XXXVIII
DOS CITACIONES JUDICIALES
Aunque Pedro de Alemán sólo tenía cabeza para el asunto de Lucía de Jesús, no por ello podía dejar de atender sus otros casos, tanto de su bufete como de la oficina del abogado de pobres. Ni hacer que la vida dejara de rodar como una moneda cuesta abajo.
Los días finales de julio fueron harto complicados, pues anduvo enredado en varios pleitos de pobres difíciles y peliagudos. Y a principios de agosto le llegaron a su bufete de la calle Gloria dos citaciones judiciales que habrían de causarle gran trastorno en su vida: la primera vino por conducto del procurador sevillano don Gumersindo Rosales de la Cávea, recibida a través del servicio de posta en diligencia, y en ella le comunicaba que la Real Audiencia de los Grados de Sevilla lo convocaba el día 3 de septiembre, viernes, a la vista del recurso de apelación formulado el pasado abril en nombre de Antonio Barrena, el especiero de la calle de la Liebre que había sido condenado a dos años de presidio por don Rodrigo de Aguilar y Pereira como autor de un delito de estafa por mezclar, se decía en la sentencia, azafrán con cúrcuma y vender la mezcla como si fuese azafrán puro. Celeridad en la citación que no era nada infrecuente dado que, en virtud de pragmática real, la tramitación de las alzadas no podía demorarse más de un año.
En cuanto Adela se enteró de que a principios de septiembre Pedro tendría que viajar a Sevilla, mostró su incomprensión y su disgusto, pues, por un lado, no entendía que la dejara sola con Merceditas y sin Lucía, prisionera como seguía la criada, y, por otro, le reprochaba que se dedicara a otros casos en vez de centrar sus esfuerzos en el asunto de la muchacha.
—Pero ¿qué quieres que haga, mujer? —repuso él cuando Adela le manifestó, huraña, su contrariedad—. Ésta es la vida del abogado, mujer. Nos debemos a nuestros clientes y sus intereses están por encima de todo. Cuando se asume la defensa de alguien, es hasta sus últimas consecuencias. No puedo dejar al especiero en la estacada. Ni tú me lo perdonarías.
—¡Pues llévame contigo!
—Pero ¿tú sabes lo incómoda que es la galera en la que voy a viajar hasta Sevilla? ¡Y son horas y más horas traqueteando! Y además, ¿quién iba a cuidar de tu hija?
—Pues, Lu… —comenzó a decir Adela, hasta darse cuenta de que la criadita estaba en la cárcel real, acusada de un crimen horrendo—. No quiero quedarme sola, Pedro.
—No estarás sola, tu madre viene cada día a verte.
—No es lo mismo.
—O podemos hablar con Ángeles, la antigua aya de tu madre, para que se quede a dormir contigo estos días, si no te quieres quedar aquí sin nadie. O con Hortensia.
—No quiero a nadie, te quiero a ti. Ángeles está muy mayor ya, y sería más estorbo que ayuda. Y en cuanto a Hortensia, bien sabes que no la soporto.
—Pues lo lamento. No tengo más remedio que ir, ¿entiendes, Adela? Y sólo será un par de días, o tres a lo sumo, no más.
—Lo que entiendo es que Lucía está presa y que tu hija y yo nos vamos a quedar solas, eso es lo que entiendo, Pedro.
—Pues si no eres capaz de comprenderme, lo siento, Adela. Pero no puedo hacer otra cosa.
Desencuentro que se repitió durante varios días y que, por primera vez desde que se casaran, trajo disgustos serios al matrimonio que hicieron que el ambiente de la casa de la calle Gloria se enrareciera aún más.
Apenas un par de días después, el juez de lo criminal concedió plazo a Pedro de Alemán para que formalizara su acusación contra don Raimundo José Astorga y Azcargorta en el proceso contra él iniciado por el negro Juan Jesús. Con una celeridad que el letrado atribuyó a que don Rodrigo quería quitarse cuanto antes de su mesa el embolado, o tal vez, cuando lo ponderó mejor, maliciando el pensamiento, porque cuanto menos tiempo tuviese la acusación para probar los delitos que sostenía, menos problemas iban a deparársele de una causa en la que el imputado era nada más y nada menos que un veinticuatro, regidor perpetuo y marqués para más amenes.
En este proceso no intervenía el promotor fiscal, sino que el propio querellante se convertía en acusador. Pedro formuló su escrito de acusación imputando al marqués delito de lesiones, por el que le solicitaba cinco años de presidio e indemnización de cien escudos para el ofendido; delito de contrabando, por el que solicitaba seis años de galeras, y delito de fraude de rentas, por el que solicitaba restitución y multa del cuádruple de lo defraudado. Formulado escrito de defensa por el letrado don Luis de Salazar y Valenzequi, que había asumido el patrocinio del de Gibalbín, y propuestas por ambas partes las probanzas de que intentarían valerse, el juicio fue señalado para el jueves 30 de septiembre, último día del mes.
El día 5 de agosto de 1756 Pedro cumplió treinta y un años. ¡Treinta y un años! Pensó que comenzaba el inicio de la pendiente, el declive, el inevitable descenso hacia el estuario de la muerte. Que ya había vivido la mitad de su vida, la de pujanza, la de vitalidad, y que le restaba la de la madurez, la del debilitamiento y el ocaso. Adela, una vez que Merceditas se hubo dormido y procurando suavizar los desencuentros que mantenían, lo agasajó con una cena a solas, con dulces que ella misma había elaborado —almojábanas, bizcochos de manteca y piñonadas— y con su cuerpo joven y hermoso cuando ambos se acostaron. Pese a ello, estuvo durante todo el día melancólico, sumido en reflexiones sobre la vida y la edad. Se le ocurrió que la vida era como subir una montaña: exposición a los vientos, al hielo, aristas y escarpaduras; y que la felicidad sólo eran los refugios que ocasionalmente se hallaban en el ascenso. Y en esos pensamientos se quedó dormido.
Agosto, ese año en Jerez, siguió el camino de julio, y continuó tórrido, bochornoso y abrasador. Los carros y carruajes desfilaban cada día buscando las zonas de baños del Guadalete, los vendedores ambulantes se hacían de oro vendiendo sus limonadas heladas, los aguadores no daban abasto corriendo de aquí para allá con sus tinajas y sus carretas, los traquidos de los abanicos eran la música constante de la ciudad, se bebía más de la cuenta y se prodigaban las reyertas y las ginebras. La gente ya no sabía qué hacer para dormir por las noches, pues las calores eran insoportables, y muchos instalaron sus colchones en terrazas y azoteas. La ciudad seguía sucia como la guerra, colmada de pestes y hedores, y el concejo ya se planteaba sacar a su patrón y a sus patronas en rogativas. Menos mal que el día de la Virgen de agosto el cielo se cubrió de nubes negras que descargaron a eso del mediodía. Durante dos días estuvo lloviendo sin parar, se limpiaron las calles, se llenaron los aljibes, se aliviaron las calores.
Y llegó la feria. La feria de agosto, instituida por el Rey Sabio para celebrar la próxima vendimia y que tenía lugar en la collación de Santiago, en los alrededores del convento de la Merced. Allí acudió todo Jerez a celebrar las bendiciones de los campos, bendiciones que llegarían en forma de racimos que enriquecerían a los terratenientes jerezanos y que permitirían que gañanes y braceros ganaran sus jornales recolectando las uvas.
Mientras tanto, Pedro de Alemán, frustrado, veía cómo agosto avanzaba y el caso de Lucía de Jesús continuaba empantanado. Ni le era permitido hablar con Benita Ruiz, ni conseguía saber qué papel pintaba el difunto señor de Majarromaque en el entuerto ni lograba saber nada de Isabel Ruiz Vela. Y no se le ocurría de qué otro cabo tirar para deshacer el nudo.
Y se sentía solo en su tarea. El corregidor había decidido inspeccionar las tierras de Arcos y de Bornos, huyendo de las calores y buscando los frescos de la serranía, y se había llevado consigo a Gaspar Malpica como parte de su escolta. Y no se le esperaba hasta principios de septiembre. Y el hijo pequeño de Jerónimo de Hiniesta había contraído unas escarlatinas que se habían complicado con una infección de oído que tenía preocupado al físico don Alejo Rodríguez, que veía cómo ni los calcetines de vinagre, ni las sopas de pollo, ni las infusiones de ajo mejoraban al crío. Y Jeromo, que era tan dado a las lías como buen padre, se pasaba los días al pie del lecho de su hijo, que no mostró mejoría hasta casi la Virgen de Consolación.
Lucía, mientras tanto, se apagaba en la cárcel real. Y Adela, entre las calores, la ausencia de la criada y los pleitos de Pedro de Alemán, mostraba un carácter agrio que a duras penas dulcificaba la alegría contagiosa de Merceditas.
Fue, en fin, un mes de agosto arduo e intricado.