XXII

EL CASO DE LA NEGRA MARÍA PÉREZ

Que las mañas y destrezas de Jerónimo de Hiniesta no tenían parangón era algo que ni siquiera se atrevía a poner en duda Pedro de Alemán, tan prevenido siempre. El procurador valía no sólo para acarrear escritos y formular personaciones, sino también para rotos y descosidos. Así que Pedro no mostró ni extrañeza ni admiración cuando, tres días después de aquella conversación en el despacho del procurador en la calle del Horno de don Pedro el Bueno, Hiniesta le notificó que se había visto con la esclava del de Gibalbín, María Pérez de nombre, y que consentía en verse con el abogado en el despacho de éste, siempre que se le garantizara que la cita no le iba a acarrear perjuicios ni acrecer la furia de su propietario, hombre nada dado, como todos en Jerez sabían, ni a compasiones ni a clemencias. Jerónimo de Hiniesta le dio cuantas garantías le fueron exigidas, por más que estuviese incierto de poder cumplirlas. Le aseguró que nada malo resultaría de una simple visita al abogado de pobres, que tenía mucho interés en hablar con ella para su beneficio, y convinieron que el personero recogería a la esclava en un coche de caballos cerrado en la cuesta del Espíritu Santo, cerca de la calle San Blas donde el de Gibalbín tenía su casa palacio, el miércoles día 5 de mayo a eso de las tres de la tarde.

María Pérez era una mujerona negra, pero de un color negro atenuado, como de membrillo cocho, más mulata que otra cosa. No tendría ni treinta años, aunque sus ojos hablaban de una vejez que su cuerpo no manifestaba. Era alta para ser mujer, rizado el pelo, más cerca del retinto que del azabache, y vestía una simple bata oscura que mal tapaba unos pechos enormes que amenazaban con hacer estallar la frágil tela. Llegó al bufete de Pedro cohibida, y sus enormes ojos no paraban de mirar a un lado y a otro, como si de un rincón pudiera aparecer en cualquier momento su amo el marqués. Pese a todo, pese a sus miedos y recelos, era una mujer guapa.

Pedro de Alemán se dijo que, antes de abordar el asunto que lo había llevado a requerir la presencia de la negra en su despacho, sería bueno tranquilizarla. Así que durante cinco o diez minutos le estuvo preguntando por cuestiones banales que la esclava fue respondiendo con una voz sonora en la que latían ritmos ignotos. Hasta que constató que el desasosiego de María Pérez se apaciguaba y parecía respirar con cierta holgura.

—He oído que tu amo, el marqués de Gibalbín —expuso por fin Pedro de Alemán—, te ha formulado requerimiento ante escribano manifestando su oposición a que te cases.

—¿Se refiere vuesa merced a esto? —preguntó María Pérez, que hablaba un castellano sin apenas dejes, por más que la sonoridad de su voz singularizase su acento, sacando de la bata un papel arrugado que entregó al letrado—. Este señor —indicó, por Hiniesta— me dijo que trajese estos escritos.

Pedro de Alemán desenrolló el papel, lo alisó y lo examinó con solicitud: era, aunque llena de frunces y lamparones, el acta otorgada por don Raimundo José Astorga y Azcargorta ante el notario don Beltrán Angulo. Leyó en voz alta, para que también Jerónimo de Hiniesta pudiera tomar conocimiento de su contenido:

—«Escribano que sois presente, dadme por testimonio en manera que haga fe a mí, don Raimundo José Astorga y Azcargorta, marqués de Gibalbín, de cómo digo a María Pérez, de color prieto, que bien sabe que es mi esclava cautiva, a quien yo la tengo y poseo en mi casa y servicio. Y que ha venido a mi noticia que se quiere casar en esta villa con un esclavo de don Felipe Luis López-Ursino y Madariaga, barón de Macharnudo. Y que constancia pública quede de que si la dicha mi esclava se casare no ha de ser en mi perjuicio ni del derecho que tengo para disponer de ella. Por tanto os pido y requiero que se lo notifiquéis así a la dicha María Pérez mi esclava para que le conste que ésta es mi voluntad y que no me pare perjuicio alguno si se casare, lo que radicalmente objeto».

—¡Carajo, sí que es enrevesado el marqués! —exclamó Jerónimo de Hiniesta, que no se había enterado de la misa la mitad—. ¿Qué ha querido decir con toda esa jerga?

—Que se opone tajantemente a que aquí María contraiga matrimonio, por lo que se ve.

—¿Y tanta facundia para tan poca sustancia? —insistió el personero—. Podría haberlo dicho así y dejarse de monsergas, joder.

—Cosas de los escribanos, Jerónimo —dijo el letrado. Y dirigiéndose a la esclava, que asistía a la conversación entre los dos caballeros como sin enterarse de nada, le preguntó—: ¿Cuándo recibiste este papel, María?

—Antier, a eso del mediodía, vuesa merced, y desde entonces ni sé qué hacer con él ni conozco el motivo por el que me lo entregaron —respondió la negra—. ¿Y eso es lo que dice? ¿Que su excelencia mi amo no quiere que yo me case con mi Juan Jesús…? Es que yo no sé leer, vuesarced.

—Eso es lo que dice, María —confirmó el abogado—. Con palabras más oscuras, pero de eso se habla en ese papel, advirtiéndote de la oposición de tu dueño al matrimonio.

—¿Y puede saberse —preguntó el procurador, que remiraba los pechos de la negra cada vez que tenía ocasión— el porqué del interés de don Raimundo en que esta hembra no contraiga nupcias?

El abogado reflexionó unos instantes, mientras releía el acta notarial.

—Yo diría que, en primer lugar, don Raimundo pretende que quede constancia fehaciente de su oposición al posible casamiento de su esclava María, para que así no puedan ser de aplicación las disposiciones de las Partidas al respecto, y, en segundo lugar…

—¿Y cuáles son esas disposiciones —interrumpió Hiniesta—, si puede saberse?

—El Rey Sabio dejó instituido que si el siervo de alguno casase con mujer libre, u hombre libre con mujer sierva, estando delante su señor, o conociéndolo éste sin dejar constancia de su oposición a la boda, ese esclavo o esclava tenía derecho a su libertad y no podía ser compelido a regresar a la servidumbre. Más o menos venía a decir eso.

—Vale, ahora entiendo. El marqués quiere dejar constancia de su oposición al matrimonio para que aquí María no pueda aprovecharse de su consentimiento presunto para obtener su libertad. ¿Y qué más nos ibas a explicar?

—Decía que, en segundo lugar, en muchas ocasiones el amo se opone a que su esclavo se case pues presume que, si lo hace, su rendimiento disminuirá, pues ya no podrá atender sólo a su trabajo, sino también a sus cargas familiares. Además de que, en muchas ocasiones, es más difícil encontrar un comprador para un esclavo casado, porque este estado constituye una rémora si el propietario pretende venderlo. Y suele haber, asimismo y por último, y sobre todo en el caso de las esclavas, otras oscuras razones.

Y miró a la esclava María Pérez, que le sostuvo la mirada con sus ojos grandes y oscuros en los que, empero, había un brillo de haber entendido poco de lo que allí se había hablado. Pero que sí revelaba, por su falta de lumbre, lo que era su vida: humillación, afrenta, obediencia, sumisión… Luego bajó la mirada, acharada, cuando ese brillo tenue se tornó comprensión y reparó en lo que el abogado había sugerido. Y ese naufragio de su mirada fue respuesta suficiente a aquella insinuación.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó el procurador, con una risotada—. Me habían hablado de que el marqués se tiraba a una criada, pero nadie me advirtió de que… de esto, pardiez. ¡Así que eras tú! —concluyó, mirando fijamente a la esclava, con una sonrisa en los labios que era tan lúbrica como divertida—. ¡No tiene mal gusto ese cabrón del Gibalbín, a fe mía que no!

Pedro de Alemán no acompañó la risa del personero. Ni siquiera sonrió. Muy al contrario, experimentó una tristeza profunda. La voz de la esclava lo sacó de su ensimismamiento, que había pasado desapercibido para Jerónimo de Hiniesta, ajeno a todo cuanto no fueran los pechos de la esclava y su alborozo por el conocimiento de que ésta calentaba por las noches las sábanas del de Gibalbín.

—Una esclava como yo no puede negarse a los deseos de su amo, vuesarced —explicaba María Pérez en esos instantes, con una voz en la que no había más que fatalidad, en la que palpitaba únicamente la convicción de la inexorabilidad de su destino, contra el cual ni siquiera se le ocurría rebelarse. El único gesto de sublevación que parecía permitirse era su indiferencia ante la mirada lúbrica de Hiniesta: ni se preocupaba de que la tela de su bata le cubriera el canal de sus pechos—. Sean los que fueren, si no quiere acabar marcada, apaleada o, lo que en muchos casos es peor, vendida. Y de todas formas, con todos mis respetos, todavía no sé para qué me han hecho venir aquí vuesas mercedes.

—Llevas razón, María —reconoció el letrado, después de lanzar una mirada de admonición al procurador, que se encogió de hombros como diciendo que el mirar esas carnes morenas era algo superior a sus fuerzas—. Te estamos haciendo perder el tiempo.

—Disculpe vuesarced si he parecido insolente —atajó la negra, arrepentida al instante de su anterior salida—, pero es que debo regresar ya a la casa de mi amo, si no quiero ganarme una tunda. Falta poco para la hora en que su excelencia despertará de su siesta.

—Serán sólo unos instantes —aseveró Pedro de Alemán—. E iremos al grano sin demora, María. Entiendo que tu amo te procuró ese requerimiento ante don Beltrán Angulo porque conoció tus propósitos de contraer matrimonio, ¿es así?

—Así es, mi señor.

—Me hablaste antes de un tal Juan Jesús, y por el acta del escribano debo entender que es esclavo del barón de Macharnudo.

—Debe de haber un error en ese papel. Mi Juan Jesús fue esclavo del barón, pero ya no lo es, puesto que alcanzó su libertad y ya es liberto. Aunque sigue trabajando como cochero para don Felipe Luis —aclaró la negra—. Juan Jesús consiguió su carta de ahorramiento hace pocos meses, y no hará ni un mes que nos dimos palabra de matrimonio. Pero ha ocurrido todo esto, la ira de su excelencia mi amo el marqués, el papel que le he enseñado, y ahora no sabemos qué hacer. No podremos casarnos, supongo.

—¿Cómo consiguió Juan Jesús su carta de ahorría? —preguntó el abogado.

La carta de ahorramiento, o carta de ahorría, era la escritura mediante la cual el amo concedía a su esclavo la libertad ante escribano público, previo pago por parte del siervo de la cantidad estipulada por su dueño, y era de vital importancia para el liberto, pues con ella demostraba su condición de hombre libre.

—Pues pagando lo que su excelencia el barón le pidió: doscientos reales, vuesarced. Que mi Juan Jesús fue ahorrando a lo largo de los años, de su peculio. Y, una vez libre, me pidió en casamiento, a lo que yo accedí.

—¿Y aún te gustaría casarte, María?

Un rubor intenso cubrió la piel atezada de la esclava. Sus ojos parecieron iluminarse con un resplandor de ilusión, el único signo de alegría que había manifestado en esa tarde.

—¿Cómo no iba a querer, mi señor? —respondió, dejando asomar a sus labios generosos una sonrisa que mostró unos dientes mal alineados pero de buen color—. ¡Claro que sí! ¡Es lo que más deseo! Y Juan Jesús también. Pero ¿cómo podría casarme con mi hombre si su excelencia se opone y me amenaza con venderme fuera de Jerez? ¡A un buhonero o a alguien peor, incluso!

—¿Qué estarías dispuesta a hacer con tal de conseguir casarte con tu hombre, María?

La esclava miró fijamente al abogado y llevó luego sus ojos al procurador, que había compuesto gesto serio, atento a la conversación entre el letrado y la sierva. Regresó la vista a Pedro, y su mirada, en la que antes había relumbrado una chispa de esperanza, pareció apagarse de nuevo.

—¿Y qué puede hacer una esclava como yo —preguntó, humillando la vista— frente a mi amo el marqués?

Pedro inclinó el cuerpo sobre la mesa, como queriendo que la mujer lo sintiera más cerca, más dispuesto a asistirla.

—Hay jueces que podrían ayudarte, mujer.

—La justicia no es para los esclavos, señor. Y, además, si mi amo se enterase de que he acudido a un juez, no sé qué me haría. Me marcaría —aseguró, casi temblando—, o algo más malo.

—Quien algo quiere algo le cuesta, María. Y, de cualquier manera, si accedes a hacer lo que te voy a proponer, puedo garantizarte que tu amo no se enterará de nada hasta que ya estés fuera de su alcance. Y entonces no podrá causarte ningún mal.

—No tengo dineros para pagarles, ni a vuesas mercedes ni al juez.

—Al juez nada tienes que pagarle. Y en lo que a mí respecta, no te he pedido honorarios. Además, soy el abogado de pobres del concejo, y tú lo eres, pobre, quiero decir, y por tanto tienes derecho a que te defienda si me lo pides. Y en cuanto a don Jerónimo de Hiniesta, procurador, aquí presente, seguro que tampoco pone reparos en ayudarte, ¿verdad, don Jerónimo?

—Yo… ejem… —balbuceó el personero, tomado por sorpresa—. Pues… ya veremos… Quiero decir que sí, que no pondré reparos. Ejem… Hum…

Y lanzó una mirada asesina a Pedro de Alemán.

—¿Qué me dices, María? —insistió éste, sin hacer caso a los gestos de Hiniesta—. ¿Serías capaz de luchar por tu derecho?

La negra dudó. Pensó en su vida, en sus pocos instantes de dicha. Pensó en Juan Jesús, negro amembrillado como ella, quien desde hacía mucho la miraba con ojos de ternura; quien un día la esperó apostado en la calle de San Ildefonso y le habló de su carta de ahorría; que le alabó sus ojos y sus carnes y le aseguró la hermosura y la libertad de los hijos que ambos tendrían; que era feo y cano pero dulce como una granada. Y pensó en qué vida la esperaba si ahora le decía que no a ese caballero que le hablaba de derechos y posibilidades. En lo poco que tendría que perder y en lo mucho que ganar.

—Sí —dijo al fin, con la voz tenue, sin atreverse a mirar los ojos del abogado.

—¿Estás segura, María? —preguntó éste.

La esclava María Pérez se dijo para sus adentros que no, que no estaba segura, que no lo estaba en absoluto. Que, muy al contrario, estaba aterrorizada.

—Sí —dijo en cambio y fue capaz de afrontar la mirada del caballero que le hablaba y de sostenérsela sin flaquezas—. Sí lo estoy, vuesarced.

Pedro de Alemán le explicó entonces, con palabras claras y sencillas, lo que se proponía. Las consecuencias y los riesgos. Lo que se esperaba de ella y lo que él podría conseguirle. Cuando finalizó y estuvo cierto de que la esclava lo había comprendido más o menos todo, le pidió a María que le relatara con el máximo detalle posible su vida en la casa del marqués, sus trabajos y faenas, las humillaciones con que la afligía el de Gibalbín. Cuando la negra, que tuvo que interrumpir más de una vez su relato por el miedo y por las lágrimas, finalizó una narración que conmovió a personero y abogado, éste se ofreció a regresarla a la calle San Blas en otro coche de caballos. María Pérez rehusó el ofrecimiento —«¿Se figura usted que alguien me ve llegar a la casa en coche de caballos, mi señor?, ¡ya ruego al cielo por que nadie me viera cuando fui recogida!»— y se marchó del bufete.

—¿Qué pretendes con todo esto? —preguntó Jerónimo cuando la puerta del despacho se hubo cerrado, muy seria la mirada por una vez en su vida, acariciándose el mostacho pelirrojo, clavando la vista en su amigo el letrado del concejo y reteniendo el palabro a que tan dado era—. ¿De verdad crees que merece la pena?

—Lo que no merece la pena, Jeromo —respondió Pedro, recogiendo los legajos y disponiéndose a salir del bufete—, es vivir esperando a verlas venir. Porque si no haces nada, te oxidas, como la espada que no se usa. Y porque el no hacer nada sólo augura la muerte.

Se puso en pie y colocó una mano sobre el hombro de su amigo el personero.

—Tú y yo sabemos de lo que el marqués ha sido capaz —continuó—. No puedo vivir esperando a saber cuál será su siguiente paso. Sé que mastica deseos de venganza porque le descubrí en sus planes para enriquecerse a costa de lo que debiera ser del común de los jerezanos, y no de un coleccionista inglés[5]. Y sé que intentará dar el golpe más pronto que tarde. Y lo verdaderamente arriesgado es vivir esperando. Esperar es conformarse, y no pienso hacerlo. Prefiero provocarle, obligarle a dar un paso en falso, hacerle saber que también yo puedo hacerle daño.

—Tú sabrás lo que haces, Pedro, pero no sé si el riesgo merece la pena.

—Y hay una cosa más, además. Está esa mujer, esa pobre esclava, María Pérez.

—¿Qué pasa con ella?

—Pues que no soporto que una persona, por noble que sea, por alta que sea su alcurnia y vasto su linaje, pueda considerarse dueño de ninguna otra, hasta el punto de sentirse en libertad para jugar con su vida y su dicha. Eso es, Jeromo, lo que pasa.

* * *

Salió del bufete y tomó la plaza de los Escribanos y la plaza de los Plateros para llegar a la casa de don Bartolomé Gutiérrez, en la calle Algarve. Fue recibido por el viejo alfayate con contento, como siempre, aunque tuvo que esperar a que acabara con una probanza.

—¿Qué te trae hoy por aquí, Pedro? —preguntó Gutiérrez cuando al fin quedaron solos en la sastrería, sentados ambos a la mesa atestada de libros y paños.

—Saber de usted, por supuesto. ¿Cómo se encuentra últimamente?

—Bien, claro, muy bien. Entre paños y papeles, como cada día —respondió, queriendo quitar hierro a lo que su aspecto, que aún presentaba las señales de su detención, descubría—. Y tú ¿qué te traes entre manos?

Estuvieron durante un rato hablando de varios asuntos intrascendentes.

—¿Y cómo se encuentra doña Amparo? —preguntó Pedro, refiriéndose a la esposa de don Bartolomé y comenzando ya a abordar el propósito que en verdad lo había llevado a la calle Algarve—. Me dijo su hijo Dimas no hace ni un par de días, cuando me lo encontré por las Pescaderías al salir yo de la Casa del Corregidor, que andaba malusquilla en las últimas semanas. Algo me explicó acerca de su lumbago y de que cada vez le costaba más atender las faenas de la casa.

—La edad, Pedro, la edad, que es mala como un tósigo. Porque no da derechos, sino que los quita, a pesar de que no es sino el peso de todos los senderos que hemos recorrido —filosofó Gutiérrez—. Y sí, anda pachucha en los últimos tiempos, la pobre. Qué le vamos a hacer, de nada vale rebelarse contra los males de la edad.

—Tal vez, si le pusiera usted a alguien que la ayudara con los quehaceres domésticos… Tenga usted en cuenta que ha de atender a cuatro varones en la casa, que tampoco es pequeña. Y la sastrería, que dejará sus barreduras.

—Pero ¿por quién me tomas, Pedro? ¿Por un veinticuatro? ¡Pero si me cuesta la vida llegar a fin de mes, con tantas bocas que alimentar y con lo que me gasto en tintas, papeles y cálamos! Quita, hombre, quita.

—¿Y si yo le hablara de alguien que sólo le exigiría cama y comida a cambio de su ayuda en las faenas que ahora doña Amparo asume sola? Y la protección de su casa, claro.

El sastre contempló fijamente al abogado y ensanchó su sonrisa.

—Desde que entraste por esa puerta, hijo mío —dijo—, sabía que algo te traías entre manos. Que tu visita no era simple cortesía. Así que explícate, venga, y déjate de circunloquios, pardiez.

Pedro sonrió a su vez, admirado por enésima vez de la perspicacia de ese anciano.

—Acabo de asumir la defensa de una esclava negra, a la que el pleito que pretendo interponer le puede acarrear la furia de su amo.

—Sigo sin comprender del todo.

—Y pretendo buscarle acomodo en una casa de bien mientras se sustancia el litigio, para que su dueño no pueda mientras tanto ponerle mano encima.

—¿Puede una esclava abandonar a su albedrío la casa de su amo sin permiso de éste?

—Si un juez así lo decreta, sí.

—¿Y crees que habrá juez que lo decrete?

—Así lo creo, don Bartolomé.

—Y habías pensado en mí, ¿eh? Preocupado por Amparo, claro.

—Preocupado por doña Amparo y por las consecuencias que el pleito le pueda facturar a esa pobre mujer. Para qué se lo voy a negar.

—A ver, explícate de una vez por todas. Y dime quién es esa esclava y de qué va ese pleito.

Y Pedro de Alemán le habló a don Bartolomé Gutiérrez de la esclava María Pérez, de su intención de contraer matrimonio, de la oposición de su amo, del acta notarial otorgada y del procedimiento legal que la asistía. De sus intenciones y cautelas.

—Bueno —respondió Gutiérrez al término de las explicaciones del abogado de pobres, que fueron largas y prolijas—, si es una obra de caridad, y además Amparo puede obtener ayuda para las cosas de la casa, no veo por qué habría de negarme.

—Hay una cosa más que usted debe saber, don Bartolomé —advirtió Pedro.

—Pues venga de ahí, que ya sabía que te guardabas algo.

—La identidad del dueño de la esclava.

—¿He de temerme lo peor?

—El marqués de Gibalbín.

Don Bartolomé se quedó mirando al letrado, con una luz ambigua en sus ojos marchitos. Después, asintió, tragó saliva, sonrió y dijo:

—¿Quién dijo miedo?

—Mida usted bien lo que decide, por Dios, don Bartolomé —rogó Pedro de Alemán—, que no quiero más pesos sobre mi conciencia. Pero la verdad es que no se me ocurría nadie más a quien recurrir.

—No sé qué tiempo me queda de vida, hijo mío —proclamó el anciano sastre después de recorrer con la vista el pequeño espacio de la sastrería, como evaluando lo que tenía y lo que ponía en juego—, si días, semanas, meses o años. Pero te puedo asegurar que a lo que no estoy dispuesto es a vivirla con miedo, sea larga o menguada. Porque vivir con miedos es vivir tan sólo a medias. Así que trae aquí a esa negra, si un juez así lo ordena, que nosotros la cuidaremos, sea su amo el marqués de Gibalbín, que el diablo se lo lleve, o el mismísimo Belcebú.

* * *

Cuando Adela lo vio llegar a su casa esa misma tarde, lo miró extrañada. A pesar de su juventud, era mujer y despertada, que suelen ser la misma cosa. Sin embargo, no le comentó nada. Aguardó a que Merceditas se durmiera después de tomar el pecho de su madre y a la cena, para la que Lucía les había cocinado unos mújoles pardos del río Guadalete, que estaban deliciosos, con sus botargas aparte.

—Te veo preocupado, Pedro —comentó Adela, cuando ya comían el postre, unas galletas con miel recién horneadas.

—Cosas del trabajo, Adela —respondió él, reacio a mayores explicaciones que pudieran intranquilizar a su mujer.

—Tal vez, si me lo contaras, te quedabas más sereno. Dicen que cuando las preocupaciones se comparten, son menos preocupaciones.

—No quiero incordiarte con mis problemas, Adela. Que aún le estás dando el pecho a la niña.

—¿Y qué tiene eso que ver?

—¿No dicen que a las madres las preocupaciones les pueden agriar la leche? Pues eso —explicó Pedro, engullendo una galleta que le pringó las yemas de los dedos y los labios.

—¿Serás pazguato? —repuso la damisela, tendiendo a su marido una servilleta—. A mí sí que me vas a agriar un día de éstos si me sigues tratando como a una niña. Cuéntame qué te ocurre y déjate de pamplinas de una vez, que a mí lo que me gustaría es poder ayudarte.

—Un caso nuevo —explicó, sucinto—. Una esclava.

—¿Una esclava? Una cliente de la oficina del abogado de pobres, por tanto.

—No, del bufete.

—Así que una esclava pagando honorarios…

—No talmente, la verdad es que no pretendo minuta con este asunto.

—¿Y entonces?

Pedro de Alemán apartó de sí el plato, se limpió labios y dedos con la servilleta que Adela Navas le había ofrecido y encaró a su mujer. La vio tan joven, tan guapa, tan llena de vida que a punto estuvo de arrepentirse de la decisión adoptada unas horas antes y de los riesgos que tal decisión le podía cosechar. No obstante, le explicó el asunto de la negra María Pérez, sus propósitos y el trance en el que el litigio lo podría situar.

—¿Cómo crees que reaccionará el marqués? —preguntó ella cuando el abogado hubo concluido.

—Mal, claro. No le va a agradar ni que lo sitúen en un brete ni que le arrebaten una de sus posesiones, que le debe ser muy preciada por demás, pues de lo contrario no se entiende que se signifique tanto por ella.

—Supongo que es joven y guapa, ¿verdad?

—¿No estarás pensando que…? —preguntó Pedro, alarmado, sin querer que le trajeran a las mientes episodios que cada día trataba de enterrar en el sobrado más oscuro de su memoria.

—¡No seas majadero! —atajó ella de inmediato—. Que no voy por ahí. Respóndeme, hombre de Dios, y olvida tus antiguas aprensiones, que ya son agua pasada.

—No es demasiado mayor, veintiséis años me dijo, aunque aparenta tener más. Y podría decirse que sí, que es guapa para ser negra.

Y entonces Adela le formuló la misma pregunta que le había hecho el personero Hiniesta: «¿Por qué lo haces?». Y él le respondió de la misma forma en que lo hizo al procurador, aunque añadiendo:

—Y porque es mi obligación, Adela. ¿Para qué estamos los abogados si no es para socorrer a los más débiles, a los desamparados, a los que nada tienen? Y dime si puede haber alguien con mayor desamparo y más carencias que esa pobre esclava, esa desgraciada María Pérez, a quien ni su vida se le permite vivir. Es mi obligación, Adela. Sí, eso pienso. De verdad.

Y se levantó y besó a su esposa. Y ella lo besó a él. Y si no llegaron a mayores allí mismo fue porque oyeron cómo Lucía aún trasteaba entre fogones y fregados en la cocina de su casa de la calle Gloria.

* * *

Esa misma noche Pedro de Alemán comenzó a redactar la demanda que habría de presentar ante el vicario del arzobispo de Sevilla en la muy noble y muy leal ciudad de Jerez de la Frontera, juez del Tribunal Eclesiástico competente para conocer de la litis que interponía la esclava María Pérez contra su amo don Raimundo José Astorga y Azcargorta, marqués de Gibalbín. Se impregnó en bulas y cánones, en decretos conciliares. Y estuvo trabajando hasta bien entrada la madrugada, se levantó temprano para continuar con la redacción de su súplica, y prosiguió en la oficina de la Casa del Corregidor sin levantar la vista de los folios timbrados con el sello para pobres, que el propio letrado sufragó, hasta acabar con el escrito.

Cuando, al mediodía, tuvo finalizada la demanda, salió a buscar al personero Jerónimo de Hiniesta, a quien pidió que se encargara de que la esclava María Pérez otorgase el necesario poder, haciéndole entrega de los maravedíes a que ascenderían los honorarios del escribano, y procediera sin dilación a presentar aquélla ante el tribunal eclesiástico competente para conocerla.

Después, antes de entrar en su casa, Pedro de Alemán se refugió durante un buen rato en las sombras del zaguán, meditando acerca de lo hecho y de sus consecuencias. Para esa esclava, María Pérez, que había puesto todo cuanto tenía, que tan poco era y al mismo tiempo tan valioso —su futuro, su seguridad, su integridad física…—, en sus manos, y para él mismo y su familia. Y al final, después de muchas reflexiones, no fue capaz de saber si había obrado con acierto, con misericordia o con una osadía rayana en la necedad.