XXIII
LA CONFESIÓN DEL SEÑOR DE MAJARROMAQUE
Jerez, enero de 1754
Sus carnes, las de ambos, ya no eran como antes. Ya no eran firmes, ni prietas, ni lozanas. Eran carnes en las que el tiempo ya había dejado su huella, pues el tiempo carcome todo lo que es mortal y lo sacrifica en el ara de la edad. Empero, eran aún, las de ambos, carnes cálidas, acogedoras, con el fuego suficiente para atemperar los fríos de ese mes de enero de 1754, en que el invierno había mostrado su rostro más cruel y había sembrado los campos de heladas y granizo, destruyendo cosechas y sembradíos.
Don Juan Bautista Basurto y Espinosa de los Monteros había llegado esa tarde a su casa de la calle de la Orden empapado, calado hasta los huesos, y pálido por la preocupación y el cansancio. Había estado desde por la mañana ayudando a los gañanes de su cortijo de Majarromaque, pues todas las manos eran necesarias ante el desastre que la escarcha y el pedrisco estaban causando en los cultivos, y el señor de esas tierras ni era remiso a la hora de intentar salvaguardar lo suyo ni le dolían prendas en respingarse el tabardo y enmugrecerse los terciopelos.
Remedios, la cocinera, preparó para su señor un puchero con carne, morcilla y tocino, sabroso y reconstituyente, que lo reviviera de los fríos del día; Milagros y Rosarito enjugaron el agua que chorreaba del pelo del veinticuatro, llevaron ropas secas a su amo, toallas y paños, y avivaron el fuego del comedor; Marino Zafra, el mayordomo, se desvivió por que don Juan Bautista recuperase la color, hablándole de la pronta mejora del tiempo que sus huesos auguraban, sirviéndole el mejor vino de sus bodegas. Y mientras preparaba el pan, los manteles, platos y cubiertos para la cena, Isabel, Isabel Ruiz Vela, contemplaba al hombre por el que, en secreto, sentía algo más que devoción, lamentando esa pena que traslucían sus ojos apagados, la tristeza que se asomaba a sus pestañas y se solidificaba en oscuras ojeras, el desánimo que se advertía en el temblor de sus manos.
Don Juan Bautista Basurto apenas si probó bocado. A pesar de que había sido ella quien le había servido el puchero y la guarnición, no reparó en Isabel hasta que hizo ademán de levantarse para abandonar la mesa. Cuando ella advirtió su gesto, se acercó deprisa para retirar la silla de su señor, recogerle la servilleta que aún llevaba prendida a la gola de la camisa seca de lino blanco y para preguntarle si no deseaba el postre, el arroz con leche y canela que Remedios había preparado y que tan bien se le daba.
Él no respondió. Miró a Isabel, a su pelo rubio entreverado de las canas que delataban sus cerca de cuarenta años, su tez dorada ahora moteada por algunas pecas pardas, sus ojos grises todavía luminosos por más que la edad hubiese amortiguado un punto su brillo, el fervor con que ella lo miraba, aún a hurtadillas.
Hacía tiempo que no la reclamaba y fue consciente de que no debía hacerlo ahora. Pero estaba tan solo. No tenía a nadie. A nadie.
Estaba tan solo.
Y supo mejor que ningún otro día que los escudos de oro y los reales de a ocho y los pesos de plata podrían servir para adquirir tierras y caballos, vacas y semillas, para pagar salarios de criados y mayordomos, de capataces y gañanes, para llevar a la mesa los mejores platos y los mejores vinos, para satisfacer lujos y codicias, pero que no servían para nada cuando un hombre se hallaba, se sentía solo.
Entonces, esos escudos, esos reales y esos pesos no eran más que lluvia cayendo sobre un charco profundo.
Acercó su mano a la cara de Isabel. La acarició suavemente, rozando únicamente el dorso de sus dedos sobre su piel mansa, que se le antojó cálida y acogedora. Silueteó luego sus labios, que todavía eran generosos, y sintió la humedad de los nervios de la mujer, que había cerrado los ojos, presa de la caricia. Y a pesar de que sabía que no debía hacerlo, a pesar de que era consciente del daño que podía infligir, pues iba a alimentar unos deseos y una esperanza que no eran tales puesto que lo que es imposible no puede alcanzarse y no puede existir, la abrazó.
Fue un abrazo largo, estrecho, al que Isabel respondió llevando sus manos a la cintura del caballero.
Y sus labios se encontraron y probaron besos secos al principio, empapados después.
Y las manos de ambos recorrieron carnes que ya no eran firmes, ni prietas, ni lozanas, pero que aún eran ardientes y hospitalarias.
Y luego, ya en la alcoba del señor, esas carnes se fundieron en una hoguera que ya no devoraba, pero que sí crepitaba aún, y daba un calor alegre y generoso. Una unión blanda, sedosa y esmerada que llenó cada uno de sus puntos nerviosos de un placer que no era explosivo, que no era arrebatador, pero que sí era exquisito, que sí era amable y delicado.
Y cuando todo acabó, el caballero estuvo durante mucho tiempo acariciando el cabello de la criada, que se desparramaba por su pecho como un torrente dorado y espumoso. En silencio ambos, pues sabían que en ocasiones como ésa, tan fugaz, el silencio es aliado que no destruye ni delata.
Y cuando afuera la lluvia se oía caer torrencial y despiadada, el caballero enfrentó la mirada de la mujer y le sonrió, sin poder evitar que a esa sonrisa asomara un relumbre de cansancio, cansancio que no era sólo del placer físico, sino que venía desde más hondo, desde las últimas habitaciones del alma.
—No quiero hacerte daño, Isabel —susurró apenas, volviendo a acariciar con dedos muelles su cutis ahora arrebolado.
—El señor nunca me hace daño —respondió ella—, sino todo lo contrario.
—Sabes a qué me refiero —explicó él, acrecentando su sonrisa al observar el fulgor de los ojos de ella, en los que ardía una ternura que no podía esconder por más que quisiera—. Mañana todo volverá a ser igual, yo estaré en el cortijo, en los negocios, enredado en los problemas del granizo que hoy ha asolado las tierras, y tú estarás aquí… ya sabes.
—No deseo otra cosa —aseguró ella, arrebujándose en el cobertor, pues, aminorados los rescoldos de la pasión, hacía frío en esa alcoba en la que ni siquiera se habían parado para encender el fuego—. Sé quién es usted, sé quién soy yo y sé lo que puedo esperar, don Juan.
Lo dijo con una voz en la que latía la más absoluta de las certidumbres. Pero si Isabel hubiera escarbado en sus sentimientos, tendría que haber reconocido que en más de una ocasión había alimentado sueños en los que no existía esa aceptación, ese aquietamiento con su situación sin esperanzas de alcanzar lo que amaba. Tendría que haber admitido que, en lo más profundo de su alma, habían nacido en alguna ocasión, como brotes verdes enseguida agostados por un viento ruin, las ilusiones de que ese tremendo precipicio que existía entre ellos se acortara.
Y luego estuvieron conversando de muchas cosas sin trascendencia, como si ambos quisieran evitar los motivos que los habían llevado a esa cama y sus resultas. Y sonrieron y rieron, prófugos por unos instantes de la soledad que al caballero acompañaba como su sombra, de la cruz que a la criada rondaba siempre por tanta pérdida como había sufrido.
—Hará poco más de dos años —dijo don Juan Bautista cuando ya la conversación se extinguía como un fuego sin leña, cuando el silencio había regresado a la alcoba, menos hospitalario ahora, cuando ambos ya sabían que debían cerrar el paréntesis y regresar cada uno a su vida—, modifiqué mi testamento, ¿sabes?
—No es algo que usted debiera compartir conmigo, señor.
Isabel buscó con la vista sus ropas, desperdigadas por el suelo del dormitorio. Se sentía repentinamente incómoda por su desnudez y violenta ante el giro de las palabras del caballero, pero no se atrevió a levantarse de la cama, sin embargo.
—No tengo a muchas personas con quienes pueda hablar de estas cosas —dijo, más para sí que para ella, el señor de Majarromaque—. Ya ves, tener tanto y, al mismo tiempo, no tener nada. Y me pregunto: ¿para qué se puede codiciar riquezas si no se tiene con quién compartirlas?
Isabel no respondió. Ni podía ni sabía qué responder. Eran asuntos que estaban fuera de su alcance. Se quedó callada, pues.
—¿De qué vale morir rico si se es pobre en la vida? —continuó el señor, perdido en esas lúgubres disquisiciones que más parecían querer sacarlo a él de sus propias dudas que llevar claridad al entendimiento de Isabel—. Y se es pobre, tremendamente pobre, si no se tiene amor, si no se tienen hijos a quienes legar al menos tu recuerdo. Sí, la pobreza y la riqueza son conceptos que nada tienen que ver con los escudos y los reales, mujer. Tienen que ver tan sólo con nuestra propia alma.
—No debería usted hablar de esas cosas —le rogó, más que le recriminó, la criada, que en esos instantes se sentía perdida, sin poder sospechar adónde los iba a llevar esa conversación, o ese monólogo, que le resultaba terriblemente violento—. Y menos de la muerte, que bastante muerte hemos tenido ya en esta casa.
—La muerte es algo que nos debiera resultar tan natural como el respirar, Isabel. Porque es un puerto al que todos, más temprano que tarde, debemos arribar. Y yo ya pienso en la mía, y por eso he querido dejarlo todo preparado. ¿Y sabes una cosa? Mis sobrinos, esos dos gemelos presuntuosos y oscuros, se van a llevar una buena sorpresa cuando me llegue la hora.
Y sin que Isabel pudiera evitarlo, don Juan Bautista Basurto y Espinosa de los Monteros, señor de Majarromaque, contó a su criada cómo había revocado su anterior testamento y cómo había instituido heredero de todos sus bienes al hijo que ella de él había tenido, si es que en verdad, dijo, lo había tenido.
Y calló luego. Mirando a la mujer que se estrechaba contra él en la cama, conmovida por las revelaciones de su señor.
Y sin ni siquiera preguntar a Isabel si ese hijo en verdad había nacido. O al menos con palabras.
Isabel Ruiz Vela, transfigurado el rostro, sin poder evaluar en ese preciso instante las consecuencias de la confesión del caballero, sintió unas ganas tremendas de llorar. Y se abandonó al llanto, sin saber muy bien por qué. Un llanto que no era torrencial, como la lluvia que afuera caía, sino quieto, silencioso, apenas sin lágrimas.
Y mientras oía las palabras de consuelo del caballero, y mientras recogía sus ropas desperdigadas por la alcoba, y mientras tapaba sus desnudeces, y mientras abandonaba la estancia no sin antes mirar fijamente a su amo con una mirada que no fue respuesta para éste, sino que le ganó más interrogaciones, Isabel se dijo que tal vez la vida, por una vez tan sólo, trajese, más que penurias y sinsabores, un halo de esperanza a su existencia y a la de su hija, a la que por aquel entonces sólo de vez en cuando veía, y de lejos, cuando los sábados o los domingos, siempre por las tardes, acudía a visitar a la anciana Sagrario al hospital de la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo.