CAPÍTULO XXXV
Repuesto don Carlos Monreal en su prebenda catedralicia, se ocupó de aposentarse en su antigua casa, que encontró desocupada y por alquilar. Lo hizo él para contento de su propietario, que estimaba ensalzamiento el tener por inquilino a un canónigo de la Santa Iglesia. Estuvo dudando, no obstante, en dar aquel paso, pues la casa le traía recuerdos que no eran demasiado agradables; al fin pesó más la buena hechura de la vivienda, su buena situación y la fuerza de la costumbre, que en estos casos no es, precisamente, la más débil. Estuvo considerando también, don Carlos, volver a hacerse con los servicios de Ama Remedios; sabía de ella que fue a Mérida con unos parientes cuando él partió para Madrid, pero nada más desde entonces. Al fin desistió, pues desconocía las circunstancias de la mujer y no quería ponerla en un compromiso. No le costaría encontrar a otra que se hiciera cargo del cuidado de la casa y de su persona, pues la paga era buena y las influencias mejores, tratándose de clérigo y canónigo. Mientras la encontraba don Carlos se dispuso a hacer de ama, criada, cocinera y lo que hubiera menester, de modo que los golpes en la puerta lo sorprendieron quitando el polvo a sus libros y colocándolos en los pocos estantes de la casa. Dejó el trapo y se encaminó a abrir al tiempo extrañado y contrariado pues no esperaba a nadie y menos en aquellos momentos en que estaba tan desprevenido. Cuando vio quién era, empero, se quedó parado, a un tiempo sorprendido e intrigado. Su visitante tampoco dijo palabra, pero lo contemplaba con una sonrisa que más tenía de irónica que de cordial, o así se lo pareció al canónigo.
- ¡Caramba, don Fernando, que sorpresa!
- Me da, don Carlos, que no le parece demasiado agradable... ¿O me equivoco?
- Pero qué dice usted, hombre de Dios. Por supuesto que me agrada su visita. Debo confesarle que hubiera preferido a alguien más apuesto y con mejor figura, pero..., que se le va a hacer- esgrimió una sonrisa el canónigo y franqueó el paso al párroco con un suspiro disimulado.
Lo condujo a una pequeña sala que ya tenía acondicionada y lo hizo sentarse con hospitalidad.
- Perdone que no le ofrezca algún refrigerio, don Fernando, pero acabo de mudarme y poca cosa tengo para ofrecer.
- No se preocupe don Carlos. Me hago cargo...
- Pero, dígame, ¿ejerce otra vez en Badajoz?
- No, no... ¡Que más quisiera! Sigo en Aljucén, donde me enviaron mi mala cabeza y peor suerte. A usted, sin embargo, se le va enderezando lo torcido.
- Bueno, amigo mío, no voy a negarlo. Pero tenga usted confianza y verá cómo lo suyo también se remedia. Sin duda usted quiere que yo interceda ante...
- No, no, don Carlos, no es esa mi pretensión. No estoy mal allí, siempre que pueda desahogarme de vez en cuando, en Mérida, que está cerca del pueblo o aquí, cuando hay oportunidad.
- ¿A eso ha venido entonces?
- Pues sí, a qué engañarlo. Me han asignado no ha mucho a un coadjutor, un cura joven que acaba de salir del seminario. Yo creo que lo han mandado allí para espabilarlo un poco, que falta le hace; y, tengo para mí, que también para vigilarme, pues no debo ser sujeto de fiar para el obispado – hizo una pausa y esgrimió una pícara sonrisa que no tuvo más remedio que ser correspondida por don Carlos- El caso es que, aparte de joven, el curita es muy devoto y está deseando oficiar y ejercer todas la labores que corresponden a un párroco. Yo, lo confieso, procuro darle la oportunidad de ejercitarse y aprovecho para pasar unos días aquí, dedicándome a mis verdaderas aficiones.
- Pero, don Fernando, usted es sacerdote y su ministerio...
- Don Carlos..., déjese de vainas. En mí lo de sacerdote no es sino oficio, que pudiera haber sido otro si no es por mi padre, que me
mandó al seminario por quitarse una boca de las siete que tenía que llenar... Y en usted lo supongo igual...
- En mí, don Fernando, se dieron otras circunstancias... El resultado no se lo voy a desvelar. Como canónigo de nuestra catedral tenga usted por seguro que mi devoción es sincera y me entrego a nuestra Santa Madre Iglesia en cuerpo y alma, de manera que...
- Bueno, bueno, don Carlos, déjese de latines conmigo, que está duro el forraje para hacer pita. Diga usted lo que quiera y deje a los demás con sus cosas.
- No se enfade, señor párroco... Ahora que no me oyen le diré que entre usted y yo no hay tanta diferencia, salvo en guardar las apariencias, por conveniencia y decoro.
- En eso lo secundo, don Carlos. Pero no crea que yo me doy al esparcimiento con desfachatez...; usted sabe que procuro recatarme y no hago ostentación de nada inapropiado. Por cierto, que gracias a eso puedo estar aquí con el asunto que le traigo.
Quedaron los dos callados unos instantes. Don Carlos mirando no sin cierto recelo a don Fernando, éste procurando indagar en el otro el efecto de sus palabras. Al fin habló el canónigo con el tino que le daba su profesión y su inteligencia.
- Me desilusiona usted, querido amigo. Creí que su visita era cortesía y nada más...
- Lo es, por supuesto, don Carlos. No lo dude... Pero por cortés también será útil, pues vengo a referirle algo que a usted interesará, sin duda.
- Me intriga, don Fernando... ¿A qué se refiere?- se inclinó hacia adelante, casi de forma imperceptible, el canónigo y lo mismo hizo el párroco, como si acercándose guardaran mejor la discreción que era necesaria.
- Pues ya sabe usted que una de mis aficiones más queridas es la de frecuentar tabernas y establecimientos semejantes- asintió don Carlos sin poder ocultar su curiosidad creciente- Pues el otro día me hallaba en una, de no muy buena fama he de decir, cercana a la Plaza Alta, cuando apareció por allí cierta persona que no hubiera esperado, ni yo, ni ninguno de los presentes...
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Terminó don Fernando su relato y dejó sumido a don Carlos en la perplejidad y la preocupación. Despidió al párroco encareciéndole la mayor reserva y agradeciendo su información. Cerró la puerta con la mirada perdida y la mente envuelta en un torbellino de ideas y un mar de dudas. ¿Estaría Isabel en peligro? ¿Qué pretendía el obispo?¿Se trataba de él? Quizás don Fernando se hubiera confundido...; pero entonces, quién hablaba del matrimonio Sanz. De las palabras escuchadas por el párroco no cabía otra conclusión: alguien pretendía tomar medidas contra Isabel y no eran, desde luego, buenas. ¿Pero se referían a ella? Para cuando don Carlos llegó otra vez a la sala y se dejó caer en la silla, su mente había abandonado toda duda. No podía engañarse con don Mateo; no era hombre que pudiera esperar un desliz de Isabel y su marido para resarcirse de la ofensa que le habían infligido. Sin duda actuaría en cuanto tuviera oportunidad y ésta se le había presentado con la presencia del matrimonio en la ciudad. Don Mateo no esperaría deslices ni errores; buscaría su venganza por el camino que pudiera y si éste no era recto, sería torcido. Lo demás fue tomar una decisión... No iba a dejar que don Mateo se saliera con la suya, así le costase su prebenda o su destierro. No si alguien pretendía hacer daño a Isabel. Pero ¿qué hacer? ¿Cómo ponerla sobre aviso? Recordaba vivamente don Carlos la discusión que tuviera con Isabel poco antes de partir para Madrid, cómo la mujer lo había acusado de traidor y de qué manera su dignidad, o quizás su soberbia, le habían contestado con evidente acritud. ¿Lo habría perdonado Isabel? Su encuentro en Madrid quizás fuera buen presagio en ese sentido, pero el canónigo no quería engañarse. En aquella ocasión Isabel se encontraba con su madre y él siempre tuvo la impresión de que ella no quiso tener una actitud hostil por deferencia hacia su progenitora. Sin duda no había querido someterla al triste espectáculo de reprocharle su comportamiento en plena calle, siendo además un sacerdote. Por eso no se hacía ilusiones con Isabel; lo más probable es que ni siquiera quisiera recibirlo y su empeño fuera en vano. Pero estaba en juego la vida de aquella mujer que, no tenía más remedio que reconocerlo, era la fuente de sus desvelos. ¡Debería escucharlo! Mal que le pesase no tendría más remedio que recibirlo y oír lo que tenía que decirle... Había demasiado en juego.