I
EL HOSPITAL DE LA SANGRE
Jerez, diciembre de 1735
La calle que todos en Jerez conocían como calle de la Sangre se hallaba silenciosa a esas horas de la noche. Y oscura como el pelaje de un jabalí. En ninguna de las casas que jalonaban la ancha calle, todas de una o dos plantas y fachadas enjalbegadas, titilaba un solo velón. Todos sus moradores dormían a esas alturas de la madrugada, esperando un nuevo día que se aventuraba húmedo y ventoso, como habían sido todos los de ese mes de diciembre de 1735.
El viejo hospital de la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo permanecía, como el resto de las casas, silencioso y sombrío. Puertas, ventanas y postigos, cerrados a cal y canto, parecían querer aislar de la ciudad los desconsuelos que se acumulaban en su interior.
El hospital de la Sangre había sido fundado por el carpintero Nuño García casi tres siglos atrás, en unas casas que poseía en la collación de Santiago. Después de la primera reducción hospitalaria de finales del siglo dieciséis, el hospital había quedado para la atención de mujeres enfermas, incluidas las aquejadas de bubas; para acoger a mujeres transeúntes, evitando con ello que pernoctaran en los mesones y se prostituyeran o fueran objeto de la lascivia de los hombres; y para cobijar a niños expósitos y desamparados.
Poco después de que las campanas de la iglesia de Santiago tañeran anunciando las dos de la mañana, una figura vestida de negro, con paños humildes, desafiando la queda, salió de una casa de la cercana calle de la Orden. De una casa cuya elegancia contrastaba poderosamente con la humildad que rezumaba todo en aquella figura. Un manto de lienzo oscuro le cubría la cabeza, pero no ocultaba del todo un cabello rubio que fulguraba en la penumbra de la madrugada. Miró a diestra y siniestra antes de abandonar el zaguán, y en esos momentos un rayo de luna escapó del lecho de nubes que oscurecía el cielo y destelló sobre su pelo dorado. Se cercioró de que la calle estaba desierta y echó a andar. Llevaba en sus brazos un pequeño bulto envuelto en una manta clara y caminaba insegura, como adolorida. A pequeños pasos y como si le costara mantener el equilibrio. Alcanzó la calle Enramadilla y torció a la derecha, hasta llegar a la calle de la Sangre. Se detuvo un instante, contemplando la fachada del hospital del mismo nombre, como si dudara, y en esos momentos su pecho subió y bajó compulsivamente, presa de un llanto incontenible. No reanudó la marcha hasta que el llanto amainó. Se obligó a respirar hondo, arrebujó en la manta al pequeño bulto que portaba en sus brazos y siguió el camino. Asegurándose de que no había nadie en la calle, cruzó la calzada y se plantó delante de la inmensa puerta del hospital, ominosa bajo el dosel de piedra labrada.
Dieron los cuartos en un campanil cercano.
Conteniendo el llanto a duras penas, descubrió con inmensa ternura la cara del recién nacido que llevaba en sus brazos. Miró sus ojitos cerrados, la tez rubicunda, la naricita respingona y la pelusa de vello rubio que cubría su pequeña cabecita en la que aún quedaban rastros de la sangre del parto. Y llevó sus labios trémulos hasta la mejilla de la niña que dormía ajena a la tragedia que desolaba a su madre y que desaguó en unas lágrimas cálidas que mojaron la lana de la manta. Le susurró palabras que nadie pudo oír. Sintiendo que el corazón se le rompía a pedazos, abrazó a la niña por última vez, la besó de nuevo y la depositó con cuidado ante la puerta del hospital. Hizo sonar la aldaba de bronce una, dos, tres veces, con tanta fuerza como su brazo tembloroso le permitía, y no se retiró de allí hasta que oyó ruido de pasos que se acercaban tras la puerta cerrada. Entonces, con todo su cuerpo y su alma quebrantados, corrió calle abajo hasta refugiarse en la esquina del Angostillo de Santiago.
Amparada por las sombras, vio cómo la puerta del hospitalito se abría, cómo una mujer entrada en años y vestida de negro miraba a un lado y otro, buscando a quien había hecho sonar la aldaba a horas tan intempestivas, y cómo finalmente se apercibía del pequeño bulto depositado a sus pies. Vio cómo la mujer se agachaba, cogía en sus brazos a la recién nacida, pronunciaba palabras que no pudo oír, miraba de nuevo a un lado y otro de la calle hasta por fin adentrarse en la oscuridad del hospital. Oyó cerrarse la puerta con un crujido sordo, y entonces se dejó caer de rodillas sobre las frías piedras del Angostillo, se llevó ambas manos a la cara y no pudo evitar que el llanto la asaltase como una bandada de cuervos. No le importó que comenzase a llover y que el agua de la lluvia se confundiese con sus lágrimas sobre sus mejillas heladas.
Al fin, cuando ya no le quedaron lágrimas, empapada de lluvia y llanto, se incorporó, buscó la esquina de la calle Enramadilla para no tener que contemplar de nuevo las puertas cerradas del hospital, llegó a la calle de la Orden, a su pequeña habitación de la planta baja de la casa palaciega situada en mitad de la calle, y se dejó caer, desconsolada y exhausta, sobre la yacija que ocupaba buena parte del cuarto. Allí, a través del único ventanuco de la estancia, derrengada, como catatónica, sin apenas pestañear, vio desfilar las horas de la noche hasta que la oscuridad dio paso a las primeras luces de un alba incierto. Un alba gris y triste que no le trajo el sueño, sino un llanto inmenso, unas lágrimas densas, casi sólidas, como espinas que atravesaran su corazón deshecho, su corazón de madre.
Isabel Ruiz Vela era su nombre.
* * *
Sagrario Ramírez llevaba tanto tiempo en el hospital de la Sangre que ya ni siquiera tenía memoria de los años que había pasado allí. Había sido recogida en aquella institución cuando apenas era una niña, después de que sus padres y hermanos muriesen a causa de la epidemia de fiebres tercianas que había asolado Jerez a principios de la década de los noventa del siglo anterior. Y aunque ella había sobrevivido a las calenturas, la enfermedad había sido, si no mortal, sí implacable, y le había dejado la piel llena de pústulas que con el paso del tiempo se habían convertido en cárdenas cicatrices que inundaban su cara y su cuerpo.
Los patronos y clérigos del hospital de la Sangre solían entregar a las niñas que recogían a familias pudientes para que se encargaran de cuidarlas, alimentarlas y educarlas una vez llegadas a los doce años; a cambio, las niñas servían en la familia como criadas hasta que cumplían los veinte, momento en que quedaban liberadas del servicio y tenían derecho a recibir de sus empleadores una dote de diez mil maravedíes para que pudieran casarse.
Con Sagrario Ramírez había sido diferente. Su aspecto deforme había hecho que ninguna familia, ni de la collación de Santiago ni de ninguna otra de Jerez, quisiera darle cobijo, y se vio obligada a permanecer entre los muros del hospital. Y allí habría languidecido, rodeada de enfermas y dolores, si no hubiera sido por su carácter amable, por su alegría contagiosa, que le habían permitido ganarse primero la compasión y luego el cariño de don Antonio Mercado, cirujano de la institución, hombre ejemplar, de corazón caritativo, que había sabido apreciar las virtudes de Sagrario por encima de la fealdad de su exterior. Y la había acogido bajo su amparo, protegido de las burlas de sanitarios y dolientes y enseñado las primeras letras y los rudimentos de la enfermería. Y ahora, a sus cuarenta y muchos años, Sagrario Ramírez estaba hasta tal punto unida al hospital que nadie de los que allí vivían, enfermas, huérfanos, médicos o enfermeras, podía imaginarse el establecimiento sin la presencia de esa mujer bajita y gorda, siempre vestida de negro, con el semblante lleno de mataduras y el pelo ralo y lacio, pero que aceptaba la vida que le había tocado vivir con una alegría desbordante y una bondad sin límites.
Sagrario dormía en la planta baja del hospital de la Sangre, junto a la enfermería de verano. Lo hacía en la pequeña alcoba cercana a la puerta de entrada, un cuarto minúsculo donde apenas cabían una cama, un arcón donde la mujer guardaba sus ropas y un estante bajo de madera donde atesoraba las pocas pertenencias que a lo largo de su vida había acumulado, todas insignificantes.
Después de tantos años acostumbrada a despertarse en plena noche con los quejidos y ayes de las enfermas y con los llantos de los expósitos recién llegados al hospital, su sueño era tan frágil como una brizna de hierba. Se despertaba con cada lamento, con cada crujido, con cada sollozo. Esa noche se levantó de un salto de la cama en cuanto oyó el primer golpe de la aldaba resonar sobre la madera de la puerta. Se calzó las babuchas, se abrigó con una pañoleta y oyó resonar el aldabón por segunda y por tercera vez mientras cruzaba el atrio hasta la puerta.
—Ya voy, ya voy —murmuró más para sí que para quien pedía albergue a horas tan inclementes.
Descorrió los postigos, abrió despacio el portón, se asomó al exterior y miró a un lado y otro de la calle. Pero ésta estaba desierta, no había ni un alma en aquel lugar. «¿Quién habrá llamado a estas horas de la noche? —se preguntó—. ¿Y por qué habrá huido, si todos en Jerez saben que aquí nunca nos negamos a aliviar dolores ni a remediar desamparos?».
Fue entonces cuando advirtió el pequeño bulto que había a sus pies. La delgada manta de lana clara rutilaba en la oscuridad como un pequeño charco de luna. Supo lo que era antes de agacharse y tomar el bulto en sus brazos.
—Dios bendito —susurró—. Santísima Virgen de la Merced…
Apartó la mantita y observó las facciones del recién nacido, que dormía plácidamente, ajeno a su propia tragedia. Contempló la pequeña nariz, las orejitas enrojecidas, los labios amoratados que se movían como si buscaran el pecho de su madre.
—Es una niña —dijo para sí la enfermera—. ¡Y apenas si lleva horas en este mundo!
Volvió a mirar a un lado y otro de la calle oscura hasta cerciorarse de que no había nadie por allí. Se llevó a la niñita a su pecho rotundo, como para darle calor. Y sin dejar de mirar esos ojitos dormidos, cerró la puerta del hospital, comprobó que nadie más había acudido a la llamada a deshoras y se refugió en su pequeño cuarto. Dejó a la niñita sobre la cama, la arropó con cobertor y colcha, fue a la cocina, llenó con leche de vaca un cazo que calentó en uno de los fogones, lo endulzó con azúcar de pilón y regresó rauda a la alcoba. Alimentó a la niña con pequeñas cucharadas de leche tibia y a punto estuvo de llorar cuando vio que los pequeños ojos se abrían y que unas pupilas gris azuladas la contemplaban fijamente. Aunque sin ni siquiera poder ver, de chica que era. Cuando acabó de darle de comer, limpió los rastros de sangre de su pelo, la acunó en sus brazos y le cantó bajito antiguas nanas que había escuchado de algunas de las enfermas del hospital, nanas dulces e ingenuas que a lo mejor también alguna vez su propia madre le había cantado, antes de que las fiebres destrozaran sus vidas. Después, cuando la niña se durmió de nuevo, la tendió en la cama, se recostó junto a ella y la arropó.
Pensó qué nombre tendría aquella niña. Si es que tenía, que lo dudaba. Pensó en su madre y en los motivos que la habrían impulsado a abandonar a su hija en el portal de un hospital en plena noche. A convertirla en una expósita. Y no fue capaz de hallar ninguno. Al menos, ninguno tan poderoso que justificara tanta renuncia. Pensó en cómo llamar a esa niña, en qué nombre darle. Se dijo que con el alba nacería el día 13 del mes. Se levantó, con cuidado de no despertar a la niñita, se acercó al estante y abrió el misal. Buscó en el santoral y comprobó que el día 13 de diciembre era la festividad de Santa Lucía, patrona de los pobres y de los niños enfermos. Una señal del cielo, sin duda alguna, pensó Sagrario, porque ¿puede haber mayor pobreza que la soledad? ¿Puede haber mayor enfermedad que el abandono?
—Lucía… —musitó Sagrario Ramírez, contemplando el pequeño bulto que dormía apaciblemente sobre el colchón de pajas—. ¡Qué hermoso nombre!
Volvió a acostarse y abrazó a la recién nacida.
—Lucía, te llamarás Lucía —dijo, más para sí que para la pequeña durmiente. Y recordó los apellidos que solían darse a los niños expósitos y eligió uno entre ellos, el que más sublime le pareció. Y volvió a musitar—: Lucía… Sí. Lucía de Jesús.