XXIX
LA VISITA DE ISABEL A SAGRARIO RAMÍREZ
Isabel Ruiz Vela llegó a pensar que la casa de la calle de la Orden estaba maldita. Sólo así podía comprender que allegara tantas desgracias, tantos infortunios…
Por si las tribulaciones fuesen pocas, los hermanos Manuel Antonio y Juan Fadrique Basurto y Luna se mostraban inflexibles en su decisión de echar de la casa a todos los criados y ni las súplicas ni las solicitudes habían tenido efecto alguno. En una casa destinada a la venta, decían, no son precisos ni siervos ni doncellas. Y el dueño dispone de sus bienes a su voluntad. Sólo habían transigido en una moratoria de quince días para el desalojo.
Mientras tanto, todo el servicio del difunto señor de Majarromaque continuaba en sus labores en el caserón. Limpiaban vajillas y cubiertos, cambiaban sábanas y ropas blancas, fregaban suelos y cacharros, cocinaban guisos y potajes, sacudían alfombras y cortinas. Como si nada pasara.
Ese lunes día 28 de junio, después de comer sin hambre un guiso de patatas con carne que la vieja Remedios, que cada día perdía algo de vista al mismo tiempo que le acrecían las penas y los extravíos, había olvidado salar suficientemente, Isabel Ruiz Vela limpiaba despaciosamente la plata en el salón principal de la casa. Inadvertidamente, sin fijarse en lo que hacía, perdida en cavilaciones y pensamientos.
Isabel había estado muchas noches, desde el entierro de don Juan Bautista, recordando aquellas palabras suyas, aquella confesión que le hizo después de que ambos disfrutaran apaciblemente de sus cuerpos maduros, en la que instituía como heredero de todos sus bienes a su hijo. Los gemelos, sin embargo, que ya deberían de conocer el codicilo de su tío, actuaban como si ellos fuesen los legítimos herederos del señor de Majarromaque y, en tal calidad, adoptaban decisiones, mandatos y disposiciones. Ocurría, pues, algo que la mente de mujer sin estudios pero adornada de intuiciones de Isabel reputaba como anómalo, como insólito. ¿Por qué nadie le decía nada? ¿Por qué el escribano no se había dirigido a ella, al menos a preguntarle si era verdad lo de aquel hijo concebido con don Juan Bautista al que se aludía en el testamento? ¿Por qué todo el mundo actuaba como si nada aconteciera y como si la sucesión de su señor siguiera el curso natural de la sangre de los Basurto? ¿Es que le había mentido don Juan Bautista? ¿Es que aquellas palabras, que ella no había requerido, que ella no había ni siquiera motivado, no eran ciertas? ¿O es que había finalmente mudado sus últimas voluntades y regresado a sus intenciones anteriores?
Isabel Ruiz Vela era un mar de dudas. Se veía en la calle, sin familia y sin amparo, sin lugar adonde ir, sin saber qué hacer. De ahí en quince días no tendría ni una cama en la que reposar ni un techo bajo el que cobijarse. Ni un maravedí con el que comprar un mendrugo de pan. ¿Qué iba a ser de ella, Dios mío?
Pensó en acudir al escribano. En protestar por los derechos de su hija, legítima heredera del señor de Majarromaque. Meditó en ir a visitar al abogado con quien su Lucía trabajaba. Consideró pedir audiencia al alcalde mayor, al corregidor, al señor del alcázar, al párroco de Santiago.
Pero ¿quién la iba a creer? ¿Cómo podría demostrar que en verdad Lucía era hija de don Juan Bautista Basurto y Espinosa de los Monteros? ¿De qué pruebas disponía? ¿Qué harían con ella si pensaban que mentía? La justicia, se dijo, no está hecha para los pobres. Y sintió un desamparo como nunca lo había sentido, una soledad que la dejaba exhausta.
Pensó, sin embargo, en Lucía, en sus derechos, en cómo la vida se le aclararía con la herencia de su padre.
Y se dijo que no podía permanecer indiferente. Que Dios le ofrecía ahora la oportunidad de luchar por su hija. Por primera vez en su vida tan llena de ausencias y de renuncias. Y que algo tenía que hacer.
Y se decidió, entonces, a buscar a la única persona que —pensó— podría ayudarla.
* * *
Benita Ruiz, malencarada y huraña como siempre, acudió a la llamada de las aldabas de los portones del hospital de la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Era la hora de la siesta de las enfermas y los huérfanos. No eran, pues, horas de visita. Así que abrió más adusta y seca de lo que en ella era habitual. Enfurruñada y presta al desplante.
—¿Qué quieres a estas horas, mujer?
Benita contempló a la visitante, que parecía sorprendida, como si hubiese esperado que fuese otra persona, y no ella, quien le abriera los postigos. La mujer cuya figura se recortaba en las sombras de la casapuerta, tras la cual bullía un sol espléndido, era de edad ya madura, frisando los cuarenta, aunque aún lucía una piel tersa y un cabello rubio al que las canas que lo entreveraban no le hacían perder fulgor. Y unos ojos hermosos y todavía brillantes que contrastaban con el aspecto desastrado de la enfermera, de greñas grisáceas, ojos turbios, labios fruncidos, piel estropeada. Y que hizo que un gesto de antipatía inmediata naciera en el semblante descarnado de Benita Ruiz.
—Ah, es usted —bisbisó, aturdida como estaba, Isabel, que conocía a Benita de verla por la calle cada domingo en la procesión de las huérfanas. Y a la que, aunque jamás había hablado con ella, reputaba desabrida y fría. Por su continuo ceño, por su mirada inhóspita.
—Y tú ¿quién eres?
—Soy Isabel, Isabel Ruiz Vela.
—¿Qué quieres, te digo? —insistió la enfermera.
—¿Está Sagrario?
—Está, pero no para muchas visitas.
—Oh, ¿le pasa algo? ¿Está enferma?
—No, no. Sólo que no parece tener un buen día. Y así lleva desde el sábado.
—¿Puedo verla?
Benita Ruiz dudó. Y mirando a esa mujer que llegaba a hora tan impropia, recordó aquellos encuentros en la esquina de la calle Juan de Torres de Sagrario, hacía muchos años, durante la procesión de las huérfanas, con una extraña y hermosa joven. Y pensó que aquella joven tal vez fuera esa mujer que ahora tenía frente a sí. Esos ojos, esos cabellos…
—Pasa —dijo al fin, pues no se solía en aquel sitio de beneficencias negar la entrada a nadie—. Aunque no sé si Sagrario duerme. ¿Sabes cuál es su alcoba?
—No, nunca estuve aquí, discúlpeme.
—Sagrario tiene su cuarto aquí mismo —dijo, señalando una puerta verde situada a pocos pasos de la entrada del hospital—. Es ahí.
Benita Ruiz se marchó por las escaleras que conducían a la enfermería alta. Isabel se acercó a la puerta que se le había señalado, llamó con los nudillos y aguardó. Durante un minuto no pasó nada, así que volvió a llamar, con más fuerza esta vez. Se oyeron ruidos de un colchón removiéndose, de los muelles de la cama rechinando.
—¿Quién es? —se escuchó desde dentro la voz atenuada de Sagrario Ramírez.
—Soy yo, Isabel.
Se intensificaron los chirridos de colchón y piltra, se oyeron los suspiros de la vieja enfermera, sus pasos cansados pero raudos, y la puerta que se abría.
—¡Isabel! ¿Qué ocurre? ¿Qué te trae por aquí?
Había un dejo de alarma en la voz de la anciana, sorprendida por esa visita intempestiva, que nunca, y hacía ya muchos años que se conocían, se había producido. Aprensión a la que no eran ajenos los acontecimientos que habían tenido lugar la mañana del sábado en ese mismo cuarto.
—¿Le ocurre algo a Lucía? —preguntó la enfermera—. ¿Cómo está, por Dios bendito?
—No, no —aclaró enseguida Isabel, sorprendida por la reacción de Sagrario—, ¿qué habría de ocurrirle? Es que necesito hablar con alguien, Sagrario, y no tengo… no tengo con quién.
Sagrario Ramírez miró a la criada. Sus ojos grises, en los que nadaban pesadumbres, su ademán que hablaba de soledad y de desamparo, su hermosura apenas ajada por el paso del tiempo.
—Pasa —dijo, haciéndose a un lado.
Isabel contempló el cuarto minúsculo, la cama con sus ropas revueltas, el arcón de madera oscura, el estante donde se veían una maceta, algunas chucherías, un misal.
—Sentémonos en la cama —invitó la enfermera—. No hay otro sitio, lo siento.
Tomaron ambas acomodo en un lado de la cama, frente al arcón. Ladeadas las dos para poder mirarse. Guardaron silencio durante unos segundos, Isabel sin saber cómo comenzar su relato, Sagrario sin querer violentar a la muchacha. Porque para ella, que había cumplido ya los sesenta, Isabel seguía siendo una muchacha.
—¿Cómo estás? —habló al fin la anciana, que veía que la criada no se decidía a abrirse—. Me enteré de la muerte de tu señor. Lo lamento, Isabel.
—Nos echan de la casa, Sagrario —fue lo que dijo entonces la más joven, sin responder al pésame siquiera—. Y no sé qué hacer.
—¿Cómo que os echan? ¿A quién? ¿Y por qué?
—Los sobrinos de don Juan Bautista han decidido vender la casa de la calle de la Orden. Y despiden a todo el servicio. Y no sé qué hacer, Sagrario.
—Ya. Bueno, es normal, ¿no? Si ya tienen su casa, ¿para qué querrían otra? Y en una casa vacía no son precisos ni mayordomos ni mozas. ¿Temes por perder tu empleo, Isabel? A lo mejor puedo ayudarte. Podría hablar con los cofrades o con algunos de los benefactores del hospital y hallarte otra casa. Sé que eres buena mujer, que eres hacendosa y de fiar, y…
—¡Pero es que no tienen derecho, Sagrario! —interrumpió la criada—. ¡Ellos no son los herederos de don Juan Bautista!
Sagrario Ramírez calló, confundida. Miró a Isabel, que se tragaba el llanto, pero que temblaba como lienzo al viento.
—Y si no son ellos, sus sobrinos —preguntó—, ¿quién podría ser?
Isabel levantó la mirada, la clavó en los ojos de la vieja, que supo lo que iba a decir aun antes de que lo dijera. Algo tuvo que ver en esos ojos grises y húmedos que hizo que augurara la contestación.
—Lucía —respondió.
Sagrario cerró los ojos con fuerza, como sin saber si esa noticia era gozosa o no. Luego asintió sin decir una palabra y sin dejar de mirar a Isabel. Sumida en un torrente de pensamientos. Encontrados, pero que al fin sólo podían llevarla a un único puerto.
—¿Cómo lo sabes?
Y entonces Isabel le contó a la vieja enfermera lo que, en aquella noche de enero de 1754, hacía no más dos años y medio, el señor de Majarromaque le había confesado: que había instituido heredero de todos sus bienes al hijo que ambos habían tenido. A Lucía.
—¿Y estás segura de que después no modificó sus últimas voluntades?
—No puedo estarlo. Pero algo me dice que si el señor lo hubiese hecho, me lo habría dicho. Lo sé.
—Está bien, está bien… ¡Dios mío! ¡Lucía, heredera del señor! ¿Y qué piensas hacer? Porque algo tendrás que hacer, ¿no?
—He pensado acudir al escribano y hacerle ver los derechos de mi hija. Pero ¿me iba a creer? ¿Qué pruebas podría aportarle? Igual me denuncia ante la ronda, pensando que pretendo engañarle. Hasta había considerado ir a ver al abogado con el que Lucía trabaja, el abogado de pobres. Pero… no sé, Sagrario. Sólo tengo mi palabra. Y la palabra de alguien como yo vale tan poco…
Sagrario Ramírez se enredó en cavilaciones. Recordó la desagradable escena de la mañana del sábado, en esa misma alcoba, cuando Lucía, una vez más, le había hablado del dragón con el que noviaba, de las ilusiones que albergaba, de los sueños que se atesoraban en su pecho, de cómo la vida, junto a ese muchacho, a ese tal Gaspar, le era más luminosa, más llena de esperanzas. Y de cómo ella había reaccionado de modo tan torpe, asegurando la malaventuranza de ese noviazgo, auspiciándole sufrimientos, porque, decía, los soldados no buscan más que fortuna y mujeres, y no matrimonios ni esposas. Como si ella, que jamás había sido besada por un varón, ni acariciada siquiera, supiera de hombres y de amoríos, de cosquilleos en el vientre y de enamoramientos. Recordó cómo a Lucía se le había ensombrecido el rostro, pues había acudido a ella buscando sus bendiciones y no sus reproches. Y cómo habían reñido, por primera vez en la vida, y cómo la riña había acabado en gritos y recriminaciones. Y cómo desde entonces estaba sin vivir, como si le faltara el aire, como si le costara respirar. «Vieja estúpida», eran las palabras que continuamente se repetía. Porque era consciente de que su postura había sido fruto del egoísmo, como si no supiera que lo que esa niña necesitaba era el amor de un hombre y un futuro junto a él, y no los celos de una vieja chocha.
Y ahora, esa revelación. Esa noticia que, de ser cierta, aseguraba el futuro de Lucía, que hacía justicia por una vez en la vida: Lucía, heredera de su padre natural, del señor de Majarromaque.
Se dijo que tenía que hacer algo, que tenía que remediar el desencuentro, que tenía que procurar que esa justicia augurada se hiciera tangible y real.
—¿Estás segura de todo lo que me has contado?
—Sí, claro, lo que le he contado es lo que a mí me contó el señor.
—¿Y nadie te ha hablado de ese testamento y de los derechos de tu hija?
—Nadie, Sagrario. Y eso es lo que en verdad me aterra.
—¿Cómo dijiste que se llamaba el escribano? —preguntó.
—Don César Márquez de Santillana.
—¿Sabes dónde tiene su escribanía?
—No, ¿cómo iba a saberlo?
—No te preocupes. Don Antonio Mercado seguro que lo sabe.
—¿Qué vas a hacer, Sagrario?
—Reclamar lo que es justo, Isabel.