa noche?

—Eso no es cierto, señor. No precisamos llevar velas en el coche, que se alumbra con los candiles.

—Y entonces, ¿cómo consiguen ustedes poner el hierro al rojo?

Ambrosio Galán miró fijamente al letrado. Después meneó la cabeza, como preguntándose si los reales que le pagaba el marqués por sus servicios incluían esos padecimientos.

—No lo sé —dijo al fin, con la voz llena de compunciones.

—Le insisto, ¿cómo calentaron ustedes el hierro?

—¿Qué hierro?

—Con el que marcaron al pobre negro.

—Pues… Con una vela. Creo.

—¿No ha dicho usted que no llevaban velas en el coche?

—Pues la llevaríamos.

—¿Para qué?

—Pues… para encender el hierro, ¿no?

—Iban ustedes a casa del señor Padilla esa tarde. ¿Quiere usted decir que su señor el marqués se proponía usar el hierro con el señor Padilla y que por eso lo llevaba consigo? ¿Al igual que la vela? Porque supongo que nadie preveía que se iban a topar ustedes con el liberto.

—¡¿Cómo dice usted?! ¡¿Se ha vuelto usted loco?! ¡El señor Padilla es noble! ¡Cómo iba a pretender su excelencia usar con él el hierro! ¡No, claro que no! ¡El hierro era para el negro!

Y se dio cuenta enseguida del error cometido. Enterró la cabeza entre los hombros y buscó luego con la mirada al marqués, suplicante. Pero el de Gibalbín continuaba con la mirada al frente, imperturbable, como si aquello no fuera con él. Aunque por dentro ardía como la yesca.

—No… no quise decir eso… —repuso Ambrosio Galán.

—¿Qué quiso decir usted entonces?

—Es que usted me está embrollando, señor. Y ya no sé lo que me digo.

—Pues lo que ha dicho usted, Ambrosio, es que el hierro era para el negro. ¿Es eso verdad o no?

—No… no lo es. Me he equivocado.

—¿Y para quién era, pues?

—No… no lo sé.

—¿Y por qué lo llevaban?

—Tampoco lo sé.

—¿Dónde suelen guardar el hierro?

—En las cuadras de la calle San Blas.

—¿Y por qué estaba en el carro?

—Yo… ¡Virgen santísima…! No lo sé.

—Está bien, continuemos.

—¿Qué más quiere usted de mí, por todos los diablos? —interrumpió el cochero, que a estas alturas del drama estaba ya al borde del arrebato.

—La verdad. Que ha jurado usted decir. Y sepa que puede ser encausado por perjuro si no la dice. ¿Para quién era el hierro?

—Lo llevaba el marqués. No sé para quién.

—¿Qué ocurrió cuando bajaron ustedes del coche?

—Metimos al negro en una casapuerta.

—¿A empujones?

—¿Y cómo hacerlo de otra forma? No se iba a meter él por las buenas, digo yo.

—¿Con qué propósito?

Ambrosio Galán volvió a menear la cabeza, al punto de la rendición. Miró de nuevo al marqués, impetrando ayuda. Que no le fue concedida, pues el Astorga no movió ni un músculo de la cara.

—Bueno, pues había zaherido al marqués, ¿no? —respondió, indeciso—. Algo teníamos que hacer, ¿verdad?

—¿Y qué hicieron?

—Pues… el marqués lo fustigó.

—Hasta abrirle las espaldas.

—Eso creo.

—¿Agarraban ustedes a Juan Jesús mientras el marqués lo azotaba?

—Sí, pero, ya le digo, el esclavo había injuriado a su excelencia, y eso no puede dejarse pasar de balde.

—¿Sólo lo había injuriado?

—¿Y le parece a usted poco?

—Entonces no hizo uso del palo con gordaria que según dicen llevaba.

—Bueno, sí, eso también.

—El médico tendría trabajo con ustedes.

—¿Qué medico?

—El que supongo después habría de atenderles.

—No nos atendió médico alguno.

—Porque no sufrieron ustedes lesiones, ¿verdad? Y si Juan Jesús hubiese empleado contra ustedes un palo con gordaria, les habría abierto las carnes, como poco.

El testigo ni siquiera respondió. Se limitó a menear la cabeza por vez enésima.

—Ha dicho usted antes que «el esclavo había injuriado al marqués». Juan Jesús, sin embargo, no era esclavo por aquellos días.

—Entonces no lo sabíamos. Si no…

—Si no ¿qué?

—Pues… supongo que su excelencia no lo habría marcado a fuego. Sólo se marca a los esclavos, ¿no es así?

—Y eso fue lo que ocurrió después, ¿no es cierto? Que marcaron ustedes a Juan Jesús a fuego y para toda la vida. Después de flagelarlo. ¿Quién aplicó el hierro sobre la piel del hombre?

—Pues… el marqués. Su excelencia.

—¿Que acaeció después?

—¿Después…? Ya nada más, que yo recuerde.

—¿No lo patearon ustedes? ¿No le quebraron los huesos?

—No… no lo recuerdo.

—Y después lo dejaron allí, en la casapuerta, medio muerto.

—Nos fuimos, sí.

—¿Y todo eso fue porque, según usted, Juan Jesús había zaherido al marqués? Aunque fuese verdad, que no lo es, ¿de verdad piensa usted, Ambrosio Galán, que fue justo pago para provocación tan escasa? ¿De verdad quiere hacernos creer que no tuvieron otra forma de obrar? ¿De verdad quiere hacernos creer que todo no fue una acción deliberada y que andaban ustedes por el Barranco de los Curtidores buscando al negro, porque la esclava de don Raimundo había osado demandarlo y pensaban pagar ustedes en carne ajena la osadía de la sierva? ¿De verdad se siente usted hombre habiendo participado en tal felonía contra una persona sola e indefensa? ¡Por Dios bendito, me da usted asco! ¡Me dan ustedes asco!

—¡Compórtese, letrado! —reprobó don Rodrigo—. Y no hostigue de esa forma al testigo. ¿Tiene usted más preguntas que hacerle?

Pedro de Alemán contempló a Ambrosio Galán, que ni siquiera osaba enfrentar ni su mirada ni la del juez. Hizo un gesto que habló de su desprecio con más claridad que cien palabras y negó luego.

—Ninguna pregunta más, señoría.

—Pues su siguiente testigo, don Luis. Francisco Castro creo se llamaba, ¿me equivoco?

Francisco Castro, quien se presentó como asistente del marqués de Gibalbín, era un individuo alto, de más de cinco pies, blanquiñoso, de grandes orejas y mirada negra e inescrutable. Respondió con precisión a las preguntas de don Luis de Salazar, quien, aunque intentó en sus preguntas avisar al testigo de las que posteriormente le haría el abogado de pobres, no pudo evitar que incurriera en similares contradicciones y despropósitos que su compañero de agarradas Ambrosio Galán a las cuestiones de Pedro de Alemán. Y conformó un testimonio plagado de lagunas en el que, más que ayudar a su señor, debilitó aún más su posición. En lo que a la agresión al negro Juan Jesús se refería, pues sobre el matute el letrado de la acusación no pudo sacarle ni media palabra.

Y llegó el turno de las alegaciones finales.

—La justicia sólo es tal cuando es igual para todos, señoría —comenzó Pedro de Alemán y Camacho su alegato final tras la práctica de las pruebas—. Y si no es así dejemos de llamarla justicia y llamémosla de cualquier otra manera: iniquidad, atropello o componenda. O privilegio, que es el traje que jamás debiera vestir la verdadera justicia.

El abogado de pobres hizo la primera de las muchas pausas que solía hacer durante sus informes. Porque sabía que era la forma más certera de hacer recaer sobre sí y sobre sus palabras la atención de quienes le oían.

—Quien dispone de la fuerza no suele temer a la justicia —continuó—. Y piensa que la justicia no ha de pararse en su puerta, sino en el zaguán de al lado. Y la consecuencia de que la fuerza prevalezca sobre la justicia suele ser la tiranía. Justicia, pues, es lo que esta parte pide. Por encima de títulos y de blasones, de linajes y de alcurnias. Porque los hechos que hoy se han puesto de manifiesto han de soliviantar la conciencia de todo buen cristiano.

Contempló a don Rodrigo de Aguilar y Pereira que, con la barbilla apoyada en la palma de la mano, parecía sumido en hondas disquisiciones. El abogado de pobres se preguntó en qué estaría pensando el juez de lo criminal.

—¿Y cuáles son esos hechos? —se preguntó Alemán retóricamente—. De principio, contrabando y fraude de rentas cometido por el aquí acusado don Raimundo José Astorga y Azcargorta. Delitos que, si graves son de por sí, mayor gravedad alcanzan si tenemos en cuenta las actuales circunstancias de España. Vivimos tiempos de escasez y de penuria, tiempos en los que su majestad don Fernando el Sexto y sus ministros están intentando equilibrar la balanza de las cuentas públicas. Lo que sólo se podrá hacer con el esfuerzo de todos, gañanes, campesinos, profesionales liberales, pecheros y nobles. Que debemos pagar las alcabalas y arbitrios que nos corresponden. Pero, lejos de ello, el reo se ha venido dedicando desde hace años a defraudar a las arcas reales. Y lo ha hecho comprando géneros de comercio en Gibraltar y vendiéndolos de matute en Sevilla, en Carmona, en Osuna, en Granada, y haciendo suyos los beneficios sin pagar los aranceles que por ley ha debido satisfacer.

Y aludió después a la prueba esencial de esos primeros delitos que imputaba: el libro de negocios cuya propiedad atribuía al barón de Macharnudo y en el que figuraban con detalle los manejos del marqués.

—Todo eso se ha sabido —continuó Pedro— con motivo de la inhumana agresión sufrida por el negro Juan Jesús a manos del imputado y de sus esbirros. Agresión acerca de cuya realidad y falta de justificación no nos debe quedar ninguna duda.

Y, abordando ya la culpa principal del reo, que no era otra que las lesiones infligidas, y de por vida, al querellante, fue repasando cada testimonio, la versión extravagante vertida por el marqués y sus lacayos, que, dijo, no soportaban el más somero escrutinio. Lo que había contado el propio Juan Jesús, y recordó sus palabras acerca de su verdad.

—Recuerde usted, señoría, esas palabras conmovedoras de mi cliente, que habló de que no estaba dispuesto a empeñar su honor en una mentira, y que, por negro y pobre y liberto que fuera, no había razones para que su palabra valiese menos que la de un marqués, pues, nos dijo, el alma y el corazón de un hombre no tienen color ni saben de linajes. Fueron tan hermosas sus palabras que yo no puedo por menos que hacerlas mías, sin ponerles ni quitarles nada. Porque es que es así. Y porque, además, se ha demostrado sin lugar a dudas que la versión del reo es falsa, es mendaz. Ha dicho que Juan Jesús intentó acometerlo y se ha acreditado que ello es falso: ¿cómo podría el pobre negro acometer a un coche de caballos, que es donde iba el marqués? ¿Por qué se bajó éste del coche y no siguió su camino? Se ha dicho que mi cliente portaba un palo con gordaria y se ha acreditado que ello es falso: ¿cómo, si no, podría haber sofrenado al caballo, según ha relatado Ambrosio Galán, con ambas manos, si en una de ellas llevaba el palo? Y encima tenemos el testimonio de Rufino Peña, que nos hizo saber que no había palo alguno en la casapuerta, y el del físico don José Capilla, que no advirtió lesiones de ataque en el cuerpo de Juan Jesús y sí solo de defensa y de haber sido atacado. Se ha dicho por parte del reo que nada fue premeditado, que se encontró sin quererlo con el querellante y que éste intentó acometerlo, y se ha acreditado que ello es falso: ¿para qué llevaba, si no, el marqués el hierro de marcar consigo? ¿Y para qué llevaba el velón, si su coche dispone de dos candiles para alumbrar el interior? Sólo hay una respuesta a eso, usía: para poner al rojo el hierro. Y porque buscaba a mi cliente, y porque lo buscaba con intenciones perversas. Porque no podía consentir que dos seres humildes como Juan Jesús y María Pérez osaran desafiarlo, poner en solfa su autoridad, enfrentarse a él aunque fuera con la ley en la mano.

Nueva pausa. Jerónimo de Hiniesta, desde el estrado de la acusación, hizo un gesto al abogado de pobres, animándole, diciéndole sin palabras que iba por buen camino.

—La versión que nos han dado Ambrosio Galán y Francisco Castro es que el negro Juan Jesús injurió al marqués y que ello no podía salirle de balde. Admitamos, aunque sólo sea a efectos de polémica, que ello es verdad: que mi cliente, perdidos los estribos por todo cuanto había ocurrido, vilipendió a don Raimundo José Astorga y Azcargorta. Mas yo ahora pregunto: ¿fue la respuesta del reo legítima? ¿Fue proporcionada? ¿Fue equilibrada y medida? Su señoría tendrá que responder a esas preguntas en su conciencia. Mas mi respuesta es clara: no. Fue inhumana y brutal, fue atroz e intolerable. Fue digna de que la justicia recaiga con todo su peso sobre el autor de tal ignominia. La justicia, usía. Que ha de ser para todos y para todos por igual. Porque sin justicia no hay ley y sin ley no hay reino. Y porque si usted no la dispensa como se le solicita, habrá abierto una puerta que jamás se podrá cerrar, la puerta que lleva a la infamia y a la maldad, que son, ambas, el germen del caos. Por eso, señor, no es rencor ni venganza lo que esta parte quiere, sino justicia, el más hermoso de los bienes del reino. Sin el cual, sepámoslo todos, éste jamás podrá existir.

Finalizado su alegato, fue el turno de don Luis de Salazar, quien pidió venia desde su asiento, y una vez le fue concedida, se puso en pie, se plantó en medio de la sala, mirando fijamente al juez de lo criminal, abrió ambos brazos con las palmas hacia delante y tomó la palabra.

—Justicia, justicia, justicia. Ésta ha sido la palabra más repetida en el alegato de mi joven pero docto colega. Justicia, justicia, justicia. —Y se quedó en silencio luego. Como reflexionando. Elevó después las palmas de las manos al cielo como un suplicante y continuó su alegato—: Sin embargo, usía, he echado de menos otras palabras en su soflama. He echado de menos la palabra verdad, la palabra ética, la palabra coherencia, la palabra dignidad, la palabra ley. Y otras muchas de similar tenor.

Se giró el letrado entonces, súbitamente, encarando al público. Y levantó el dedo índice de la mano diestra.

—La verdad. Como dijo el ilustre abogado Cicerón en la antigua Roma, la naturaleza nos ha dotado de un irrefrenable deseo de ver la verdad en nuestras mentes. El problema es cuando nuestra mente está tan llena de odio, de resentimiento y de aversión que no nos deja ver la verdad. Y eso es lo que le ocurre a mi joven colega: que odia tanto al marqués de Gibalbín, mi ilustre cliente, que se ha creado una verdad a su medida. Sin darse cuenta de que la verdad a la medida no es sino una mentira disfrazada.

Unió el dedo corazón al índice en su mano derecha.

—La ética. La ética no es sino la coherencia del pensamiento con la ley natural. Y observe, usía, y observen todos cuantos me oyen, la incoherencia de mi joven colega. Se le ha enronquecido la voz hablando de las arcas reales, de nuestra obligación de pagar alcabalas, de nuestro deber de contribuir al sostenimiento del reino. Pero ¿no fue él quien defendió no ha mucho al contrabandista Eustaquio Cifuentes? ¿No fue él quien consiguió su absolución mediante argucias procesales? ¿No fue él quien evitó que la Hacienda real percibiera lo que en justicia le correspondía? Así pues, a la vista de su incoherencia, de la contradicción que late en sus palabras, ¿será posible que creamos en nada de lo que ha dicho?

Y unió ahora el dedo anular al índice y al corazón.

—La dignidad. Mi joven colega pretende que se crea al negro antes que a un insigne marqués del reino. ¿Es ello posible? ¿Podremos hacer lo que nos pide? ¡No y mil veces no! Por mucho que el acusador se empeñe, el querellante y su excelencia don Raimundo José Astorga y Azcargorta, marqués de Gibalbín, no son iguales. ¡No pueden serlo! Pretender la igualdad de ambos es querer que se olvide lo que significa la nobleza, y la sangre limpia, y la dignidad adquirida después de siglos de servicio a sus majestades los reyes de España. Pretender la igualdad de ambos es volver la espalda a la naturaleza misma, que no ha hecho nada igual. ¿O es que acaso el león y la rata son iguales? ¿O lo son el tigre y la comadreja? ¿O el toro y el murciélago? ¿O el fragante naranjo y la humilde biznaga? ¿O el frondoso roble y el pobre matorral? ¡No, no y no! Pretender hacer iguales a los que la naturaleza ha hecho desiguales es monstruoso y aberrante. ¿Cómo puede sostenerse que Juan Jesús, negro y liberto, tiene la misma alcurnia, la misma dignidad, la misma estirpe que don Raimundo José? ¿Y cómo, pues, puede darse el mismo valor a la palabra de uno y a la palabra de otro?

Don Luis de Salazar y Valenzequi bajó bruscamente la mano diestra, que durante todo su discurso había mantenido en alto. Y fue después examinando las pruebas, negando que existieran en relación a los delitos que se imputaban, desprestigiando y desacreditando los testimonios que favorecían al querellante, dando preeminencia a aquellos que, como el del barón de Macharnudo, favorecían al marqués.

—Justicia, justicia, justicia —finalizó Salazar su alocución—. Ésa ha sido toda la soflama de la acusación: esconderse detrás de una palabra para encubrir la pobreza de su querella. Los delitos que a mi insigne cliente se imputan, señoría, no han sido probados. Porque no puede ser probado lo que no existe. Y porque conceptos como los de dignidad, igualdad, ética, coherencia y verdad son tanto o más relevantes que el de justicia. Justicia que, permítaseme también a mí usar tal vocablo, sólo reinará en esta sala si se absuelve a mi insigne defendido don Raimundo José Astorga y Azcargorta, marqués de Gibalbín. Que es lo que esta defensa suplica.

Don Luis de Salazar regresó a su sitial con signos de cansancio. Hizo un gesto con la cabeza a Pedro de Alemán, que correspondió de igual modo a su saludo. El abogado de pobres tuvo que reconocer que el discurso de su colega había sido brillante, aunque quiso pensar que se había dedicado más a usar palabras altisonantes que a demostrar la inexistencia de pruebas. Que, a su criterio y sobre todo en lo que al delito de lesiones concernía, las había y suficientes para la condena del marqués. Comenzó a recoger sus legajos, esperando oír las palabras rituales del juez —«Visto para sentencia»— que habrían de poner fin al juicio y que autorizarían a los asistentes a abandonar la sala. Mas no oyó esas palabras, sino que se dio cuenta de que todos permanecían en sus asientos y que se había hecho un profundo silencio en la pieza. Levantó la vista y vio que don Rodrigo conferenciaba con su asesor don Rafael Ponce de León. Creyó ver que ambos discutían en voz baja, aunque a esa distancia sus palabras eran inaudibles. Se apercibió luego de que don Rafael negaba con la cabeza y que a la postre se encogía de hombros. Don Rodrigo asió su mazo y golpeó con él la mesa.

—Este tribunal se inhibe —dijo, tras una brevísima pausa— a favor de la Real Chancillería de Granada.

Al principio, muchos de los asistentes no entendieron las palabras del juez y, creyendo que daba el juicio por finalizado, comenzaron a ponerse de pie. Pedro de Alemán contempló a don Luis de Salazar, que a su vez lo miraba con gesto de perplejidad.

—¿Qué ha dicho usted, señoría? —preguntó el abogado de pobres.

—Pues lo he dicho bien alto y bien claro —respondió don Rodrigo, displicente.

—No le he comprendido, usía, discúlpeme.

—Pues he dicho que este tribunal se inhibe. Que a la vista de las características del presente litigio, teniendo en cuenta el linaje del acusado y su aristocrática condición, y considerando que su causa debe conocerla un tribunal de mayor rango, este juez de lo criminal declina su competencia.

—¿Y cómo va a ser eso? El juicio ha acabado, señoría, y a usted le corresponde dictar sentencia.

—Creo que no me ha entendido usted. Le repito por tercera vez: este tribunal se inhibe a favor de la Real Chancillería de Granada.

—Y yo le repito a usted, señoría —porfió Pedro—: ¿Cómo puede ser eso?

—Pues porque la ley lo posibilita, abogado. Por eso.

—¿De qué ley habla usted, usía? ¡Por vida del rey que no entiendo nada! ¡Ha de dictar usted sentencia! ¡Eso es lo que la ley ordena!

—¡A mí no le levante usted la voz, letrado! —amonestó el juez—. Y hago lo que la ley me permite y puedo. No sé si lo sabe usted, pero, en nuestro derecho, cuando ante un juez se plantea pleito que afecta a una persona de alcurnia, puede renunciar a su competencia e inhibirse ante el tribunal superior. Es un asunto de fuero. Y eso es lo que hago. Y si lo sé yo, que no soy juez letrado sino de capa y espada, también lo debería saber usted. Y ahora, desalojen la sala, pardiez, que aquí ya no tienen nada más que hacer.

* * *

—¿Qué ha ocurrido aquí, don Luis? —preguntó el abogado de pobres, muy serio el gesto.

—Un disparate, don Pedro —respondió Salazar—. Y le aseguro que no hemos tenido, ni yo ni el marqués, nada que ver en absoluto.

—Pues yo no entiendo mucho de esto —intervino el personero Hiniesta—, pero a mí lo que me da en las narices es que don Rodrigo ha decidido recogerse las faldas de la garnacha y salir corriendo. Vamos, que le han faltado huevos para hacer lo que tenía que hacer y dictar sentencia. Y ha decidido quitarse el muerto de encima dando una patada hacia delante.

La sala de audiencias de la Casa de la Justicia de Jerez de la Frontera había sido desalojada de inmediato tras la orden destemplada del juez de lo criminal. Acusador y defensor, empero, quedaron recogiendo sus papeles y, cuando lo hubieron hecho y acompañados del procurador del primero, habían tomado juntos el camino de salida.

—¿A qué ley se refería don Rodrigo? —interrogó Pedro a su colega.

—No me haga usted mucho caso, pues no venía preparado para esto —contestó don Luis—, pero creo recordar que se trata de una ley de las Partidas del Rey Sabio. Y aplicable sólo después de las primeras diligencias, y no en pleno juicio, cuando lo único que resta es la sentencia. En virtud de esa ley se faculta a los justicias ordinarios para que puedan remitir a la Sala del Crimen de la Real Chancillería que por territorio corresponda, y practicadas las primeras averiguaciones, aquellos procesos que, bien porque se sigan contra personas poderosas o porque tratan sobre materias delicadas, conviene que los conozca el tribunal superior, el cual, con vista de los autos, acepta o no su competencia.

—¡Eso, carajo! —medió el procurador, categórico como siempre—. Una justicia hecha a la medida de los poderosos, que seguro que saben manejarse en las altas instancias mejor que en las aguas tranquilas de los pueblos. Y así nos va, voto a bríos.

—Pues no creo, amigo mío —objetó el letrado Salazar—, que don Raimundo haya acogido de buen grado la decisión de su señoría. Confiaba en el criterio de don Rodrigo. Mucho más que en el de unos alcaldes de la sala del Crimen de la Chancillería de Granada a quienes ni siquiera conoce.

—Sea como sea —concluyó Pedro de Alemán y Camacho—, mal servicio ha hecho don Rodrigo a la causa de la justicia. Porque lo que todos hemos podido entender es que existe un trato preferente para los poderosos, don Luis. Y así estamos los abogados, que no sabemos con qué norma se nos va a sorprender por tal de no actuar como la conciencia obliga.

—Usted y yo, don Pedro —apostilló don Luis, que se detuvo antes de llegar a la puerta de la Casa de la Justicia para enfrentar la mirada del abogado de pobres—, solemos discrepar en muchos asuntos. Y seguiremos discrepando posiblemente, porque ambos tenemos noción distinta de las cosas y del tiempo que nos ha tocado vivir. Pero hay materias en las que indudablemente no tengo más remedio que coincidir con usted, amigo mío.

—¿Por ejemplo?

—Pues, entre otras y por desgracia, en que los abogados somos lo que somos: el convidado necesario pero incómodo en el banquete de la ley, al que se sirve en último lugar en la mesa. O dicho de otra forma, pardiez, para que nos entendamos, y le ruego no repita a nadie mis palabras: que somos una menudencia nada más, por no usar otra palabra más sonora. Oséase, el último eslabón en la frágil cadena de la justicia.