XLVI

EL FÍSICO DON ALEJO RODRÍGUEZ

Don Alejo Rodríguez era uno de los más reputados de los físicos jerezanos. Tenía casa y consulta en la cuesta de Orbaneja, junto al horno de pan. Era un hombre aún joven, pues no hacía mucho que había sobrepasado la treintena, y era de estatura media, cuerpo fibroso, cabello canoso a pesar de su juventud y ojos claros. Era muy respetado en la ciudad por lo acertado de sus diagnósticos, por sus métodos innovadores y porque se decía de él que tenía conocimientos que ningún otro médico de Jerez albergaba. A pesar de todo lo cual era un hombre llano, agradable y de buen talante.

Pedro había acudido a la cuesta de Orbaneja nada más abandonar la casa de don Ramiro Morión. Había solicitado verse con don Alejo, con quien mantenía relación de amistad a raíz del juicio de Clementito Acevedo, el infeliz ajusticiado en la plaza del Arenal, en el que el médico había intervenido como perito, y de los cuidados que el físico había prodigado a su hija Merceditas cuando ésta estuvo enferma de sarampión, allá por junio. Pero el galeno, le dijo un jovenzuelo que trabajaba en la casa como practicante de medicina, no se hallaba en la vivienda, puesto que había tenido que acudir con urgencia a la casa del marqués del Buen Suceso, adonde había sido requerido porque uno de los criados del noble se moría.

—¿Sabes si podré ver a don Alejo por la tarde? —había preguntado el abogado de pobres.

—Tiene visitas hasta las seis más o menos —le informó el practicante—. Supongo que después podrá verlo usted. Pero no lo sé. Venga por aquí luego e inténtelo.

Pedro había vuelto a la cuesta de Orbaneja antes de las seis y se encontró con que aún varios pacientes esperaban a ser atendidos por el médico, que hasta cerca de las siete no pudo recibirlo.

—¿Cómo se encuentra la pequeña? —había preguntado don Alejo Rodríguez en cuanto ambos estuvieron solos en la consulta—. Era Merceditas su nombre, ¿verdad?

—Así es —confirmó el letrado—. Cumplió un año el mes pasado y está como un sol. Ya se le entienden algunas palabras y gatea como un felino. Y está sana, gracias a Dios y también a usted, don Alejo, que la curó del sarampión.

—Pues no sabe cómo me alegro. Entonces, ¿qué se le ofrece a usted, don Pedro? Porque no le veo yo con síntomas de enfermedad. ¿Doña Adela, tal vez…?

—No, no, no se trata de eso. Estamos todos bien, se lo aseguro. Lo que me trae aquí es… un asunto profesional.

—Vaya. Así que un asunto profesional… —repitió el galeno, intrigado—. Pues dígame en qué puedo ayudarlo. A no ser que reciba recado de una urgencia, tengo toda la tarde para usted. Y después del día que llevo, en que sólo he tratado a pacientes con calenturas, cataratas, herpes, un par de diviesos y al criado de un marqués que está a punto de morir de viejo, no me vendrá mal algo que pueda excitar mi curiosidad. Así que tome usted asiento y cuénteme. Que soy todo oídos.

Pedro de Alemán relató al médico los pormenores del crimen del hospital de la Sangre y su implicación en las diligencias; el presidio de Lucía de Jesús y la muerte de Isabel Ruiz Vela; el diagnóstico inicial de don Ramiro Morión de cólico miserere y las dudas manifestadas posteriormente. Y las preguntas que su colega se hacía acerca de esa muerte y para las que no tenía respuestas. Y, finalmente, le exhibió el frasquito de cristal que el físico Morión le había entregado con la negruzca sustancia que contenía.

Don Alejo Rodríguez cogió el frasco y lo examinó al trasluz.

—Cuénteme usted, por favor, lo que don Ramiro le ha relatado. E intente ser lo más preciso posible.

—¿Qué quiere usted saber en concreto?

—Todo. Los síntomas de la muerte de esa muchacha, cada una de las dudas de mi colega. Todo, en fin.

Y Pedro, atendiendo al requerimiento del físico, estuvo un buen rato describiendo su encuentro de unas horas antes con don Ramiro Morión, intentando usar las mismas palabras que éste había utilizado al describir lo que vio en la alcoba de Isabel y al detallarle los recelos y las incertidumbres que desde entonces lo agobiaban. Luego, cuando Pedro acabó su relato, don Alejo Rodríguez volvió a alzar el frasquito, que había tenido en todo momento en su mano diestra, lo agitó con fuerza, pero su contenido, cuajado, no se movía. Y fue a liberar el tapón de corcho que lo cerraba.

—Tenga usted cuidado —advirtió Pedro—. Según don Ramiro, eso debe de oler a perros muertos.

El físico sonrió.

—Pues aléjese usted —dijo—. Los médicos estamos acostumbrados a todo tipo de supuraciones y a toda clase de hediondeces. La muerte, abogado, no suele venir envuelta en varas de nardo.

Pedro dio un paso atrás, advertido. Y observó cómo el médico sacaba el tapón de corcho del tarro, contemplaba la sustancia que contenía y acercaba las narices a la boca del recipiente. Y olisqueó su contenido sin coscarse.

—Hum… —dijo, después de haber estado unos segundos oliscando la materia pútrida que encerraba—. ¿Y dice usted que don Ramiro olió a sal en la habitación de la muerta?

—Eso dijo, don Alejo —confirmó el letrado.

—Sígame usted, por favor.

E hizo pasar a Pedro a una especie de trastienda que había en el fondo de su consulta, separada de ésta tan sólo por una cortina de tela gruesa. Allí el abogado de pobres se topó con una estancia estrecha, rectangular, sin ventilación, alumbrada por un quinqué que el físico encendió al entrar, y en cuya pared del fondo se atestaban, sobre una encimera, redomas, morteros, potes de porcelana, un alambique, serpentines, un peso, espéculos, bisturíes y otros cacharros que el abogado de pobres no supo identificar. Vio también con pasmo una jaula donde varios ratones dormitaban y un recipiente cerrado de cristal lleno de moscas.

—¡Por Dios, don Alejo! —exclamó—. ¿Para qué son esas moscas? ¿Y los ratones?

—Las moscas son para la cura de los orzuelos —explicó el médico—. Y en cuanto a los ratones, ahora lo sabrá.

Ayudándose de una lanceta desprendió de las paredes del frasco unos granos de la sustancia que don Ramiro Morión había obtenido del cadáver de Isabel Ruiz Vela. Al destrabarse, la materia redobló su pestilencia y Pedro de Alemán tuvo que aguantarse una arcada cuando percibió el hedor que exhalaba, que era peor que el de los perros muertos y los huevos podridos juntos. Luego, el médico, que no parecía apercibirse de la hediondez del tuétano, lo depositó en una redomilla, que puso luego al fuego hasta que la sustancia se licuó.

—Aguarde usted un momento aquí y no toque nada.

Salió de la rebotica y regresó enseguida portando un trozo de queso, en el que hurgó con la lanceta hasta ahuecarlo en parte, y procedió a rellenar el hueco con una pizca de la sustancia que había conseguido disolver. Luego, abrió la jaula de los ratones, asió del cuello a uno de ellos y le ofreció el queso, que el animalillo devoró en un santiamén. Don Alejo Rodríguez depositó a renglón seguido al roedor en un recipiente grande de vidrio sin tapar, y allí aguardó, viendo cómo el ratoncillo intentaba trepar por las paredes sin conseguirlo. De pronto, el animal se quedó muy quieto, como si un rayo lo hubiese alcanzado, levantó la cabeza y abrió la boca dejando ver unos dientecillos blancos. Y pareció gruñir con una potencia impropia de su pequeño cuerpo. Pedro de Alemán dio un paso atrás, conmocionado por lo que veía, pues parecía como si el ratón se dispusiera a atacar. Mas de repente el animal comenzó a convulsionarse y por su boca empezó a brotar un líquido rosado. Y pareció a continuación volverse loco, dando brincos sin cesar y lanzando pequeños aúllos. Al fin, quedó boca arriba, muerto, tras una agonía que al abogado de pobres se le antojó interminable.

—¡Virgen santísima! —exclamó Pedro—. ¿Qué ha pasado aquí?

Don Alejo Rodríguez no contestó. Sacó el cadáver del ratoncillo del recipiente, cogiéndolo por la cola, que era rojiza y larga, y lo depositó en un cubo negro de desechos.

—Salgamos fuera —dijo a continuación, encapuchando las velas de la lámpara.

Ambos, abogado y médico, regresaron a la consulta de éste, en la que don Alejo abrió una ventana, permitiendo que el aire de la tarde, que era fresco y de poniente, penetrara en la estancia, purificándola. Pedro de Alemán respiró a grandes bocanadas, como queriendo alejar de sí los hedores nauseabundos que le habían llenado las narices instantes antes y el recuerdo de la agonía del ratoncillo. El físico, después de abrir la ventana, llenó una jofaina con agua y se lavó las manos. Tomó de un anaquel una botella de aguardiente y llenó dos vasitos, uno de los cuales ofreció al abogado, que lo aceptó con gusto y que lo apuró de un trago.

—Solimán —dictaminó don Alejo Rodríguez tras vaciar de un trago también su vaso de aguardiente—. Esa desdichada mujer murió envenenada, sin duda alguna.

—¿Solimán? —preguntó Pedro—. ¿Qué es exactamente, don Alejo? ¿Un tipo de veneno?

—En efecto —afirmó el físico—. El solimán es un compuesto a base de mercurio y es veneno caliente en el cuarto grado. Es decir, una ponzoña letal.

—Dios bendito.

—Una muerte horrible, amigo mío.

—Isabel tomó esa noche chocolate. ¿Cree usted que el tósigo le pudo ser suministrado en esa infusión?

—Posiblemente. Tenga en cuenta usted que la ponzoña tuvo que ser mezclada con un líquido que pudiera ser lo suficientemente endulzado para que la mujer lo bebiera sin apercibirse del amargor del veneno.

Explicó a continuación que, para la obtención del solimán, había que disolver el azogue en aguafuerte, mezclando una libra de la solución del mercurio con cuatro libras de sal común. A continuación se echaba la mixtura en una retorta y con un fuego de arena se le hacía destilar toda la humedad. Después se aumentaba el fuego y así se conseguía que el mercurio ascendiera sublimado, convirtiéndose en un veneno muy pronto y corrosivo.

—En cuanto usted —continuó el galeno— me comentó que don Ramiro Morión olió a sal en aquella alcoba, sospeché que esa mujer podía haber sido envenenada con solimán, pues, como le he dicho, para su obtención se han de usar muchas libras de sal. También eso explica que no pudiera gritar, pues el tósigo debió de afectar a todas sus potencias. El solimán, aplicado sobre la piel y mezclado con ungüentos, se usa para tratar el herpes, la sarna y la tiña. Y mezclado con agua de cal, para el alivio de las úlceras venéreas. Pero si se ingiere puro, aun a pequeñas dosis, es mortal de necesidad. Y sí, si me pregunta si se pueden confundir sus efectos con las consecuencias de un cólico miserere, habré de decirle que así es, aunque para ello sería preciso que se suministrara una considerable cantidad de la ponzoña.

—¿Dónde se puede obtener el solimán, don Alejo?

—Pues en cualquier botica, naturalmente. Como le he dicho, tiene usos curativos si se administra correctamente.

—¿Y cualquier boticario puede expenderlo así sin más, siendo tan peligrosa la sustancia?

—No debería —aclaró el físico, tras pensar un instante—. Sólo si es recetado por un médico puede el boticario vender solimán, pues así lo decretan las ordenanzas. Pero claro… cualquiera sabe.

—¿Y no tiene usted ninguna duda, don Alejo, de que Isabel Ruiz fue envenenada?

—¿La tiene usted, acaso? —preguntó a su vez Rodríguez—. No, don Pedro, no la tengo. Si el contenido del frasco que usted me ha traído fue en efecto recogido por mi colega Morión del cadáver de esa desdichada, no tengo ninguna duda.

—¿Y estaría usted dispuesto a sostener lo que afirma ante un tribunal?

—No sólo a sostenerlo, sino a demostrarlo, abogado.

—¿Y eso?

—Pues aún me quedan ratones y casi medio adarme, más o menos, de ese tuétano. Lo que me ha visto usted hacer hoy en ese anejo puedo volver a hacerlo en la Casa de la Justicia si fuera preciso. Y si se me permitiera, claro está, que no lo sé, pues no entiendo de leyes ni procedimientos.

—Don Alejo, no tiene usted ni idea de cuánto le agradezco lo que ha hecho y lo que me dice. Puede usted, señor, salvar una vida con su ciencia y con su gentileza. La vida de mi cliente, que corre el riesgo de ser condenada por un crimen que no ha cometido.

—No tiene usted nada que agradecerme, don Pedro —repuso el galeno—. ¿O es que acaso la obligación de un médico no es la de salvar vidas?