CAPÍTULO XVI

 

Tomaron  un coche en la plaza de la catedral aparentando una excursión familiar en aquel día espléndido de primavera. Con él salieron de la ciudad por puerta Pilar, y no bien habían avanzado un trecho por el camino de Jerez de los Caballeros, hicieron torcer al cochero buscando el que discurría hacia Olivenza. No recorrieron mucha distancia, pues enseguida y a indicación de Gabriela, Carlos hizo detener el coche. Puso cara larga el cochero cuando el funcionario le indicó que esperara para llevarlos de vuelta, pues no le hacía ninguna gracia parar por aquellos andurriales, por muy cercanos a la ciudad que se encontraran. Tuvo que prometer Carlos  un pago generoso para que el cochero accediera a la espera y aún así no dejó de mascullar y quejarse por la exigencia del señoritingo. 

Se habían apeado entre unas casas de apariencia pobre pero aseadas, que exhibían macetas con flores por paredes y ventanas, como si compitieran entre ellas por ver cual estaba mejor engalanada. Se repartían tales viviendas por aquí y por allá, sin aparente orden, ocupando una era de las de la ciudad, que había caído en desuso o había sido inutilizada para su uso precisamente por la construcción de aquellas casas. Como quiera que fuese, allí vivían algunas familias, extramuros de la ciudad, y por lo tanto menos sujetas a la vigilancia de las autoridades en cuanto a menesteres poco confesables. La ocupación de sus gentes era, en consecuencia, poco acorde con las de orden, y el contrabando con Portugal, el trapicheo y la distracción de enseres y animales de los cortijos próximos, era práctica habitual entre ellas.

A indicación de Gabriela, que se puso a abrir la marcha, comenzaron a caminar, siguiéndola por entre aquellas edificaciones, que, desde luego no llegaban a formar calles ni plazas. Pronto empezaron a ver gentes que se asomaban con curiosidad a las puertas de las viviendas o levantaban la vista de sus quehaceres para contemplar tan poco habitual procesión. Tal circunstancia tuvo por efecto inquietar mucho más de lo que estaba a Isabel, quien apretaba la mano de su hijo como si quiera privarlo así de todo mal. No obstante no se atrevió a decir nada; al fin y al cabo había sido ella la que insistió a su marido hasta que por fin accedió a llevar a Carlitos a que lo viera aquella mujer..., cuyas ocupaciones prefería no saber, como no fuera la que le permitiera hacer algo por su hijo. Y es que el funcionario se hallaba tan desesperado como su mujer por el estado del niño, de manera que, a decir verdad, no tuvo que insistir mucho Isabel para que Carlos se aviniera a recurrir a aquella curandera. Tampoco su mujer tuvo demasiados escrúpulos de conciencia para decidirse a poner a su hijo en manos de cultivadores de la superstición, como ella los consideraba. El niño había ido perdiendo la alegría, las ganas de jugar, y últimamente apenas dormía. Eran, además, cada vez más frecuentes los momentos en que lloraba en silencio sin motivo aparente y, al fin, se negaba con empecinamiento en ir al colegio. Todo ello sin que ninguno de los médicos a quienes habían consultado le pusiera ni siquiera nombre al padecimiento de Carlitos. Al fin Isabel había vencido sus escrúpulos y planteado a su esposo la posibilidad que le mostrara la sirvienta y no dejó de sentirse sorprendida de la facilidad con la que Carlos había accedido, pues demás conocía su aversión a tales prácticas. Comprendió así que su marido se encontraba tan desesperado como ella, lo cual tuvo el efecto de asustarla aún más de lo que estaba. Una vez tomada la decisión se plantaron en aquel arrabal sin la menor confianza en que fuera a servir de ayuda al niño, llevados de la desesperación y más por acallar las dudas en su conciencia sobre haber hecho todo lo posible por su hijo que movidos por la menor esperanza de que pudiera servir de algo. 

A todo ello se unía ahora la visión del aspecto de aquel grupo de casas, limpias y hasta bonitas, pero caóticas en su disposición. Junto a ellas las gentes que las habitaban, que sólo a una persona muy confiada podían infundirle tranquilidad y confianza. Empezaba ya a arrepentirse Isabel de haber ido a aquel lugar y apretaba cada vez con más firmeza la mano de su hijo, cuando Gabriela, como si hubiera leído su pensamiento le dijo en voz baja:

- No se apure, señora. No son malas gentes, aunque pueda parecerlo. Pobres y con muchos palos recibidos en sus vidas, pero buenas personas que no le harán daño; y menos estando en sus casas. 

La miró Isabel esbozando una tímida sonrisa y asintiendo en silencio para agradecer las palabras de ánimo de la muchacha.

- Además, ya estamos llegando. Es aquella casa tan blanca.

Había imaginado Isabel un lugar lóbrego, oscuro y hasta tétrico como hogar, si es que se pudiera llamar así, de una persona dedicada a las prácticas de la tía Nicasia. Por eso no pudo evitar que en su rostro se dibujara una expresión de sorpresa mayúscula cuando se encontró con aquella casa, pequeña, pero de un blanco reluciente; tenía las jambas de puertas y ventanas pintados de un azul pálido, lo que daba a la casa una nota de color que completaba el que aportaban hojas y flores de las abundantes macetas que se esparcían por la fachada. Miró Isabel a su marido y no se sorprendió al contemplar la misma expresión de asombro en su rostro; después miró a Gabriela y comprendió la expresión satisfecha que tenía el suyo. 

- Esperen un momento, por favor; avisaré a tía Nicasia- habían llegado a la casa y se adelantó la muchacha para entrar en ella después de dar un leve toque con sus nudillos en la puerta. Reapareció al poco tiempo acompañada de una mujer de unos cuarenta años, no muy alta y un poco entrada en carnes. Iba ataviada con un sencillo vestido estampado de flores y un delantal tan blanco como las paredes de su hogar; en la cabeza lucía un moño que recogía su pelo, muy moreno, dejando despejado un rostro sereno, si no bello, sí de facciones agradables. Toda su persona irradiaba una sensación de limpieza y orden que conjugaba perfectamente con la apariencia del interior de su casa. Lo pudieron comprobar muy pronto Isabel y Carlos, pues la tía Nicasia los había hecho entrar enseguida, una vez que hubo saludado con cortesía y corrección. La habitación, que no era muy grande, hacía al tiempo de comedor y cocina. Contaba con pocos muebles, pero limpios y ordenados como todo lo que el matrimonio acertaba a observar; en general emanaba de ella la misma sensación de aseo y orden que irradiaba de su propietaria.    

Los hizo sentarse la tía Nicasia y les ofreció una bandeja con dulces caseros que rechazaron cortésmente todos menos Carlitos que, después de consultar con la mirada a su madre, tomó una perrunilla que llevó a su boca con deleite. Sonrió satisfecha Isabel, pues aquella mañana no había querido desayunar y la noche anterior apenas tocó la cena. Y a decir verdad se arrepintió de haber rechazado el ofrecimiento de la tía Nicasia, pues de la bandeja exhalaba un olor que, desde luego abría el apetito, y que era percibido en cuanto se entraba en la humilde vivienda. 

- Pensándolo mejor, tomaré una de éstas... - volvió su mirada Isabel hacia su marido a tiempo para ver cómo se adelantaba y cogía otra perrunilla, llevándola a su boca con decisión. 

- Coman, coman. Las hice ayer y ahora están en su punto- dijo tía Nicasia- Coja usted una, verá como le gustan- concluyó dirigiéndose a Isabel.

No se hizo ésta de rogar y tomó otra con un cierto alivio, pues el ambiente de aquella casa tenía la virtud de infundir tranquilidad y sosiego, lo que ayudaba a abrir el apetito. Dejó tía Nicasia que acabaran sus dulces mientras les servía leche sin consultarles, cosa que agradecieron sus visitantes, pues el dulce era exquisito, pero agradecía mojarlo para deglutirlo mejor. Al cabo de un rato en que hablaron del tiempo y demás cortesías, la tía Nicasia abordó el motivo de su visita de sopetón: 

- Ya me ha contado la Gabriela que traen ustedes al niño..., que anda algo malucho.

- Pues verá usted..., nosotros habíamos pensado... - Carlos fue interrumpido casi al instante por la mujer, en un tono amable, pero al tiempo enérgico.

- No se apuren. Yo me hago cargo de que no es para ustedes plato de gusto venir a ver a una persona como yo...- ahora le tocó el turno a la tía Nicasia de ser interrumpida, esta vez por Isabel.

- ¡No, por Dios! No vaya a creer usted que nosotros la desmerecemos. Debo confesarle que recurrimos a usted poco menos que desesperados por...- miró de soslayo al niño, que comía apacible, pero que parecía no perder detalle de cuanto se decía- No podemos garantizarle nuestra confianza en otros métodos que no sean los de la medicina, le mentiría si dijera lo contrario, pero... ¡Por Dios, si usted pudiera ayudarnos...!- a Isabel se le quebró la voz y sólo con dificultad pudo reprimir un sollozo para que su hijo no se apercibiera de su turbación. Se hizo cargo enseguida la tía Nicasia y dijo en un tono falsamente despreocupado.

- Bueno... Pues si a ustedes les parece vayan a dar una vuelta por el vecindario. Yo me quedaré aquí con Carlitos -bajó la voz en tono de complicidad y acabó dirigiéndose al niño- Tengo otros dulces todavía más ricos, pero esos sólo son para ti- mientras captaba la atención del niño hizo un gesto disimulado con la mano para que salieran los demás. 

Dudó Isabel, se mostró reticente Carlos, pero enérgica y dispuesta Gabriela:

- Pues vamos, don Carlos y usted doña Isabel, que les voy a enseñar el lugar... Ya verán como les gusta- diciendo esto la muchacha casi obligó a sus señores a seguirla fuera de la casa, entendiendo que sólo así conseguiría dejar solos a tía Nicasia y al niño.

Salió el matrimonio un poco más conforme al echar la última mirada a su hijo, pues lo vieron bien dispuesto y cogiendo el nuevo dulce que le brindaba tía Nicasia, sin que pareciera importarle quedarse sólo con ella.

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Transcurrió un buen rato que ni Carlos ni Isabel pudieron precisar, y en el que Gabriela procuró entretenerlos con una conversación intrascendente que tampoco podrían recordar, antes de que la puerta se abriera y apareciera la tía Nicasia. Sonrió al verlos  y los tranquilizó con su gesto sonriente y sus palabras: 

- Se está comiendo otra perrunilla, y con apetito. Se ve que no ha comido mucho últimamente. 

- Pero..., ¿qué tiene?- preguntó ansiosa Isabel. 

- Lo que tiene yo no lo sé, porque no soy médico. Si le dijera que mal del ánima, ustedes me lo echarían al cargo de curandera, o algo peor. El niño ahora está con ánimo y con apetito, ya lo ven. 

- ¿Pero qué debemos hacer? ¿Hay algún tratamiento?- ahora era el padre quien preguntaba con preocupación. 

- Si ustedes me quieren hacer caso el niño mejorará- observó el asentimiento de sus padres y prosiguió- Deben darle muchos mimos, de comer lo que le apetezca, aunque sólo sean dulces, y quedarse en casa una temporada, con ustedes, sin ir a la escuela. Y con esos cuidados les aseguro que Carlitos mejorará y aún tendrá cura. 

Quedaron desconcertados los padres por las palabras de la tía Nicasia, pues habían esperado infusiones y sahumerios, si no encantamientos o algún ritual con amuletos y jaculatorias. Y tal fue su confusión que no supieron qué decir. Al fin la sonrisa y el ánimo que provenían del rostro de la tía Nicasia tuvo el efecto de tranquilizarlos e infundirles confianza. Reaccionó al fin Carlos y quiso echar mano a la cartera, pero se lo impidió el gesto enérgico de la mujer: 

- No es servicio para ser pagado, don Carlos; no, no digan nada, por favor. Estoy pagada si he podido ayudar al niño. Si quieren darme pago mándenme recado de cómo mejora Carlitos, pues les aseguro que si hacen lo que les he dicho, de fijo mejorará. Y ahora vayan a recogerlo pues no las tengo conmigo que tengan que ir al médico por un empacho de dulces. 

Marcharon en busca del coche con ánimos renovados, aunque no sabrían decir porqué. Quizás por el buen talante y simpatía de la tía Nicasia. Aunque bien era verdad que no habrían sentido lo mismo si hubieran podido ver la expresión de la mujer una vez que se quedó sola en su casa.