LI
LA TELA DE ARAÑA
—¿Otra vez usted por aquí?
La voz del escribano don César Márquez de Santillana sonó aguda como una esquirla. Y habló sin dejar de mirar a los dos dragones que acompañaban a Pedro: Gaspar Malpica y su compañero de armas Manuel Requena, que había accedido a participar en la urdimbre del abogado, pues era íntimo de Malpica y sabía lo que Lucía, con la que éste noviaba, ponía en juego en el envido. La presencia de ambos era imponente, apabullante, uniformados, con sus casacas de color amarillo limón, sus chupas del mismo color guarnecidas con galón de plata en seda de Lyon y sus negros sombreros acandilados. Y las miradas duras como el granito.
—Suelo volver demandando la verdad cuando antes se me ha mentido —contestó Pedro de Alemán.
—No sé a qué se refiere usted —repuso el escribano, cuya mirada bailaba del letrado a los dragones, con el susto enturbiándola.
—Sí lo sabe. Lo sabe usted perfectamente. Me aseguró no conocer a Sagrario Ramírez, la enfermera del hospital de la Sangre, y era mentira. Me aseguró no recordar quién era Isabel Ruiz Vela, y era mentira. Sabía usted quién era la una, pues había venido a verlo no hacía mucho a esta escribanía, y recordaba usted sin lugar a dudas quién era la otra, pues no se olvida a la persona a la que alude una disposición testamentaria tan insólita como la que instituyó don Juan Bautista Basurto. Sí, don César, me mintió usted. Y quiero saber por qué.
—Lo que le dije entonces era la…
—Mire usted, escribano —interrumpió el abogado de pobres—. Conozco toda la verdad. Una verdad tan tremenda que ni siquiera se la puede suponer usted. Y esa verdad no es sólo el hecho de que esa anciana enfermera vino a visitarle, lo que me consta y puedo probar, sino que la vida de dos personas, una de ella esa Sagrario, han sido segadas. Y a cada negativa que usted me concede, mayor es su implicación en esos crímenes. Así que recapacite usted. Y le advierto que si se atreve a seguir mintiéndome, formularé hoy mismo querella en su contra ante el juez de lo criminal. Por cohecho, por falsedad, por complicidad en asesinato, por todos los delitos que se me ocurran.
Fue oír las expresiones «asesinato» y «juez de lo criminal» para que la poca entereza que le quedaba al notario se esfumara de inmediato. La voz de Pedro, el tono de sus palabras, el propio significado de las mismas y la intimación que latía en cada una de sus sílabas habían acabado por abrumar al escribano. Por si poco lo estaba con la presencia de los soldados en su notaría. Agachó don César la cabeza, suspiró con abatimiento, tomó luego aire y, después de echar una nueva ojeada a los dragones, que continuaban de pie e impertérritos, se atrevió a enfrentar la mirada de Alemán.
—Bueno, espero que podamos reconducir esta… desagradable situación —sugirió, con la ansiedad enjabonándole la voz—. Creo que todo ha sido un lamentable malentendido, ¿verdad? ¿Qué es lo que quiere usted saber?
—¿Vino a verle Sagrario Ramírez?
—Ah, esa mujer… Sí, vino a verme. Entonces, cuando nos vimos usted y yo por vez primera, no lo recordaba, ¿sabe usted? —Y nueva mirada a los soldados, como si temiera que fueran a arremeter de un momento a otro.
—¿Cuándo fue esa visita?
—Pues… Si mal no recuerdo, fue allá por finales de junio.
—¿Qué quería Sagrario de usted?
—Conversar sobre el testamento de don Juan Bautista.
—Dígame exactamente qué le expuso.
—Al parecer —relató don César Márquez, ya sin titubeos ni veleidades—, conocía la disposición del testamento del señor. Me refiero a que sabía que había instituido una cláusula extraña, ésa a la que usted antes se ha referido.
Y procedió el escribano a referir, con pelos y señales y de corrido, la charla que había mantenido en su escribanía con Sagrario el lunes día 28 de junio de ese año del Señor de 1756 y cómo le había aseverado que actuaría en consecuencia y que antes del sábado siguiente iniciaría los trámites oportunos para provocar juicio de cumplimiento del testamento, inventario y partición.
—Pero nada de ello se ha hecho —objetó Pedro—. Incumplió usted, pues, su palabra, escribano, dado que de la herencia gozan los sobrinos del difunto, los hermanos Basurto y Luna.
—No pude cumplir mi palabra, señor. Tuve noticias de que Sagrario había muerto.
—Pero su muerte no debió ser óbice para que usted cumpliese con la voluntad de don Juan Bautista e hiciese lo preciso para legitimar a su hija y propiciar que fuera reconocida como su heredera universal, conforme a lo dispuesto.
—No lo entiende usted, abogado. Yo sólo tenía la palabra de esa vieja enfermera del hospital. Sin su testimonio no podía hacer nada.
—¡Pero usted sabía que la hija del testador vivía! ¡Sabía su nombre y de su existencia! ¿Cómo pudo permanecer de brazos cruzados? ¿Cómo pudo permitir que sus sobrinos heredasen?
—Le insisto, caballero, en que no tenía más que la palabra de Sagrario. Ni una sola acta de manifestaciones, ni un solo documento que adverase que esa Lucía era la hija del señor. Ni más testigos. ¿Qué quería usted que hiciera?
—¡Dar cuenta al alcalde mayor, por supuesto! ¡Cualquier cosa, menos permitir que la voluntad de su cliente quedase incumplida!
—No podía hacer nada, de verdad.
—Es usted despreciable.
—No podía hacer nada —repitió, bisbisando, el escribano, atosigado y consumido, sin parar de menear la cabeza con pesadumbre.
—¿Le contó usted a alguien esa visita de Sagrario a esta escribanía?
—Yo…
—¡No se le ocurra mentirme!
—A los señores Basurto y Luna.
—¡Dios! ¿Y por qué lo hizo?
—Tenía que hacerlo. Eran… eran los interesados en el testamento, ¿no me entiende usted?
—Lo que entiendo es que dio usted a esos alevosos gemelos la razón para cometer unos crímenes atroces.
—¿Me está diciendo usted que…?
—No le digo nada que usted no sepa, escribano. Y sobre eso volveremos más pronto que tarde, no crea que voy a olvidarlo, por vida del rey. Y habrá de repetir usted las palabras que acaba de decirme en el juicio al que voy a requerirlo como testigo. Ahora lo que le exijo es una copia del testamento de don Juan Bautista Basurto.
—No es usted parte legítima —se atrevió a obstar don César.
—En breve va a ser usted emplazado por el juez de lo criminal para que presente copia auténtica del codicilo en las diligencias que se siguen contra Lucía de Jesús. Si me da esa copia ahora, tal vez decida ser compasivo con usted.
—¿De qué modo?
—Procurando que sólo pierda usted su escribanía y no su libertad. Personas como usted no pueden dar fe de las cosas públicas, porque el suyo ha de ser oficio reservado a la gente honrada.
El notario se quedó pensativo durante unos instantes, pálido y sudoroso, a pesar de que la temperatura en el amplio salón no era ni mucho menos bochornosa. Debió de alcanzar una determinación, puesto que asintió en silencio, abrió uno de los cajones del escritorio, rebuscó unos segundos en él y sacó a la postre un legajo que, tras cerciorarse de que era lo que buscaba, tendió al abogado. Pedro de Alemán tomó los papeles, los hojeó a su vez y vio que efectivamente se trataba del testamento de don Juan Bautista Basurto y Espinosa de los Monteros. Durante un rato estuvo en silencio leyendo las últimas voluntades del señor de Majarromaque. Sintió un escalofrío cuando leyó cómo el noble hablaba del hijo que pensaba había tenido con su doncella Isabel.
En el nombre de Dios Todopoderoso. Amén. Sepan cuantos esta carta vieren que yo, Juan Bautista Basurto y Espinosa de los Monteros, señor de Majarromaque, caballero veinticuatro de la muy noble y muy leal ciudad de Jerez de la Frontera, nacido y morando en esta ciudad, en el pleno uso de su saber, en su entero juicio, sano de salud y temiendo a la muerte que es cosa natural a todo hombre…
… Y dejo todo cuanto en este mundo poseo al hijo que tuve con mi criada Isabel Ruiz Vela, si es que de verdad lo tuve y vive. Y si así no fuere y en el plazo de dos meses desde mi óbito ese hijo mío no es hallado, mando que todos mis bienes sean entregados a los hijos de mi querido hermano Manuel Antonio, llamados Juan Fadrique y Manuel Antonio Basurto y Luna, debiendo pasar mi veinticuatría y mi título al primogénito de entre ambos, que es el primero de los nombrados. Los cuales gozarán de esos bienes siempre y cuando acompañen cada año, al menos uno de ellos, a la procesión del Santo Entierro de Nuestro Señor Jesucristo y siempre y cuando cada viernes del año, al menos uno de ellos, rece el vía crucis hasta la capilla del Calvario, siguiendo el camino de las santas cruces. Porque es de ley que purifiquen sus almas.
Y pido por último que mi cuerpo sea vestido con el hábito franciscano por mortaja, puesto en caja nueva forrada y sepultado en la iglesia del señor apóstol Santiago, en la capilla familiar de los Basurto.
Pedro de Alemán acabó la lectura del testamento, se guardó el legajo en la casaca y volvió a mirar al escribano.
—Volveremos a vernos, don César —dijo, poniéndose en pie—. Ahora tengo un último favor que pedirle.
—¿Qué otra cosa puede querer usted de mí? —preguntó el escribano, descompuesto y levantándose a su vez.
—No se olvide de referir esta visita mía y esta conversación nuestra a los señores Basurto y Luna. Y con detalle.
Don César Márquez de Santillana contempló al abogado de pobres como si se hallase ante un orate.
—¿Está usted seguro de que eso es lo que quiere?
—Seguro como que estoy ante usted en este instante.
—Mire usted que no son esos dos hermanos individuos de contemplaciones.
—Me consta. Pero aun así le insisto: refiérales usted esta conversación nuestra, y sin demora, escribano.
—Usted sabrá lo que hace.
—No lo dude usted.
—¿También habré de decirles que me llamará usted como testigo al juicio?
—Por supuesto.
—Pues así lo haré, y que Dios me proteja. Y le recuerdo que tengo su palabra de que no iré a la cárcel.
—No, no es eso lo que le he prometido. Sólo tiene mi palabra de que no procuraré su prisión. Lo que después acontezca no está en mis arbitrios. Recuerde usted, señor Márquez, que el abogado procura la justicia, pero no la dispensa. —Y antes de irse añadió—: Y en su caso, ni siquiera sé si dejarle en libertad es cosa de justicia.
* * *
Jerónimo de Hiniesta entró en mesón del Toro con la bolsa repleta de los reales que Pedro de Alemán le había entregado y con la sonrisa de oreja a oreja. Pues estaba dichoso con la misión que le había sido asignada. Que ya estaba bien de callejear sin un respiro y de los trabajos sin gozo. Pardiez y voto a bríos.
A pesar de que eran poco más de las tres de la tarde de ese jueves de octubre, había un buen número de parroquianos en el antro. Habían llegado a Jerez los primeros fríos y esas temperaturas destempladas favorecían el negocio de las mancebías: las carnes acogedoras de sus pupilas ayudaban a entrar en calores mejor que el mejor de los fuegos. Jerónimo tomó asiento en una mesa vacía cercana a la escalera que comunicaba el salón con la planta alta del lupanar, puso la bolsa sobre la mesa con un gesto brusco, haciendo tintinear las monedas, provocando la atención de más de uno de los feligreses, y llamó al mesero a voces. Cuando el mozo llegó, pidió nueces, que era la época, y un cuartillo de buen aguardiente.
—No veo por aquí a la moza que el otro día estaba con los señores Basurto, muchacho —dijo el personero cuando el mesero le trajo la jarra y las nueces. Y no dejó de advertir el gesto de repulsión del mucamo cuando pronunció el apellido de los sobrinos del difunto señor de Majarromaque.
—Uno suele irse con Benigna y el otro con Fuensanta —contestó el mozo, desaborido—. Aunque cambian de cuando en vez. Y se pelean.
—A la de las carnes abundantes me refiero.
—Ah, ésa es Benigna. Fuensanta es más bien enjuta.
—¿Y está Benigna por aquí?
—Arriba. Acabando de comer, supongo.
—Pues dile que venga, muchacho, que el otro día me quedé con las ganas de echarle mano. Y dile también que tengo para ella un buen puñado de maravedíes.
—Ahora mismo le doy aviso.
Cuando la hetaira apareció por el hueco de la escalera, se la veía adormilada, como si después de comer se hubiera echado a dormir la siesta y hubiera sido interrumpida en plena modorra. Miró al mozo, que le señaló la mesa donde se aposentaba el personero. Contempló a Hiniesta, compuso la mejor de sus sonrisas, se acomodó los pechos que amenazaban con desmandarse por el escote del justillo y se dirigió al encuentro de Jerónimo, que se había puesto en pie para recibir a la meretriz.
—Me ha dicho Antoñito que preguntabas por mí —dijo Benigna después de sentarse, pedir un vaso al mesero y servirse una copa de aguardiente que se tragó de un buche—. Pero no te conozco, ¿no?
—Así es, muchacha, pero el otro día me fijé en tus carnes.
—¿Y qué te parecen? —preguntó la fulana, coqueta, abriendo los brazos y tensando los pechos—. Pues tú dirás qué es lo que quieres hacer con ellas.
—Cuéntame qué es lo que te hace el caballero Basurto, buena moza, y así sabré qué pretendo y qué me será permitido.
Fue escuchar el apellido Basurto y toda la desenvoltura de la hetaira se evaporó en un decir amén.
—¿Eres amigo de don Manuel Antonio? —preguntó.
—Más o menos. El otro día te vi con él allí, en la mesa del fondo.
—¿Quién eres tú?
—Me llamo Jerónimo de Hiniesta, y soy procurador. Y cuando te vi, estaba aquí con el abogado de pobres del concejo.
—¿A qué viene todo esto? —inquirió Benigna, a quien el curso de la conversación parecía haber desconcertado.
—¿Suele venir mucho a verte? El Basurto, me refiero.
—Dos o tres veces por semana.
—¿Y qué tal se porta contigo?
La pupila desvió la mirada del personero, atribulada.
—Es mejor que yo no le hable a usted de eso —respondió, abandonando el tuteo que hasta ese instante había mantenido con el procurador.
—¿Tan dura es la cosa?
—Si quiere usted subir conmigo, son cinco reales. Y si no, deje que me vaya.
—Más tarde tal vez. Lo de subir contigo. Ahora sólo quiero que me hagas un favor —dijo Jerónimo, abriendo la bolsa que durante toda la charla había estado sobre la mesa y a la que la pupila había echado más de un ojo—. Toma —añadió, contando un puñado de monedas—. Aquí van tus cinco reales.
—Y esto ¿a cambio de qué? —interrogó Benigna que, pese a todas sus prevenciones, no había dudado en coger las monedas, que enseguida guardó en un bolsillo de sus faldas.
—De que le des un mensaje a tu amigo el Basurto.
—¿Qué tipo de mensaje? Ese caballero no es hombre de bromas. Sé cómo se las gasta.
—Dile que Pedro de Alemán, el abogado de pobres, sabe lo que ocurrió en el hospital de la Sangre con la vieja enfermera Sagrario Ramírez. Y cómo murió Isabel Ruiz Vela, la criada de su tío, el señor de Majarromaque. Y que va a conseguir demostrarlo, pues está en tratos con su hermano Juan Fadrique. ¿Serás capaz de recordar estas palabras y cumplir el recado?
—¿Y qué me va a mí en todo este juego?
—Por lo pronto, los cinco reales que te acabo de entregar. Y por lo tarde, y si todo va como debiera, tal vez no tener que soportar más al Basurto.
—Eso no es mala cosa —aseveró la pupila después de reflexionar unos instantes—. Total, ¿qué puedo perder con dejar ese recado? Así que… ¿tendría usted la bondad de repetirme esas palabras que he de referir?
Y el personero repitió a la puta el recado, y le pidió después que diera aviso a su cofrade Fuensanta, con la que también tenía que departir. Y que después ya se vería si se montaban una zarabanda entre los tres, que estaba el cuerpo, voto a bríos, creado por Dios para esos gustos.
* * *
El petimetre Fernando José Suárez salió de su casa de la calle Porvera casi a las once de la mañana de aquel lunes. Se dirigía al taller que su padre, reputado alarife jerezano, mantenía abierto en la cercana calle Ponce.
—¡Buenos días, joven!
El pisaverde, embebido como iba en sus propios pensamientos, pegó un brinco al oír el saludo de Pedro de Alemán, que le llegó desapacible, recién despertado como estaba, pues era de los que no veían el alba si no era para acostarse después de una noche de jarana.
—¿Eh…? ¿Qué…?
Y cuando advirtió que quien lo había cumplimentado de forma tan resonante era nada más y nada menos que el abogado de su antigua amante Leonor Solís, se le demudó el rostro. Mudanza que se convirtió en franco pavor cuando vio que el letrado le llegaba acompañado por dos dragones de los que estaban acuartelados en el alcázar. Compaña esa, se dijo el lechuguino, que nada bueno aventuraba.
—Buenos días, joven —repitió Pedro, cuya voz ahora, que sonó amigable, en nada se compadecía con el ademán de su rostro, que era adusto y grave.
—Buenos… buenos días —saludó a su vez Fernando José Suárez, que miraba a un lado y a otro de la calle, con el mismo gesto de quien buscara desesperado a la ronda ante el asalto de unos malhechores—. ¿Qué desea usted ahora?
—Ahí, junto a la puerta Nueva, hay un figón. Podríamos sentarnos allí, si no le viene mal, y hablar un poco.
—Yo ya he desayunado, caballeros. Y me espera mi padre en la calle Ponce, donde tengo que conciliar unas partidas. Así que…
—Serán sólo unos minutos —dijo Gaspar Malpica, avanzando un paso y tocando al petimetre en el codo. Suárez, en cuanto sintió el contacto del soldado, tensó cada fibra de su cuerpo como si le hubieran aplicado a la piel yesca ardiente—. Así que vamos.
Más de un viandante observó, extrañado, al curioso cuarteto que cruzó la Porvera en dirección a la puerta Nueva. Llegaron al boliche y tomaron asiento en un rincón. Pedro aguardó a que el tabernero llegara y pidió aguardiente para Gaspar, para Manuel Requena y para él, y una zarzaparrilla para el petimetre, a quien ni siquiera preguntó por sus gustos. Esperaron en silencio a que llegara la comanda y, en cuanto fueron servidos, Suárez contempló su bebida como si contuviera tósigo.
—Aquí, en esta ciudad, los únicos que envenenan —dijo Pedro, que había interpretado correctamente el fruncimiento de cejas del jovenzuelo— son sus amigos los Basurto. Así que te puedes tomar eso sin miedo ni precauciones.
Y Gaspar Malpica acercó el refresco a Suárez y no retiró la mirada de sus ojos ni la mano de su brazo hasta ver que se llevaba la bebida a los labios. Y aguardaron los cuatro en silencio luego, Alemán, Requena y Malpica esperando a que se acrecentaran los miedos del muchacho, y éste a que el veneno que estaba seguro le habían suministrado hiciera su letal efecto.
—Sí, has oído bien antes —comenzó el abogado de pobres, rompiendo el silencio—. Tus amigos los Basurto han dado muerte a dos personas: a Sagrario Ramírez, una enfermera del hospital de la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, y a Isabel Ruiz Vela, criada del difunto señor de Majarromaque. A la primera a cuchillo y a la segunda a ponzoña. Y todo para que no les arrebataran la herencia de su tío, fíjate qué miserables. ¿Qué sabes tú de todo esto que te cuento?
—¡¿Cómo…?! ¡¿Que qué sé yo de esas muertes?! —exclamó el pisaverde, escandalizado y a punto de tirar la jarra de zarzaparrilla—. ¡Yo no tengo nada que ver con eso de que usted habla, por Dios bendito!
—No estoy yo nada seguro de eso —aseveró Pedro—. ¿Y tú, Gaspar?
—Tampoco, por supuesto. De hecho, alguna ayuda tuvieron que recibir los hermanos Basurto para hacer lo que hicieron, ¿no?
—¿Y tú, Manuel?
—Nada seguro.
—¡Yo les juro por la santísima Virgen de la Soledad que no he tenido nada que ver con esas muertes! ¡Y que Dios me perdone por jurar por su santísima Madre, pero lo que les digo es la verdad! ¡Y han de creerme, por todos los santos!
A esas alturas de la conversación, con el petimetre hecho un puro alarido, el tabernero ya no sabía si llamar a la ronda o sentarse y servirse un vaso de vino para contemplar a gusto la función. Debió de elegir esto último, pues simuló limpiar con un paño astroso el mostrador mientras no perdía ojo de la mesa donde dragones, abogado y pisaverde se sentaban, que era la única ocupada en la taberna, tan temprano para vinos como era. El tira y afloja se prolongó durante casi diez minutos, durante los cuales Fernando José Suárez juraba y perjuraba no tener nada que ver con las fechorías de sus amigos Basurto mientras que Pedro, Gaspar y Manuel Requena componían caras de no creerse ni un ápice de sus juramentos. Al fin, Alemán asintió y pidió vino para los tres.
—Está bien —dijo—. Te creemos, muchacho.
—Gracias, gracias, señor.
—Pero entonces tendrás que ayudarnos.
—En lo que ustedes manden, caballeros.
—¿Han comentado alguna vez los hermanos Basurto algún particular de la herencia de su tío don Juan Bautista?
—¡Sí, sí, claro que sí! —afirmó Fernando José Suárez, aliviado, deseoso de salir del atolladero en que lo habían metido—. Se pasan todo el día hablando de los escudos y los pesos que han heredado. De las sesiones semanales del cabildo, a las que se turnan para ir, aunque el único que tiene derecho a asistir a ellas es Juan Fadrique, pues es quien ha heredado la veinticuatría de su tío. Pero como no hay quien los distinga… También hablan de los cortijos de Majarromaque, pero sólo de las mozas que por allí habitan, de las que suelen aprovecharse. Porque de semillas y labrantíos no quieren aprender nada, ¿saben ustedes? El otro día dijeron que están a punto de vender la casa de la calle de la Orden a uno de los Padilla, por una montaña de maravedíes. Y… y… ¿qué más quieren ustedes saber?
—¿Alguna vez hablaron del testamento? ¿Te suena el nombre de Lucía de Jesús?
—Bueno… del testamento sí que han hablado, pero para decir lo que antes les he comentado. Para referirse a lo que se han embolsado. Y no sé qué más. ¿Y cómo dicen que se llama esa Lucía?
—Lucía de Jesús.
—Lucía de Jesús… —repitió el paniaguado—. Pues… no sabría decirles. Ahora mismo…
—Has dudado —insistió Alemán.
—Bueno, sí… Es que recuerdo que hace algunas semanas, después de una verbena en la mancebía de la Hoyanca, salieron dando tumbos, ajumados que veníamos todos, con un cantarillo de vino, entonando canciones. Y creo recordar que en un momento dado, entre carcajadas, nos hicieron brindar por una tal Lucía. Y recuerdo que uno de sus comparsas, un tal Manuel Almenara, les preguntó que quién era esa Lucía a la que agasajaban. Y uno de ellos vino a decir algo así como que la que iba a pagar por ellos. O algo parecido. Ninguno entendimos nada. Y siguieron su camino tal cual.
—¡Hijos de puta! —exclamó Gaspar Malpica, enardecido, provocando que el pisaverde retornara a la palidez de la que por unos instantes había logrado salir.
—¿Oíste hablar de Sagrario Ramírez? —inquirió el letrado.
—A ustedes antes. Y en su día me enteré de que era una enfermera del hospital de la Sangre que había amanecido acuchillada. Pero a los Basurto jamás les oí hablar de ella.
—¿Isabel Ruiz Vela?
—Ni idea, lo siento.
Pedro de Alemán permaneció pensativo, clavados los ojos en el petimetre, que lo contemplaba desasosegado, sin saber lo que estaba por venir.
—¿Cuándo verás de nuevo a los gemelos?
—Esta noche, sin duda. Estamos todos invitados a una zarabanda en la casa de la calle de la Orden. Dicen que quieren despedirse de ella antes de su venta. Han contratado a unos músicos, unos titiriteros y unas barraganas.
—Pues oye bien lo que te digo.
—Soy todo oídos.
—Procura hablar esta noche con los Basurto. Por separado y sin que sepan que has hablado con ambos. ¿Serás capaz?
—Supongo que sí. ¿Y qué he de decirles?
—Que has platicado conmigo esta mañana. Que he ido a verte por razón del juicio que tuvimos con Leonor Solís y que he sacado a colación el tema que llevo entre manos: la defensa de Lucía de Jesús en el crimen del hospital de la Sangre.
—Está bien. ¿Sólo eso?
—No. Diles también que te he asegurado que voy a librar a Lucía de la pena que se le pide porque sé quién en verdad asesinó a Sagrario: uno de los Basurto. Y que tal aserto lo voy a demostrar porque uno de los hermanos va a declarar en contra del otro.
—¡Dios mío! ¿Cuál de ellos?
—Ése es el dilema en el que habremos de dejarles inmersos. Y oliendo a chamusquina. ¿Entendido?
—Creo que sí. ¿Todo esto me traerá consecuencias, caballeros?
—No, si haces lo que te he pedido. En caso contrario, no sólo presentaré libelo en tu contra demandando tu paternidad del niño del Leonor Solís, sino que pensaré que estás compinchado con esos gemelos. Así que tú sabrás lo que haces. Espero mañana tus noticias acerca de la conversación que esta noche mantengas con los hermanos Basurto y Luna. Y ahora dime dónde puedo encontrar a ese Manuel Almenara del que antes me has hablado. Es lo último que te voy a pedir. Por ahora.
* * *
El viernes siguiente, según el turno que los hermanos Basurto y Luna se habían a sí mismos establecido, le tocaba a Juan Fadrique la penosa obligación de rezar el vía crucis hasta la capilla del Calvario, situada en lo alto de la calle de la Sangre, siguiendo el camino de las santas cruces. Y todo ello para cumplir con la perversa condición que su tío don Juan Bautista les había impuesto en sus últimas voluntades.
Ese vía crucis de los viernes era una tradición en Jerez que se remontaba a decenios, cuando no a siglos. Se celebraba cada semana, aunque cobraba especial relevancia y devoción los viernes de Cuaresma y muy especialmente el Viernes Santo.
Juan Fadrique Basurto y Luna, actual señor de Majarromaque, caminaba esquivando a los muchos ciegos que hacían el recorrido santo rezando el acto de contrición. Simulaba rezar ahora un padrenuestro de cuyos versos apenas si se acordaba. Soslayó a un limosnero que demandaba dádivas y fijó por fin su atención en las posaderas de una niña que, a pesar de ir vestida con paños bastos, no escondía las redondeces de su cuerpo. Y así anduvo todo el tiempo por la calle Ancha hasta el Angostillo, prendado de aquellas turgencias. Al llegar a la altura de la cruz adosada al muro de la iglesia de Santiago, cuando ya era noche cerrada y sin luna, alumbradas las calles sólo por los cirios que llevaban algunos de los penitentes y por los faroles que iluminaban los umbrales de algunas casas, sintió que lo tocaban en el hombro. Se giró y vio ante él a un hombretón vestido de casaca gris oscura, de no demasiado buen corte, y con un sombrero que le ensombrecía las facciones.
—¿Sí? —preguntó el veinticuatro, más fastidiado que inquieto, a pesar de que en ese instante estaban solos en una esquina de la iglesia y envueltos en penumbras.
—¿Don Manuel Antonio Basurto y Luna? —preguntó el desconocido.
—No, se equivoca usted. Yo soy su hermano, Juan Fadrique Basurto y Luna.
Y, sin mediar palabra, el hombretón ensombrerado alzó la mano derecha, cerró el puño y lo estrelló contra la nariz del Basurto, alcanzándole de camino el ojo izquierdo.
—De parte de su señor hermano —dijo al mismo tiempo.
Tan grande fue la puñada y tan violenta, que el de Majarromaque cayó al suelo, sangrando por la nariz como un gorrino degollado, y sin sentido. Varias mujeres enlutadas que se acercaban a la iglesia vieron la escena y comenzaron a gritar, para después salir corriendo calle de la Sangre arriba, huyendo de las complicaciones. Momento que aprovechó el desconocido para salir a su vez pitando en dirección a la calle Oliva y perderse rumbo a la calle de los Francos. Apaciguó el paso cuando, a mediados de la calle, se dio la vuelta con disimulo y se cercioró de que nadie lo seguía. Siguió caminando hasta llegar a la plaza de los Plateros y desde allí, cruzando la plaza de los Escribanos, a la calle Gloria. Llamó a la aldaba de la puerta de una de las casas situadas al final de la calle y aguardó a que le abrieran.
—¡Manuel! ¿Qué haces por aquí a estas horas?
—¿Está don Pedro, doña Adela?
—Sí, sí, claro. Pasa, Manuel. ¡Pedro!, está aquí el dragón Manuel Requena, el amigo de Gaspar.
—Bueno, pues está hecho —dijo el soldado Manuel Requena cuando Pedro apareció en la entrada de la casa.
—¿No quieres entrar?
—Lo siento, don Pedro. Ya voy tarde para el alcázar.
—Pues cuéntame.
—Hice lo que me pidió, y sin incidentes.
—¿A cuál de ellos?
—Juan Fadrique, según me dijo.
—¿Y bien?
—Di su mensaje y dejé la nariz torcida para siempre y un ojo que le va a estar cárdeno al menos durante un mes. Ya tiene usted, pues, cómo distinguir a uno de otro. Lo que me pidió, ni más ni menos.
* * *
Manuel Almenara era el vástago segundón del cerero de la calle Catalanes. Era otro lechuguino peripuesto y con insufribles infatuaciones, que vivía con un desahogo para el que no daban ni las velas ni los cirios ni los exvotos que su señor padre elaboraba y vendía en su cerería de esa pequeña y estrecha calleja que se abría a la Porvera. Buscando mejor fortuna y un porvenir más aventajado había hallado empleo en el fielato del concejo como ayudante del fiel almotacén, cargo que en este año de 1756 ocupaba el regidor y veinticuatro don José Barahona Villavicencio. La oficina del fielato tenía a su cargo la vigilancia de los pesos y medidas en las transacciones públicas, la comprobación de la moneda y la persecución de sus falsificaciones. Con todo, ese empleo público apenas si reportaba a Manuel Alcántara nueve mil y pico de maravedíes al año, cantidad que le era insuficiente para costearse sus gustos, que no eran baratos, y para estar a la altura de las compañas que le atraía procurarse. Compañas entre las que se encontraba la de los gemelos Basurto que, tras heredar de su tío, gastaban a manos llenas, a un ritmo tal que quien pretendiera seguirlos se abocaba a la más agarrada de las quiebras. Tales compañías y aficiones habían obligado al hijo del cerero a endeudarse con prestamistas y banqueros, a los que adeudaba en estas fechas casi ochenta escudos. Prácticamente su salario de más de un decenio. Deudas que de aquí a poco iban sus acreedores a demandarle, por lo que estaba al borde de la bancarrota cuando no de la prisión coactiva para el pago de sus débitos.
Pedro de Alemán abordó a Manuel Almenara un miércoles de finales de octubre, y lo hizo cuando el lechuguino salía del concejo al mediodía en busca del almuerzo.
—¿Qué quiere usted? —preguntó cuando vio que el abogado, acompañado en este día del procurador Jerónimo de Hiniesta y con el dragón Gaspar Malpica un par de pasos por detrás, atento a los acontecimientos, se plantaba delante de él, cortándole el paso—. ¿De parte de quién viene? —inquirió luego, fijándose en la gorra de Pedro y en su capilla, identificando al momento como letrado a quien le interrumpía el camino. Y temiendo que uno de sus muchos acreedores hubiera dado parte a los justicias mayores de la ciudad del lamentable estado de sus finanzas.
—Mi nombre es Pedro de Alemán y Camacho, abogado de Audiencia. Y este señor que me acompaña es don Jerónimo de Hiniesta, procurador del número —se presentó el letrado, circunspecto—. A tu segunda pregunta respondo diciéndote que vengo de parte de don Pedro Esteban Ponce de León Padilla —mintió Alemán—, a quien adeudas dieciocho escudos de oro que debiste pagar antes de la fiesta de la Virgen de Consolación, obligación que no has cumplido. Y a la primera pregunta, te comunico que voy a proceder a tu detención privada como deudor porfiado que eres, hasta que no lleves a cabo la cesión de tus bienes a mi cliente.
En estos años del siglo, aunque la prisión cautelar por deudas estaba prohibida, sí se permitía al acreedor detener a su deudor hasta que éste le cediera sus bienes, aunque debía darle libertad al cabo de nueve días. Sólo no podían ser apresados por razón de sus deudas los nobles, los hidalgos, los vizcaínos, los abogados y procuradores, las mujeres, los clérigos, los labradores para no perjudicar el negocio agrícola y los menores de veinticinco años.
—Pero ¿cómo va a ser eso? —preguntó Almenara, descompuesto—. ¡Si antier estuve negociando con el administrador de don Pedro Esteban y me concedió moratoria de seis meses con interés del cinco por ciento adicional! ¡Está usted en un error, señor mío!
—No hay error que valga —aseguró Pedro. Y haciendo un gesto a Malpica—: Soldado, aprehenda a este empeñado moroso.
—¡Le digo que hay un error! —insistió el petimetre, dando un paso atrás, aterrado, viendo cómo el dragón se cernía sobre él como una mole amarilla y funesta—. ¡No puede usted apresarme! ¡Tengo un acuerdo con el caballero Ponce de León Padilla! ¡Pregúntenle a él y se lo confirmará! ¡Por Dios!
—¿Te atreves encima a resistirte a la autoridad?
—¡Pero es que esto es un desatino!
—Un desatino es no pagar las deudas legítimas y no el dar cumplimiento a la ley, como pretendo.
Muchas de las personas que en esos momentos merodeaban por la plaza de los Escribanos miraban con interés la escena. Algunos se reían, otros se sofocaban, tal vez por temer encontrarse en situación similar algún día más pronto que tarde, y los más increpaban a Almenara, pues el común de la gente detestaba a los pisaverdes galanos que se aprovechaban para su gran vida del dinero ajeno y no pagaban sus deudas. Y se propugnaba una mayor severidad y rigor con los morosos, de quienes se decía que «salen de la cárcel, sacan los bienes escondidos, comen bien y se regalan, y llore quien llore».
—Tal vez sería conveniente que nos lleváramos a este cantamañanas a otro lado, Pedro —sugirió Hiniesta, sumándose al entremés—. Aquí hay quien se está calentando en exceso y no me extrañaría que comenzaran a arrojarle piedras de un momento a otro.
—Está bien —admitió el abogado de pobres—. Vayamos a mi bufete.
—Le digo, señor, que obtuve moratoria del administrador de don Pedro Esteban —se quejó el oficinista del fielato, ya en el despacho de Pedro, de pie ante la mesa del letrado pues no le había sido ofrecido asiento—. Le juro por lo más sagrado que lo que le digo es verdad. Tal vez, si usted se molestara en comprobarlo, acabaríamos con todo este malentendido. Y sepa usted que estoy dispuesto a pagarle por la molestia, abogado. Sus honorarios me refiero, claro.
—Mis instrucciones son precisas, muchacho —repuso Alemán—. O bien pagas ahora o bien afianzas suficientemente los créditos concedidos por mi cliente, o bien te privo de libertad. Tú eliges.
—Su excelencia el caballero Ponce de León Padilla sabe que ahora mismo no puedo hacer el pago. Y no tengo bienes con que afianzar la deuda. Ya se lo dije a don Eugenio, su administrador, y tuvo a bien concederme seis meses más de plazo.
—¿Tu padre no puede afianzarte?
—Mi padre bastante tiene con sus propias deudas.
—¿Y no tienes amigos que puedan concederte aval?
—Ojalá, pero no.
—Pues me han dicho que sueles rondar con los hermanos Basurto y Luna, que ha poco heredaron una fortuna. ¿No podrían ellos avalarte?
—¿Los Basurto? ¡Usted está loco, abogado! —exclamó Almenara, lamentándose al instante de la salida—. Quiero decir que no, que ni Manuel Antonio ni Juan Fadrique son personas dadas a la misericordia ni a la compasión. No me prestarían ni un real, y mucho menos expondrían algunos de sus bienes como garantía de mis débitos. Al contrario, se guasearían de mi tesitura y me harían objeto de toda clase de chanzas.
—Pues vaya amigos que tienes…
—Bueno, yo no puedo disponer la condición de las personas…
—Pues entonces —terció el personero— poca solución tiene la cosa, ¿no? A la cárcel y ya está.
Momento que aprovechó el dragón Malpica para dejar caer su brazo sobre el del petimetre, como si fuera a engrilletarlo.
—¡Por Dios, no! —suplicó Almenara—. ¡No pueden hacerme esto! ¡Me despedirán de la oficina del fielato y entonces sí que no podré pagar lo que debo! ¡Nadie gana con esto!
—¿Y qué otra cosa podríamos hacer, joven? —inquirió Hiniesta, abriendo los brazos, dando entender lo irresoluble del trance en que se hallaba.
—¡Pues concederme tiempo para buscar los escudos que adeudo!
—No hay tiempo, zagal —insistió el procurador, que hizo un gesto al soldado.
—Un momento —intervino Pedro—. Tal vez podamos hallar una solución.
—¿Vas a avalar tú a este paniaguado? —bromeó Hiniesta.
—Mira, Manuel —dijo Alemán—. Don Pedro Esteban es uno de mis más relevantes clientes —volvió a mentir—, pero también me ocupo de otros casos que igualmente he de solucionar. Y resulta que uno de ellos tiene que ver con los hermanos Basurto y Luna. Tal vez tú podrías ayudarme.
—Los hermanos Basurto no son hombres a los que se pueda tomar a chacota. No estoy dispuesto a salir de un atolladero para meterme en otro peor. ¿Qué es lo que quiere usted de mí en relación a ellos?
—Nada que te comprometa.
—Explíquese, se lo ruego.
—¿Cuándo has de verlos?
—Al día de hoy no tenemos encuentro previsto. Suelen gastar mucho y no estoy en situación de dilapidar los maravedíes. De hecho, hace al menos una semana que no los veo.
—Pues habrás de hacer por verlos. Y pronto, pardiez.
—Bueno, puedo ir a su casa a saludarlos con cualquier excusa.
—De acuerdo, eso harás.
—¿Y qué es lo que he de hacer una vez los salude?
—Hablar a solas con Juan Fadrique.
—No suelen separarse los dos gemelos.
—Pues tendrás que conseguirlo.
—Tampoco sé muy bien cómo distinguir a uno de otro.
—No te será dificultoso. Juan Fadrique tiene la nariz rota y un ojo a la funerala.
—¡Pardiez…! ¿Y qué he de decirle?
—Pues que el viernes día 22 de octubre, mientras él rezaba la vía sacra de las santas cruces, viste a su hermano Manuel Antonio conversando a solas con el abogado de pobres.
—¿Nada más?
—Nada más.
—¿Y me respetará usted la moratoria concedida por don Eugenio?
—Así lo haré. Y podrás marcharte de aquí ahora libre y en paz. Pero si de aquí a tres días no me confirmas que has cumplido con el encargo, volveremos a buscarte.
—No le daré ocasión, voto a bríos.
—Pues entonces, puedes irte y quedo a la espera de tus noticias.
—Muchas gracias, señor. No lo defraudaré.
Y se giró para buscar la puerta del bufete, sin dejar de mirar al dragón, inseguro de que todo aquello fuera cierto y pudiera irse sin menoscabos. Cuando alcanzó la puerta, se volvió y miró a Pedro de Alemán.
—¿De qué va todo esto, señor?
—De lo que te he dicho. Cumple con lo que te has obligado y olvida que alguna vez estuviste aquí. Y procura no fallar a don Pedro Esteban cuando venza la moratoria.
—¿Puedo saber quién es ese abogado de pobres de quien he de hablar a Juan Fadrique Basurto?
—Estás hablando con él en este preciso instante.
—¡Voto a bríos!
* * *
Era una hora intempestiva para visitas, pues eran casi las nueve de la noche y vísperas de Tosantos, día en que todos se refugiaban en sus casas a la caída del sol para preparar el cuerpo y el espíritu para el día más misterioso del año. Miguel Camas, el mayordomo de la casa de la calle Cantarería, oyó con prevención cómo la aldaba de la puerta sonaba con fuerza, retumbando en el silencio de la noche. Se levantó de la mesa de la cocina y sintió cómo la pierna le chascaba con el movimiento. «Maldita edad, maldita casa y maldita vida», musitó mientras, dando cojetadas, se dirigía a la puerta de la casona.
—¿Quién va? —preguntó, precavido, antes de descorrer la falleba.
—Traigo una carta para el señor Basurto y Luna, don Manuel Antonio.
—El servicio de postas no reparte de noche, pardiez —replicó el mayordomo.
—Es una carta privada.
—Pues déjela por debajo de la puerta.
—He de entregarla en mano.
—El señor no recibe a estas horas. Y menos sin previo aviso.
—He de entregársela a usted, al menos.
Miguel Camas se quedó absorto, sin saber qué hacer. Se dijo al fin que podría ser algo importante, sabiendo cómo se las gastaban los señores y las fullerías en que solían enredarse.
—Voy —se limitó a decir y descorrió los postigos.
Los malos presentimientos del maestresala se convirtieron en franco susto cuando, ante las puertas de la casa y recortado por la luz escasa del farol que alumbraba el zaguán, vio el cuerpo enorme del dragón Gaspar Malpica, con su uniforme amarillo y su sombrero.
—¡Dios mío! —exclamó, entelerido—. ¡La milicia!
—Carta para don Manuel Antonio Basurto y Luna —se limitó a anunciar el soldado, entregando al mayordomo un sobre de papel de cáñamo en el que se leía el nombre y cargo del remitente: «Pedro de Alemán y Camacho, abogado de pobres del corregimiento»—. ¿Está don Manuel Antonio en la casa?
—Sí, cenando, pero ya le he dicho que no recibe —se atrevió a bisbisar Miguel Camas.
—Pues entréguele la misiva sin demora —pidió Gaspar—. Es de suma urgencia.
—Así lo haré. ¿Desea usted algo más?
—Que tenga usted un buen día de Tosantos.
—Pues igualmente.
Miguel Camas cerró el portón y se dejó caer sobre la madera hasta recuperar el resuello, que se le había alterado con esa visita insospechada. Miró el sobre del derecho y del revés, y se dijo que a ver qué nuevas contenía. Suspiró y se dispuso a subir las escaleras para entregar la carta al señorito que, junto con su hermano Juan Fadrique, cenaba en esos instantes en el salón principal de la casa. A disgusto los dos, como hacía días estaban.
* * *
El ambiente de la estancia donde los dos hermanos Basurto y Luna cenaban era tétrico, sombrío. Y así venía siendo desde hacía al menos dos semanas y media. Desde que tenían el ánimo turbado por la tela de araña que Pedro de Alemán había tejido a su alrededor, de forma que no había momento en que no cavilaran sobre el siguiente sobresalto que les aguardaba, el siguiente trastorno que azoraría sus espíritus hasta el punto de no permitirles gozar con sosiego y gusto de las riquezas que ahora atesoraban. Y creando entrambos algo que jamás pensaron podían sentir: desconfianza, suspicacia y sospechas. De uno para con el otro. Algo impensable hacía sólo unos días.
Ambos hermanos comían en silencio un plato de costillas de cerdo. Masticaban la carne y roían los huesos en completo silencio y con los ojos clavados en el mantel blancuzco de la mesa cuando oyeron que sonaba la aldaba de la puerta. Con una insistencia impropia del día y de la hora. Manuel Antonio dejó con un ademán brusco en su plato la costilla que mordisqueaba. Juan Fadrique a punto estuvo de volcar la jarra de vino de la que en ese instante se servía.
—¿Esperas a alguien? —preguntó el mayor de los gemelos.
—¿A estas horas? —contestó Manuel Antonio—. ¡Pues claro que no!
Y ambos se quedaron de nuevo en silencio, mirando la puerta de la estancia, temiendo se abriera y recibieran una nueva señal de alarma, otra amenaza para su futuro que hasta hacía poco se prometían tan gozoso. Oyeron cómo el añoso mayordomo arrastraba los pies y tosía mientras se dirigía a la entrada de la casa, unos murmullos ininteligibles, la puerta que se abría y que apenas un minuto después se cerraba. Y las pisadas de Miguel Camas subiendo las escaleras.
—¿Se puede?
Ambos hermanos se miraron, y en sus miradas, que hasta hacía pocos días relumbraban de avaricia, de concupiscencia y de regocijo, latían ahora la aprensión y los recelos. Recelos que no eran provocados únicamente por la situación en que se hallaban y por el sinvivir que sufrían, sino que nacían del uno para con el otro y se interponían entre ellos como un muro de piedra.
—Pasa.
El mayordomo abrió la puerta del salón y alzó el sobre que llevaba en la mano diestra.
—¿Qué es eso? —preguntó Juan Fadrique Basurto.
—Una carta. Para el señorito Manuel Antonio.
—¿Quién la ha traído?
—Un dragón, señor.
—¡Voto a bríos! —exclamó el ahora señor de Majarromaque, levantándose de un salto y yendo hacia el mayordomo con intención de asir el sobre. Antes de que su hermano pudiera adelantársele.
—Es para el señorito don Manuel Antonio, don Juan Fadrique —advirtió Miguel Camas.
El mayor de los Basurto contempló a su maestresala con la mirada encendida, hizo ademán de ir a pegarle, pero pareció arrepentirse. Se conformó con quitarle el sobre de la mano de un tirón sin miramientos.
—¡Y ahora vete! —ordenó.
El Basurto miró el sobre como quien observa a un áspid. Le dio la vuelta para leer el remite y cuando leyó las gruesas letras que anunciaban el nombre de quien enviaba la carta empalideció, miró a su hermano con un brillo en el que se reunían la repulsión y el odio y rasgó el sobre a renglón seguido.
—¿De quién es la carta? —preguntó Manuel Antonio, que no atinaba a desentrañar la mirada de su gemelo.
—Del abogado de pobres. Y viene a tu nombre.
Sacó un pliego del sobre rasgado y leyó en voz alta:
Mi muy distinguido señor don Manuel Antonio Basurto y Luna:
Me refiero a la conversación que mantuvimos el pasado viernes, junto a la capilla del Calvario, a la finalización de los rezos de la vía sacra de las santas cruces de cada viernes.
Me place anunciarle que, hechas las pertinentes consultas con los justicias mayores, y contando con el asentimiento de mi cliente, me puedo comprometer con usted y garantizarle que, de darse las condiciones acordadas y si por su parte se cumple la palabra dada, saldrá usted sin menoscabo de ningún tipo del juicio del crimen del hospital de la Sangre, sin condena y sin responsabilidad civil de tipo alguno.
Quedo a su disposición para el caso de que desee documentar nuestro acuerdo ante escribano del cabildo.
Suyo afectísimo,
Fdo.: Pedro de Alemán y Camacho, abogado de pobres del corregimiento.
Juan Fadrique Basurto y Luna dejó de leer. Levantó la vista de las letras muy despacio, los ojos como teas, y la fijó en su hermano, que a su vez lo contemplaba demudado.
—¡Hijo de puta! —exclamó arrojándole la carta, que previamente había arrugado en su mano hasta convertirla en un gurruño—. ¡Hijo de la grandísima puta! ¡Voy a matarte! ¡Lo que me dijo el otro día Almenara era verdad! ¡Estás en tratos con el abogado de pobres, cabrón!
—Pero ¿qué estás diciendo, Juan Fadrique, demonios? —negó Manuel Antonio, levantándose al mismo tiempo de la mesa, temeroso de que su gemelo se le abalanzara—. ¡Ya te dije que lo que te comentó Almenara no era más que una invención, una patraña, que no sé quién le obligaría a pergeñarla, pero que buena paliza que se llevó por ella! ¡Y no tengo nada que ver con esa maldita carta, pardiez!
—¿Y lo que dijo Fernandito José?
—¡A mí me lo dijo de ti!
—¡Al parecer, todos en esta ciudad saben que vas a delatarme!
—¡Eres tú el que lo vas a hacer, malnacido!
—¡Ese cabrón de abogado va diciendo por ahí que va a librar a la niña esa del crimen del hospital de la Sangre! ¡Y para eso tiene que contar con el testimonio de uno de nosotros! ¡Y como tengo claro que conmigo no va a contar, has de ser tú quien se ha ofrecido a colaborar con él a cambio de dejarte al margen de la justicia! ¡Y esta carta lo demuestra, malnacido!
—¡Voy a matar a ese picapleitos de los cojones! —afirmó Manuel Antonio, asiendo un cuchillo de la mesa, al borde de la alferecía—. ¡Voy a matarlo, como Manuel Antonio que me llamo!
—¿Y cómo vas a hacerlo, si va todo el día rodeado de dragones? —replicó su hermano—. Y, además, ¡de nada te va a valer montar ahora estas escenas! ¡Has estado dispuesto a traicionarme, mamón! ¡A acusarme para quedar libre!
—¡Te digo una vez más que todo esto es una locura, que no he hecho nada de lo que dices!
—¡¿Y cómo, si no es a través de ti, ha podido saber ese Alemán todo lo que sabe?! ¡Sabe que compramos el solimán, que se lo administramos a Isabel, conoce el testamento, sabe que Lucía es hija de nuestro tío, ha sido informado de la visita de la enfermera al escribano…! ¡Todo eso sólo lo sabíamos nosotros! ¡¿Quién, si no tú, ha podido ser su informador?! ¡Yo sí que te voy a matar, malparido, hijo de la grandísima puta!
—¡Mira que tengo un cuchillo en la mano, Juan Fadrique! ¡No se te ocurra tocarme!
—¿Y ahora encima me amenazas, cabrón?
Y ambos hermanos, fuera de sí los dos, se enzarzaron en una disputa en la que, alterados y convulsos, usaron cuchillos, tenedores, los candelabros de la mesa y hasta los huesos de las costillas de cerdo que les habían servido de cena. Rompieron un aparador, no dejaron ni un plato intacto, quebraron dos sillas, descolgaron una cortina, se arañaron y se dejaron mataduras en la mayor parte del cuerpo. Y si no corrió la sangre en mayor medida fue porque Dios no quiso. O porque, tal vez, les reservaba un destino más encarnizado que el de las simples heridas de las armas blancas.
Reyerta que no finalizó hasta que doña Mencía Luna, postrada como desde hacía años en su cama, estalló en una sucesión horrenda de alaridos de orate. Como si supiera que sus dos vástagos se ensañaban en una disputa a muerte. Porque ni Miguel Camas ni Magdalena, que junto a una pinche de cocina y una vieja lavandera constituían todo el servicio de la casa, se atrevieron a subir al salón comedor a pesar del estruendo horrísono que hasta abajo les llegaba.