XXVI

EL ERROR TERRIBLE DEL MARQUÉS

Era sábado, día 5 de junio del año del señor de 1756. A la hora del ángelus y también, según prescribían las usanzas de los conspicuos, de la primera copa del buen vino de Jerez.

En el salón principal de la mansión de don Raimundo José Astorga y Azcargorta se hallaban, recién llegados del solemne entierro del señor de Majarromaque, el marqués de Gibalbín, dueño de la casa, y don Felipe Luis López-Ursino y Madariaga, barón de Macharnudo.

—Creo que esta primera copa de vino, marqués —propuso el de Macharnudo, alzando la suya—, debería ser en memoria de nuestro buen amigo Juan Bautista Basurto, que en paz descanse.

—Es justo. Y va por él —asintió el de Gibalbín, apurando su copa de un trago—. Una tragedia.

—En efecto, una tragedia. Era un hombre no excesivamente mayor aún, don Juan Bautista.

—No me refería a su muerte, barón, sino a su vida: una tragedia.

—También, demasiadas pérdidas. Para que veas que la vida hay que bebérsela, como si fuera un buen vino. Como los de tus bodegas, por cierto —afirmó don Felipe Luis, llenando las copas de ambos y saboreando el licor, oscuro y fragante—. Sencillamente exquisito este oloroso, por más que se empeñen los del gremio de la vinatería en los vinos claros y sin crianza.

—¡Y esos dos sobrinos, pardiez! ¡Vaya par! —exclamó el marqués de Gibalbín, continuando la conversación y haciendo a un lado el comentario de su contertulio sobre el vino y los gremiales—. Solamente con pensar que nos vamos a encontrar con uno de esos jovenzuelos en las sesiones del cabildo, me solivianto. Y, por cierto, siendo gemelos, ¿a cuál de ellos le corresponde la veinticuatría y el señorío de Majarromaque?

—No me hagas mucho caso, pero se comentaba en el sepelio que la debe heredar el tal Juan Fadrique, pues nació unos minutos antes que su hermano. Y a fe mía que los he tenido a ambos a un palmo y he sido incapaz de diferenciarlos.

—Fastuoso el entierro, en verdad. Solemne hasta el cansancio. Creo que no ha faltado ni uno solo de los veinticuatros, con excepción de don Juan de Dios Mejías y Jáimez que, según se ha comentado a la salida, se encontraba indispuesto. Otro de sus famosos ataques de gota.

—No se veía otro igual en Jerez desde el de doña Petronila, que en paz descanse. El sepelio, me refiero, claro —explicó, ocurrente, el barón de Macharnudo.

—Pero, en fin —zanjó el Astorga—, dejémonos de muertes y funerales y vayamos a lo que nos interesa, barón. Si no yerro, ya se han debido de liquidar los géneros que a finales de abril llevamos a Sevilla…

—Así es, marqués —respondió el López-Ursino, sacando del bolsillo de su casaca unos folios con toda su superficie escrita con la letra menuda y pulcra del barón—. Y tenemos motivos para estar contentos, Raimundo. Sobre todo con…

—¿Qué ha sido de tu librillo, Felipe Luis? —interrumpió el de Gibalbín, extrañado al observar esos folios con las marcas de los dobleces, en vez del hermoso libro de bolsillo que el López-Ursino solía usar para esos menesteres, en cuya portada figuraba, en letras doradas, el título, el escudo, el blasón y las armas del de Macharnudo y en el que el barón solía anotar los detalles de sus negocios con el marqués—. Me había acostumbrado a vértelo leer y a sus páginas que tan hermosamente crujían cada vez que las pasabas.

—He debido de perderlo, pardiez. Hace unos días que no doy con él, y eso que lo he buscado por todos los rincones de la casa. Seguro que doña Francisca —explicó, refiriéndose a su esposa— lo ha guardado y ahora no recuerda dónde. Desde su último embarazo tiene la memoria de una avispa, voto a bríos.

—Supongo que no caerá en manos que no convengan…

—Pues claro que no. Y, además, aunque así fuera, ¿quién iba a entender lo que allí está escrito? No son más que números, al fin y al cabo.

—De cualquier forma, intenta dar con ese libro. No es bueno que los detalles de nuestros negocios estén por ahí extraviados, barón. Así que habla con doña Francisca y procura que se le refresque la retentiva.

—Así lo haré, marqués. Descuida —aseguró el barón. Y añadió, intentando quitar hierro al asunto—: Y de cualquier forma, ya te digo, no hay motivos de preocupación. —Y tosió para aclararse la voz—. Te iba diciendo que en esta ocasión los tejidos ingleses de algodón nos han reportado un beneficio espectacular: los hemos colocado en Sevilla a casi el triple de su coste y aun así no han llegado al precio de los catalanes, a pesar de su similar calidad. Nos los han quitado de las manos en un santiamén. Además, el tabaco, las perlas y…

Don Felipe Luis se extendió en una prolija relación de los géneros trapicheados de contrabando en Sevilla, de sus precios, de los beneficios arrojados por cada uno, de los nuevos convenios alcanzados con mercaderes y nobles sevillanos, de un viaje sin incidencias y de otros detalles que llegaron a aburrir al marqués.

—Vale, vale, Felipe Luis. Pero ve al grano, que se nos hace tarde. ¿Cuánto?

—Descontados gastos e inversiones, quinientos setenta y dos escudos de oro para cada uno, Raimundo. Lo cual, considero, no está nada mal.

—No, no lo está, a fe mía. ¿Para cuándo el próximo viaje?

—Para septiembre, supongo.

—¿Tan largo me lo fías?

—No es posible antes, marqués. Hasta después del verano no hay nada que hacer. Problemas de navíos ingleses y de guardas gibraltareños. De todas formas, septiembre está a la vuelta de la esquina.

Marqués y barón, finalizados los negocios, tomaron una última copa de vino y apuraron las olivas, los chorizos picantes y el queso curado en aceite con que lo habían acompañado, mientras mantenían una charla trivial. Cuando el barón ya se levantaba para despedirse, le preguntó el marqués:

—Por cierto, Felipe Luis, ¿cómo se encuentra tu cochero?

—¿Cómo…? ¿A qué te refieres? —interrogó el de Macharnudo, deteniendo el ademán, extrañado por la insólita cuestión que le planteaba don Raimundo.

—Tu cochero, que si ya está recuperado.

Había en la voz y en la pregunta del de Gibalbín, que miraba fijamente al barón, un tono de impudicia, de provocación, que éste no supo discernir.

—No sé de qué me hablas, marqués. Camilo, uno de mis palafreneros, está abajo, con el coche de caballos, y, que yo sepa, nada le ha ocurrido ni tiene razón para recuperarse de nada.

—No me refiero a ése, barón —aclaró el de Gibalbín, luciendo una sonrisa bribona que afiló su mirada, negra, intensa y candente—. Me refiero al negro, a tu cochero negro.

—Juan Jesús, ya… —dijo don Felipe-Luis, rumiando cuitas—. ¿Qué pasa con él?

—Que no es bueno que un esclavo se atreva a desobedecer la voluntad de un caballero, Felipe Luis, eso es lo que pasa. De todas formas, sabré compensarte —dijo, agrandando la sonrisa y haciendo un gesto con ambas manos, como remachando lo que sostenía— por haberte… digamos que deteriorado…, sí, eso, deteriorado una de tus posesiones.

Y soltó una carcajada que el barón, que atisbaba en ese instante las razones que habían llevado al marqués a la risotada, no acompañó. Lejos de ello, se le empalideció el rostro y compuso gesto grave.

—Juan Jesús anunció el martes que estaba indispuesto —explicó el de Macharnudo, al punto del sobresalto— y que no podría trabajar durante unos días. ¿Has tenido tú algo que ver con esa indisposición, Raimundo?

—Ni tú ni yo, Felipe Luis, veinticuatros como somos, nobles de sangre y de blasón, cristianos antiguos y de casta, podemos consentir que un esclavo nos desoiga. Y menos, un negro. Por supuesto que no. —Ancha sonrisa—. Ya sabrás que ese esclavo tuyo, ese tal Juan Jesús, osó comprometer en matrimonio a una de mis esclavas y que persistió en sus propósitos a pesar de conocer mi voluntad opuesta. Y que se me ha formulado pleito por ello, del que supongo ya habrás oído hablar y en el que tu esclavo se atrevió a presentarse para testificar. A la negra la han puesto fuera de mi alcance y bajo la protección del vicario, pero el negro tuyo no ha sido precavido. Y supongo que ese desdichado no sabía que si algo no estoy dispuesto a admitir son las insolencias de los esclavos. Y le he puesto, barón, el debido remedio.

—¿Has osado poner mano sobre Juan Jesús, Raimundo? —preguntó el López-Ursino, que parecía haber perdido el sosiego.

—A fusta y hierro, barón. ¿Algún problema?

—¿Ante testigos?

—¡Y qué más da, pardiez! Sólo a ti, su amo, he de darte razones. Y ya te he dicho que te compensaré. De hecho, puedes quedarte con diez escudos de oro de lo que has de entregarme por el último negocio, si es que así vas a mudar el rostro de enojo que has compuesto, Felipe Luis. Que tampoco entiendo a qué viene tanto desagrado, a fe mía.

Felipe Luis López-Ursino y Madariaga negó con la cabeza, en silencio, sin dejar de contemplar al de Gibalbín con una mirada que era mitad incomprensión y mitad incredulidad. Al fin, musitó, no preguntando, sino confirmando para sí mismo:

—Lo has marcado.

—Lo que se merecía.

—Dios mío.

—No metas a Dios de por medio, pardiez. Estamos hablando sólo de un esclavo, voto a bríos. ¡De un negro!

—Virgen santa —perseveró el barón de Macharnudo.

—Por diez escudos de oro —aseveró el Astorga, a quien ya empezaba a incomodar la actitud del López-Ursino—, ya podrías dejar a Dios y a su santa Madre en paz. Que bien servido que vas, barón.

—Juan Jesús no es esclavo, marqués —aclaró don Felipe Luis, más compungido que otra cosa, y no por él ni por el negro, sino por las consecuencias de todo aquello, que ya comenzaba a recelar.

—¿Cómo que no es esclavo? —preguntó el marqués, levantándose de su silla. Don Raimundo José Astorga y Azcargorta era un caballero de gran presencia, alto y delgado, de distinguido porte. Era moreno y de piel atezada, mas ahora, en ese instante, cuando alcanzó a comprender las implicaciones de lo que el de Macharnudo le explicaba, aparecía emblanquecido y pálido, como deudo en el duelo tras una noche de vigilias—. ¿Qué estás diciendo, por vida del rey?

—Que ese negro, Juan Jesús, obtuvo su carta de ahorría hace unos meses, Raimundo, eso es lo que te quiero hacer ver. Que ya no es esclavo, por Dios, que es hombre libre, y que marcar a hierro a un hombre libre, por negro que sea, te puede suponer problemas. Eso es lo que quiero decir, marqués.

Don Raimundo José Astorga y Azcargorta tomó asiento de nuevo y permaneció en silencio. Desvió la mirada, errabunda. Al cabo, no tuvo más remedio que reconocerse que se había equivocado, que había cometido un yerro gigantesco, terrible, que había actuado sin estar cierto de sus poderes y sin meditar el alcance de sus acciones. Luego, se sirvió una copa de vino, que bebió despaciosamente, con deleite a pesar de todo. De marañas más graves había salido con bien y de aprietos mayores había escapado airoso. Se repantigó en el sitial, miró fijamente a don Felipe Luis y asintió finalmente de forma breve.

—Así que no es esclavo, ese negro. ¿Por qué no me lo dijiste?

—¿Es que acaso he de notificarte las cartas de ahorrías que otorgo, por Dios bendito, Raimundo? Juan Jesús disponía de mi compromiso escrito y ante escribano de otorgarle la libertad en cuanto me satisficiera la suma fijada y la obtuvo en cuanto el precio fue pagado. No creí que tal cuestión pudiera ser de interés para nadie, y menos para ti, por todos los santos.

—Está bien, barón —dijo el marqués. Y repitió—: Está bien.

Y aunque su cabeza bullía maliciando pleitos y barruntando excusas y soluciones, en sus labios, delgados y pálidos, lúbricos, alumbró una sonrisa inescrutable. Y cuando el barón se hubo ido, llamó a su mayordomo, que llegó al punto.

—Usted dirá, excelencia.

—Da aviso a don Luis de Salazar y Valenzequi —ordenó—. Dile que he de verlo de inmediato.