XXVII
LA QUERELLA DEL NEGRO JUAN JESÚS
Aquella primera semana de junio había sido, para el abogado de pobres, ardua y bregada. Había defendido seis juicios de la oficina del corregimiento, con resultados desparejos, y había intervenido en dos pleitos civiles ante el alcalde mayor, ambos de pago. Para más inri, Merceditas había cogido el sarampión, y Adela, a pesar de lo ligero del contagio, había requerido los servicios del mejor médico jerezano, don Alejo Rodríguez, con consulta abierta en la cuesta de Orbaneja, y había estado intratable. Y peor cada vez que venía la abuela, doña Adela Rubio, a visitar a la nieta, que era casi a diario, pues entrambas se aumentaban las aflicciones y se acrecían los temores.
Toda esa ristra de tareas e inconvenientes había motivado que Pedro de Alemán apenas si hubiese tenido tiempo para nada que no fuese atender a esos litigios perentorios y aplacar los sofocos de su esposa, que perdía los nervios y se ahogaba en llanto cada vez que la niña presentaba calenturas, tosía de forma áspera, le asomaban nuevas erupciones o se rascaba la delicada piel de su cuerpo hasta enrojecerla.
Por tal motivo, hacía días que no prestaba atención al pleito de la negra María Pérez ni acudía a visitarla a casa de don Bartolomé Gutiérrez, a cerciorarse de que persistía en su intención de seguir adelante con su demanda. Y, sobre todo, a asegurarse de que no era molestada por el marqués. Y no había echado cuentas de que, tras decretar el juez provisor don Anselmo García de Rozas el depósito de la negra, el vicario había concedido al demandado plazo de nueve días para contestar a la demanda en la que se suplicaba el reconocimiento del derecho de María Pérez a contraer matrimonio con el liberto Juan Jesús y de que ese plazo finalizaba por aquellos primeros días de junio.
Por tanto, cuando aquella tarde del lunes día 7 del mes el personero Jerónimo de Hiniesta apareció por su bufete de la calle Gloria, el abogado de pobres no conjeturó que su presencia se debía al pleito de la negra y, mucho menos, las insólitas y extraordinarias razones de la visita.
—No te lo vas a creer —fue lo que el procurador, con su voz estentórea que resonó como una zumba en la quietud del despacho, exclamó por todo saludo.
—¿Qué es lo que no me voy a creer, Jeromo? —interrogó el letrado con voz de hastío, pues estaba acostumbrado a los entremeses del personero.
—Esto —dijo Hiniesta, sacando de su cartera de procurador unos legajos que arrojó de cualquier manera sobre la mesa del bufete.
Pedro de Alemán miró a su amigo, que bufaba como un toro, asió los papeles, los alisó sobre el tapete y comenzó a leerlos. El primero de los documentos era un lacónico auto del tribunal eclesiástico firmado por el notario apostólico don Ángel Zurita Castellanos, que daba fe de lo acordado por el vicario y juez provisor y en el que se disponía con brevedad extrema lo siguiente:
El anterior escrito, por presentado. Como se pide. Y dese traslado a la demandante a los efectos legales.
El siguiente legajo era la contestación a la demanda de la negra María Pérez que, en nombre del marqués de Gibalbín, encabezaba el procurador don Antonio Morales y Hermosilla y autorizaba el letrado don Luis de Salazar y Valenzequi. Pedro de Alemán miró al personero Hiniesta, que a su vez lo contemplaba con interés y una sonrisa sardónica en sus gruesos labios, y comenzó a leer:
AL VENERABLE TRIBUNAL ECLESIÁSTICO DE LA ARCHIDIÓCESIS DE SEVILLA CON SEDE EN JEREZ:
Don Antonio Morales y Hermosilla, procurador del número, en nombre de su excelencia don Raimundo José Astorga y Azcargorta, marqués de Gibalbín, de quien presento poder en debida forma, ante V. S., como más haya lugar en derecho, y sin perjuicio de otro que a mi parte competa, me persono en los autos que se siguen a instancias de la llamada María Pérez, esclava, dentro del plazo concedido por su auto que fue servido mandar, y conforme a las instrucciones recibidas de mi mandante…
Jerónimo de Hiniesta observó con sorna cómo al abogado de pobres se le demudaba la faz a medida que leía, cómo los ojos le brillaban, cómo deglutía frases y renglones sin dar crédito a lo que examinaba, cómo pasaba folios sin estar cierto de que aquello pudiera ser verdad.
Pedro de Alemán acabó de leer la litis contestatio del abogado Salazar, levantó la cabeza del legajo, la meneó como queriendo sacudirse el pasmo, lo hizo a un lado y miró al personero, que acrecentó la sonrisa. Luego, comenzó a leer el tercero de los documentos que componían el archivo que Hiniesta le había entregado: la copia de una escritura otorgada por don Raimundo José Astorga y Azcargorta ante el escribano don Beltrán Angulo.
—No puede ser —musitó el letrado, sin ni siquiera atreverse a levantar la voz, en cuanto acabó la lectura. Y sin saber si sonreír o maliciar—. No puede ser, por todos los santos.
—Pues es —opuso el procurador—. No le des más vueltas, Pedrito.
El abogado de pobres se levantó de la silla, rodeó la mesa y comenzó a caminar por el pequeño bufete. Cavilando. Queriendo encontrar el sentido de aquella postura procesal que se le antojaba recóndita y que se olía que escondía propósitos taimados. Que mal casaba con el talante del demandado el marqués. Y que tan lejos estaba de las formas de hacer las cosas del letrado Salazar. Al fin, después de recorrer el despacho varias veces, volvió a sentarse, hojeó de nuevo los legajos y enfrentó la mirada socarrona del personero.
—No me llames Pedrito, pardiez, que ya no sé cómo decírtelo, Jeromo.
—Como tú digas —admitió el procurador, con una medio carcajada.
—¡Se allana! ¡El marqués no objeta y renuncia a continuar el pleito! ¡Ese cabrón se allana a la demanda de la negra, por todos los diablos! Dice que está conforme con su matrimonio, que no se opone y que hasta lo bendice, el muy cínico.
—Así es, tú lo has dicho. El demandado se allana y ya está todo, amigo mío, bien servido. ¿O no, carajo?
—¡Y además otorga escritura ante el notario don Beltrán Angulo concediendo la libertad de María Pérez! —continuó el letrado sin hacer caso del exabrupto del personero—. ¡Y sin que nadie se la haya pedido, pardiez! Mira lo que dice. —Y leyó en voz alta un párrafo de la escritura de libertad formalizada ante el escribano Angulo—: «… y que como tal persona libre pueda María Pérez estar y residir en cualesquiera partes y lugares, y tratar y contratar con cualquier persona y disponer de sus bienes y hacienda libremente y hacer y otorgar su testamento y nombrar por sus herederos a las personas que fuere su voluntad y otorgar otras cualesquiera escrituras y contratos y vender y comprar y hacer todo lo demás que persona libre y no sujeta a esclavitud alguna puede y debe hacer». ¡Habrase visto tamaña doblez!
—Así es también, Pedrito, ya la había leído. —Y corrigiéndose de inmediato, guasón—: Perdón, quise decir don Pedro.
—Déjate de gansadas, Jeromo, que no es la cosa para chanzas. Detrás de esto hay algo más, ¿o es que me toman por tonto? ¡El marqués allanándose, voto a bríos! ¡Y concediendo libertad a la negra sin previa súplica! O mucho me equivoco o algo traman, él y don Luis. Y a fe mía que no voy a conformarme con esto y que voy a descubrir lo que se esconde detrás de este allanamiento.
—Pues pienso que deberías estar contento, Pedro, y no comiéndote las mientes como un chiflado. A lo mejor es que el marqués ha recapacitado y ya está. O que no pretende más aprietos contigo.
—O eres muy bien pensado, Jeromo, o es que no lo conoces, pardiez. El de Gibalbín no se allana a nada, ni se aquieta con nada, ni consiente en nada si no es buscando su propio beneficio. ¿Qué sabes de la negra María Pérez?
—Ni mu, por supuesto. Desde la vista en San Miguel no he vuelto a verla.
—Y yo hace más de una semana que tampoco voy por casa de don Bartolomé. Y pienso que he sido un imprudente al no estar más pendiente de ella. Y que hora es de que remedie ese descuido. ¿Me acompañas?
* * *
En cuanto llegó a la casa de la calle Algarve, escoltado por Jerónimo de Hiniesta, y contempló el semblante circunspecto de don Bartolomé Gutiérrez, de habitual tan ameno, Pedro de Alemán supo que algo grave acontecía.
—¿Cuándo os habéis enterado? —preguntó el alfayate, nada más hacer pasar a sus visitantes a la sastrería.
—¿De qué habría de haberme enterado, don Bartolomé? —preguntó a su vez el abogado de pobres, cuya preocupación se había tornado alarma al observar la severidad del gesto de su amigo—. Somos nosotros quienes traemos nuevas. Y buenas, pardiez. Acabamos de saber que el marqués se ha allanado a la demanda de María, que consiente en su matrimonio y que incluso le otorga la libertad. Y a comunicar eso veníamos.
—Aunque aquí Pedro —intervino el personero Hiniesta—, siempre suspicaz como ya usted sabe, barrunta algo raro.
Don Bartolomé Gutiérrez miró a letrado y procurador, bajó la mirada, reflexivo, y durante unos instantes se entretuvo manoseando acericos, tijeras y cintas de medir. La espera puso a Alemán de los nervios, anhelante de noticias, temeroso de conocerlas.
—Así que don Raimundo se ha allanado a la demanda de María —expuso el sastre, con un tono de voz en el que latían con igual pulsión la exasperación y el discernimiento—. Y consiente en su matrimonio con Juan Jesús. Y no sólo eso, sino que, según me contáis, también le ha otorgado, motu proprio, escritura de libertad. Sí, todo cuadra. Intenta remediar el daño, aunque no sabe que ese daño es irremisible. Sí, eso es. El miedo disfrazado de generosidad. Solapando la furia. Eso es. Sin duda.
—Don Bartolomé —repuso Pedro, que no paraba de dar vueltas a las oscuras palabras del sastre sin lograr desentrañar del todo su significado—, cuéntenos lo que ha ocurrido, se lo ruego. Si es algo grave, como anticipo por sus palabras y por su porte, debo saberlo lo antes posible.
—Sí, claro. Perdonad. Y tomad asiento, hijos, por favor. ¿Una copa de aguardiente?
Pedro fue a objetar el convite, pero se le adelantó Hiniesta, que aceptó ávido el vaso ofrecido por el alfayate, como si no bebiera desde los tiempos de Noé. Gutiérrez sirvió tres vasitos del licor, los depositó sobre la mesa de la sastrería e invitó a sus visitas a tomar asiento alrededor de ella.
—Juan Jesús, el futuro esposo de María Pérez, venía habitualmente por aquí al menos dos veces por semana desde que su negra vive en esta casa. Durante poco rato, es cierto, porque su trabajo como cochero del barón de Macharnudo le deja pocos momentos libres. Y siempre ha sido bien recibido, porque es un hombre educado, trata con respeto a María y se comporta con maneras. Y no ha aceptado de nosotros ni un mal vaso de agua. Se ha limitado a saludarnos respetuosamente, interesándose en cada caso por nuestra salud y nuestro bienestar, a hablar con su enamorada en el zaguán y, sólo una vez, a dar con ella un pequeño paseo hasta San Francisco, y no ha ido más allá. Y siempre lo hemos visto atento con la negra, solícito y encandilado, hasta el punto de que mi mujer Amparo, que ya sabéis que no es muy dada a esas glosas, ha venido a decir que está que bebe los vientos por ella.
El sastre hizo una pausa para tomar aire. Pausa que el personero Hiniesta, tras pedir venia alzando su copa y con un ensanche de ojos, aprovechó de inmediato para rellenar su vaso, que colmó de aguardiente hasta los bordes.
—Sin embargo, y sin previo aviso, la semana pasada no apareció ni un solo día por aquí. Supusimos que estaría acatarrado, o que sufría de calenturas, que ya sabéis que estos primeros calores del año acarrean resfriados y destemplanzas. Pero veíamos a María preocupada, pues nos decía que era raro que su hombre no le hubiera dado razón de sus ausencias, aunque fuese con otro de los criados del barón, pues, eso decía ella, era Juan Jesús poco dado a darle disgustos, y sabría que no teniendo noticias de él se los daba. Hasta que esta mañana uno de los sirvientes de don Felipe Luis López-Ursino, uno de los mozos de cuadra en concreto, se ha presentado en esta casa y nos ha entregado esta esquela.
Y después de llevar la mano a la mesa y hacer a un lado unos retales, cogió y entregó a Pedro de Alemán un papelucho mal doblado, de pésima calidad, escrito con tinta endeble que ya se diluía a pesar de lo reciente de la escritura. Pedro lo desdobló, observó la caligrafía vacilante, imprecisa y mal alineada, y leyó:
Señor don Bartolomé,
Diga por favor a María que no se mortifique por mí, que pronto podré ir a verla, que ella no venga a verme y que estaré bien. Se lo ruego.
Juan Jesús
—La nota —continuó el alfayate, una vez que Pedro hubo acabado de leer y ofrecido la esquela a Hiniesta, que la leyó a su vez— no decía nada y lo decía todo. Como vosotros mismos podéis advertir. Y alarmaba más que tranquilizaba. Porque daba indicios de que algo le había ocurrido al negro. Al principio, pensé que podría haber cogido un contagio apretado, pero el mozo de cuadra, en cuanto le pregunté si el cochero estaba afectado de miasmas o sufría algún otro tipo de infección, me lo negó de inmediato, y no quiso dar más razones. Me costó mucha insistencia y hasta alguna que otra amenaza que me contara la verdad.
—¿Y cuál era esa verdad? —preguntó Pedro de Alemán, inquietado, temiéndose lo peor.
—El marqués —dijo don Bartolomé—. Le ha dado de azotes, el pasado lunes por la noche si el mozo no erraba, y una tunda que le ha partido algunos huesos y deformado un brazo. Y lo que es peor: lo ha marcado a hierro. Y lleva desde entonces encamado.
—¡Hijo de puta! —prorrumpió el procurador Hiniesta, siempre mal contenido—. ¡Mal rayo parta a ese cabrón! ¡Lo ha marcado!
Pedro de Alemán, sin embargo, no dijo nada. Se limpió las gotas de sudor que le perlaban la frente y cerró los ojos durante unos instantes. Se sintió miserable, mezquino, ruin. Mientras oía el relato de don Bartolomé Gutiérrez, su primer pensamiento no había sido lamentarse por la suerte del desdichado Juan Jesús, que había pagado en sus carnes el órdago que él mismo había lanzado al marqués. No. Lejos de ello, su primer pensamiento había sido dar gracias al cielo por que la cólera del de Gibalbín no hubiese recaído sobre aquello que más amaba: Adela, Merceditas, él mismo, su propia vida. Se dijo que mal abogado era el que se alegra de la indemnidad de lo que ama por encima de la salvación de su cliente, pues cuando se decide patrocinar a alguien, ese alguien y sus circunstancias han de estar por encima de cualquier otra consideración. Pero, se dijo también, el hombre (y él lo era, sólo eso, un hombre) era frágil, quebradizo como el ala de un gorrión, endeble como una lágrima, y no podía evitar, en más ocasiones de las deseables, pensar en los suyos antes que en nadie, ser egoísta porque el egoísmo es hijo del miedo a la pérdida y a la soledad. Y se consoló pensando que, al menos, era capaz de reconocerse su propia flaqueza, la fragilidad de su alma humana.
—¿Cómo está Juan Jesús? —preguntó, con la voz angustiada, más por sus propias reflexiones que por las informaciones recibidas del alfayate.
—Lo primero que he hecho, antes incluso de pensar en darte aviso —explicó el sastre—, fue enviar un médico a su casa, que nos ha traído noticias tranquilizadoras: el negro se recuperará de aquí a unos días. El vergajo que usó el marqués no era en exceso rígido y las heridas de la espalda, sin ser superficiales, pueden ser tratadas y tendrán pronta cura. El brazo en cabestrillo le va a provocar más incomodidad que dolores, y las otras roturas son más leves. Lo peor, Pedro, es la marca a hierro en la mejilla. La cicatriz va a quedar para siempre.
—¿Cómo está María? —preguntó el abogado de pobres, cuya reflexión de antes acerca de su mezquindad se había tornado desnuda cólera que le otorgaba a la mirada un fulgor de efervescencia.
—Con Amparo. En la cocina. Querrás verla, supongo.
* * *
María Pérez se encontraba sentada ante la pequeña mesa de madera basta que llenaba buena parte de la estancia; vestía una bata marrón y amplia que difuminaba los contornos de sus grandes pechos. Sobre la mesa y ante la negra, un taza de loza blanca con su interior salpicado por los restos parduscos de una infusión de tila; junto a ella, en silencio, Amparo, la mujer del sastre. En uno de los fogones hervía una olla con la cena de la familia y los borbotones del agua eran el único sonido en esa cocina que había mudado su habitual ambiente familiar y acogedor por una atmósfera lúgubre.
María, que conservaba la entereza, miró al abogado de pobres en cuanto éste penetró en la cocina, clavó en él su mirada, casi rodeándolo en todos sus perfiles, y se quedó en silencio.
Pedro de Alemán temió advertir en esa mirada rencor, o reproche, o resentimiento, o aversión, o queja, o desdén, o censura. Sin embargo, nada de ello había. Había tan sólo incomprensión, había tan sólo confusión, había tan sólo pena. Y había súplica. Y bastó esa mirada para que Pedro sintiera que la sangre, de puro incendio, le escaldaba en las venas, que la rabia le estrangulaba la glotis, que el odio lo hacía temblar. Tuvo que esperar unos instantes para que le saliese la voz.
—María —dijo, acercándose a la negra y tomándole las manos—, no sabes cuánto lo siento.
María Pérez contempló al letrado, negó con la cabeza e intentó lucir una sonrisa que le nació párvula. Su voz, en cambio, le brotó firme.
—No es su culpa, señor. Usted bastante ha hecho ya por mí. Así que no se culpe ni se lamente, por Dios se lo pido.
Pedro quedó primero estupefacto, se giró luego súbitamente, dio la espalda a la negra. Quedó de frente a don Bartolomé y a Hiniesta, pero no veía a ninguno de ellos. Y no porque tenía los ojos empañados. No. Era porque sólo veía su propia ruindad, la mezquindad advertida instantes antes, cuando experimentó alivio al conocer que la víctima de la ira del marqués había sido el desdichado Juan Jesús y no uno de sus seres queridos. O él mismo. Y porque sólo veía la generosidad, la limpieza del alma de esa esclava que le había dado, con esas pocas palabras —«… no se culpe ni se lamente, por Dios se lo pido»— la más tremenda lección de humanidad que nunca hubiese recibido. Tragó con fuerza para recobrar la compostura, advirtió entonces las miradas del alfayate y del procurador, les hizo un gesto de asentimiento y se dio la vuelta, encarando de nuevo a esa mujer grande que lo contemplaba con ojos de extrañeza.
—María —dijo—, esto que ha pasado sí es culpa mía. Vive Dios que sí. Te metí en pleitos pensando que estarías a salvo, e hice cuanto pude para que lo estuvieras, pero no calculé bien las consecuencias, ni reparé en que la ira de tu amo podría alcanzar a tu hombre. Y ahora lo ha atrapado como un rayo furioso. Así que sí, es mi culpa, pero voy a hacer cuanto esté en mi mano por remediarla.
—No se martirice, señor —insistió María Pérez, con el fatalismo de quien está acostumbrado a soportar con resignación los vaivenes del destino—. Las cosas pasan porque tienen que pasar. Juan Jesús vivirá y eso es lo importante. Ahora debemos olvidar.
—Hay quien dice que el olvido, mujer, es una forma de sentirse libres. Pero, en este caso, el olvido no es posible. Lo siento. Dime, María, ¿dónde vive Juan Jesús?
—En el Barranco de los Curtidores, cerca de la mansión del barón. Es la tercera casa en la margen izquierda de la calle, conforme se sube, una que tiene un balcón derrumbado. Juan Jesús vive en la primera habitación de la planta baja, a la izquierda del patio. —Y preguntó luego, con cierto resquemor—: ¿Qué se le ofrece a usted con él, señor?
—Pues varias cosas, María: en primer lugar, saber de su salud y de sus heridas, y ofrecerme en lo que pueda, que, en su estado, cualquier ayuda es bienvenida. En segundo lugar, procurar la reparación de lo que ha sufrido, y ya le explicaré a él lo que he de proponerle. Y en tercer lugar y sobre todo, decirle que su futura esposa, María Pérez, ya es libre de casarse y libre de condición, pues su amo, pese a ser un bárbaro, le ha otorgado escritura de libertad. Que es ésta, María.
Y tendió a la negra la escritura otorgada por don Raimundo José Astorga y Azcargorta ante el escribano don Beltrán Angulo por la que concedía a su esclava María Pérez la libertad sin trabas. La negra asió los papeles que se le ofrecían, sin dejar de mirar al letrado, los hojeó como temiendo que de esos pergaminos timbrados escapase una araña o algo peor, y luego, al poco, se los devolvió a Alemán.
—Ya sabe usted que no sé leer, señor —se disculpó—. ¿Qué dice aquí?
—Que eres libre, María.
Y Pedro de Alemán le explicó, con palabras que la ahora liberta pudiese entender, lo que había acontecido y las consecuencias y resultas del pleito que habían entablado. Y, entonces sí, María Pérez, ya liberta y no esclava, lloró. Como náufrago que, a punto de la asfixia, contempla el dorado de la playa a apenas un par de brazadas. Como sólo pueden llorar las mujeres que, al borde de la desesperación, ven de pronto asomar un tibio rayo de sol en las tinieblas de su amargura.
* * *
El Barranco de los Curtidores, en la collación del Salvador, era una calle situada a pocos pasos de la iglesia colegial. Pedro de Alemán y Jerónimo de Hiniesta habían llegado a pie hasta esa calle. Entraron en la casa que María Pérez les había indicado, y que era inconfundible por su decadencia, y buscaron la habitación que la negra les había señalado. Cuando creyeron haber dado con ella, y antes de que pudieran anunciar su presencia, una vieja salió del cuarto.
—¿Vive aquí Juan Jesús, buena mujer? —preguntó Hiniesta.
La anciana se plantó delante de letrado y procurador, tras cerrar la puerta a sus espaldas. Luego, compuso en su rostro estragado y arrugado como una habichuela pasa un gesto de desafío y se encaró con las visitas. En su mano llevaba un cestillo de mimbre vacío.
—¿Qué quieren ustedes ahora? ¿No le han hecho ya suficiente daño a este pobre hombre?
El abogado del concejo, al borde del arrebato como se hallaba, a punto estuvo de replicar desabridamente. Lo pensó mejor, empero, respiró con fuerza y, haciendo a un lado delicadamente a la vieja, se abrió paso.
—No queremos ningún daño para ese hombre, mujer. Muy al contrario, venimos a ofrecerle ayuda.
Abrió la puerta de la vivienda, que cedió al primer empuje. El cuarto donde moraba el negro Juan Jesús no mediría más de cinco varas cuadradas y le servía al mismo tiempo de alcoba y cocina. Estaba apenas alumbrado por una linterna que se consumía. Olía a humo y a grasa quemada, a carbón y a sebo. Y en él no había casi nada, salvo unos pocos enseres, caliches y pobreza.
—¿Quién es?
La voz, que provenía del camastro en penumbra, sonó amortiguada y temerosa, desconfiada.
—¿Juan Jesús? —preguntó el letrado, aguzando la vista.
—¿Quiénes son ustedes?
Pedro se acercó a la piltra, avivó la linterna y la acercó a su rostro hasta clarear sus facciones.
—Ah, es usted —dijo la voz, que parecía aliviada y cansada por igual.
El negro Juan Jesús se hallaba recostado en la cama, incorporado a medias valiéndose del brazo sano. En su semblante aún había rastros de susto. Desnudo de cintura para arriba, en su torso, musculoso pese a que el negro ya no era hombre joven, se observaban varios verdugones y una herida superficial. El brazo izquierdo se soportaba en un cabestrillo de tela blancuzca con rastros de sangre. Todo en él se veía lastimado, adolorido. Su aspecto daba tanta lástima como grima. Pero lo peor era su mejilla izquierda: aunque atenuada por el rastro amarillento de los ungüentos que el médico enviado por el alfayate Gutiérrez le había aplicado, en ella se observaba, rojiza, espantosa, con bordes bruscos, en carne viva, la terrible marca que el marqués le había infligido a hierro y fuego: una G que se le incrustaba en la carne para después aflorar como un trasgo del averno.
—¡Carajo! —exclamó Jerónimo de Hiniesta en cuanto se apercibió de la quemadura—. ¡Carajo y más carajo! ¡Será hijo de puta ese malnacido! ¡Eso no se hace ni con una bestia!
—Juan Jesús, por Dios, ¿cómo te encuentras? —preguntó Pedro.
—Viviré —aseguró el negro, dejándose caer en la cama, medio de lado para que la espalda fustigada no sufriera, y fijando sus ojos en el techo del cuarto.
—¿Quién te ha hecho eso, Virgen santa? —interrogó, arrepintiéndose enseguida, pues bien sabía él quién había sido el causante del desafuero—. Quiero decir, ¿por qué, por todos los santos del cielo? ¿Cómo ha podido el marqués hacerte esto?
El liberto suspiró, y su suspiro sonó exhausto e impotente.
—Ya María me avisó de que me cuidara. Pero ¿qué podía hacer yo contra tres hombres?
—¿Quieres contarnos qué pasó?
—¿Le importaría acercarme un vaso de agua?
Hiniesta rebuscó entre los fogones hasta dar con el único vaso que había en la habitación. Sirvió agua del cántaro y le tendió el vaso al doliente, que bebió con avidez. Hizo un gesto de sufrimiento al beber, como si las ampollas de la marca lo dañaran al tragar.
—Fue el lunes pasado, 31 de mayo, al anochecer —explicó el negro, que volvió a incorporarse en la cama—. Volvía de casa del barón, finalizada una jornada que había comenzado con la salida del sol. Y justo en la esquina del Arroyo apareció su excelencia el marqués de Gibalbín, acompañado de dos de sus criados. Me cortaron el paso, espantaron a dos viandantes que por allí pasaban y me metieron a empujones en una casapuerta. Intenté defenderme, mas los criados me aprisionaron de los brazos y me impidieron todo movimiento. Lo demás se lo pueden ustedes figurar, caballeros. Prefiero no tener que contárselo.
—¿Fue el propio marqués quien te marcó, Juan Jesús?
—Y quien me azotó, señor. Todo ello mientras gritaba que un esclavo era sólo… escoria, pero con palabras peores.
—¿Es la G de Gibalbín lo que marcó en tu mejilla?
—La misma con la que marca a sus caballos, según dijo, entre risas.
—¿Y el brazo?
—Una vez marcado, y a pesar de que estaba en el suelo medio inconsciente por el dolor, él y los criados me patearon. Así me quebraron los huesos. —E hizo un gesto de dolor al recordar la tunda. Debió de advertir entonces que sus dos visitantes estaban de pie en la pequeña habitación, y al ademán de dolor unió otro de incomodidad—. Sólo hay una silla en el cuarto, caballeros, lo siento. Y no es correcto que dos señores como ustedes estén aquí de pie, mientras yo…
—Virgen santa, no pienses en eso siquiera. Vinimos aquí por varias razones: la primera era saber de tu estado, y ya vamos impuestos. La segunda era comunicarte que ya no hay obstáculos a tu matrimonio con María, pues el marqués, maldito sea su nombre, se ha allanado a la demanda e incluso le ha otorgado ante escribano la libertad.
El negro abrió mucho los ojos y miró muy fijamente a Pedro y Jerónimo. Luego, volvió la cara y clavó la mirada en la pared. El abogado pensó que estaba cavilando acerca de si el sufrimiento, los verdugones, los huesos rotos, la quemadura, estaban bien pagados con esas concesiones. Debió de pensar que sí, puesto que regresó la mirada a sus visitantes y había en ella un brillo de ánimo.
—Tendré que buscar otro cuarto —dijo entonces y había un deje de resolución y hasta de coraje en su voz—. Éste no es lugar para María.
—Y la tercera razón que nos ha movido a venir a verte —explicó Alemán— es hacerte saber que lo que te ha sucedido no puede quedar así, Juan Jesús. El marqués o no sabía que no eres esclavo sino liberto, o ha debido de importarle un bledo tu condición de hombre libre. Pero sea como sea, lo que ha hecho es delito. Y cuando se comete un delito, hay que permitir que la justicia intervenga.
—¿Qué me quiere usted decir, señor? ¿Que un juez iba a escucharme, a creerme, a castigar al señor marqués?
Y sonrió con hastío, como si sus propias palabras hubieran aumentado el dolor de sus heridas y su impotencia.
—Sé que la justicia no es igual para todos —reconoció Pedro de Alemán, y también había en su voz un tono de frustración—. Lo sé. Y que trata de forma desigual al pobre y al poderoso. También lo sé. Pero lo que nunca debemos hacer es perder la confianza en ella. —Suspiró—. Sé que mis palabras te pueden sonar huecas, vacías. Pero no dispongo de mejores palabras, Juan Jesús. La justicia es nuestro último reducto, la puerta a la que se debe llamar en casos como el tuyo, aunque sé que la justicia y el poder son amantes tempestuosos que suelen compartir una sola cama. El hecho de que exista la posibilidad de que no seamos escuchados y de que unos hechos reprobables queden sin castigo, y realmente esa posibilidad existe, no nos puede disuadir de llamar a aquella puerta, porque entonces sí que sería seguro que la maldad iba a quedar sin condena. Eso es lo que yo puedo decirte, Juan Jesús. Pero, al fin, la decisión ha de ser tuya.
—¿Qué es lo que puedo hacer, señor?
—Presentar querella contra el marqués. Por las lesiones que te ha infligido, y pedir su reprensión y la reparación del daño. Por más que pelear contra los poderosos sea en sí mismo un riesgo mayor que el de no hacer nada, también te lo he de decir.
El negro se quedó pensativo. Volvió a fijar la mirada, oscura y meditabunda, en la pared de su izquierda, como si esa pared fuese un lienzo blanco en la que las manos de la providencia pudieran dibujar remedios y seguridades. Pero sólo dibujaba sombras y contraluces la luz de la tarde que se adormecía en el ambiente pulverulento del cuarto. A la postre, el liberto pareció tomar una decisión.
—¿Qué más daño podría hacerme? —dijo, y su frase no era una pregunta, sino una resolución. Una resolución bajo la que latía un honor inquebrantable, una conciencia de su propia dignidad que ni la marca de su cara podría borrar.
—¿Eso es un sí, Juan Jesús?
—Creo… creo que sí, señor.
—Necesitaremos que otorgues poder, y que me facilites los detalles de los hechos para redactar la querella. Aquí Jerónimo de Hiniesta se encargará de que mañana a primera hora el escribano te visite.
—¿Es que nunca vas a acabar, Pedro, carajo? —protestó entonces el personero, que presagiaba nuevas desgracias, que sentía que a su amigo se le estaba yendo la situación de las manos, que no sabía cómo podría acabar ese enfrentamiento del abogado con el marqués y a cuántas personas más iba a involucrar en el conflicto—. ¿Es que crees que este pobre hombre no ha tenido ya bastante, voto a bríos?
Pedro de Alemán se sintió desarmado por unos instantes. No esperaba ese estallido del procurador, y pensó que en las palabras del personero había resignación, sí, pero también sentido común. Mas se dijo a la postre que no acudir a la justicia era dejar sin castigo el delito y que si ello se hacía una vez, una sola vez, podría ocurrir siempre.
—Tú y yo, Jeromo —dijo, poniendo la mano en el hombro del procurador, que lo contemplaba expectante—, podremos olvidar algún día las afrentas del de Gibalbín. La última, la detención de don Bartolomé. Posiblemente, dentro de algunos años, si Dios nos da vida, todo eso no sean más que recuerdos que alimenten nuestra sabiduría, porque hasta las calamidades nutren la experiencia. Porque el tiempo, como bien sabes, lo cura casi todo, hasta los quebrantos más profundos y más dolorosos. Pero aquí este hombre —continuó, señalando al liberto, que observaba a uno y a otro desde la piltra, sin saber muy bien de qué iba aquello— jamás podrá olvidar sus heridas. Cada vez que contemple su imagen en un espejo, o en el fondo de un cazo, o cada vez que pase la cuchilla por su mejilla para afeitarse, o cuando el agua le devuelva su reflejo, recordará a quien le marcó para siempre, y se sentirá indigno si entonces piensa que nada hizo para obtener una justa reparación. Y entonces no sabrá cuál de las dos heridas, la de su mejilla o la de su alma, duele más.
—Tú sabrás lo que haces —respondió el personero, después de unos segundos rumiando las palabras de Pedro.
Y cuando ambos, letrado y procurador, se disponían a despedirse, el liberto Juan Jesús, con un gesto de dolor, se inclinó sobre su cama, rebuscó con su mano buena bajo el colchón y la exhibió después: portaba en ella un librillo en cuyo exterior apenas si se distinguían, en la penumbra del cuarto, unas letras y unos blasones elegantes y dorados.
—Tal vez esto —dijo, ofreciendo el libro a Pedro de Alemán, que lo tomó y lo hojeó— pueda servirle de ayuda, señor.
—¿Qué es esto, Juan Jesús? —preguntó Pedro, mientras leía hileras y columnas de números, perfectamente alineados, y descripciones de géneros y mercaderías.
—Las cuentas de los negocios de mi señor y el marqués.
—¿Cómo obra esto en tu poder?
—El lunes por la tarde, mi amo, el señor barón de Macharnudo, lo dejó olvidado en el coche. Se lo iba a devolver el martes, pero, como comprenderán, no me ha sido posible. Y tampoco el señor don Felipe Luis ha venido a visitarme.
—¿Y qué tipo de negocios mantienen tu patrón y don Raimundo?
—Al pescante del coche no se escucha mucho de lo que se habla en su interior, pero en más de una ocasión don Felipe ha levantado la voz para presumir de sus ganancias ante su esposa, la señora doña Francisca, a quien ha dado cuentas, sin recato, de sumas y de detalles.
—¿Y cuáles son esos detalles?
—Pues por lo que he podido entender, y aunque no soy ducho en ese tipo de cosas, no son muy legales los negocios que ambos señores mantienen. Y si me preguntaran, diría que esos comercios sólo podrían ser calificados con una palabra.
—¿Y qué palabra es esa?
Pedro de Alemán hizo esa pregunta, pero por su mente ya correteaba un batiburrillo de imágenes que, aunque inconexas al principio, iban poco a poco componiendo un escenario inusitado: el rostro cejijunto del carrero Eustaquio Cifuentes, la relación de los géneros incautados a la partida detenida por la ronda de aduanas en el Pozo del Olivar, el desmesurado interés de don Luis de Salazar, abogado del marqués en el pleito de la negra María Pérez, en la defensa del carrero, su pertinacia en que los nombres de quienes habían contratado al preso no trascendieran…
—Contrabando, señor —fue la respuesta de Juan Jesús—. Aunque les suplico nunca digan cómo han conseguido ese librillo.
Y en las mientes del abogado de pobres todo comenzó a encajar. Y una sonrisa, que era mitad de sorpresa y mitad de perspicacia, bailó en los labios del letrado. Y no paró de bailar en ellos hasta que, abandonado el Barranco de los Curtidores, se despidió en la esquina de la cuesta de la Cárcel Vieja del personero Hiniesta, quien, todavía confundido por los últimos aconteceres, tomó desde allí el camino hasta su casa en la calle del Horno de don Pedro el Bueno.
* * *
Pedro de Alemán respiró profundamente, inhalando el aire de la noche del junio jerezano. Llegó a la plaza de los Escribanos y desde allí tomó la calle Letrados para alcanzar su casa de la calle Gloria. Abrumado, porque sabía que le aguardaba una noche dura, de trabajos y de reflexiones acerca de las consecuencias de esos trabajos, pues se proponía presentar a primera hora de la mañana la querella contra el marqués en nombre del negro Juan Jesús y sólo disponía de las horas de la noche para redactarla.
Tan embebido en sus cavilaciones iba que no reparó en el movimiento que se produjo en el zaguán de una casa de la margen derecha de la calle Letrados al pasar a su altura; en la figura que de él emergía, envuelta en las primeras sombras de la noche, en cómo avanzaba hacia él, en cómo levantaba una mano y la acercaba… Cuando Pedro se apercibió, sintió que la aprensión lo embargaba, recordó las advertencias de Hiniesta, las de don Bartolomé, sus propias admoniciones no reveladas pero sí masticadas en el soterrado de su conciencia, y apenas si tuvo tiempo de dar un salto para escapar de lo que preveía era una asechanza mortal.
—¡Don Pedro! —exclamó esa voz inconfundible, aterciopelada, envolvente, llena de matices, tan propia para los consejos a curas y beneficiados, tan acostumbrada a los acuerdos y las conciliaciones—. ¡No se me asuste, por Dios!
Don Luis de Salazar y Valenzequi se había sobresaltado también al apercibirse de la espantada de Alemán, y ambos habían compuesto una escena que, en otras circunstancias, habría resultado cómica y les habría movido a la risa. Sin embargo, ninguno de los dos letrados, constatada la presencia del otro y la aparente ausencia de riesgo, había sonreído. Ni mucho menos. En la faz de Alemán se trazaba un gesto de disgusto, y no era nacido sólo del sobresalto. Y en la de Salazar, uno de zozobra, como sin alcanzar a comprender el porqué su presencia había causado tal susto en el otro.
—Me ha alarmado usted, pardiez —recriminó el abogado de pobres, sin querer ocultar el fastidio—. ¿Qué hacía usted arrebujado en las sombras, por Dios bendito?
—Esperarle —repuso don Luis, embarazoso—. Hace un rato que estuve en su casa y me aseguraron que no debía de tardar. Y he estado esperándole desde entonces. Tenemos que hablar, Alemán.
—Ni son horas —objetó Pedro—, ni veo motivos, don Luis. Así que buenas noches tenga usted.
E hizo ademán de irse, pero la mano medio alzada, la palma al frente, arrugada pero porfiada, del otro lo sostuvo.
—Supongo que se le ha notificado ya mi contestación a la demanda en el pleito del marqués con su esclava María Pérez…
—María ya no es esclava, y nadie mejor que usted para saberlo.
—Sí, claro, lo sé. Sabrá usted también, por tanto, que don Raimundo se ha allanado a la demanda, aparte de dar, sin previa súplica, escrituras de libertad a la negra.
—Lo sé. Y también sé los motivos.
El abogado Salazar asintió y se le vio gustoso por ahorrarse explicaciones.
—Don Raimundo piensa que ese gesto, el allanamiento y la escritura, debería ser pago suficiente para olvidar su error, don Pedro.
—¿De verdad piensa usted que unos simples legajos son precio suficiente para el daño infligido a quien nada tenía que ver con el litigio? ¿Y que linchar a un hombre libre y marcarlo de por vida es un simple error? Mucho me temo, don Luis, que sus consideraciones y las mías distan mucho de ser iguales.
—El marqués —insistió Salazar— también está dispuesto a compensar a ese negro. Hasta diez escudos de oro estoy autorizado a ofrecerle en su nombre. Es lo que ofreció a don Felipe Luis pensando que aún era su esclavo.
—¿Diez escudos? Bien, bien… ¿Qué se puede hacer hoy en día con diez escudos, don Luis? —preguntó Pedro, sin poder evitar que en sus palabras latiese la ironía. Luego, fingió cavilar—. Vamos a ver: se puede, por ejemplo, comprar algunas vacas jóvenes y gordas; se pueden adquirir muchas varas de brocados y muselinas; pagar la renta de un par o tres de años de una casa en el Ejido de las Angustias, o algo mejor incluso; o comprarse trajes tan lujosos como los que usted viste. Pero ¿para qué querría Juan Jesús vacas gordas y jóvenes, o varas de telas buenas, o trajes fastuosos? ¿Podrá, con esos diez escudos, borrar la marca de su mejilla? ¿Podrá ese puñado de oro devolverle su dignidad? ¿Podrá disipar el ultraje? ¿Podrá hacer desaparecer la vergüenza de quien es apaleado y no puede defenderse? Mucho me temo que no, señor. Así que dígale usted a su cliente que use esos diez escudos en procurarse la mejor defensa, porque la va a necesitar.
—No estará pensando usted en iniciar proceso contra don Raimundo…
—A fe mía que sí, don Luis. No le quepa la menor duda.
—¡Pero será la palabra de un negro contra la de un marqués!
—Será la palabra de un hombre libre contra la de otro hombre libre. La justicia no debe hacer distingos por el color de la piel. Más aún, no debiera hacer distingos por nada.
—Palabras excelentes, pero sólo palabras al fin y al cabo. Bien sabe usted que la justicia sí que hace distinciones, mal que nos pese.
—A mí sí me pesa, don Luis. A usted, no sé, y no se me ofenda. De cualquier manera, dos abogados como nosotros no debieran ni siquiera admitir tales posibilidades.
—No le comprendo, don Pedro. Esa obsesión suya con don Raimundo, ese empecinamiento en procurar su baldón, ese asumir unos riesgos innecesarios… ¡Vive Dios que no lo entiendo!
—Ni yo lo pretendo, don Luis. Usted y yo, insisto, no somos iguales.
El anciano guardó silencio durante unos instantes, como dándose tiempo a contenerse.
—No ose creerse mejor que yo, muchacho —afirmó luego Salazar, magisterial, apretando los dientes y sujetando a duras penas la ira—. Porque tenga usted la cabeza llena de sueños, de quimeras, de palabras grandilocuentes, de ideales rancios, no es usted mejor que yo. Por vida del rey que no. No se da cuenta de que la vida es dura, que nada es blanco ni negro, que está llena de grises. Y que en medio de esos grises estamos nosotros, los abogados, y que nuestra obligación es mediar en los enfrentamientos, componer las diferencias, deshacer los entuertos. Y no enlucir la vida, hacerla amena y gozosa. Se le llena la boca con frecuencia de palabras tales como justicia, igualdad, derechos y tonterías por el estilo, y no repara en que pierde el tiempo en propósitos imposibles, cuando podría invertirlo en hacer mejor la vida de los suyos. Y la de usted mismo, que mire el traje que lleva, pardiez. Algún día aprenderá esta lección, muchacho, si es que vive lo suficiente. Y ahora le pido que use su sentido común, que recapacite y que olvide esa locura de llevar a juicio al marqués. Entiendo lo de ese negro, pero diez escudos serán una fortuna para él. Y para su negra. Y de cualquier forma, ¿qué espera, que don Rodrigo condene a don Raimundo por apalear a un liberto? Y aunque lo hiciera, ¿cuál sería la pena? ¿Una multa? ¿De cinco u ocho escudos tal vez? ¡Bah! Con el trato que le propongo se evitará disgustos, fracasos y, además, obtendrá mejores réditos para su cliente.
—¿Por qué quiso usted inmiscuirme en el proceso de Eustaquio Cifuentes, sabiendo usted lo que sabía? —preguntó Pedro de Alemán inopinadamente.
—¿Cómo dice?
—Toda su preocupación, en ese juicio, era que los patronos de Cifuentes no salieran a relucir. Que sus nombres permanecieran en el anonimato. Que no los alcanzara el brazo de la justicia. Y puedo entender que lo hiciera, si el marqués y el barón eran sus clientes. Pero ¿por qué involucrarme a mí?
Don Luis, buen entendedor, no precisó de mayores explicaciones. En la cercana torre de San Dionisio las campanas anunciaron las completas.
—¿Cómo se ha enterado usted? —preguntó Salazar, tras la interrupción. Y sin dar a Pedro tiempo de responder, continuó—: No era algo que debiera haber llegado a sus oídos. Y de cualquier manera, poco uso puede dar usted a esa información, pues no tiene usted pruebas que adveren lo que sostiene.
—Las tengo, don Luis. Voto a bríos que sí.
—Nada de lo que conoció por el juicio de Eustaquio Cifuentes podría usarlo ahora. Violaría usted el deber de sigilo que a los abogados nos incumbe. Y perdería usted su licencia para actuar ante los tribunales.
Pedro miró a su colega, contuvo una sonrisa, meneó la cabeza, como dando a entender lo inescrutable del destino, se llevó la mano al bolsillo de la casaca y extrajo el libro negro de letras doradas que Juan Jesús le había entregado.
—Aquí, don Luis, tengo todo lo que preciso: los nombres del barón de Macharnudo y del marqués de Gibalbín, los pormenores de las partidas que han financiado, el coste de los géneros adquiridos en Gibraltar, los detalles de los mismos, el precio de venta alcanzado en Sevilla, Osuna, Carmona y Granada y el beneficio obtenido. Que no ha sido poco, a fe mía.
Don Luis de Salazar hizo ademán de asir el librillo, pero el abogado de pobres lo evitó, poniéndolo fuera de su alcance.
—No es preciso que lo estudie usted ahora, señor de Salazar. Ya tendrá tiempo cuando el juez de lo criminal le dé traslado de su copia para que pueda pergeñar su defensa.
—¿Qué piensa hacer usted con eso, por Dios bendito?
—Pues… presentarlo ante don Rodrigo de Aguilar, por supuesto. —Y añadió, punzante y sardónico—: ¿O tal vez debería hacerlo ante el Juzgado de Rentas de Cádiz, ya que también veo que se ha traficado con tabaco cubano?
Don Luis de Salazar cerró los ojos, pensativo. Cuando volvió a abrirlos, refulgía en ellos una mirada sofocada y cáustica.
—Tiene que haber una solución para todo esto —sugirió—. Una solución que nos convenga a todos, don Pedro.
—No se me ocurre ninguna, don Luis.
—Tal vez, a esos diez escudos de oro para el negro, podría unírsele una buena bolsa para usted…
—Ni se le ocurra, señor —atajó el abogado de pobres, a quien la insinuación de su colega había abierto viejas heridas—. Ni soy una coima a quien pagar un precio para que se abra de piernas ni abogado que se deje corromper, o al menos por eso lucho con todas mis fuerzas. Así que no continúe usted por ese camino, se lo ruego. O, me veo obligado a decirle, habrá de lamentarlo.
—Es usted un inconsciente, Alemán.
—Sólo abogado, don Luis. Y, como tal, debo dar cuenta de los delitos que llegan a mis oídos y que no se ven afectados por el secreto del que me hablaba. Como es el caso.
—¿Y qué pretende: enfrentar de nuevo, como ya hizo otrora, al poder con la justicia? ¿Pero es que nunca se va a enterar usted? ¡El poder es un águila real, depredadora y magnífica, y la justicia no es más que un corderillo, que bala, sí, pero que no muerde! Y, además, ¿de qué teta mama la justicia, si no es de la del poder? ¿Y qué hijo mata a la madre que lo alimenta? ¡Por Dios, don Pedro, por Dios y por su Madre bendita! ¿No tuvo ya usted bastante con el juicio de Diego González, al que a punto estuvo de arrastrar al infortunio?[6] ¡Tanto tiempo no ha transcurrido para que lo haya olvidado, pardiez! ¡No hará ni tres años de aquello! ¡Y bien escaldado que salió usted entonces!
—Absolvieron a mi cliente, no lo olvide, don Luis, como tampoco yo olvido todo lo que allí pasó. Gané, pues, el proceso. Y aunque no hubiese sido así, ¿es que todo abogado que pierde un litigio ha de perder también su fe en la justicia?
—Fe en la justicia… Habla usted como un bachiller, don Pedro. Recuerde lo que entonces aconteció: hasta el corregidor tuvo que venir en defensa del orden establecido y poner fin a sus pretensiones. Ridículas, como las que ahora ambiciona.
—En aquel entonces, a diferencia de ahora, había un culpable, una mano ejecutora, el bravonel Andrés Caputo, por más que el desdichado no fuese sino una marioneta de cuyos cordeles tiraban otros. En este caso, la única mano que veo, y no blandiendo cuchillos pero sí hierros al rojo y fusta, y traficando géneros de matute y sin pagar alcabalas, es la de su cliente, don Luis. A más del barón, que es harina de otro costal, pues ninguna cuita mantengo con él, por más que no dudaré en involucrarlo si se me obliga. Así que esta vez acudo con mejores pertrechos.
—Se está convirtiendo usted en un personaje incómodo, don Pedro.
—¡Y que usted diga eso, don Luis! Todos los abogados somos personajes incómodos. ¡Y ay de nosotros el día en que no lo seamos! ¡Más nos valdría entonces cerrar nuestros bufetes y dedicarnos a vender berzas y coles en la plaza de la Yerba! Y, ahora sí, buenas noches tenga usted.
Y dio la espalda sin mayores cortesías al abogado Salazar, que, ensimismado, hecho un mar de dudas, cogitabundo, aventuraba desdichas, aunque en ese preciso instante, por más que en ello le hubiera ido la fama y la vida, no habría podido decir para quién.
* * *
Se dijo que era la segunda vez en poco tiempo que pasaba la noche enredado en pleitos. En vela y dando forma a la querella que, en nombre del liberto Juan Jesús y contra el marqués de Gibalbín, quería presentar a la mañana siguiente y sin demora, pues había cosas, se decía Pedro de Alemán, para las que la demora no era sino el riesgo de debilitar las decisiones.
Ni siquiera se atisbaba un alba que nacería cálido y de color púrpura cuando finalizó el escrito en el que, con palabras llanas y sucintas, en primer lugar, hacía un relato detallado de las lesiones infligidas de forma notoria e injusta al querellante, de las secuelas dejadas y de los padecimientos habidos, ofreciendo pruebas y solicitando penas; en segundo lugar, relataba cómo, en compañía de personas que no identificaba, el querellado venía dedicándose al comercio de géneros introducidos en el reino sin pagar alcabalas; y por último, pedía el arresto del marqués y el embargo de sus bienes.
Dedicó mucho tiempo a decidir si hacía extensiva la querella a don Felipe Luis López-Ursino y Madariaga, barón de Macharnudo, pues la principal prueba del delito de contrabando cometido era precisamente su librillo de cuentas que, por supuesto, involucraba al barón. Decidió, no obstante, obviar la participación del López-Ursino en la fechoría y que el juez decidiera posteriormente, a la vista del resultado de las probanzas que se practicaran.
Poco antes de la alborada terminó de hacer las copias de la querella y aún tuvo un par de horas para descansar. Aunque el sueño que le vino fue somero y angustioso. Y poco después de las ocho de la mañana, tras un desayuno liviano y silencioso, pues Merceditas dormía y Adela, viéndolo tan abstraído, ni quiso agobiarlo con intrascendencias ni profundizar en las razones de su congoja, anduvo hasta la calle del Horno de don Pedro el Bueno e hizo entrega de la querella y sus copias al personero Jerónimo de Hiniesta. Jerónimo intentó una vez más hacerle recapacitar, mas todas sus palabras e intimaciones fueron baldías. Desazonado, le prometió que se encargaría del otorgamiento del poder y que no más tarde de las doce la querella estaría presentada ante el escribano del cabildo.
El lunes día 14 de junio le fue notificado el auto de don Rodrigo de Aguilar y Pereira, juez de lo criminal de residencia del concejo de Jerez, en el que se admitía a trámite la querella. Sin embargo, ni una palabra se decía en el auto sobre la petición del querellante de que se prendiera al querellado y se le embargaran sus bienes. En el primer juicio que tuvo, Pedro de Alemán, a su término y en un aparte, preguntó a don Rodrigo por esas omisiones. La respuesta del juez fue tan brava como definitiva:
—Está usted loco si piensa que voy a mandar prender a don Raimundo por cuenta de su querella, abogado. Y suerte tiene usted de que aquellas disposiciones del derecho antiguo que mandaban prender al acusador por si no podía probar el delito ya no se hallen en vigor. Así que no me importune y dé gracias al cielo por que las cosas estén como están.