XXI
SÁBADO DE PRIMAVERA EN EL HOSPITAL
Nada más verla, Sagrario supo que algo había cambiado en Lucía. Lo supo en cuanto la vio aparecer por la puerta de su cuarto, en el que ella acababa de arreglar la cama después de dormir una siesta breve, cansada como estaba por las labores de una mañana que había resultado infernal por la larga agonía de dos enfermas que se agarraban a este mundo como si hubieran clavado sus uñas en el firmamento.
Sí, había algo diferente en la muchacha. Algo distinto, algo que hasta aumentaba su belleza, si cabía. Pero Sagrario no preguntó. Ni siquiera con una mirada en ese silencio en el que, a veces, tan cómodas se encontraban.
—¿Cómo ha estado la semana, niña? —fue lo que le curioseó después del beso con que recibió a la muchacha y después de convenir ambas en respirar el aire puro de la tarde paseando por el patio del hospitalito.
Pero Lucía no respondió. Estaba como embelesada, pensando en Dios sabía qué, con la mente en otra parte.
Sagrario, aunque nunca había sabido ni de hombres ni de amores, adivinó enseguida lo que sucedía. Y se entristeció. Y se sintió tremendamente mal por entristecerse. Pero no tuvo tiempo de pensar en ello.
—¿Qué es lo que me decía usted, Sagrario? —inquirió la niña, que parecía haber regresado a la realidad. Sonreía como si todo en ese hospital tan lleno de desventuras fuese dichoso y bienaventurado.
—Te preguntaba que cómo había ido la semana —repitió la enfermera, con la voz apagada.
Lucía ni siquiera se apercibió de la melancolía que pulsaba en la voz de la mujer. Se enfrascó en una larga explicación que parecía salirle a borbotones de sus labios rojos: habló de lo hermoso que estaba Jerez, después de las lluvias de abril y después de las floraciones de la primavera. De lo bien que la trataban en la casa del abogado de pobres. Habló de todo. Menos de él. Menos de ese dragón que la esperaba en la puerta y cuyos ojos negros se le habían clavado en su alma como la lanceta del físico en la vena del paciente. De él no dijo ni media palabra.
Cuando se marchó, más temprano de lo que era habitual, pues aún el sol no había naufragado entre las albardillas de las casas de Santiago, Sagrario se sentó en un poyete del patio, taciturna, pensativa. Pero enseguida tuvo que dejar a un lado sus meditaciones porque Benita llegó corriendo para darle cuenta de que Juana, una de las enfermas que llevaban tres días agonizando, había por fin sucumbido a la escrófula y había muerto.
Cuando ya de madrugada Benita la reemplazó en el velatorio de la difunta y Sagrario pudo acostarse, estuvo tendida en su piltra sin poder conciliar el sueño. No dejaba de pensar en el brillo de los ojos de su Lucía, en el alborozo que cada uno de sus gestos trasminaba, más intenso que el que en ella era costumbre. Y en la causa de esa mudanza, que a ella, aunque célibe y novicia en los asuntos de los hombres, no se le escapaba.
Y se preguntó el porqué de esa congoja suya, cuando debía de sentirse dichosa de que Lucía encontrase un hombre que la amara, que le diera lo que la vida le había negado: un hogar, una familia. Y se preguntó si al fin y al cabo no sería una anciana estúpida y egoísta, que temía perder lo que más quería en esta vida. Y a la que le importaba más su propia felicidad que la felicidad de esa niña que era su corazón, su alma. Al final, cuando el morado del cielo ya auguraba la alborada, y antes de caer rendida al sueño, se dijo que no era egoísmo lo que ella, vieja y consumida, sentía. No podía serlo, porque ella sólo quería lo mejor para esa muchacha que era como una hija. Se dijo que era simplemente prevención, que era miedo, lo que la acongojaba.
Porque ella, aun sin haber sentido nunca la comezón del amor, sabía que era éste un sentimiento que exigía renuncias y que aparejaba dolores. Que era fuego que caldeaba las noches pero también principio de los incendios. Que era fuente de brillos en los ojos pero también de lágrimas. Que era como los fantasmas: que muchos decían haberlos visto pero pocos eran los que podían afirmar haberlos tocado alguna vez.
* * *
—Pues has terminado antes de lo que me dijiste —dijo Gaspar, sonriente al ver aparecer a Lucía por el zaguán del hospital de la Sangre.
La muchacha no dijo nada; sonrió a su vez al soldado y echó a andar por la calle de la Sangre en dirección a la iglesia de Santiago.
—Es tarde ya —comentó, cuando comprobó que él caminaba a su altura, y añadió—: Y Sagrario estaba cansada hoy. ¿Qué has hecho mientras esperabas?
—Nada —respondió el dragón, y continuó, burlón—: Bueno, me he distraído en contemplar a las muchas niñas guapas que hay por estas calles.
—Pues seguro que todas te han mirado con buenos ojos —comentó Lucía, sumándose a la chanza—. Y si piensas que eso me importa, estás muy equivocado.
—Pues no dice eso tu cara —aseguró Gaspar con una carcajada.
—¿Y qué le pasa a mi cara, si puede saberse? —preguntó Lucía, acelerando el paso.
—Pues que te has puesto colorada, ni más ni menos.
Y entre chacotas y mojigangas llegaron a la Porvera, donde Lucía aceptó que el soldado la invitara a unos ochavos de altramuces que compartieron mientras caminaban bajo el frescor de la tarde, que ya se acercaba al lubricán. Desde la Porvera decidieron tomar el camino más largo, y pasearon por la calle Larga, por la Lancería, por la plaza del Arenal, hasta entrar en intramuros de nuevo por la puerta Real.
—¿Volveré a verte el sábado? —preguntó el soldado cuando llegaron a la plaza de los Escribanos, junto a la calle Gloria, y tenían ya que despedirse.
—¿Y por qué quieres esperar hasta el sábado? —preguntó a su vez Lucía, con gesto coqueto y luciendo una ancha sonrisa que dejaba al descubierto sus dientes blancos y ordenados.
—¿Cómo dices?
—Pues que mañana es domingo, y también libro por la tarde —insinuó ella, pizpireta—. Tal vez, si no tienes guardia ni tienes que faenar en el alcázar, podrías esperarme aquí a eso de las tres de la tarde. ¿Qué te parece?
—Que tendría que caerse el mismísimo cielo, o aherrojarme con grillos el corregidor, para que aquí no estuviera —fue lo que el dragón respondió.
Y tuvo que contenerse para no acariciar la cara de la muchacha, cuya piel dorada relucía bajo el color de avellana de la tarde que desfallecía.