CAPÍTULO XIX
Gabriela abrió la puerta de la habitación donde se encontraba su señora sin llamar, presa de una gran agitación, e incapaz de decir otra cosa que no fuera:
-¡Señora..., señora...!
Isabel se alarmó, no tanto por el balbuceo de la muchacha, pues era frecuente en ella cuando creía haber hecho algo mal y temía ser regañada, sino por no haber guardado la formalidad de llamar a la puerta y pedir permiso para entrar. Y es que, aunque Gabriela no era precisamente un camarlengo de palacio, no era menos cierto que se esforzaba en guardar las formas que eran de rigor en personas al servicio de otras, y que lo de llamar a la puerta y aguardar respuesta lo tenía entre sus hábitos más acendrados. Aquella irrupción sin previo aviso y saltando toda compostura no podía deberse sino a algo grave, pues no andaba el ánimo de Isabel dispuesto a otras suposiciones después de los últimos acontecimientos.
- ¡Cálmate, hija, y dí lo que ocurre! ¿¡Es el niño!?
Negó con la cabeza Gabriela, incapaz todavía de articular con coherencia, lo cual no contribuyó a la tranquilidad de su señora. Se acercó Isabel a ella y, tomándola por los brazos, la sacudió ligeramente, pero con firmeza.
- ¿El señor...? ¡Por lo que más quieras Gabriela, dí lo que ocurre!
- Es..., es... ¡El señor obispo, señora! ¡Ha venido el señor obispo!
Palideció Isabel y tuvo que sentarse un momento en la silla que antes ocupaba haciendo su labor. No pudo contestar nada a la muchacha, pues se diría que un nudo le atenazaba la garganta y le dificultaba incluso el respirar con libertad. Un sinfín de preguntas se agolparon en su mente. ¿A qué vendría el obispo? ¿Le comunicaría alguna determinación con respecto al cura de San Andrés? ¿Qué pretendía en su casa? Al fin consiguió dominar su ánimo lo suficiente como para sobreponerse y decir a la criada.
- Pues hazlo pasar, Gabriela... Veamos que quiere tan ilustre visitante.
Abrió la boca con asombro la muchacha al notar el tono de ligero sarcasmo de su señora, pues no esperaba tal tratándose de tan importante personaje. Sin embargo supo reaccionar con prontitud:
- Desde luego señora.
Permaneció sentada Isabel y procuró serenar su ánimo. No le convenía tener su mente obnubilada con suposiciones y conjeturas que quedarían desveladas a no tardar y que no harían sino conturbar aún más su espíritu. En efecto, desde que don Carlos Monreal y aquel otro cura, de quien no tenía conocimiento, les hubieran revelado la terrible verdad que se escondía detrás de la afección de Carlitos, el matrimonio había pasado por un torbellino de sentimientos, desde la ira a la frustración, desde los deseos de venganza a la reflexión sobre qué sería mejor para el niño. Al fin habían determinado enviarlo a Madrid, con sus abuelos, por sacarlo del centro de todo cuanto tuviera que acontecer a partir de aquellos momentos. Con no poco trabajo el matrimonio tomó las disposiciones oportunas y fue procurando serenarse en la medida en que fuera posible, y al fin pudieron conseguirlo al menos para tener la apariencia de una vida normal. Sin embargo no podían evitar que la gravedad de lo que les había sido revelado y el daño que había hecho a lo que más querían en el mundo, les abrumara hasta el punto de perder la calma y serenidad con frecuencia. Isabel solía caer en estados de embelesamiento que duraban un buen rato, y de los que al fin salía cuando rompía a llorar con desconsuelo. La consolaba su marido, o lo procuraba al menos, cuando estaba con ella en casa, para después pasearse por toda la habitación arrebatado por una sorda furia que asustaba a su mujer, que nunca le había conocido aquellas reacciones.
Así, conocedora de cuánto les había afectado aquel asunto, procuró Isabel permanecer lo más serena que le fuera posible, por no dejar que los nervios pudieran con ella en aquel momento. Cual fuera el motivo de la visita del obispo lo sabría enseguida y para ese momento quería ser dueña de su ánimo, pues no convenía mostrarse insegura y pusilánime ante personaje de tan alta posición. En estas intenciones andaba cuando oyó que, ahora sí, llamaban a la puerta y, tras dar su permiso, asomó Gabriela. Tuvo que aguantarse una leve sonrisa cuando escucho el tono engolado de la muchacha para anunciar a su visitante.
- Señora..., el señor obispo.
Apenas tuvo tiempo de dejar paso franco en la puerta cuando ya penetraba en la habitación el referido, acompañado de otro clérigo que mantenía una posición subordinada, unos pasos detrás del prelado. Le sorprendió a Isabel la figura menuda del obispo, pues lo habían imaginado si no grande, si grueso, al modo que lo era el alto clero que había tratado. El de Badajoz era, en cambio, obispo menudo y se diría que enteco, más propio de eremita que de alta dignidad eclesiástica. Al otro cura se limitó a echarle una fugaz mirada para constatar que debía de tratarse de un secretario, lo cual la puso en guardia sobre el motivo de aquella visita. Si hacían falta testimonios, no estaba, precisamente, ante un acto social. Como quiera que fuese permaneció sentada Isabel, lo que pareció desconcertar al prelado, acostumbrado como estaba a que le besaran el anillo y mostraran así la debida sumisión. Sonrió con ligera ironía don Mateo y preguntó:
- ¿Doña Isabel, supongo?
- Supone usted bien, señor obispo. ¿A qué debo su inesperada visita?
- ¿Se encuentra su marido en casa? O vengo en mal momento.
- No se encuentra aquí en este momento. En cuanto al buen o mal momento, dependerá de sus pretensiones.
Sonrió abiertamente don Mateo y señaló una silla.
- ¿Me permite tomar asiento, señora?
- Dese luego, señor obispo, disculpe mi descortesía.
Tomó asiento don Mateo dejándose caer pesadamente sobre la silla más próxima a la que se encontraba Isabel, con lo que quedó muy próximo a ella, casi se diría que en posición de confesionario. Al hacerlo exhaló un sonoro suspiro que llamó la atención de Isabel. Se diría que el obispo se encontraba fatigado, lo que cuadraba mal con su aspecto, pues era persona que irradiaba una sensación de vitalidad que no parecía concordar con sus años. Su porte delgado le daba además aires de vigor y su mirada penetrante revelaba, sin duda, inteligencia, si no astucia. Todo ello previno a Isabel sobre aquel hombre que, no por llevar ropas talares, dejaba de ser persona poderosa y con seguridad soberbia.
- Y bien, hija mía- el tono de don Mateo era suave, casi melifluo, lo que tuvo el efecto de disgustar a Isabel, pues le pareció falso- Debo confesarle que esperaba encontrar a su marido y tratar con él, pero, a decir verdad, prefiero hacerlo con usted. Tengo para mí que es persona tan inteligente como sensata y, aunque no estoy en posición de saberlo por experiencia propia, demás sé que en las casas se acaba haciendo lo que quiere la esposa, a poco que sea un matrimonio al uso.
- No lo crea, señor obispo. Mi marido es hombre de carácter que no se deja manejar, si es eso lo que está sugiriendo.
- Bueno, bueno, hija mía. Como quiera que sea es usted la que está en casa y con usted hablaré, si no lo tiene a mal- asintió Isabel y continuó el prelado- El motivo de mi visita es tratar sobre el desgraciado malentendido que...
- ¡¿Malentendido, señor obispo!? ¡Lo que ha hecho su cura es un acto criminal de la peor especie!- Isabel dijo esto echando su cuerpo hacia adelante en un gesto que tuvo la virtud de intimidar al obispo, quien se echó hacia atrás de manera casi imperceptible y guardó silencio. Al cabo de unos momentos un tanto embarazosos en los que ninguno pronunció palabra, don Mateo se volvió al cura que lo acompañaba y le dijo:
- Antonio, haga el favor de esperar fuera... O mejor, vuelva a sus quehaceres en el obispado, no voy a necesitarlo por ahora.
No contestó el aludido; se limitó a hacer una leve reverencia y abandonó la habitación dejando solos a obispo y madre.
- Espero que no le importe, doña Isabel, pero sin duda es mejor así- iba a contestar la aludida, pero don Mateo no le dio oportunidad y continuó hablando- A decir verdad, hija mía, no pongo en duda la calificación que usted hace de lo cometido por el párroco de San Andrés. Crimen y de lo más execrable- levantó la mano el prelado para detener las palabras de Isabel, pues de nuevo ésta intentó darle réplica- Le ruego me deje continuar, aunque le resulte difícil, pues se hace muy necesario que yo le explique el motivo de mi presencia aquí.
Se contuvo Isabel y calló, limitándose a asentir con una ligera inclinación de cabeza. Decidió armarse de paciencia con el obispo, aunque sólo fuera en débito a las leyes de la cortesía y la hospitalidad. Entendió la licencia don Mateo y continuó:
- Pues bien, doña Isabel, crimen es y merece un severo castigo. No voy a poner de relieve la edad del reo, ni su soledad, ni, acaso, una probable perturbación de su cordura. Lo que ha hecho no admite disculpa cualesquiera que sean las atenuantes... Pero..., déjeme decirle, que las circunstancias que refiero en la persona de don Gaspar son ciertas y me impelen a venir aquí a plantear a usted, digo mejor, a rogarle, que las tenga en cuenta para acceder a la petición que tengo que hacerle.
- ¡¿No se atreverá usted a pedirme que lo exonere?!
- ¡No, hija mía, no! Nunca le pediría eso, pues ya reconozco su crimen y culpa. Sólo me atrevo a pedirle que...; en fin..., es el caso que ustedes han recurrido a la justicia ordinaria y le ruego que comprenda que para estas cuestiones nuestra Santa Madre Iglesia prefiere instancias eclesiásticas. Al fin y al cabo se trata de un sacerdote, a cargo de una parroquia, y los fieles no deben ser llevados a escándalo. Sin duda su marido y usted, personas cabales y sensatas, comprenderán la conveniencia de que todo este asunto quede en manos clericales. No les quepa duda de que la Iglesia sabrá aplicar con todo rigor los códigos al caso y...
- Y acabar soterrándolo todo y haciendo que se olvide al cabo de poco tiempo... ¿Lo mandarán a algún pueblo? ¿Lo amonestarán?
Permaneció callado don Mateo unos instantes con la mirada fija en Isabel; al cabo de un momento se echó para atrás en la silla y en tono formal dijo:
- En verdad, hija mía, no estaría demás que todo esto se olvidara pronto. Y si no estuviera usted algo ofuscada por lo ocurrido, lo cual es comprensible, concordaría conmigo en la conveniencia del olvido. La justicia humana es escandalosa y la actitud de la gente ante ella, a menudo, malsana. No sería desde luego nada deseable que su hijo anduviera en lenguas y expuesto al concejo; lo cual me parece inevitable si el asunto se sustancia en los tribunales de justicia.
- Mi hijo no tiene de qué avergonzarse, señor obispo. Es su cura y su Iglesia quienes tienen que hacerlo.
- Le ruego no blasfeme, hija mía... No empeore la situación.
- ¿Empeorar? ¡¿Cómo se atreve a amenazarme en mi propia casa!?
- No hay amenaza en mis palabra, doña Isabel, créame. Si acaso constatación de que no están ustedes en posición de airear según que cosas...
Permaneció callada Isabel mirando de hito en hito al obispo, presa de una agitación creciente, que amenazaba con estallar en algo más que meras palabras. Necesitó unos instantes para dominarse, pues no quería perder la compostura ante el prelado.
- ¡Mi marido y yo no tenemos nada que ocultar ni cosa que se nos pueda reprochar!
- Salvo sus actividades..., digamos, políticas...
- ¡¿Cómo dice usted?!- empleó Isabel todo su aplomo para conseguir que sus palabras sonasen seguras, muy lejos de la turbación que las del obispo habían provocado en su ánimo. Éste no contestó; sólo una irónica sonrisa se dibujó en su rostro como respuesta a la pregunta de Isabel.
- Ni mi marido ni yo tenemos actividades como las que usted insinúa... Nosotros nunca...
- Vamos, señora... Sepa que tenemos medios y obligación de averiguar todo lo que pueda perjudicar a la santa institución a la que servimos. Sabemos pues de las reuniones a las que ustedes han asistido, con quiénes han hablado y..., digamos sospechas, de los verdaderos motivos de su viaje a la capital, alejados, desde luego, del mero amor a la familia.
- Pero...
- Sepa que tenemos informadores bien situados que nos proporcionan ese conocimiento y, desde luego, no cometen errores a la hora de juzgar ni los hechos ni a las personas- hizo una pausa don Mateo para que sus palabras calaran en el ánimo de Isabel y después continuó.
- Considere, hija mía, la posición de su marido. No cuadra bien a un funcionario del nuestro señor el rey andar metido en conspiraciones que tengan como fin derrocarlo y quién sabe que cosas más. Considere también que, al fin y al cabo, sólo le estoy pidiendo que libere a don Gaspar, un viejo achacoso, de la justicia ordinaria, y que deje a la Iglesia obrar según su recta sabiduría y disciplina.
Siguió callada Isabel y la observó un momento el prelado. Don Mateo estaba muy acostumbrado a escudriñar las almas ajenas y conocía bien la naturaleza humana. No necesitó mucho para darse cuenta de lo que obraba en aquellos momentos en la de la mujer, ni tuvo dudas de que, llegados a este punto, era mejor dejar actuar el tóxico por su cuenta. Se levantó de la silla, esgrimió una enigmática sonrisa y salió de la habitación y de la casa sin decir ni una palabra más. Isabel siguió sentada, con la mirada perdida y sumida en quién sabe que oscuros pensamientos. Y así siguió por un tiempo que ni ella misma sabría precisar. Sólo la llegada de su marido la sacó de aquel estado y se precipitó hacia él en busca del consuelo que tanto necesitaba.