CAPÍTULO XXIX

 

No tuvo que moverse Isabel, si bien permaneció sin salir de casa de don Marcelino, por prudencia y también miedo. No lo hubiera tenido si hubiese conocido la actitud de don Carlos Monreal, temeroso de haber provocado un cataclismo con su actitud y en nada dispuesto a denunciar a Isabel o hacer lo más mínimo que pudiera delatarla. Pero ignorante de ello, Isabel permaneció encerrada en casa del militar, por más que este volvía cada jornada con más ánimos y confianza. El pronunciamiento recibía cada vez más adhesiones, la insurrección se generalizaba, las guarniciones de la capital mostraban su simpatía por los insurrectos... Pero Isabel no lograba desasirse del miedo que el encuentro con don Carlos Monreal le habían provocado. Se imaginaba ya denunciada, en manos de la justicia y, acto seguido, separada para siempre de su marido y su hijo. Su mente dominada por el miedo no temía la muerte, sino la pérdida de sus seres queridos que ello representaría. Doña Margarita intentaba animarla y transmitirle esperanza de una pronta resolución de todo para bien, pero Isabel se limitaba a asentir sin mostrar en su rostro y en su actitud sino la idea contraria; la certeza de que todo había acabado para ella. Sin embargo, un atisbo de esperanza se abrió para Isabel a principios de marzo; cierta mañana don Marcelino entró en su casa mas alegre que de costumbre gritando con entusiasmo: - ¡El rey acata la constitución, hemos triunfado! 

Abrazó a su mujer y, llevado de un ataque de efusividad, también a Isabel, quien por primera vez en mucho tiempo logró tranquilizarse y prorrumpió en llanto de alegría, que no tardó en contagiarse a doña Margarita. 

Los días que siguieron pusieron a prueba el temple y la salud de Isabel. Llevada de un entusiasmo sin medida y sintiéndose liberada de todo temor, desoyó las advertencias de sus protectores para que todavía guardara prudencia y obró como si fuera una mujer enteramente libre y dueña de su destino. No tardó en marchar a casa de sus padres, seguida con dificultad por doña Margarita, que no dejaba de velar por ella, para encontrarse con ellos y con su hijo. No contaremos los tiernos abrazos, los llantos de alegría, las admoniciones de su padre por su imprudencia y la satisfacción que se dibujaba en el rostro de todos. Tampoco contaremos el reencuentro de los esposos al cabo de poco tiempo. Carlos tuvo que esperar algunas semanas, pero al fin, la influencia de los conspiradores de Badajoz unida a las gestiones de don Marcelino, consiguieron su traslado a la capital, para volver a encontrarse con Isabel y lograr la felicidad de ambos. No consintió su suegro que se movieran del palacete que les servía de residencia y ellos aceptaron su hospitalidad, abandonándose a cuidados de terceros por gozar así de su dicha de forma más desembarazada. Poco a poco la situación de Isabel fue haciéndose menos truculenta. Costó no poco trabajo que la justicia archivara su causa, pero la nueva situación política permitió que su delito quedara justificado como un acto en favor de la libertad, y teniendo la protección de don Marcelino y de otros conspiradores liberales, Isabel al fin pudo sentirse segura y tranquila. Fueron tiempos de felicidad para el matrimonio y de satisfacción por ver crecer sano y seguro a su hijo; fueron tiempos de olvidar los sinsabores pasados, el miedo, la ira y el sentimiento de que todo se había perdido para siempre. Fueron días también para contemplar con gozo que aquellas ideas por las que habían arriesgado tanto triunfaban en el país Y sin embargo, el pasado no estaba dispuesto a olvidarse de ellos... 

 

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Don Carlos Monreal bajó de la diligencia a la caída de la tarde de un día caluroso y maldijo la sofocante sotana que, si bien le conferían la distinción de su estado, se avenía mal a la canícula de aquellas tierra en aquella época del año. No había esperado ningún recibimiento y por ello se sorprendió al ver aparecer a don Antonio, el secretario del obispo: 

- Espero haya tenido buen viaje, don Carlos, y así lo espera también el señor obispo. Deje que le ayude con su bagaje – no esperó respuesta de Monreal y le cogió de su mano la pequeña bolsa de tela en que transportaba la poca ropa que había traído consigo. 

- El señor obispo es muy considerado, don Antonio, y usted no menos – no percibió o no quiso hacerlo el aludido el tono de ironía que traslucían las palabras del antiguo canónigo. 

- No es cortesía, sino obligación de hospitalidad, don Carlos. El señor obispo ha ordenado que quede alojado en el palacio, pues supone que carece de residencia en la ciudad y no es de razón que clérigos con posición se hospeden en fondas y tugurios poco recomendables. 

- ¿Con posición dice, don Antonio? No se burle de mí, que bastante molido vengo del viaje por esos caminos de Dios. 

- No me burlo, don Carlos. Usted lo sabe. Juzgue usted que en estos negocios no hago otra cosa que ver, oír y callar...; no me ha ido mal con tal filosofía y no voy ahora a cambiarla sin venir a cuento. 

- Y a fe que es buena filosofía, señor secretario. Lo que me lleva a renunciar a preguntarle por el motivo de la llamada del señor obispo, por no desesperar en el intento.

- Tenga paciencia don Carlos, que todo se andará. Ahora, cómo ve, ya estamos en el palacio. Acomódese, dese un refrigerio y mañana será otro día.

- Gracias don Antonio y Dios quiera que venga con ventura.

 

Con tal anhelo amaneció el día en el ánimo de don Carlos Monreal y no iba a tardar en comprobar si sus deseos se harían realidad. No bien se hubo aseado y desayunado, vinieron a buscarlo al cuarto que había ocupado como dormitorio y que no era sino el de algún sirviente del palacio episcopal al que hubieran desplazado para acomodarlo a él. Vio asomar a don Antonio pidiendo excusas y con gesto serio, lo que no le dio buena espina, aunque demás sabía que el secretario, en estando en aquel edificio, más parecía esfinge que hombre:

- El señor obispo lo recibirá ahora, don Carlos.

- ¿Debo temer tormenta, don Antonio? 

- No lo sé... Ni me incumbe. No me pregunte cosas que no están a mi alcance, se lo ruego. 

- Sois hombre prudente, don Antonio... El más prudente que conozco. Seguid así, que no haréis mal negocio en este oficio.

- Eso procuro, don Carlos. Y ahora obrad con la misma prudencia y dejad esta plática, que ya hemos llegado.

En la conversación habían consumido el camino que iba desde el cuarto del antiguo canónigo al despacho de don Mateo. Abrió la puerta el secretario dejando entrar a don Carlos y cruzo la antecámara para tocar en la puerta del obispo. No oyó contestación el convocado, pero el secretario abrió la puerta y le indicó que pasara al despacho del prelado. Antes de entrar tuvo tiempo de pensar que don Antonio tenía el oído muy fino o estaba bien avisado. Encontró don Carlos al obispo sentado tras su escritorio, enfrascado en sus papeles y aparentemente ajeno a quien había traspuesto la puerta. Sin levantar la mirada dijo, sin embargo:

- Siéntese, don Carlos, enseguida estoy con usted.

Dio tiempo al cura a sentarse al otro lado del mueble y tomándose aún alguno acabó por levantar la vista y fijarla en él. No encontró don Carlos la mirada adusta que esperaba y aún temía; antes al contrario, la expresión del obispo, si no afable, si parecía transmitir un punto de benevolencia. Alargó su mano mostrando el anillo episcopal, que don Carlos se apresuró a besar, y dijo:

- Y bien, don Carlos, ¿qué es de su vida en Madrid? Confío en que haya encontrado la tranquilidad que necesitaba. 

Dudó un instante don Carlos sobre la respuesta más conveniente, pero observó cómo don Mateo enarcaba una ceja en gesto irónico, y se apresuró a contestar:

- Desde luego, señor obispo. En mandarme allí y con el oficio que desempeño obró su Ilustrísima con sabiduría y acierto.

- No pretendía tal, don Carlos, sino castigarle por su imprudencia y el desapego a nuestra Santa Institución.

- Don Mateo, yo no...

- Deje, deje, don Carlos. A lo hecho, pecho. Sin embargo, lo he mandado llamar por aquel negocio, como ya habrá usted imaginado.

- Don Mateo, a fuerza de imaginar me he representado su perdón y mi vuelta a la catedral.

- Pues no imagine usted de forma tan risueña. Tiempo habrá para ambos, si usted se redime como Dios manda.

Quedó callado don Carlos, tratando de calar el significado de aquellas palabras y la intención de don Mateo, y su caletre no encontró nada halagüeño ni en unas ni en otra.

- Y cómo podría lograrlos, señor obispo, pues no deseo otra cosa que alcanzar su perdón – procuró don Carlos que sus palabras no traslucieran cierto deje de ironía, pero no estuvo seguro de conseguirlo, pues don Mateo se quedó mirándolo un instante antes de responder. 

- Pues a ello vamos, don Carlos; ese es el motivo por el que le he mandado venir. 

Calló el antiguo canónigo y continuó el prelado con tono satisfecho.

- No sé si usted sabrá que su..., ¿cómo llamarla?... Digamos, conocida, doña Isabel... Ya sabe, la asesina de curas 

Se contuvo don Carlos y ni emitió sonido ni hizo el menor gesto ante las palabras del obispo. Este sonrió irónico y continuó:

- Pues como le decía, no sé si sabrá que se halla en Madrid. Los últimos acontecimientos políticos y sus influencias entre los sublevados contra nuestro señor el rey y el santo orden, le han conferido cierta inmunidad de la que se prevale con desfachatez.

- No lo sabía, don Mateo. 

- Miente usted, don Carlos – levantó la mano atajando su protesta- pero es comprensible dada las circunstancias. No dudo que sabe que se halla en Madrid, lo que ya no sé es si la ha visto o hablado con ella, y prefiero no saberlo. Es el caso, don Carlos que, aunque a muchos les parezca mentira, las circunstancias políticas son precisamente eso, circunstancias, y no dude de que no tardarán en cambiar, si Dios no se ha olvidado de nosotros. 

Se limitó a asentir don Carlos sin decir nada, lo cual no dejó de satisfacer al prelado.

- Pues bien. Llegado el caso, sería bueno para usted y para la institución a la que servimos, que tuviera usted localizada a la mujer de la que hablamos. Se trata de establecer sobre ella una sutil vigilancia, que evite ponerla sobre aviso de nuestra presencia, pero que nos permita en todo momento saber dónde y con quién se halla. 

Don Carlos no pudo disimular una expresión asombrada ante aquellas palabras, pero don Mateo nada dijo, y se limitó a recostarse en su silla con aire de suficiencia. Al fin el antiguo canónigo se decidió a intervenir.

- Pero, señor obispo...; sin duda su Ilustrísima tendrá recursos sobrados para llevar a cabo tal labor. No comprendo por qué recurre usted a mí y... 

- Por darle oportunidad de redimir en algo su culpa, don Carlos. Y por saber si pesa más en su ánimo el amor a la Santa Madre Iglesia o a sus..., digamos, inclinaciones mundanas. 

Palideció don Carlos ante aquella palabras como un niño cogido en falta y por momentos le falló el habla. ¿Significaba que don Mateo conocía sus más íntimos desvelos? Eso era imposible, cuando ni él mismo acababa de saber cuáles eran... ¡ Pero no! Demás sabía cuáles eran sus sentimientos hacia Isabel. ¿A qué negarlos? ¿Cuál era entonces el significado de las palabras del obispo? Decidió jugar la carta de la astucia, si es que ello era posible con aquel hombre, aunque más parecía diablo. 

- Créame, don Mateo, que no sé a qué se refiere. Inclinaciones mundanas tengo, fuerza es reconocerlo, pero no sé qué tengan que ver con doña Isabel. 

- Mucha deferencia gasta en el trato que le da, don Carlos. Sin duda producto de su exquisita educación... Dejémoslo ahí, que estará bien si el fin es bueno. Obedezca usted a su obispo, aunque ahora esté lejos de él, en el espacio y los afectos, y veamos si de esta manera se acerca y vuelven las aguas a su cauce. 

- Lo procuraré en todo lo que me sea posible, señor obispo. Lo que esté en mi mano tenga por seguro que lo tendrán las suyas. 

- En ello confío, don Carlos. No vuelva a decepcionarme otra vez, pues entonces todo sería irreparable. 

 

Salió don Carlos del despacho del prelado sumido en un mar de confusión y así seguía cuando al día siguiente lo hizo del palacio episcopal que le sirviera de posada. Largo y pesado se le hizo el viaje de vuelta a la Corte, pero cuando llegó, el ánimo de don Carlos había encontrado la serenidad. Sabía lo que debía hacer y así lo haría.