CAPÍTULO XVIII
Ama Remedios, como la llamaban todos, iban de un lado a otro de la cocina sin poder ocultar su nerviosismo ni curarse de ello, pues estaba sola en sus dominios y allí no entraba nunca nadie, ni siquiera su señor don Carlos Monreal. Los últimos días había estado muy preocupada e indecisa, pero cuando hubo tomado la decisión de hacer lo que estaba a punto de acometer, aquellos sentimientos se transformaron en nerviosismo e incluso miedo. Llevaba en aquella casa ya diez años, desde que don Carlos Monreal viniera a ocupar su cargo en la catedral. Primero el de capellán y después, por sus méritos, el de canónigo. Según se decía estaba llamado a grandes cosas en el gobierno de la Iglesia, aunque ella de eso, ni tenía entendimiento, ni falta que le hacia. Sí sabía de su bondad, de su cortesía y su obsequiosidad; siempre con una palabra amable en sus labios, siempre haciéndose cargo y disculpando si alguna vez la comida no estaba a su gusto, o si alguna sotana había quedado mal planchada. Nunca se enfadaba don Carlos y nunca tenía sino una palabra amable y comprensiva para ella y su falta. Por eso Ama Remedios había ido incubando hacia su señor sentimientos que pasaban de largo de la simple lealtad y dedicación. La buena mujer no había tenido hijos, a pesar de que estuvo casada por corto tiempo allá en sus años mozos. Había cumplido como madre criando a la hija de su hermana, Gabriela, hasta que se hizo ya casi una mujer y le buscó una casa decorosa para su manutención, pues ella no siempre estaría presente y alguna vez lo estaría su cuerpo. Ahora, ya entrada en años, pues no cumpliría ya los sesenta, había encontrado en el servicio de don Carlos Monreal algo con lo que llenar su existencia y poco a poco fue tomando a su señor el cariño que se le tiene a un ser allegado. Así, lo cuidaba, cuidaba de sus cosas y hasta se atrevía a reprenderlo con delicadeza si alguna vez lo veía desaliñado o lo veía salir de casa sin haber comido en condiciones. Para ello contaba con la benevolencia del canónigo que, en todos los casos, sonreía y mostraba su asentimiento con fingida contrición.
Por todo ello ahora se mostraba inquieta y desasosegada, pues había de ponerlo en una situación difícil y delicada, de la que quién sabe qué cosas pudieran venir. Sin embargo, no había más remedio. Desde que su prima Nicasia le revelara lo que había sabido del niño de los señores de Sanz, en cuya casa servía su sobrina, se estuvo debatiendo entre no inmiscuirse en asuntos tan graves ni complicar a su señor en ellos, y socorrer como estuviera a su alcance a la criatura y a sus padres, que tan bien trataban a Gabriela. Pero poco podía hacer ella y menos su prima Nicasia. Dedicábase ésta a menesteres poco acordes con la ortodoxia eclesial, y tratándose de un cura el asunto que había llegado a su conocimiento, temía con fundamento verse en trance de tratos con el Santo Oficio. La dejaban en paz los de tan tétrico tribunal porque los tiempos ya no eran los de sus años gloriosos y por su propia discreción, pues al fin practicaba sus artes de curación en un lugar apartado y entre gente humilde que no tenía para pagar un médico ni nada que se le pareciese. Y, a decir verdad, no es que su oficio la pusiera en tratos con el maligno, pues se limitaba a administrar emplastos para los dolores, ventosas para los golpes, alguna infusión para el mal de barriga tanto de hombres como de mujeres y arreglar las articulaciones dislocadas, que en eso radicaba su mayor habilidad. De pequeña su madre la enseño haciéndola practicar con alguna gallina, que tuvieron ganado el cielo por su paciencia. Les sacaba de su sitio las coyunturas para volver a colocárselas en su lugar y así fue aprendiendo, pues no había mucha diferencia ente las de los pájaros y las de las personas. De modo que por esa habilidad era conocida en Badajoz y sus alrededores y no faltaban labriegos y operarios que buscaban la destreza de sus manos cuando tenían necesidad. Nada maligno ni que supusiera trato con sus servidores, pero tía Nicasia hacía bien en no fiarse ni querer dar ocasión a que alguien la acusara de tal, pues de ello no podía venir sino su perdición.
Tampoco Ama Remedios tenía pericia para arreglar aquel entuerto. No se trataba sino de una buena mujer, entrada en años, que se dedicaba a servir; poco podía hacer ella tratándose de señores eclesiásticos acostumbrados a mandar y a recibir la consideración de los demás. Y, sin embargo, algo tenía que hacer. No le había costado mucho trabajo a tía Nicasia darse cuenta que el mal del niño no estaba en su cuerpo, sino en su alma. Había bastado con ganarse su confianza, hacer que perdiera un poco el miedo y escucharlo para que aquella terrible verdad que guardaba para sí saliera con alivio. Y a partir de entonces la buena mujer ya no tuvo sosiego. Desesperada y temerosa por conocer aquello que había conocido no tuvo otra idea que confiarse a su prima, sabedora de que servía en casa de un cura importante de la catedral. Y a ésta contagió su desasosiego sin verse libre del propio; se consultaron ambas mujeres sobre qué habría que hacer sin dar con solución a la que ellas se atrevieran. Pensaron en contar lo que ocurría a Gabriela por si ella pudiera hablar con sus señores, pero no podían echar aquella carga en los hombros de una muchacha. Y así quedaron, en suspenso y sin saber qué pudiera ser lo mejor para intentar poner remedio a lo que habían descubierto.
Varias noches estuvo Ama Remedios sin dormir, pero al fin determinó hacer lo único que estaba en su mano, y era contarlo todo a su señor y que éste, como canónigo de la catedral, obrara en consecuencia. Y así puso las viandas del desayuno en una bandeja y se encaminó al despacho de don Carlos Monreal asustada pero con determinación y rogando a la Virgen de la Soledad no hacer con ello daño a su señor. La escuchó don Carlos Monreal serio, concentrado, por momentos compadeciéndose de sus circunloquios, en otros sintiéndose culpable por hacer pasar a aquella mujer por aquel trance, sabiendo él de qué iba todo el asunto y habiendo dejado que llegara a aquella situación. Terminó su sirvienta y don Carlos sintió cómo el alivio la inundaba, la satisfacción de haber cumplido con un deber y la complacencia de saber que su conciencia estaba en paz y que ahora podría conciliar el sueño que quizás se le había negado desde que supiera de la aberración que se cometía en San Andrés. El sueño que él había perdido desde que se acomodara a las exigencias del señor obispo por encima de su conciencia y de lo que demandaban sus entrañas.
- Si usted pudiera hacer algo, don Carlos; el pobre niño..., y esa familia... Son buenas personas; ya sabe que mi sobrina Gabriela sirve en su casa y me lo tiene referido. “Tía que buenos son conmigo”, me dice, y a mi me consta. Y, sobre todo, esa madre...
Y en ese momento vino a la mente del canónigo la imagen de Isabel, y también la extraña sensación que ya sintiera en otras ocasiones al evocarla. Y ya fuera por ese sentimiento que no se atrevía a concebir o por cansancio de sí mismo, don Carlos Monreal tomó la decisión que nunca creyó que pudiera tomar. Levantó la mano con suavidad para acallar a Ama Remedios y declaro:
- Ha hecho usted muy bien en decirme todo esto, Remedios; ahora vaya tranquila que yo me ocuparé de lo que haya menester.
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Vestido con sotana, manteo y sombrero de teja que tapaba su rostro a medias, se presentó don Carlos Monreal en la plaza de San Andrés, procurando ocultarse y acechando la puerta de la parroquia. Sabía que don Fernando, el coadjutor de aquella, salía por aquella puerta y enfilaba las tabernas de la calle del Granado o de la Cuerna a la hora previa al almuerzo, por encontrar en aquellos dispensarios remedio a su desgana en el comer. Y es que con los jarabes que allí encontraba su apetito mejoraba de forma milagrosa y volvía a su casa dispuesto a tomar el puchero, el capón o el bacalao, según tocara, y a hacer el sacrificio de echar una siesta que lo asentara todo. Y efecto, a no tardar, don Carlos pudo ver al coadjutor salir de la iglesia y enfilar la calle de San Blas hacia el Campo de San Juan, paso obligado de camino a las tascas que lo esperaban con los brazos abiertos. Procuró embozarse don Carlos Monreal por evitar que lo viera el otro, no fuera a ser que se agitara y llamaran así la atención de alguien en la calle o, peor aún, del propio don Gaspar, que bien pudiera ser que anduviera entrando o saliendo de la parroquia. Una vez que don Fernando lo hubo sobrepasado sin reparar en él, lo siguió a distancia prudencial procurando no perderlo, no por que no supiera a donde se dirigía, que bien conocida tenía su afición a las tabernas, sino por poder echarle mano cuando le conviniera. Esto fue ya en la calle del Granado, al pie de una tasca que llamaban de la Anselma y que, aparte de dispensadora del licor de Baco, servía el de Venus, según se decía por ahí. En dos zancadas se plantó don Carlos al costado del coadjutor y lo tomó del brazo con firmeza; antes de que éste pudiera decir algo que expresara su sorpresa, el canónigo declaró:
- Esta no es apropiada para mis fines, don Fernando, que es poco discreta y un tanto casquivana, según se dice... Vayamos a la de aquel día en que me contó lo que usted sabe y que es el origen de mis desvelos.
No contestó don Fernando; se limitó a apurar el paso y dirigirse a donde le indicara el canónigo. Sin embargo, la expresión de su cara no pudo ocultar el sobresalto e inquietud que sentía, sobre todo porque había visto la del rostro de don Carlos, y nada bueno podía venir de aquel visaje. Al poco llegaron al lugar y ocuparon la mesa que juzgaron más reservada, procurando entretener el ánimo y la impaciencia hasta que el tabernero hubo terminado con sus rituales y zalamerías. En cuanto hubo terminado, dejando en la mesa vino y fritanga, dijo don Fernando:
- Y bien, don Carlos. ¿A que se debe este asalto? Le confieso que me inquieta sobremanera.
- No es para menos, don Fernando... Se lo voy a referir todo de forma concisa y sin rodeos- hizo una pausa el canónigo en la que tomó un buen trago de vino, como para cobrar ánimos- Sepa usted que el señor obispo me ha dado largas en este asunto, y no dejó de caer alguna..., digamos velada amenaza. Sepa usted que he estado tentado de mandarlo todo a hacer puñetas, pero que para mi desgracia, me temo, tengo conciencia y soy incapaz de ello. Y sepa usted que el asunto, por otras vías, está en boca de otras personas que, como no podía ser menos dado mi cenizo, recurren a mí para solventarlo. Y no, don Fernando, no he mentado su nombre, quede tranquilo – dijo esto último el canónigo con un gesto de la mano con el que atajó lo que iba a decir el coadjutor, pero éste no desistió de su empeño.
- Pues no, don Carlos, se equivoca usted. No iba a decir nada sobre mi nombre ni mi ralea, si a eso vamos; yo también tengo conciencia y tampoco a mí se me permite sosegar el ánimo.
- Entonces don Fernando...
- Entonces, don Carlos, llegados a este punto, habrá que hacer lo que usted ha venido a hacer. Pues si me busca es con la única intención de que le secunde en lo que se propone perpetrar, y a fe mía que ya lo estoy deseando, por ver de descansar de una vez y salga el sol por donde quiera.
Puso cara de asombro don Carlos, pues no esperaba la complacencia de don Fernando en lo que se proponía; antes al contrario temía su resistencia, sus protestas y sus lamentos por lo que se podía venir de todo aquello a su persona. La determinación del coadjutor tuvo el efecto de sorprenderlo, pero también de amilanarlo. Y es que en su fuero interno había esperado que don Fernando se negara en redondo y tener así alguna excusa para evitar lo que tanto temía.
- Entonces vayamos a lo que hay que ir, si le parece bien don Fernando.
Asintió el coadjutor al tiempo en que cogía su vaso:
- Pero demos cuenta antes del vino, don Carlos, que tengo para mí que no nos vendrá mal su ayuda en este trago.
Tomó su vaso el canónigo y se lo llevo a la boca dando un buen trago.
- Y que lo diga don Fernando.
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Quien los hubiera visto por la calle y reparado en ellos, quizás se hubiera extrañado de dos curas caminando en silencio, con la mirada baja y con paso no muy decidido. Si hubiera sido observador habría reparado en sus hombros caídos, su expresión seria y su mirada perdida en los adoquines de la calle. Y si aún gozara de perspicacia no le se habría pasado por alto que acortaban su paso por momentos, como si no quisieran llegar a su destino. Nuestro hombre – o mujer sería más apropiado-, llevado de su curiosidad, los hubiera seguido con prudencia, para observar cómo seguían caminando en silencio hasta una casa de la calle de los Afligidos. Allí se detenían por más tiempo del que parecía adecuado a ninguna persona de rectas intenciones, mirando a un lado y otro como si temieran ser vistos. Al fin se decidían a llamar y, si nuestro observador u observadora gozara de fino oído hubiera podido escuchar las palabras que se decían el uno al otro apenas susurrando:
- ¿Vamos, don Fernando?
- Vamos, don Carlos, y que Dios nos ampare.