VIII
EL MARQUÉS DE GIBALBÍN
—Se te ve bien, marqués. Como hace meses no se te veía.
—Pues la verdad es que sí, barón. No corren malos vientos últimamente, y confiemos en que así sigan: soplando venturosos.
Don Raimundo José Astorga y Azcargorta, marqués de Gibalbín, caballero veinticuatro y regidor perpetuo de la muy noble y muy leal ciudad de Jerez de la Frontera, compartía copa de vino y aperitivo con don Felipe Luis López-Ursino y Madariaga, barón de Macharnudo y también caballero veinticuatro y regidor perpetuo. Se hallaban ambos en la mansión del primero, en la calle San Blas, en la collación de San Mateo, un caserón de planta enorme y notables esplendores. Y eso a pesar de que su dueño no había pasado por sus mejores momentos en los últimos años, después de todo lo que aconteció a raíz de lo que Jerez entero conoció como «el crimen del sacristanillo»[3]. Pero, por lo que se veía, había sabido escapar con bien de aquellos sucesos. Se había visto obligado a abandonar la Depositaría General del concejo y ahora ostentaba una simple Diputación, la de Consolación en concreto, que pocas oportunidades de obtener maravedíes o privilegios le procuraba. Pero, pese a ello, y como había dicho el barón de Macharnudo, se le veía bien. Satisfecho y optimista.
—Compruebo que el terremoto apenas si ha afectado a tu casa. No se ve ni una sola grieta.
—Es una casa sólida y bien construida. Casi no ha sufrido daños. Sin embargo, he tenido que apuntalar una de las caballerizas y estamos obrando en ella y, de camino, asegurando los aledaños.
—Yo también tuve suerte, vive Dios. Mi casa de la plaza de la Encarnación resistió bien, de igual manera. Apenas unas macetas rotas, unos husillos reventados y algunas losas levantadas en el patio. Nada que no pudiera solventarse en un par de días y por pocos reales.
—Pues demos gracias a la providencia por eso, que dicen que en Cádiz la cosa ha sido grave en verdad, y se habla de muertos por docenas.
—¿Y cómo va, marqués, el embarazo de doña Petronila?
—Por el quinto mes ya, a Dios gracias. Y a mis esfuerzos —aseguró el marqués, con una carcajada pícara—, que no me ha costado poco que la buena señora se quedase por fin preñada. Y es que habría sido una lástima que el marquesado de Gibalbín se extinguiese conmigo, después de tanto tiempo, siglos, sirviendo con lealtad a Jerez y al rey nuestro señor.
Don Felipe Luis López-Ursino se llevó a los labios la copa de vino para ocultar la sonrisa que en ellos amenazaba con asomar. Y es que, como muchos en Jerez, sabía que los principales servicios prestados por los marqueses de Gibalbín no habían sido ni al concejo ni a la corona, sino a ellos mismos y a su propia casa.
—Los hijos nos hacen inmortales, Raimundo —se limitó a pontificar el barón de Macharnudo después de enjugarse delicadamente los labios con una servilleta de hilo y encajes—. Ellos hacen que nuestro nombre y nuestra obra se perpetúen, ellos son nuestra huella en los siglos venideros. La subsistencia de nuestra casa. Así que… ¡enhorabuena por ese hijo tuyo, marqués! —Y añadió, levantando su copa aún medio llena—: Por tu hijo, que habrá de nacer en primavera y que será fuerte y digno como sus padres, pues tanto tu estirpe como la de doña Petronila son de sangre limpia y de buenos y viejos cristianos. ¡Salud!
Ambos nobles brindaron y llenaron luego sus copas de nuevo. El vino, un oloroso de varios años de crianza, que algunos en Jerez envejecían pese a las ordenanzas y reglamentos del gremio de la vinatería, daba brillo a sus miradas.
—Y ahora —dijo después del brindis el marqués de Gibalbín— es hora de hablar de negocios, barón. ¿Cuánto?
—Más de lo previsto —respondió el de Macharnudo cuando acabó de masticar un trozo de queso.
—Sé más preciso.
—Dos mil doscientos escudos de oro por todos los géneros. Escudo arriba o abajo. Las sedas de Bengala y los terciopelos de Brujas se han pagado especialmente bien, a casi un treinta por ciento más de lo que supusimos. Hay escasez de esos paños en Sevilla y Granada y la ganancia ha sido considerable. Y eso por no hablar de las aguas de colonia inglesas, que prácticamente nos han quitado de las manos dos perfumistas de Sevilla por más del doble de lo que estimamos.
—Dos mil doscientos escudos de oro… ¡Pardiez! Pues sí que ha sido un buen negocio, barón —sentenció el de Gibalbín—. Eso supone… unos mil cien escudos para cada uno, ¿es así?
—Algo menos, Raimundo. Algo menos, sí. Ha habido que pagar el almojarifazgo en Cádiz, ha sido inevitable, como puedes suponer. Nos hemos ahorrado un buen puñado de reales con los porteadores, que han visto menguada su bolsa por dejar que la ronda de aduanas aprehendiese los carros, los muy mentecatos. Y ha habido que pagar su parte a don Luis de Salazar, que no es barato precisamente. Todo está documentado y a tu disposición.
—¿Cuánto se le ha pagado, si puede saberse? A don Luis, me refiero…
—Noventa escudos. Sesenta por sus contactos en Sevilla, conforme habíamos convenido, y treinta más por organizar y poner orden en todo el entuerto del juicio del carrero.
—¡Pues sí que cobra bien ese cabrón de Salazar…! Pero, bueno, ¿qué le vamos a hacer? En resumidas cuentas, ¿cuánto para cada uno, Felipe?
Don Felipe Luis asió el frasco de vino y llenó ambas copas. Se demoró en coger una aceituna del platito que había en la mesa y la degustó con fruición. Luego, enfrentó la mirada del marqués y dejó que en sus labios generosos asomara una sonrisa.
—Sin olvidarnos, claro está —dijo—, de los cincuenta escudos que ha habido que pagar al abogado de pobres por su defensa del carrero ese, el tal Eustaquio Cifuentes.
Y se repantigó en el asiento, interesado y divertido, presto a observar la reacción del marqués.
El de Gibalbín, sin embargo, y aunque había mantenido antaño sonado enfrentamiento con Pedro de Alemán, ni se sintió molesto ni dispuesto a contentar la curiosidad de su invitado. Ni a darle el gusto de dejar traslucir lo que en verdad sentía. Se limitó a tomar a su vez una aceituna, a degustar su copa de vino y a repantigarse también en su sillón.
—Han sido cincuenta escudos bien gastados —replicó, masticando la oliva y esbozando una sonrisa más ancha que la del barón—. El resultado del juicio fue satisfactorio. ¿O no piensas tú igual?
El de Macharnudo mantuvo su sonrisa en los labios aunque no sin esfuerzos y contempló fijamente a su contertulio. Se admiró de la contención del marqués y de su capacidad para ocultar sus verdaderos sentimientos.
—No me puedo creer —dijo al cabo de un instante, como sin poder aguantar las palabras que se le agolpaban en la boca— que no guardes rencor al abogado de pobres. Ni que no trames venganza por lo que sucedió. Ese Pedro de Alemán estuvo a punto de acabar contigo, marqués[4].
—Dos cosas, Felipe Luis —contestó el de Gibalbín después de un breve y tenso silencio y tras apurar su copa y dejarla en la mesa que separaba a ambos. Enderezó el cuerpo, apoyó los brazos sobre las rodillas y miró fija y largamente al López-Ursino—. Una: el odio no es más que uno de los vestidos del miedo, y si a alguien no temo es a ese abogaducho de tres al cuarto que no me resistiría ni media estocada, ¿me entiendes? Además, lo que pasó, pasó hace ya más de dos años y, como comprenderás, ni quiero ni puedo consentir pasarme los días mascando rencores. Y dos: ni olvido ni olvidaré. Lo que ocurre es que todo tiene su momento. Pero las heridas están abiertas y, cuando tal cosa ocurre, la venganza es sólo cuestión de tiempo. Y cuando ese tiempo llegue, no dudes de que sonarán en tus oídos, y bien fuertes, los redobles de mi desquite. ¿Has entendido, barón?
El López-Ursino hizo un gesto de asentimiento a su anfitrión con una sonrisa amilanada. Luego sacó de su casaca un librito, en cuya portada figuraban, en letras doradas, su título, su escudo, su blasón y sus armas y que constaba de varias docenas de páginas en las que, con impecables plumadas, se amontonaban datos de géneros y precios de compras y de ventas. A renglón seguido se ajustó un monóculo en el ojo derecho y leyó brevemente sus notas.
—Descontados todos los gastos, el importe neto de las ventas de los géneros que trajimos de Gibraltar nos reporta mil seiscientos ochenta y dos escudos y algunos reales. Oséase, algo más de ochocientos cuarenta escudos para cada uno.
—Eso supone —calculó el de Gibalbín— que, si descontamos la inversión de cuatrocientos cincuenta escudos que cada uno aportamos para la compra de los géneros en el peñón, el beneficio ha sido de casi cuatrocientos escudos de oro. Por cabeza. No ha sido un mal negocio, no… Y dime, Felipe Luis, ¿para cuándo la siguiente partida?
—Pues mira, marqués —contestó el de Macharnudo, ya más relajado pues el semblante del Astorga, tras conocer los réditos de la trama, había mudado y se le veía ahora sonriente y satisfecho—, con los hombres del Negro ya no podemos contar, no parece que eso ofrezca dudas. A pesar de lo que don Luis nos aseguró, no parece tipo de fiar, dejando que aprehendieran los carros en el primer viaje. Que por poco se nos va al garete la inversión, de no haber sido por la defensa de… —Y se interrumpió al instante, pues no consideró buena idea traer de nuevo al abogado Alemán a colación—. Lo que quería decir es que estamos buscando nuevos hombres que nos garanticen que…
En ese momento la puerta del salón se abrió abruptamente. De una forma tan violenta que una de las hojas se estrelló contra la pared con notable estrépito. Ambos nobles, sobresaltados, se levantaron de sus asientos. La copa del barón, afortunadamente vacía, cayó al suelo, mas el espesor de la alfombra evitó que se hiciera añicos.
—¡Qué diablos…! —exclamó el marqués—. ¡Cristóbal, ¿qué diablos ocurre?! ¿Por qué…?
—¡Excelencia! ¡Señor marqués…! —interrumpió el mayordomo del de Gibalbín, presa de una insólita urgencia que le había hecho irrumpir de tal forma en la estancia sin ni siquiera pedir venia. A lo cual jamás se habría atrevido de no disponer de un motivo grave y suficiente. Tenía el ademán descompuesto y parecía estar aterrorizado—. ¡Doña Petronila…!
—¿Qué pasa con doña Petronila, pardiez? ¡Que yo sepa, acudió a misa de mañana a San Mateo Chico! Ya debería estar de vuelta. ¿Qué diablos ocurre, Cristóbal?
—¡Doña Petronila…! —balbució de nuevo el mayordomo, a punto de romper en llanto—. ¡Oh, Dios mío…!
Don Raimundo José Astorga y Azcargorta se acercó a su mayordomo, que permanecía en el umbral de la puerta, trémulo y sobrecogido. Le dio unos segundos, a ver si se explicaba y, como no lo hiciera, levantó la mano derecha y lo abofeteó con violencia.
—Y ahora —exigió el marqués—, ¡dime de una puñetera vez qué pasa!
El mayordomo, con la mano en la mejilla izquierda, que comenzaba a teñirse de rojo, sorbió con fuerza, bajó la mirada y habló sin atreverse a enfrentar los ojos encendidos de su amo.
—Una cornisa… una cornisa… se desprendió, por causa del terremoto, seguramente, y…
Las palabras parecían atragantarse en el garguero del mayordomo. Levantó la mirada y contempló a su amo, con una súplica en sus ojos grises. Don Raimundo, lejos de apiadarse por la tribulación de su sirviente, volvió a abofetearlo.
Finalmente, el maestresala consiguió explicarse.
Doña Petronila Argomedo Velasco, esposa del marqués de Gibalbín y preñada de cinco meses después de muchos años de abortos y esterilidades, había salido esa mañana a misa acompañada de su doncella. De un edificio del extremo de la calle San Blas se desprendió un trozo macizo de cornisa que impactó directamente sobre la cabeza de la marquesa cuando se dirigía a la capilla conocida como San Mateo Chico, situada en la calle de San Ildefonso, en la que se celebraban los cultos parroquiales mientras se completaban los trabajos de restauración de la iglesia de San Mateo, que había sufrido daños considerables como consecuencia del terremoto. La doncella había resultado ilesa, pero doña Petronila había muerto en el acto.
—¿Y el niño? —preguntó, descompuesto, trémulo, el marqués de Gibalbín—. ¿Y mi hijo, por Dios?
El mayordomo bajó la cabeza, negando en silencio.
—¿Qué quieres decirme, maldito? —explotó el marqués—. ¿Qué el niño ha muerto también?
—No lo sé, excelencia —gimió el sirviente, temiendo una nueva bofetada, si no algo peor—. Acaba de llegar un mensajero del hospital de la Sangre, adonde un carrero que pasaba por el lugar y que no sabía de quién se trataba llevó a la señora marquesa tras el… tras el percance… y… no sé, excelencia, no sé más.
—¡Prepara mi coche, rápido!
—¿Puedo hacer algo, Raimundo? —preguntó el barón de Macharnudo, apesadumbrado, con la voz en un hilo—. Lo que sea necesario, yo…
—Gracias, barón —atajó el de Gibalbín, blanco como la cal, abandonando ya la estancia—. Discúlpame ahora. Seguiremos esta conversación en otro momento.
Ni los médicos ni los cirujanos del hospital de la Sangre pudieron hacer nada por doña Petronila, a la que la cornisa desprendida aplastó la cabeza y mató en el acto, ni por su hijo no nacido, que había muerto en el vientre de su madre al faltarle la sangre de ella. Era un varón.
Don Raimundo José Astorga y Azcargorta no derramó ni una sola lágrima por su esposa la marquesa. Había matrimoniado con ella porque así lo habían acordado las respectivas familias, pero ni su cuerpo, esmirriado y coronado por una nariz como el pico de un águila perdicera, ni su carácter, adusto y apocado, le habían dado felicidad ni placer. Ni tampoco apreciable dote, pues ésta había consistido en cinco mil quinientos reales y unas tierras infértiles en los pagos de Añina donde no florecían ni las biznagas. Las únicas fanegadas estériles en un pago que era un vergel. No tenía, pues, excesivos motivos para llorar su pérdida.
Por el contrario, se contó en Jerez que el Astorga y Azcargorta lloró de rabia y de dolor cuando supo de la muerte de su hijo, sangre de su sangre y continuador de su estirpe. Y nobles y plebeyos aseguraban que, después del luctuoso suceso, la ira y el rencor del marqués de Gibalbín, que ya eran legendarios antes de la muerte de su hijo nonato, se multiplicaron como dicen se multiplicaban las cabezas de la hidra de Lerna.