XLVIII

REMEDIOS LA COCINERA

—¿Va a interrogar al reo o no? —La voz del juez don Rodrigo de Aguilar y Pereira resonó como un retumbo en el silencio de la sala de vistas de la Casa de la Justicia—. Pero ¡¿es que no me oye, señor de Alemán?!

El abogado de pobres levantó la vista del cuaderno de notas que llevaba un rato examinando, absorto, y se quedó mirando, perplejo, al juez, que lo contemplaba a su vez colérico y con la tez congestionada.

—Eh… ¿cómo…? señoría… —acertó a musitar al fin—. ¿Cómo dice?

—Pues le pregunto, abogado, y ahora por tercera vez, si va a interrogar al reo o no, pardiez. ¡Que no tenemos todo el día!

—Yo… eh… no. Creo que no.

—¿Y puede saberse en qué estaba pensando, por vida del rey?

—Yo… pues… eh… en Remedios, la cocinera.

Don Rodrigo observó a Pedro desconcertado, con el mismo gesto que si le hubiese hablado de las danzas tribales de los negros de Cafrería.

—Abogado, o usted ha perdido el juicio o se está ganando proceso por desacato. ¿De qué diantres habla, santo cielo?

Pedro miró a su alrededor, a la sala medio vacía, al ademán de pasmo de don Laureano de Ercilla, a la sonrisa escondida de don Damián Dávalos. Observó al reo, un barquero del Guadalete que llevaba preso en la cárcel real desde el mes de mayo acusado de incumplir la palabra de matrimonio dada a una tal Casilda, que vivía en los alrededores de la Cartuja, y que se negaba en redondo a casarse con la querellante. Advirtió la mueca de estupefacción del barquero, que ya comenzaba a dudar de la cordura de ese abogado que le había tocado en suerte, por ser el de balde del corregimiento, y que no había abierto la boca en lo que se llevaba de juicio.

—Disculpe usted, señoría —se excusó Alemán—. Pensaba ahora en otro caso.

—Pues esté usted en lo que tiene que estar —le recriminó el juez—. Don Laureano, ¿quién es su primer testigo?

Pedro de Alemán oyó que llamaban a la novia frustrada, la tal Casilda López, que era flaca como un cangallo y fea como el pecado, y volvió a enfrascarse en sus pensamientos mientras la testigo se enzarzaba en un enrevesado relato de promesas incumplidas, ayuntamientos carnales en un soto junto al río y las palizas de su padre cuando se enteró de su coyunda con un barquero medio lila y más pobre que las ratas. El abogado del concejo, con la musiquilla de fondo de la voz llorosa de Casilda, regresó a las anotaciones de su cuaderno, a revisar sus notas sobre el crimen del hospital de la Sangre, a escudriñar en las pistas y en los indicios, a intentar dar respuestas a aquellas preguntas que lo atosigaban, a los tantos porqués que apenas si le dejaban dormir. Y de entre todas las personas que de una forma u otra se habían visto relacionadas con el caso, sólo con una le restaba hablar: con la vieja Remedios, la cocinera a la que tanto Marino Zafra como Rosarito y Milagros se habían referido, y que, según el primero, era como una madre para todas las niñas del servicio de la calle de la Orden. Y se prometió que de esa tarde no pasaría que fuera a verla y a intentar descubrir la verdad que se le velaba.

Porque, pensó Pedro, en aquel caso todo eran disimulos y ocultaciones.

* * *

Cuando Pedro se adentró en las calles aledañas a la iglesia de San Pedro en la tarde de aquel jueves 7 de octubre, caía sobre Jerez una llovizna fría que mejor casaba con la época que el calor que había hecho en los días anteriores. Remedios, la antigua cocinera del señor de Majarromaque, vivía en una casita de la calle Cruz, cerca de la plaza de las Atarazanas del Rey. Moraba allí con el mayor de sus hijos, que trabajaba como canastero, su mujer y sus cuatro retoños. El abogado de pobres fue recibido por la nuera, Carmela de gracia, que resopló en cuanto Pedro le preguntó por Remedios.

—Uf —fue lo que dijo, una vez que el abogado se hubo presentado—. Sí, la vieja está aquí, medio adormilada y estorbando. ¿Qué se le ofrece a usted con ella?

—Hablar.

—No sé qué se le ha podido perder a un abogado como usted con mi suegra, la verdad.

—Se lo contaré a ella, si no te importa.

—Pues aquí en la casa no hay sitio donde hablar. Así que espere usted en el patio y ya le digo a Remedios que se le acerque.

Pedro aguardó en el patio de la casa de vecinos, resguardándose como pudo de la llovizna bajo un alar. Al poco vio venir a la anciana, que cojeaba al andar, que estaba gorda y vieja, pero que conservaba un brillo de inteligencia en sus ojillos oscuros.

—Me ha dicho Carmela que quería usted hablar conmigo. Y que es abogado.

—Así es, Remedios. Es sobre su antigua casa y sobre su antiguo señor. Y sólo van a ser unos minutos. Aunque aquí nos vamos a mojar y no sé si usted debería exponerse a un catarro, señora. Porque la tarde está fría.

—Sígame usted, se lo ruego.

Pedro de Alemán siguió a la anciana hasta una de las esquinas del patio, donde había una estancia sombría y húmeda, con aspecto de ser una antigua cuadra. Estaba atestada de cacharros inservibles y aún olía a caballo.

—Acomódese usted donde pueda —dijo Remedios, que se apoyó en la caja de un viejo carro desvencijado.

—Espero que todo esto no sea excesiva molestia para usted, Remedios —se excusó Pedro, buscando, sin hallarlo, un lugar donde sentarse. Finalmente, se dejó caer sobre la pared mohosa.

—Hasta hablar con un abogado se me antoja más agradable que oír rezongar a mi nuera, señor. Así que dígame usted qué desea de mí.

—Es sobre su antigua casa y sobre su antiguo señor. Sobre don Juan Bautista Basurto y Espinosa de los Monteros.

La vieja cocinera suspiró, y en ese suspiro Pedro percibió toda la nostalgia, la terrible melancolía que afligía a aquella mujer. Que, a pesar de vivir ahora con su hijo y sus nietos, todavía añoraba su antigua vida en la casa de la calle de la Orden.

—¿Cómo se encuentra usted, Remedios? —preguntó Pedro, como queriendo aliviar la tristeza de la anciana, evidenciada en aquel suspiro profundo.

—Vieja y sola, señor —respondió la cocinera, moviendo el cuerpo, buscando un mejor acomodo sobre la madera del carro—. Que son la vejez y la soledad peores aún que la pobreza y la enfermedad.

—Bueno, tiene usted a su hijo, y a sus nietos…

Remedios cerró los ojos durante unos instantes y volvió a suspirar.

—¿Sabe usted? Cuando los nuevos amos nos hablaron de sus intenciones de vender la casa y de despedir a la servidumbre, al principio pensé que ya era hora de descansar, de estar con los míos, de recuperar el tiempo perdido. Porque, desde que entré a trabajar con el señor de Majarromaque, y de eso hace muchísimos años, apenas si salía de aquella casa. Los domingos un ratito, para ir a misa y para unas visitas breves a los hijos. Sin embargo, después de que don Juan Bautista muriera nada fue como había pensado. Mi hija, la mayor de las hembras, está casada y vive en la calle Sancho Vizcaíno con seis hijos y un marido tísico; y puso cara de espanto en cuanto me vio llegar anunciándole la muerte del señor y mi despido. Mi otra hija, la menor, trabaja en el convento de las madres mínimas del Espíritu Santo y sólo tiene tiempo para Dios y las monjas. Otro de mis hijos, el menor, está en las Américas. Sólo me quedaba mi otro hijo, que me acogió en esta casa y no puso cara de asco cuando le entregué los cinco mil maravedíes que don Juan Bautista me legó en su testamento. Y desde entonces aquí estoy, malviviendo en un cuartucho sin ventilación, con cuatro nietos que nunca me hablan, que cuchichean a mis espaldas porque apenas si me conocen y con una nuera que no tiene reparos en gastarse mi dinero, pero sí en decirme un «buenos días» amable por las mañanas. Así que ya ve usted, aproveche la vida ahora que aún es joven, que a los viejos no nos queda más que eso: soledad y rechazo. Y ya está bien de chácharas. ¿Qué es lo que quiere usted saber del señor y a santo de qué?

—Soy el abogado de Lucía de Jesús. ¿Ha oído usted hablar del crimen de la enfermera Sagrario Ramírez en el hospital de la Sangre?

La vieja compuso cara de extrañeza y parpadeó con fuerza, como para aclararse la vista.

—Sí, algo oí hablar allá por verano. ¿Y qué tiene que ver eso con la casa de la calle de la Orden y con el difunto señor?

—El mismo día en que a Sagrario le fue dada muerte a cuchillo, murió en esa casa Isabel Ruiz Vela…

Remedios frunció el ceño y miró muy fijamente al abogado de pobres.

—Isabel murió de muerte natural, de un cólico miserere.

—Isabel murió envenenada, Remedios.

Y los ojos de la vieja se abrieron enormemente al oír el aserto del letrado.

—¡Dios mío! ¿Qué está diciendo usted?

—Lo que oye. No debo darle excesivos detalles, Remedios, porque podría ponerla en peligro, pero le ruego me crea. Isabel no murió de un cólico miserere, sino que le fue administrado solimán, una ponzoña letal. Lo que no consigo saber es el porqué.

—Pero… pero… ¡Isabel no tenía enemigos! ¿Por qué alguien iba a querer darle muerte, Virgen santísima?

—Para eso he venido a verla, Remedios. Para ver si usted puede ayudarme. Porque ya no sé a quién más recurrir y el tiempo se me acaba.

—¡Isabelita, envenenada, Dios del cielo! ¡Criaturita mía! ¡El mundo se está volviendo loco! ¿Quién podría desear el mal de esa pobre niña, por todos los santos?

—¿Sabe usted, Remedios, si Isabel conocía a Sagrario Ramírez?

—¿A la enfermera del hospitalito…? Bueno, esa mujer era muy conocida en la collación, pues era también partera y atendió a muchas vecinas de por allí. Pero Isabel…

Y entonces volvió a fruncir las cejas, sus ojos relumbraron con un brillo de asombro y musitó por lo bajo un voto ininteligible.

—¿Qué ocurre, Remedios?

La cocinera contempló al abogado con una intensidad que a Pedro le sorprendió. Lo escrutaba como queriendo penetrar en su interior, en su pensamiento, en los sentimientos que albergaba en su corazón. Finalmente, negó con la cabeza y cerró los ojos, que estaban humedecidos cuando volvió a abrirlos.

—Dios mío… —susurró de nuevo.

—Remedios, ¿qué le pasa a usted? ¿Se conocían Isabel y Sagrario? Si sabe usted algo, cuéntemelo, por Dios se lo pido, que es la vida de una mujer joven lo que está en juego.

Y le contó entonces cómo Lucía llevaba presa desde principios de julio, las penas que el promotor fiscal podría solicitar para ella y su convicción acerca de la inocencia de la muchacha. Todo lo cual acrecentó la angustia de la anciana, cuyas carnes flacas temblaban.

—No puede ser… —musitó.

—¿Qué es lo que no puede ser, por vida del rey?

—Isabel… Isabel tuvo una hija, una niña, señor. Hará veinte o veintiún años, no más. Fue una madrugada de invierno, por diciembre, cerca de la Natividad de Jesús. El día 13 del mes, lo recuerdo con certeza, pues es difícil olvidar aquello. Yo ayudé a Isabel a parir como antes la había ayudado a ocultar su preñez. Y dio a luz sola, en su alcoba, sin más ayuda que estas manos mías. Y después, a pesar de los dolores, ella misma fue a entregar a su hija al hospitalito, porque no tenía más alternativas. Aquella hija había nacido fuera del matrimonio. Sí, sí… Es posible que conociera a Sagrario, porque ¿quién, sino esa enfermera, acogería a la expósita? ¿Y ha dicho usted que esa muchacha a quien usted defiende se llama Lucía?

—Sí, eso he dicho, Remedios. Lucía de Jesús. ¿Por qué?

—Porque el día 13 de diciembre es la festividad de Santa Lucía, señor. Por eso lo preguntaba.

—¿Y qué…?

Se interrumpió de inmediato, porque entonces entendió lo que la vieja cocinera insinuaba. Isabel Ruiz Vela había dado a luz a una niña el día 13 de diciembre de hacía veinte o veintiún años. La entregó al hospital de la Sangre, posiblemente a la enfermera Sagrario Ramírez, porque la recién parida era hija nacida del pecado. Y allí, en el hospitalito, tuvieron que darle un nombre. ¿Y qué más lógico que darle el nombre de la santa del día? Santa Lucía. Lucía de Jesús. ¡Dios bendito! ¡Santísima Virgen de la Merced! ¡Lucía podía ser hija de Isabel Ruiz Vela! A quien habían dado muerte el mismo día en que acuchillaron a Sagrario Ramírez.

—¿Quién era el padre de la hija de Isabel, Remedios?

La vieja ahora dudó. Se pasó la mano por los ojos para secarse las lágrimas.

—Don Juan Bautista —dijo al fin, meneando la cabeza como para convencerse de que hacía bien al revelar ahora aquello que había callado durante tantos años—. El padre de esa niña era don Juan Bautista Basurto, el señor de Majarromaque.

Pedro cerró los ojos a su vez, tembló de pura sorpresa, sintió que los sesos le hervían y, al fin, cuando pudo sosegarse, en su mente comenzó a representarse la verdad que se le había ocultado. Lucía era hija de Isabel Ruiz y de un caballero veinticuatro, Dios bendito. Había sido entregada al hospital de la Sangre nada más nacer, como hija ilegítima que era. Y había sido criada y cuidada por Sagrario Ramírez, que había actuado como su auténtica madre. En un momento determinado, Sagrario tuvo que saber la verdad del origen de Lucía, y de ahí esas referencias a Isabel y al señor de Majarromaque durante el delirio de su enfermedad y durante su última agonía. Y ambas habían sido asesinadas el mismo día y, muy posiblemente, por la misma mano: uno de los gemelos Basurto y Luna. Y el porqué se le antojaba ahora más cercano, más aprehensible: el dinero, la herencia del señor, la codicia, que ciega el alma.

—Remedios, si no me equivoco, el señor murió sin hijos, pues su único vástago murió años antes de varicela. ¿Supo don Juan Bautista antes de morir que tenía una hija de Isabel?

—No lo sé, señor —dijo Remedios, que aparentaba sentir ahora una gran tristeza, como si el recordar aquel tiempo y aquellos hechos y el haber sabido del asesinato de Isabel hubieran acabado con todas sus fuerzas—. Isabel y yo, una vez que entregó a su hija al hospitalito, jamás volvimos a hablar de aquello. Era demasiado doloroso.

—¿La relación entre don Juan Bautista e Isabel fue prolongada en el tiempo? ¿O todo fue cosa de una sola noche?

—Bueno, tampoco lo sé… Pero posiblemente sí, posiblemente no fuera una noche, sino muchas. Cuando Isabel tuvo a su hija, doña Jerónima, la esposa del señor, aún vivía, aunque enferma y aquejada siempre de achaques y desarreglos. Por eso, que la niña se quedara en la casa con su madre era algo impensable. Pero después, cuando doña Jerónima murió, creo que sí… que había noches en que Isabel y don Juan se veían. Recuerdo aquellos brillos de los ojos de Isabelita por las mañanas, los pasos furtivos de noche por los corredores, las miradas entre ambos, que lo decían todo. Ay, Dios, si no hubiese habido tanta diferencia entre ellos, quién sabe lo que podría haber pasado… Pero, claro criada ella y todo un señor noble él… ¿Qué se podía esperar?

—¿Alguien más en la casa supo lo del nacimiento de la niña?

—Bueno… Milagros y Rosarito eran muy jóvenes e inexpertas entonces y seguramente no se dieron cuenta de nada. Una de las planchadoras, la vieja Dionisia, sí se dio cuenta y me lo hizo saber, pero aceptó callar, como yo. Dionisia hace ya mucho que murió… Y después está Marino. Marino Zafra, el mayordomo. Aunque es un hombre, y ya sabe usted que los hombres no suelen saber mucho de las cosas de las mujeres, creo que se dio cuenta de todo: de la preñez de Isabel, de la inminencia del parto, de los encuentros entre ella y el señor. Pero jamás dijo nada, se limitaba a fulminar a Isabelita con esa mirada adusta que gastaba. Marino veneraba al señor.

—Hablé con él no ha mucho y negó saber nada.

—Marino jamás diría una palabra que pudiera ensombrecer la memoria de su amo.

—¿Conoció usted el testamento de don Juan Bautista, Remedios?

—Claro que no. Sólo sé que me dejó una manda de cinco mil maravedíes, como antes le he dicho. Pero nada más sé de sus últimas voluntades. Yo sólo era la cocinera de la casa, señor.

—¿Le habló alguna vez Isabel de Sagrario Ramírez?

—No, nunca, ya le he dicho que de aquello que pasó nunca volvimos a hablar. Hay cosas que es mejor dejarlas en el silencio, que es la antesala del olvido. Aunque, claro, Isabel jamás se olvidó de su hija. Y cada domingo se apostaba en la esquina de la calle Juan de Torres para verla durante la procesión de las huérfanas del hospitalito. Allí la vi más de una vez, y no se puede usted figurar la pena que me daba. ¡Criaturita! Lo que tuvo que sufrir…

—¿Qué me puede usted decir de los hermanos Basurto y Luna?

Remedios se levantó de la madera donde había estado sentada durante toda la conversación. Hizo un gesto de dolor, como si la postura incómoda le hubiera acrecentado la debilidad de sus huesos.

—Mala gente, señor —dijo—. Mala gente los señoritos Basurto, se lo digo de corazón, y que Dios me perdone. Como de igual forma le digo que tenga usted cuidado con ellos, abogado. Mala gente, de verdad.

* * *

—¿Que Lucía es hija del señor de Majarromaque? ¡Pero ¿qué estás diciendo, Pedro, por Dios?! ¿Estás seguro?

La voz de Adela Navas destilaba incredulidad y nerviosismo, y se había puesto en pie de un salto tras oír la revelación que le había hecho su marido.

—No tengo ninguna duda —insistió Pedro. Y le explicó todas las conjeturas a las que había llegado tras la conversación con la cocinera.

—Pero, Pedro, aunque así fuera, ¿por qué dar muerte a Isabel? ¿Por qué envenenarla?

—Por la misma razón que mataron a Sagrario: porque no querían que se supiera que Lucía era hija de don Juan Bautista, está claro.

—Pero, aunque se supiera, Pedro, eso no habría cambiado nada. Los herederos del señor de Majarromaque eran sus sobrinos. Son ellos quienes han heredado el dinero, las tierras y los títulos. Lucía no era más que la hija ilegítima de don Juan. Carecía de derechos hereditarios, ¿no?

—A no ser que hubiera sido designada en el testamento, Adela. Ahí es donde está el quid de todo: ¡en el maldito testamento de don Juan Bautista! ¡Con el que, voto a bríos, no hay forma de dar!

—¿No hay manera de obligar al escribano a que lo exhiba?

—Puedo pedirlo como prueba en el juicio, pero hasta entonces no lo voy a conocer. Y no sé si será demasiado tarde para salvar a Lucía.

Adela Navas pensó unos instantes mientras su marido le explicaba los trámites legales que habría que emprender para obligar al escribano don César Márquez de Santillana a exhibir el testamento del señor de Majarromaque.

—¿Y los testigos? —preguntó.

—¿Qué testigos, Adela?

—Bueno, una vez oí que mi padre se proponía otorgar testamento y creí entender que le era preciso disponer de dos testigos testamentarios que, aparte del escribano, dieran fe de la legalidad de todo lo que se hacía. Tal vez, si pudieras hablar con quienes fueron testigos del testamento de don Juan Bautista…

Pedro de Alemán se puso en pie de un salto, como si le hubieran prendido fuego en las calzas. Dio un beso en los labios a su mujer, que lo contempló atónita mientras corría hacia la puerta de la casa.

—Pero, Pedro, ¿adónde vas?

—¡A ver a Marino Zafra, claro está! El mayordomo tiene que saber quiénes intervinieron como testigos en el codicilo de don Juan Bautista. ¡Te quiero, mujer! ¿Cómo diantres no se me había ocurrido antes? ¡Qué lista eres, Adelita!

* * *

—Júreme usted por su honor que no dirá a nadie una palabra si se lo cuento.

Marino Zafra se hallaba en el mismo rincón y en la misma mesa de la aguardentería de la calle Oliva, con la misma astrosa casaca e idéntico ademán. Como si el tiempo no se hubiese detenido desde el viernes pasado, cuando lo viera allí por vez primera. Pero en esta ocasión todo había sido bien diferente. Pedro, que había llegado solo y acalorado por la caminata, abordó al mayordomo sin preámbulos, sin conciliaciones y sin invitación a mostos. Le espetó sin pausa lo que sabía, lo que la cocinera Remedios le había contado y lo que él mismo había podido hilvanar tras el relato de la anciana: que Lucía era hija de Isabel Ruiz y del señor de Majarromaque, a quien su criada calentaba la cama por las noches.

—No le voy a dar juramento de lo que sé que no voy a cumplir, Marino. Además, lo que quería saber ya lo sé, y usted no tendrá más remedio que confirmarlo cuando le llame a declarar ante el juez de lo criminal. Y ahí tendrá que decirme lo que sabe, si no quiere cometer perjurio y verse sometido a proceso.

—No le voy a consentir, abogado, que manche usted la memoria de don Juan Bautista.

Pedro contempló al maestresala, demacrado, con la mirada oscura e intentando componer un gesto de autoridad que daba más lástima que risa. Y se compadeció de él y se admiró por su lealtad hacia su difunto señor.

—Mire usted, Marino. Es usted un buen hombre y su fidelidad hacia don Juan Bautista le honra. A ambos, porque no hay criado bueno si no hay buen señor. Pero lo que está en juego es mucho más que el buen nombre de su difunto amo. Lo que está en juego es la vida de una muchacha inocente, como ya le expliqué la primera vez que nos vimos. Así que no me voy a andar con contemplaciones.

—Don Juan Bautista jamás hizo daño a Isabel —adujo el mayordomo, cohibido ante la contundencia de las palabras del abogado—. Todo lo contrario…

—No lo dudo. Como no dudo que si don Juan Bautista viviese, querría que usted ayudase a Lucía. Que, al fin y al cabo, es su hija, su única hija viva.

Marino Zafra pareció reaccionar ante esas palabras de Pedro. Era cierto, pensó. Aunque nacida de la pasión y no del matrimonio, esa joven era posiblemente hija de su señor. Y sabía que su señor protegía siempre a los suyos.

—¿Qué quiere usted saber?

—¿Quiénes fueron los testigos testamentarios de don Juan Bautista?

—¿Me jura usted que intentará hacer el menor daño posible a la memoria de mi señor cuando todo esto salga a la luz?

—Se lo juro.

—¿Por su honor?

—Y por mi vida.

—Don Marcelino Carranza, administrador de las tierras de don Juan Bautista Basurto y ya fallecido, pues murió antes que él, y el veinticuatro don Juan Vargas-Machuca Basurto, primo lejano de mi señor.

—Ahora sí le invito a una jarra de vino.

—Falta me hace, por Dios. Y no olvide la promesa que me ha hecho.

—Téngalo usted por seguro —aseveró Pedro, levantándose de la mesa—. ¡Mozo! Sirve a este caballero el mejor vino que tengas, que el precio de la verdad jamás es caro.