XXVIII

LA PROPUESTA DEL ESCRIBANO

—¿De verdad piensas que hemos hecho bien, Manuel Antonio? En despedir a los criados, me refiero.

Los gemelos Manuel Antonio y Juan Fadrique Basurto y Luna se hallaban sentados en una salita de la casa familiar, situada en la calle Cantarería, un caserón de buen tamaño, pero que había vivido tiempos mejores.

—Sí, claro que sí —fue la respuesta de Manuel Antonio a la pregunta de su gemelo Juan Fadrique. Y fue un sí destemplado, hosco, pues, por mucha seguridad que aparentara, no estaba el Basurto nada seguro de lo atinado de su proceder. Ni de nada en realidad, pues, desde que leyera el testamento de don Juan Bautista, estaba sumido en un desorden que lo abocaba al marasmo—. ¿Qué otra cosa querías que hiciéramos, pardiez? Bastante hemos hecho con demorarles su marcha y permitirles que permanezcan en la casa de la calle de la Orden hasta el 15 de julio.

Se hallaban ambos hermanos, en ese sábado día 25 de junio de 1756, sentados en sendos sillones de la sala del caserón en la que solían refugiarse, lejos de los resoplidos de moribundo de su padre, que se ahogaba en las balsas de sus bronquios, y de los bramidos de su madre, presa de una vesania que la hacía estallar cada dos por tres en animales aúllos que ni el láudano apaciguaba.

—Y a todo esto, ¡ha pasado casi un mes desde la muerte del tío y ni siquiera sabemos si ese hijo bastardo existe, Manuel Antonio! —exclamó Juan Fadrique, con ese tono de voz, como adelgazado, que era lo único que lo diferenciaba de su hermano, en todo lo demás idéntico.

—¿Y qué quieres? ¿Que vayamos a ver a esa tal Isabel y se lo preguntemos? ¿Y que le digamos que estamos interesados en saberlo porque resulta que su hijo es el heredero de todos los dineros y tierras de nuestro tío? ¿Eso es lo que quieres, Juan Fadrique?

—Pues nos dijo el escribano que el plazo para la ejecución del testamento es de un mes, que nos vence de aquí a una semana. Y que llegado ese tiempo, habrá de hacer las averiguaciones que procedan, y entonces todo se sabrá. Y el no hacer nada sí que puede ser nuestra perdición. Y, encima, esa idea tuya de despedir a toda la servidumbre, y a la tal Isabel con ella, que nos va a traer más rencores que otra cosa.

—Nadie de la servidumbre sabe nada sobre el bastardo. He preguntado sutilmente a unos y a otros, y nadie parece saber nada sobre un parto de la criada, y jamás oyeron hablar de un hijo ilegítimo de nuestro tío. Que, por demás, siempre tuvo fama de gazmoño y mojigato. A lo mejor nos estamos preocupando sin motivo, y ojalá no me equivoque.

—Tal vez, si permitiéramos que la muchacha permaneciese en la casa hasta que la vendamos…

—No podemos procurarle un trato singular, Juan Fadrique, no seas botarate. Con eso sólo conseguiríamos alimentar las sospechas.

—¿Y si le ofreciéramos dinero?

—Claro, le ofrecemos uno para que renuncie a mil. ¿Tú eres tonto, Juan Fadrique?

—¡No me hables así, pardiez! Y que sepas que yo no puedo vivir en esta zozobra. ¡Porque es que ni dormir consigo! Y a final de año tenemos que pagar las amortizaciones de la hipoteca de esta casa y de las viñas, y dos censos de casi doscientos escudos. Y en los arcones de padre no queda ni un real.

—La vendimia está a la vuelta de la esquina, joder. Y con el producto de las uvas podremos ir tirando. Eso si no se soluciona antes lo del testamento, que confío en que sí.

—¿Tirando? No sabes lo que dices, voto a bríos, Manuel Antonio. Si no damos mano a los escudos del tío, nos aguarda la bancarrota. Tal vez podamos llegar a diciembre, pero ¿y las próximas amortizaciones? ¿Y los sueldos de los gañanes? ¿Y las semillas y los abonos? ¡Y debo casi quinientos reales en la platería de Quirós, en la plaza de San Lucas! ¡Y me amenaza con querella, el muy judío! ¿Cómo quieres que no esté preocupado?

—Pues deja de hacerle regalos a esa mozuela de la mancebía, pardiez. Y para de quejarte, coño, que me pones de los nervios.

—No me hables así, ¿quieres?

—¡Te hablo como me sale de los cojones, ¿me oyes?! —estalló Manuel Antonio, que se levantó de un salto de la butaca, tirando la copa de aguardiente al suelo y, con ella, un cenicero de plata que resonó en las losas de la estancia como un timbal—. ¡Que ya estoy harto de tus lloros y de tus lamentaciones!

Unos nudillos resonaron en la puerta de la sala. Y lo hicieron con prevención, como si quien se hallaba al otro lado de la puerta temiese interrumpir la bulla de los gemelos y convertirse de paso en depositario de sus iras.

—¿Quién es ahora? —rezongó el menor de los Basurto, limpiándose con la mano las calzas, a las que el aguardiente había alcanzado—. ¿Eres tú, Miguel?

La puerta se abrió lentamente, sin ni siquiera chirriar, a pesar de que a sus goznes no se les aplicaba aceite desde hacía meses. Tanto era el recelo de quien entraba. Por el hueco apareció la cabeza enorme de Miguel Camas, mayordomo de la casa. Mayordomo, criado, cochero y hasta reponedor del carbón y del agua, pues no tenían los Basurto de la calle Cantarería muchos pesos que gastar en servicio.

—Disculpen los señores —se excusó Miguel, con la voz timorata de quien está acostumbrado a pagar en carnes propias cóleras ajenas—. Los señores tienen visita.

—No esperamos a nadie —rezongó Manuel Antonio Basurto, que contemplaba reñido la mancha dejada por el licor en sus calzas—. Y no son horas, además.

—¿Le digo entonces que los señores no admiten audiencias?

—¿Quién es, a todo esto, Miguel?

—Dice que es escribano, don Manuel Antonio. Y que su nombre es don César Márquez de Santillana. O algo así. Entonces, ¿le digo que vuelva otro día, que están los señores atareados?

Ambos gemelos se miraron, intrigados.

—¿Qué querrá el notario ahora? —preguntó Juan Fadrique, inquieto—. Hasta el sábado que viene no se cumple el mes para la ejecución del testamento.

—Salgamos de dudas —zanjó Manuel Antonio—. Dile que pase, Miguel. Y trae luego más aguardiente.

—Del bueno no queda, señor.

—¿Cómo que no queda del bueno?

—El que su padre de usted compraba en la calle Muro. La última barrica se agotó esta mañana.

—¿Pues de cuál queda?

—Dos frascas de la aguardentería de la calle Oliva, señor. Del de cinco reales y medio la arroba.

—Pues trae de ése. No creo que el escribano sepa mucho de aguardiente. Y mañana te vas a la calle Muro y te traes unos cuantos azumbres del bueno, Miguel, ¿me oyes?

—Si el señor dispone los dineros necesarios… Serán diez reales el azumbre, más o menos.

—¿Es que no te queda dinero de la bolsa del mes, pillastre?

—Apenas unos chavos, señor. Estamos a día 25, y…

—¡Fuera de aquí, cortabolsas! —ladró Manuel Antonio, lanzando al mayordomo un cojín que el otro ni siquiera se molestó en esquivar—. Luego hablaremos. Que estoy hasta los huevos de tus sisas. Haz pasar ahora a don César, granuja.

Juan Fadrique Basurto se apresuró a recoger el cojín y la copa de aguardiente vertida en el suelo, pasando repetidamente su zapato de cuero sobre la mancha para atenuarla. Manuel Antonio, por su parte, inspiraba una vez y otra, como bebiéndose el aire, intentando sosegarse. Cuando don César Márquez de Santillana apareció por la puerta de la estancia, fue el mayor de los gemelos quien se adelantó, con la mano tendida.

—Don César —saludó, obsequioso, estrechando la mano del notario—. ¡Usted por aquí! No esperábamos su visita. ¿Qué se le ofrece?

—Tome asiento, don César, por favor —terció Manuel Antonio—. ¿Una copa de aguardiente?

—Un café, si no es molestia —solicitó el escribano, tomando asiento.

Apareció en esos instantes el mayordomo, con una bandeja en la que sostenía una frasca de aguardiente amarillento y tres copitas, que depositó sobre la mesa baja a cuyo alrededor se aposentaban los caballeros.

—Don César tomará café, Miguel —ordenó Juan Fadrique.

—¿Café? —preguntó el mayordomo, descompuesto.

—¿Estás sordo, tunante?

—Sí, claro, café… ejem… —Y fue a decir algo, pero pareció pensárselo mejor—. Café, por supuesto. —Y abandonó la salita, consternado.

Durante unos minutos, mientras los gemelos servían el aguardiente y esperaban para catarlo a que el mayordomo trajese la infusión para el notario, estuvieron hablando de algunas disposiciones testamentarias de urgente cumplimentación, como el coste del entierro y las provisiones para misas y responsos, que los curas urgían a cada día, según el escribano expuso. Cesaron en la charla cuando el mayordomo pidió venia para entrar. Apocado como una liebre, sirvió en una tacita de loza un líquido humeante cuyo color desvaído no pasó desapercibido para ninguno de los allí reunidos, depositó en la mesa un azucarero y se marchó como si lo persiguiera el diablo. El notario Márquez asió la cucharilla, azucaró la infusión y se la llevó a los labios. En cuanto el líquido descansó en su paladar, don César compuso un gesto de asco con el que no pudieron ni sus buenos modales.

—¿Quema? —preguntó Juan Fadrique, obtuso.

—¡Dios! —exclamó el escribano—. ¿Esto qué es?

—Café.

Don César Márquez de Santillana debió de apercibirse de que, de pronunciar las palabras que se le amontonaban en los labios, iba a quebrantar las más elementales reglas de la cortesía. Decidió callar, pues, y asentir a la pregunta del gemelo. Se contentó con alejar lo más posible de sí el líquido infame que le había sido servido. Y tosió, como queriendo alejar del velo del paladar el sabor repulsivo del brebaje.

—En fin —expuso, cuando consiguió acomodar la lengua—. Creo que debiéramos hablar del testamento de su señor tío. Como saben, el plazo de un mes para la ejecución testamentaria vence la semana próxima. Justo un mes después del entierro.

—Pues usted dirá —sugirió Manuel Antonio.

—Como supongo ya sabrán, aunque me ha extrañado que no acudieran a mi escribanía para cerciorarse, su tío estableció en su codicilo unas disposiciones… digamos que singulares.

—Hemos leído el testamento —aseguró Manuel Antonio—. Lo hallamos entre los papeles de don Juan Bautista.

—¿Y qué saben ustedes de ese… de ese hijo bastardo? —preguntó el escribano, sin inmutarse.

—Que no existe —se apresuró a aseverar Juan Fadrique, enderezándose en la butaca.

—¿Y cómo le consta a usted con tanta rotundidad?

—Pues… hum… ejem…

—Don César, vayamos al grano —interrumpió Manuel Antonio, que se barruntaba un propósito oculto en la visita sin previo anuncio del notario—. Y díganos para qué ha venido, si no es mucho pedir.

El escribano volvió a carraspear, como buscando las palabras que pudieran dar prestancia al objeto de su visita, que sabía espinoso y atrevido. Estuvo a punto, para darse tiempo, de asir de nuevo la taza con el brebaje que allí llamaban café, mas debió de recordar su sabor infausto y retiró la mano al momento. Enfrentó la mirada de ambos hermanos y se decidió a hablar.

—Como sabrán ustedes, fui designado por su señor tío como albacea y ejecutor testamentario en su codicilo.

—Lo sabemos. Lo hemos leído —repuso Manuel Antonio—. ¿Y cuál es el problema?

—El albacea y ejecutor tiene derecho a unos… honorarios por su intervención.

—Lo suponemos. Sigo sin ver el problema.

—Tales honorarios vienen estipulados en las pragmáticas reales y ascienden a un porcentaje del caudal relicto.

—¿Qué diablos es el caudal relicto? —terció Juan Fadrique, que se perdía en los vericuetos de la conversación.

—Disculpe, el caudal relicto es el conjunto de los derechos y obligaciones de la herencia. Sobre su total monto neto se calcula el porcentaje que corresponde al albacea, que varía según la cuantía de aquel caudal.

—Entiendo. Pero lamento mucho decirle que continúo sin ver cuál es el aprieto.

—La norma establece que esos honorarios se detraerán del importe líquido de la herencia y que se pagarán al albacea tras la ejecución del testamento.

—Es lo lógico, entiendo —aseguró Manuel Antonio, que empezaba a destejer los caminos de la conversación del escribano—. Y lo legal también.

—Sí, claro, pero… ejem… —A don César se le veía turbado, perdida la suficiencia con que había llegado al caserón—. Le acepto ahora esa copa de aguardiente.

Manuel Antonio, sin quitar vista del notario, a quien parecía escrutar con el interés de un tratante examinando la dentadura del potro, hizo un gesto a su hermano para que sirviera el licor. Cuando lo hubo hecho, él mismo acercó la copa al notario Márquez, que la paladeó sin reparar en que el aguardiente no era, ni mucho menos, de la calidad que se suponía habría de reunir el caldo de una casa como aquélla.

—Pues usted dirá —apremió luego.

—Pues… verán ustedes… —Y volvió a beber hasta apurar la copa—. Me encuentro en… digamos que en ciertos apuros económicos. No he podido hacer frente a determinadas obligaciones derivadas de la adquisición de mi escribanía y estoy urgido. Tengo de plazo hasta el día 15 de julio próximo si no quiero incurrir en mora y me hallo falto de recursos y de posibilidades de obtenerlos. Como pueden suponer, el caudal de la herencia de don Juan Bautista, que su gloria goce, es de muchos miles de escudos, y los honorarios que me corresponderían por la ejecución del testamento me sacarían sin dudas de apuros.

—Lo supongo —sonrió Manuel Antonio, sibilino—. Pero, claro… la ley es la ley. Me temo que no podemos hacer nada por usted. Tenga usted en cuenta, además, que, como bien ha dicho, ni siquiera somos todavía herederos legítimos de nuestro tío. No, al menos, hasta que se constate la inexistencia del bastardo. Y, en consecuencia, no podemos ni autorizar ni oponernos a nada. Así pues, lo siento. No está en nuestra mano ayudarle, don César.

—Tal vez haya una solución —insinuó el escribano—. Para sus problemas y los míos.

—No veo cuál.

—Escúchenme, por favor.

—Somos todo oídos.

El escribano Márquez contempló a ambos gemelos, como calibrando si podía confiar en ellos. Y se dijo a la postre que no tenía nada que perder.

—No es nada infrecuente en materia de ejecuciones testamentarias —explicó— que el albacea solicite del alcalde mayor una prórroga del plazo para ejecutar las disposiciones del testamento. Máxime cuando es un codicilo complicado, y el de su señor tío lo es, pues instituye un heredero que ni siquiera sabemos exista. Tal tipo de peticiones de prórroga se suelen tramitar de forma rutinaria, sin que nadie se oponga y sin que se obste. Y podría conseguir, pues, plazo hasta el día 5 de agosto para llevar a la práctica las estipulaciones del testamento y para hacerlo público.

—Bien —repuso Manuel Antonio—. ¿Y qué ganamos nosotros con esa prórroga?

—Pues, como les he dicho antes, el plazo para la ejecución se computa desde el entierro del finado, que, como recordarán, fue el día 5 de este mes. Como les he dicho, por tanto, el plazo para la ejecución testamentaria finaría el día 5 de agosto.

—Sigo sin ver la ganancia.

—En cambio —continuó el notario—, el plazo para que el bastardo reclame su herencia es de dos meses, pero computados desde el óbito. Y el fallecimiento de don Juan Bautista se produjo el día 3 de este mes de junio. Es decir, antes del día 3 de agosto debería efectuarse esa reclamación. Y tengan en cuenta que, salvo ustedes y yo, y hasta donde sabemos, nadie conoce el testamento y la peculiar institución de heredero, lo que habrá de suponer que una vez que éste se abra el día 5 de agosto…

—¡Ya habrá transcurrido el plazo para que el bastardo reclame su herencia! —concluyó Juan Fadrique, que se advirtió ahora del tejemaneje, entusiasmado—. ¡Y que habrá caducado su derecho!

—Así es —asintió el escribano, abriendo ambas palmas de las manos, dando a entender lo infalible de su contubernio—. Y ya no habrá quien les remueva a ustedes de su condición de herederos universales de don Juan Bautista. Ni aunque el bastardo venga y el mismísimo papa de Roma lo legitime.

—¡Pero eso es magnífico, don César —apostilló Juan Fadrique, al borde del aplauso—! ¡Es usted un genio!

—Y usted —señaló Manuel Antonio— querrá que le autoricemos ahora a hacerse cobro de sus honorarios…

—Así es. O de una parte al menos. Aunque sea pequeña. Y lo podrán hacer sin problemas, en la certeza de que serán los herederos legítimos y nadie podrá reprocharles sus decisiones.

—Creo que usted y nosotros, don César —rubricó Manuel Antonio—, comenzamos ahora a entendernos.