XIV
LA MUERTE POR VARICELA DEL SEÑORITO JUAN ANDRÉS
Jerez, marzo de 1745
En cuanto Isabel Ruiz Vela oyó, a través de los grandes ventanales que daban a la calle de la Orden, sonar las campanillas de los monaguillos que anunciaban la llegada del viático, supo que todo se aproximaba a su fin.
Lo primero que pensó al oír ese repique mortuorio fue que no era tiempo para la muerte de un chiquillo, con lo hermoso que estaba Jerez en ese mes de marzo, los naranjos cuajados de azahares, la ciudad llena de buenos olores después de las lluvias de primavera, las iglesias rebosantes del incienso que anunciaba la Cuaresma y la Semana Santa, el cielo azul como un tafetán inmenso. Y tuvo que contener las lágrimas al meditar en ese pensamiento, que se le antojó irrespetuoso, falto de compasión, impío. O tal vez solamente inoportuno. Porque la verdad era que nunca era tiempo para la muerte de un niño.
Se hallaba en el pasillo de la primera planta de la casa palaciega del señor de Majarromaque, frente a la puerta de la alcoba del señorito Juan Andrés. Junto a ella, la vieja Remedios rezaba el rosario en voz baja. Milagros, Rosarito y las otras sirvientas de la casa lloraban como magdalenas estrujando en sus manos encallecidas pañuelos empapados por las lágrimas. El mayordomo, Marino Zafra, paseaba arriba y abajo, como enjaulado, con sus manos enfundadas en guantes blancos cruzadas a la espalda. En la penumbra de ese pasillo, corridas las cortinas de terciopelo de los ventanales, el aire cálido y perfumado que se colaba por sus resquicios era un contrapunto a las emanaciones que escapaban a través de las rendijas de la puerta de la alcoba del muchacho. Serpenteando por medio de esos intersticios emergían los vapores de las cataplasmas, el hedor de los ungüentos, los efluvios de las bizmas, el tufo agrio de las pócimas, todos inútiles ante la enfermedad que consumía al hijo del señor.
Las puertas del cuarto se abrieron y por ella asomó la cabeza monda de don Ramiro Morión, el médico que desde hacía años atendía a los enfermos de esa casa. Llevaba en la mano una lanceta ensangrentada y en la cara un rictus de fatalidad que hablaba de lo vano de sus remedios.
—Más agua —exigió—. Hervida. Y enseguida.
El mayordomo vio que Milagros y Rosarito seguían llorando esmorecidas y que la vieja Remedios continuaba perdida en jaculatorias.
—Tú, Isabel, ¿a qué esperas? ¿No has oído a don Ramiro?
—Claro —dijo Isabel—, ya voy, ya voy.
Antes de girar a la derecha del pasillo para buscar las escaleras, miró a través de las puertas abiertas de la alcoba y pudo ver, de pie al lado de la cama donde yacía el moribundo, a don Manuel Antonio Basurto y Espinosa de los Monteros, hermano de su señor, y a su esposa doña Mencía Luna, que conversaban en voz baja, afligidos y resignados. Junto a ellos, sus hijos, Manuel Antonio y Juan Fadrique Basurto y Luna, gemelos idénticos, que paseaba la mirada distraído por los valiosos cuadros que adornaban la estancia el primero y que miraba muy fijamente al agonizante el segundo. Ambos, remilgados como eran, se cubrían boca y nariz con pañuelos perfumados para evitar los humores y el contagio. Y sentado en la cama de su hijo, asiéndole la mano como queriendo insuflarle parte de su vitalidad y su ánimo, su señor, don Juan Bautista, descabellado y despeinado, abierto el cuello de la camisa, que se mostraba sudada, blanquecino el rostro, húmedos los ojos, pugnando con el llanto, susurrando a su hijo inconsciente y febril palabras que la criada no pudo distinguir.
—Pero ¿qué haces, niña? —la amonestó el mayordomo—. ¡El agua para el médico! Date prisa, por Dios.
La puerta de la alcoba se cerró e Isabel bajó las escaleras hasta las cocinas de la casa. Se arrodilló y persignó al cruzarse con el viático, hierático el párroco de Santiago, admirados los monaguillos ante los lujos de la casa, apestando a vino el sacristán. Ya en las cocinas, mientras el agua hervía, se dijo que el señorito Juan Andrés había sido —pensaba ya en pasado, como si el niño ya hubiese muerto— un muchacho realmente desgraciado. Y que también había hecho desgraciado a su padre, cuando los niños vienen al mundo para repartir dichas y no para prodigar tribulaciones. Y pensó entonces en Lucía, en su hija, a la que seguía viendo desde lejos cada domingo, durante la procesión de las huérfanas, feliz. Qué rara era la vida. A quien lo tenía todo, Dios le quitaba la salud. Y a quien no tenía nada, lo colmaba de bendiciones. Porque la alegría del alma, pensó, era la mayor de las bendiciones.
Juan Andrés Basurto y Auñón había sido un niño frágil y enfermizo desde que había nacido. Antes de cumplir los dos años había padecido unas terribles escarlatinas que a punto estuvieron de acabar con su vida. A las escarlatinas, que dejaron sus secuelas en el débil cuerpecito del niño, le siguieron las indigestiones periódicas, las lombrices, garrotillos, anginas y males de la garganta, que le llegaban cada dos por tres y que a duras penas sanaban con raíces de angélica; y raro era el mes en que no sufría de grandes calenturas, para cuya cura sólo le valían la paciencia y las bizmas heladas. A principios de marzo, en el cuerpo del señorito Juan Andrés comenzaron a brotar erupciones que pronto se convirtieron en vesículas que se abrían y dejaban escapar un líquido purulento. Se cerraron puertas y ventanas y no se permitió a nadie ni entrar ni salir de la casa ante el temor de que fueran viruelas. Pero don Ramiro Morión, en cuanto examinó al niño, dijo que no, que no eran viruelas, sino la varicela. Aunque el médico pronosticó que la enfermedad no tenía por qué ser mortal, no hubo forma de atajarla. Y el niño se fue apagando como el cabo de una vela.
Ya sólo se esperaba la muerte del pequeño Juan Andrés.
Isabel Ruiz Vela regresó a la primera planta con un cacharro con agua hirviendo. Y cuando entraba en el pasillo oyó el gemido de doña Mencía Luna, un clamor de llantos de las sirvientas y sintió como si la escasa luz que entraba a través de los cortinajes corridos declinase, menguase, a pesar de que era mediodía y afuera el sol iluminaba Jerez como una bola de fuego. Corrió hacia la puerta de la alcoba, cuidando de no derramar el agua. Oyó, amortiguada, la voz del cura:
—Per istam sanctam unctionem et suam piissimam misericordiam, indulgeat tibi Dominus…
Se quedó parada, ante la puerta cerrada, sosteniendo en sus manos la tina con agua hirviente.
Juan Andrés Basurto y Auñón, hijo de don Juan Bautista Basurto y Espinosa de los Monteros, señor de Majarromaque, había muerto. Contaba tan sólo ocho años de edad. Dejaba a su padre, viudo y sin más descendencia legítima, sumido en el charco negro del desconsuelo.
* * *
No supo por qué lo hizo, ni siquiera lo pensó antes de hacerlo, fue como si se lo pidiera el alma.
Y lo hizo.
En cuanto Sagrario Ramírez oyó las campanas de Santiago y las de la Merced y las del Calvario tocando a difuntos —con el repique de «mortichuelos», el de la campana pequeña de cada campanil, que se tañía cuando el fallecido era un niño— en la mañana de aquel viernes 26 de marzo, último del mes, del año del Señor de 1745, fue en busca de Lucía, que en esos instantes se afanaba en clase de hilado. Le hizo señas, procurando no llamar la atención de los demás huérfanos, y aguardó a que la niña, extrañada, se acercase. La tomó de la mano sin decirle nada y salió en su compaña en busca del cortejo funerario. Sabía, como todos los vecinos y vecinas de la collación, como todo Jerez, por quién doblaban las campanas.
—Pero ¿adónde vamos? —preguntó Lucía, que en ese año, en diciembre, cumpliría los diez—. ¡Que Benita me va a reñir si no me ve con la rueca!
—Ha muerto un niño, Lucía. Y vamos a rezar por él y a acompañarlo en su entierro.
—¿Lo conocíamos? ¿Era un niño del hospital? ¡Pero si esta mañana he visto a todos y no falta nadie!
—No, no era un huerfanito, Lucía —explicó la enfermera—. Todo lo contrario. Era el hijo de un señor muy poderoso. Pero hasta los niños de los poderosos son llamados por el Señor cuando les llega su hora, hija mía.
Lucía se dijo para sí que Sagrario hablaba con palabras que le querían decir algo, pero no preguntó más. Se agarró a la mano de la comadrona, acomodó su paso al de ella, que era tardo y premioso por los dolores de sus piernas varicosas, y ambas salieron a la calle de la Sangre.
Se toparon con el entierro de Juan Andrés Basurto y Auñón en la calle Enramadilla. Los guiones y estandartes de las cofradías a las que el niño difunto, como su padre, había pertenecido —la de la Piedad, la del Santo Entierro, la del Desconsuelo, la de la Vera-Cruz…— encabezaban el duelo, contrastando los colores de sus terciopelos negros, rojos y verdes, todos ellos bordados con oro, con los ropajes oscuros de los familiares del extinto. Y tras ellos, curas, familia, amigos, veinticuatros y limosneros.
Sagrario Ramírez y Lucía de Jesús vieron acercarse el cortejo fúnebre y se arrodillaron, se persignaron y rezaron en voz baja los responsos que los curas cantaban. Permanecieron de rodillas hasta que el duelo las sobrepasó. Y vieron cómo se alejaba buscando la iglesia de Santiago, en donde el niño sería enterrado bajo el suelo de la capilla que desde hacía años mantenía allí su familia. Junto a su madre, también sepultada en la cripta de los Basurto. Se levantaron, Sagrario con mucho esfuerzo, se limpiaron las rodillas y volvieron a tomarse de la mano.
—Sagrario, ¿por qué me ha traído usted? —preguntó entonces Lucía—. ¿De quién era este sepelio? ¿Y por qué hemos venido? ¿Y por qué no han asistido los demás huérfanos?
Sagrario sabía que tenía que callar. Sabía que no podía decir a Lucía que quien iba en el féretro envuelto en sudario franciscano era de su sangre, que ambos eran hijos del mismo señor, que era su medio hermano. Porque se lo había prometido a Isabel Ruiz Vela y porque no sabía las consecuencias de esas revelaciones para el espíritu de la niña, que aún se estaba forjando, que a sus diez años todavía se estaba amasando como el pan en las manos del tahonero.
—Era el entierro de un niño al que le habría gustado conocerte —se limitó a decir.
Lucía de Jesús miró muy seria a la anciana, que tenía la mirada perdida en el cortejo del que ya sólo se veía la legión de pobres y tullidos que respondía devota e impetuosamente a los rezos de los curas.
—¿Y eso por qué? —preguntó, insegura.
—¿Y a quién no le gustaría conocerte, con lo guapa que eres? Vamos para dentro, niña, que ya Benita se estará preguntando que dónde estamos.
Y expósita y comadrona desanduvieron sus pasos y llegaron al hospital de la Sangre.
—Pues esta noche rezaré por ese niño —dijo Lucía—, para que Dios lo tenga consigo. Porque todos los niños van al cielo, ¿verdad?
—Claro que sí, Lucía —respondió Sagrario, apretando la mano de la niña—. Sólo no van al cielo quienes mueren en pecado. ¿Y tú crees que un niño puede pecar, hija?
—Bueno —contestó Lucía, muy seria—. Josefina sí, porque esa niña no para de meterse con Amparito, la que llegó la semana pasada. ¡Y si viera usted cómo la hace llorar!
* * *
Habían transcurrido casi dos semanas desde la muerte del señorito Juan Andrés. La casa de la calle de la Orden aún permanecía en silencio, con todos sus cortinajes corridos, de día y de noche, como si la luz de la primavera y el sol del abril jerezano o los faroles que iluminaban los umbrales de madrugada pudieran perturbar el luto de sus moradores.
Don Juan Bautista Basurto, durante los primeros días, parecía un alma en pena. Se resistía a que su sufrimiento trasluciera, quería mantener a toda costa la compostura, masticaba su agonía y se la tragaba como si fuese agua. Pero Isabel, que lo conocía bien, se daba cuenta del dolor profundo que lo conturbaba. No salía de la casa, vagaba por ella como buscando la presencia de su hijo, se encerraba en la alcoba del muchacho y lo poco que hablaba lo hablaba para sí, quedamente, en murmurios.
En la hora de la cena de ese día de mediados de abril de 1745, don Juan Bautista comía solo en el salón de la casa. La servilleta blanca bordada, que había sujetado del cuello abierto de su camisa, hacía juego con su tez, empalidecida. No sólo de la pena, sino porque no le había dado el sol en el último mes.
Era Isabel quien servía a la mesa ese día. Con su delantal blanco y las manos cruzadas por delante, aguardaba junto al aparador, a una prudente distancia de su señor, a que éste acabara el primer plato, una sopa de pescado que ya debía de estar fría del tiempo que hacía que la había presentado. El señor de la casa removía los trozos de pescado en la salsa con la cuchara, pero apenas cataba la sopa. Con la otra mano desmenuzaba distraídamente el cabero de un cundi de pan blanco. Se lo veía perdido en sus tribulaciones. La copa de vino, sobre la mesa, estaba sin tocar. En un momento dado, don Juan Bautista pareció emerger de su ensimismamiento, se enderezó y alejó de sí el plato. Tomó la copa de vino y la apuró de un solo trago.
—¿Ha terminado el señor? —preguntó Isabel, acercándose.
—Sí —confirmó don Juan, rellenando la copa y apurándola de nuevo—. Te puedes llevar esto.
—¿No le gustó? —preguntó la criada, tomando el plato de sopa a medio comer.
El señor de Majarromaque no contestó ni Isabel esperaba que lo hiciese. Era un rito entre dueño y criada. Pues ambos, salvo en algunas noches, eran sólo eso: dueño y criada. La doncella depositó el plato en el aparador y sirvió el segundo, una pata de cordero con especias.
—Que le aproveche al señor —deseó Isabel, retirándose al fondo del salón.
Don Juan Bautista observó la carne con desgana, asió el cuchillo, hizo ademán de trinchar el cordero, pero pareció arrepentirse. Dejó el cubierto, empujó el plato y bebió de nuevo. Isabel vio cómo el señor de Majarromaque apoyaba los codos sobre la mesa y enterraba el rostro entre las palmas de sus manos. Se dio la vuelta, sin saber qué hacer, fingiendo preparar las frutas que había en una fuente en el aparador. Y entonces lo oyó.
Fue un sollozo suave, ahogado, a duras penas contenido, pero sonó como un arcabuzazo en el silencio de esa habitación. Isabel se quedó primero como paralizada. Después se acercó a su señor. No sabía cómo su gesto iba a ser recibido, pero se acercó. Y no dudó ni un momento. Puso ambas manos sobre el pelo de ese hombre que se derrumbaba ante ella y, de pie ante él, llevó su cabeza a su regazo. Y así estuvo, acariciando su cabello, susurrándole palabras de consuelo, mientras él se desahogaba, se abandonaba al llanto, dejaba que escapase de su pecho toda la angustia que lo corroía. Cuando sintió que las lágrimas cesaban, le separó la cabeza de su regazo, sintió cómo sus manos se empapaban del llanto de él y ambos quedaron mirándose.
Isabel sintió que la ternura la llenaba, que un sentimiento rayano en el amor la colmaba, y deseó poder besar sus labios, acariciar su rostro, decirle que allí estaba ella. Pero no estaba en sus manos hacerlo, pues él era su señor y sólo él podía decidir el cuándo y el cómo. Y él bajó la mirada, recompuso el gesto, se apartó de ella e intentó sobreponerse.
La magia del momento se extinguió como la llama de un cirio en la borrasca. Isabel se dio cuenta, se alejó de don Juan Bautista y se acercó al aparador, dispuesta a continuar con su quehacer. Sacar brillo a las manzanas del postre, llevar a la mesa la frasca con el vino dulce elaborado con las uvas de Peter Siemens.
—¿Qué hiciste con tu… con tu embarazo? —preguntó entonces, de pronto, sin ni siquiera saber por qué, el señor de Majarromaque.
Isabel pensó que un rayo la había alcanzado. Dejó caer al suelo la manzana que frotaba y ni siquiera reparó en agacharse y cogerla. Permaneció de espaldas a su señor.
—Hace… hace mucho tiempo de eso, don Juan —acertó a decir, después de una pausa que se le antojó agónica.
—¿Cuánto? ¿Siete, ocho años?
—Diez, señor. Pero no deberíamos hablar de eso.
—¿Qué hiciste? —insistió el señor de Majarromaque—. ¿Qué hiciste con tu hijo?
Isabel recordó que, cuando todo había pasado, él se había referido a su hijo, al hijo de ambos, como «eso». Ahora, al menos, había pronunciado ese nombre tan hermoso: hijo.
—¿Desea el señor vino dulce? —preguntó la criada, asiendo la frasca de vino y dándose la vuelta para enfrentar a su amo. No quería mantener esa conversación. Nada bueno podría salir de ella. Pensaba en Lucía, en su felicidad en el hospicio de la que Sagrario Ramírez le había hablado. Se dijo que las cosas estaban bien como estaban.
—Respóndeme.
—Nadie debería saberlo.
—Saber… ¿el qué?
—Lo que pasó, lo que pasó entonces.
—Así pues, ¿lo tuviste?
Ella no supo qué responder. En un solo instante se le pasaron por la cabeza cientos de pensamientos, como un torbellino: su conversación con Sagrario Ramírez allá en el Arenalejo, la felicidad que parecía irradiar Lucía cuando la veía en el cortejo de las huérfanas cada domingo, la soledad de ese hombre que ahora la interrogaba con palabras que tal vez jamás debería haber pronunciado, con preguntas que quizá nunca debería haber hecho.
Y no supo qué responder.
Al fin, negó. Sólo con la cabeza.
Y miró a su señor. Y éste debió de ver algo extraño en su mirada, un brillo de dudas, una vacilación imperceptible.
El caso es que ella supo que no le creyó.