XX

LA CURIOSIDAD DEL PERSONERO

—¿Conoces a algún procurador en Sevilla, Jeromo?

—¿Qué pasa, Pedrito? ¿Ya hasta te buscan de Sevilla para llevar pleitos?

Pedro de Alemán y Jerónimo de Hiniesta, el personero, salían en esa mañana del viernes 30 de abril de la escribanía de don Beltrán Angulo, en la calle de San Cristóbal, donde unos clientes del letrado habían firmado unas escrituras de hipoteca y un poder a favor del procurador.

—No me llames Pedrito, pardiez, Jerónimo, que ya he cumplido los treinta, voy para los treinta y uno, y no tengo edad de diminutivos. Y déjate de regodeos, que aún me dura el enfado.

—¿Por lo del especiero?

—Por la sentencia de don Rodrigo, que me lo condena por estafa, sí —admitió el abogado, después de saludar con un ademán de la cabeza a su colega don Martín de Espino y Algeciras, que entraba en esos instantes en la notaría—. Que no sé si hablar de criterio equivocado o de simple prevaricación. Porque es que la sentencia no se sostiene, Jeromo. Acuérdate de…

Y Pedro de Alemán se enfrascó en una larga y acalorada explicación sobre pruebas, testigos, informes, pericias, dolos y engaños.

—Y ya he anunciado ante don Rodrigo el recurso de apelación contra esa sentencia —concluyó el abogado de pobres, refiriéndose a que los recursos debían ser anunciados ante el juez de la instancia y luego formalizados ante el tribunal superior—. Si me aquieto ahora, ese juez irascible y asustaviejas pensará que me aquietaré siempre, y de ahí a la ruina profesional hay un paso, Jeromo. Así que, dime, ¿conoces a algún procurador en Sevilla?

—Pues sí —respondió Hiniesta—. No personalmente, pero sí de referencias. A don Gumersindo Rosales de la Cávea. Le puedo enviar unas letras si quieres.

—Hazlo, por favor, Jerónimo. Y pregunta también por sus honorarios, que tengo que consultarlos con el especiero.

—Pues como le pagues como me pagas a mí, bellaco…

—No te quejes, Hiniesta, que no es moco de pavo lo que cobras por mis mediaciones.

—Y tú por las mías, vaya eso por delante —sostuvo el procurador, gesticulante e histrión como él era—. De lo que me quejo es de las veces que me haces trabajar sin cobrar, carajo. Y la última fue en esa declaración de ausencia de la tal Leonor Solís.

—No me vayas a dar la mañana con tus quejas —rogó el abogado, carialegre, a quien esa conversación le sonaba de haberla mantenido ya una y mil veces—, que lo que no te pago en escudos, las más de las veces te lo pago, y a fe mía que doblado, en vinos y en raciones. Y bien que te consta.

—Hablando de vinos… —insinuó el personero.

—Ni se te ocurra —negó el abogado.

—¿Y eso?

—Tres razones —argumentó Pedro—. La primera, que no son horas de vinos, pardiez, pues no han dado ni las diez y media de la mañana. La segunda, que no tengo tiempo, pues me espera trabajo en la oficina del abogado de pobres y esta tarde tengo que comenzar con el dichoso recurso del especiero, pues quiero proponer en la alzada la prueba que don Rodrigo me denegó en la instancia. Y la tercera, y fundamental, que no quiero que me cuesten de nuevo. ¿Son buenas mis razones, procurador?

—Tal vez —insistió Hiniesta, socarrón—, si yo te contara lo que he visto en la escribanía de don Beltrán Angulo, cambiabas de idea.

—Legajos y papeles. ¿Qué otra cosa habrías podido ver?

—Pero entre esos legajos he visto uno que igual te interesa. Ya sabes mi natural curioso, y mientras tú firmabas la hipoteca, yo estuve oliscando por la mesa del aprendiz.

—¿Y qué viste? —preguntó Pedro, al que la actitud del personero había comenzado a picarle la curiosidad.

—Un requerimiento a una esclava.

—Pues no sé dónde diablos está el interés.

—Para que no contrajera matrimonio.

—Pues igual.

—Que otorgaba… el marqués de Gibalbín.

Pedro de Alemán se detuvo de repente, interesado.

—¿Aún mantiene esclavos ese malnacido?

—Él y otros de su alcurnia en Jerez, aunque no deben de quedar muchos siervos en estos días. Diecinueve o veinte en toda la ciudad. ¿Hace ese vino?

—No hace, Jeromo —dijo el letrado, reanudando la marcha—. Eso que me cuentas no tiene mayor interés, por más que sea don Raimundo José quien haya requerido notarialmente a una esclava. Ya sabes que eso es práctica común, por lo que pueda pasar.

Y viendo que ya llegaban a la puerta Real, se despidió del procurador, después de rechazar una vez más su convite a vinos.

—Así que sigue buscando, Jeromo. Que algo tiene que haber que nos ponga sobre la pista de ese demonio de marqués.

* * *

Pasó el resto de la mañana en la oficina del abogado de pobres, enredado con pleitos y querellas. De vez en cuando pensaba en las palabras de Jerónimo de Hiniesta, en ese requerimiento otorgado por el marqués de Gibalbín ante el escribano don Beltrán Angulo, mas enseguida huía de esas reflexiones diciéndose que allí no había resquicios por donde ver la luz. A eso de la una y media, incapaz de concentrarse en los pliegos, se dijo que era hora de terminar por ese día en la oficina del corregimiento. Así que preparó unos cuantos legajos para trabajarlos en el bufete y salió a la plaza de la Justicia.

Al salir de la Casa del Corregidor advirtió que, en la acera de enfrente, un dragón conversaba con una moza a la que el inmenso cuerpo del soldado ocultaba. No les prestó atención y encendió la papelina que esa misma mañana Jerónimo de Hiniesta le había regalado. No solía fumar, pero ese mediodía, radiante y pacífico, se le antojó. Mientras aspiraba el humo del tabaco basto volvió su atención a la pareja que conversaba frente a él. En ese instante, el dragón pareció deslumbrarse por un rayo de sol que resbaló desde los tejados y se apartó un paso. Y entonces vio que la moza que conversaba con el soldado era Lucía de Jesús. Y también ella lo vio a él.

La criada se azoró, se quedó sin saber qué hacer, farfulló unas palabras que Pedro no pudo oír, como despidiéndose de su galán precipitadamente, y se fue corriendo buscando la esquina de la plaza para tomar la calle Gloria.

El abogado de pobres sonrió. Exhaló una bocanada de humo y recordó otros instantes, otros momentos. El dragón, por su parte, sorprendido por la súbita espantada de la muchacha, se giró, como buscando al responsable de su rubor y de su marcha. Pero allí, en la otra acera, el único que estaba era ese hombre más o menos joven, abogado de pobres según tenía entendido, al que más de una vez había visto por la Casa del Corregidor mientras hacía guardia o prestaba escolta. Uno más de los muchos chupatintas que allí trabajaban. Se encogió de hombros y se dispuso a regresar a su puesto. «¡Qué difícil es entender a las mujeres, por vida del rey!», bisbiseó.

Saludó con un gesto de la cabeza a Pedro de Alemán, que lo miró, más sonriente que otra cosa. Lo cual descentró al mílite, que observó al letrado sin saber si quería conversación o riña. Pedro enseguida lo sacó de sus dudas.

—Hermosa moza —dijo.

—Y usted que lo diga —respondió el dragón, después de vacilar durante unos segundos, hasta convencerse de que el otro, que fumaba tranquilamente bajo el sol del mediodía, no quería seguramente más que un rato de cháchara—. Aunque difícil de manejar, como todas.

—Tú debes de ser Gaspar, ¿me equivoco?

—Gaspar Malpica, dragón del rey —reconoció el soldado, extrañado de que ese funcionario conociera su nombre—. Del regimiento de dragones de Jerez. De la escolta de su excelencia el corregidor. Para servirle.

—Yo soy Pedro de Alemán —se presentó el letrado, tendiendo la mano al soldado, que éste estrechó, algo descolocado por todo aquello—. Esa moza, Lucía, trabaja en mi casa.

—Ah —replicó Gaspar, que ni bajó la mirada ni se achantó por la declaración del abogado—. Entonces tiene usted suerte, pero le hago ver que si eso es una advertencia, puede usted ahorrársela. Entre esa muchacha y yo no hay nada. Y ni le he faltado al respeto ni ella me ha dado motivos para faltárselo.

—Mejor así —admitió Pedro—, aunque no iban por ahí los tiros, Gaspar. No quería reconvenirte, sino avisarte.

—Pues avisado quedo, aunque no sé de qué.

—De que esa niña, Lucía —aclaró Alemán—, es, por lo que estoy viendo y no sabría decirte el porqué, algo preciado para mi mujer y como el mejor regalo del cielo para mi hija, de pocos meses. Y no te arriendo la ganancia si tienes que vértelas con ellas, con la primera sobre todo, claro está. Así que amárrate bien los machos, soldado.

—Advertido quedo —repuso éste, que insistió—: Mas le repito que no tengo nada con esa muchacha. Aunque sí lo pretendo, y no creo que en ello haya mal alguno. Y más si ella lo consiente. Mañana sábado hemos quedado para pasear, y me ha dicho que no tiene padres a quienes solicitar permiso. ¿Me lo daría usted, caballero?

Ahora fue el turno de Pedro de quedar descolocado. Miró al dragón, que no aparentaba tener más de veinticinco o veintiséis años y que era buen mozo, de facciones agradables y robusto como un buey. Y con una mirada en la que se bañaban por igual la franqueza y la decisión. Le gustó de inmediato.

—No soy quién para dar ese permiso —dijo luego, recompuesto—. Pero que sepas que, si lo fuera, te lo daría.

Y se despidió con un ademán de la cabeza y llegó a su casa pensando en las carcajadas en que Adela prorrumpiría en cuanto le relatara aquella insólita conversación.

* * *

Después del almuerzo y de una siesta breve, porque ya hacía calor en Jerez y a Pedro le era difícil conciliar el sueño a esas horas y con esas temperaturas, se encerró en el bufete y se dispuso a dar forma al recurso de apelación del especiero. O al escrito de agravios, que era el nombre que los curiales le daban.

Antonio Barrena era un especiero con tienda abierta en la calle de la Liebre que había sido denunciado porque, según un cliente, le había vendido tres adarmes de un azafrán que no era puro, sino mezclado con cúrcuma, aunque cobrado como si fuera «oro rojo», que es como se llamaba al azafrán. A pesar de que Pedro de Alemán, durante el juicio, había desacreditado a buena parte de los testigos de la acusación y había propuesto pruebas y pericias que la menguaban, don Rodrigo de Aguilar y Pereira fue inflexible: no sólo denegó algunas de las probanzas planteadas por la defensa, sino que condenó a Barrena por estafa a la pena de dos años de cárcel y multa de doce mil maravedíes.

Comenzó su escrito de agravios dirigido a la Real Audiencia de los Grados de Sevilla con las fórmulas habituales y durante más de dos horas intentó concentrarse en el recurso. Sin embargo, las mientes se le iban más veces de las que él quisiera al comentario que esa misma mañana le había realizado el procurador Jerónimo de Hiniesta sobre el requerimiento formulado por el marqués de Gibalbín a una esclava de su propiedad que evidenciaba la voluntad de ésta de contraer matrimonio en contra de los deseos de su amo.

Al fin, desquiciado por no poder concentrarse en el recurso del especiero, se levantó, se asomó al cierro y aspiró el aire de la tarde jerezana, que ya comenzaba a refrescarse. Luego, rebuscó entre sus libros y manuales jurídicos, hasta dar, entre los heredados de su padre don Pedro de Alemán y Lagos, con un librillo publicado en Sevilla en 1627, escrito por el padre jesuita don Alonso de Sandoval y titulado Un tratado sobre la esclavitud, y con la Suma de tratos y contratos del dominico fray Tomás de Mercado. Confrontó lo que allí se decía con lo que al respecto se instituía en el Fuero Juzgo, en las Partidas del Rey Sabio, en el Ordenamiento de Alcalá, en las Leyes de Toro y en la Nueva Recopilación del rey Felipe el Segundo, y así pudo hacerse una idea sobre la esclavitud, sobre los derechos de los amos y sobre los de los esclavos, pocos y dispersos. Materias de las que poco sabía hasta entonces.

A estas alturas del siglo, la esclavitud ya era institución casi desaparecida. Ya apenas si existían esclavos, y los pocos que había estaban en manos de gentes de linaje, pues la posesión de siervos no era tanto para rentabilizar su trabajo como para alcanzar signo de distinción social. Y muchas eran sus obligaciones y pocos sus derechos, entre los que se contaban los de casarse, testificar en juicios, poder alcanzar la libertad mediante el pago del precio estipulado o por voluntad de su señor; y pleitear por ella, pudiendo contar con asistencia letrada cuando se trataba de defender sus intereses.

Siguió leyendo. Y, para su sorpresa, se encontró con partidas, normas, fueros y leyes, y con precedentes y reseñas de jurisprudencia que hicieron que poco a poco una idea se fuera abriendo paso en su mente, que en ese momento echaba humo como una chimenea bien atizada.

Y salió corriendo de su bufete, sin ni siquiera pararse a dar un beso a Adela Navas, que en esos mismos instantes regresaba junto con Merceditas y Lucía de su diario paseo por el Llano del Alcázar.

* * *

Jerónimo de Hiniesta tenía su despacho de personero en su propia vivienda, una casa no en exceso amplia situada en la calle del Horno de don Pedro el Bueno, a la que todos conocían como calle de la Palma por una palmera que había en una de las fincas allí ubicadas.

—¡No, por Dios! —exclamó el procurador, levantándose de la silla nada más ver aparecer a Pedro de Alemán por el despacho—. ¡Otra vez pretendes involucrarme en un asunto de pobres del que no voy a sacar ni un mal maravedí! Es eso, ¿verdad?

—Anda, siéntate, Jeromo, y no te precipites, que no es eso, hombre —lo tranquilizó el letrado—. Que es con respecto a lo que esta mañana hablamos. ¿Lo recuerdas?

—¿Qué quieres que recuerde?

—Lo que me contaste acerca del requerimiento hecho por el marqués de Gibalbín a su esclava.

—Sí, claro, lo recuerdo.

—¿Te interesa ganar algunos reales?

—A ver —dijo el personero, desconfiando.

—Necesito hablar con esa esclava. ¿Sabes cómo se llama?

—María Pérez, según leí en las escrituras en la escribanía de don Beltrán.

—¿Serías capaz de hacer que fuera a visitarme al bufete?

—Pedro, ¿qué es lo que estás tramando, pardiez?

—Deshacer un entuerto y, de paso, si puedo, darme el placer del desquite. ¿Puedes hacer lo que te pido o no?

—¿Y de cuántos reales hablamos?

Pedro de Alemán explicó muy por encima a Jerónimo de Hiniesta lo que se proponía, sin que las advertencias del personero sobre lo atrevido de sus propósitos y sobre el poder del marqués le hicieran desistir de sus intenciones. Letrado y procurador, acabadas esas admoniciones, acordaron honorarios del segundo, que se obligó a procurar al primero una entrevista con esa esclava.

—E intenta que sea lo antes posible —le indicó Pedro.

—No antes de la semana que viene, que hoy es viernes, carajo —repuso el procurador—. Y allá tú con lo que de ella resulte.