CAPÍTULO XXV
Salió Carlos del palacio del corregidor procurando disimular la prisa que le traían los nervios y la prevención que le causaba aquel lugar, pues sus visitas no eran, precisamente, movidas por la cortesía. Miró su reloj de bolsillo, regalo de Isabel, y aquel gesto le trajo dolorosos sentimientos, pero se obligó a dominarse, pues no era momento ni lugar para debilidades. Comprobó que ya era bien pasado mediodía, casi la una, de manera que determinó que, para lo que quedaba de su jornada en la Intendencia, no merecía la pena el esfuerzo de volver. Encaminó sus pasos hacía la calle Lagares, emplazamiento de cierta casa de comidas que solía frecuentar aunque le pesara, pues la comida que allí servían sólo merecía tal nombre echando mano de mucha condescendencia. Pero caía el establecimiento de camino a su casa, de manera que se libraba de rodeos y podía llegar a su hogar cuanto antes. Había probado en otros establecimientos, pero los únicos que podía permitirse no le iban a éste a la zaga en su infamia, pues sólo así podía calificarse la bazofia que servían. Echaba de menos a Manuela, la cocinera de su casa y también a Gabriela, pero desde el suceso que había perturbado sus vidas, ambas decidieron salir de la casa sin demora. La primera llevada por el escándalo y la vergüenza de servir en aquella casa, donde se asesinaba a curas y Dios sabría que más; la segunda porque no convenía a mocita servir en casa de señor solo. Al menos esa fue la explicación que se dio a todo el mundo; la verdad, empero, fue muy otra. Carlos decidió, en connivencia con la muchacha, que se marchara con su tía, por alejarla de la ciudad y evitar así que llamara la atención de la autoridad, quien podría requerirla para averiguar el paradero de su señora. Le rogó que no dijera a nadie, ni siquiera a su tía, dónde se hallaba Isabel y siguió pagándole su salario, bajo excusa de no causarle daño y volver a requerir de sus servicios en el futuro. Gabriela no se hizo repetir el ruego, pues era sagaz y demás sabía que, de quedar todo al descubierto, ella sería castigada por cómplice y encubridora, de manera que marchó con su tía tranquilizando a su señor y procurando mantener así mismo la calma. Todo había quedado así bien convenido, menos el sosiego de su estómago y el bien hacer de sus digestiones, pues que, privado del don y la voluntad de la cocina, se encomendaba a mesones y casas de comida que bien harían de arma mortal contra cualquier invasor de la patria.
Marchaba pues en busca de la comida mercenaria, cuando, al pasar por el campo de San Juan, vinieron a su encuentro varios pedigüeños de los que solían apostarse en los escalones que daban acceso a la puerta de la catedral. No era del gusto de Carlos pasar por allí, no por los pobres, sino por no andar cerca de curas y sotanas, que no eran, desde luego, santo de su devoción. Nunca lo fueron, y menos aún después de lo acontecido a su hijo... De nuevo hizo un serio esfuerzo Carlos para controlar sus sentimientos, en esta ocasión de ira y cólera. Alargó el paso sin hacer caso a los que pedían una limosna, con tal de pasar de largo lo antes posible, y consiguió con ello librarse de su acoso; excepto del de una mujer que se aferró a la manga de su levita y se resistía a soltarse. Lo acompañó algunos pasos dando tumbos mientras insistía en que le diera alguna limosna; ofrecía a cambio una especie de estampa con motivo religioso, gastada y algo rota, que mostraba en un actitud extraña, pues aunque se la mostraba a Carlos parecía no querer que la viera nadie más. Esto acabó por llamar la atención del funcionario y fijó los ojos en los de la mujer; de mediana edad, no precisamente delgada, de mirada inteligente...; el corazón de Carlos dio un vuelco cuando reconoció a tía Nicasia. Ésta, apercibida de su conocimiento, apretó con fuerza su brazo para indicarle que no la descubriera y continuó con su melopea sobre la limosna y la estampa. Reaccionó Carlos, sacó una moneda de su bolsillo – de más valor de lo usado en aquel tráfico- y se la dio a la mujer, quien haciendo alardes de gratitud, le endosó la estampa para volver con parsimonia hacia la catedral. Guardó el papel Carlos en su bolsillo aparentando la mayor indiferencia que pudo y logró al fin dominar a un tiempo sus ganas de mirarlo en plena calle, salir corriendo hacia su casa y volverse a contemplar a la mujer que había salvado a su esposa. Concentró su atención en sus pasos y se obligó a dirigirse hacia el mesón donde solía comer en aquellos tiempos. No supo bien qué pidió ni cómo sabía, pues su atención se concentraba en su bolsillo, a donde dirigía la mano de vez en cuando para comprobar que el papel seguía estando allí. Se obligó a dominar su impaciencia y cumplió punto por punto con su ritual diario, de manera que sólo cuando terminó, pagó y se despidió del mesonero, al tiempo que saludaba a algún conocido parroquiano, se permitió dirigirse a su casa, a donde llegó casi sin respiración por los nervios. No bien hubo traspuesto la puerta, que se resistió tozuda a admitir la llave que Carlos esgrimía con manos temblorosas, apoyó la espalda contra ella, como para impedir la carga de un ariete, y saco el papel que le diera la tía Nicasia. Era en efecto una estampa de algún santo, Carlos no sabía cual, pero bien doblado y pegado en la parte de atrás con algún tipo de engrudo, se hallaba otro papel, apenas una nota, que el esposo de Isabel desdobló con sumo cuidado. Sólo había unas breves palabras, escritas con carboncillo y bárbara ortografía, pero que representaron para él casi el cielo. Le informaban de que su mujer se hallaba bien, camino de Madrid y oculta a la justicia. Elevó Carlos los ojos al cielo, empañados en lágrimas, suspiró y rompió el papel en pedazos tan pequeños como pudo.
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Carlos pasó la noche en vela. Sus dudas le habían impedido dormir, pero cuando llegó el alba, había tomado una decisión inquebrantable. No era hombre impulsivo sino más bien dubitativo e indeciso, pero cuando tomaba una determinación, después de mucho sopesarla, la llevaba a término sin ambages. Y tras mucho meditar durante aquella noche interminable, había tomado al fin una decisión. Llegados a ese punto, sin embargo, le asaltaba otro temor, y considerando cómo vencer la nueva dificultad se aseó, mal comió cualquier cosa y se vistió de forma distraída, tal que no supo bien al final en qué orden y de qué manera había ejecutado todo aquello. Lo que lo tenía en aquella situación era el temor de que lo estuvieran vigilando, ya fueran alguaciles o, lo que tenía por más probable, mandados del obispado. Hasta entonces no había considerado aquella posibilidad, sin duda porque ni se le pasó por la cabeza intentar llegar hasta su mujer, por no hacer nada que pudiera ponerla en manos de la justicia por un descuido. Pero tomada la decisión de recurrir a don Marcial Martín, le asaltaba el temor de que pudieran descubrirlo y dar al traste con todo, poniendo en peligro la libertad y aún la vida de Isabel y la suya, por cómplice y encubridor. Tales disquisiciones le tenían perturbado y absorto, pero cuando Carlos cerró la puerta de su casa tras sí ya creía haber resuelto el problema.
Pasó la mañana en su trabajo paseando su mirada por legajos y expedientes sin prestarles las menor atención, pero haciendo como que se encontraba enfrascado en ellos, porque nadie notara su agitación. Así esperó impaciente a que el reloj de la catedral diera la una, recogió con presteza papeles y plumas y enfiló la salida de la intendencia camino de la casa de comidas de la calle Lagares, donde en los últimos tiempo buscaba su almuerzo y que por lo mismo no escondía secretos en cuanto a covachas y recovecos . Prevenido por su aprensión fue mirando con disimulo a cuantos con él se cruzaban y mirando de vez en cuando hacia atrás, como al descuido, por ver si alguien lo seguía, o veía en alguno rondador. Y así lo pudo descubrir, pues se paraba al tiempo que él y no sabía disimular bien qué hacer con su persona. Se trataba de un hombre bajito, algo entrado en carnes, de aspecto insignificante y que no parecía saber bien el oficio que le habían encomendado, pues se mostraba ciertamente torpe. Supo Carlos que era clérigo o asimilado por sus maneras, el movimiento de las manos y cierta expresión en el rostro típica de los de aquel oficio, y sonrió para sí confiando en que su estratagema daría mejor resultado en persona no acostumbrada al oficio de vigilante. Llegado al mesón procuró ocupar una mesa bien visible y pidió uno de los condumios que solían ser habitual en él; al tiempo que comía, procuró localizar al encargado de su vigilancia y, en efecto, logró vislumbrarlo en una mesa, no lejos de la suya, pero convenientemente tapada por la penumbra en que estaba sumida toda la sala. Comió, pagó, indicó al mesonero que se disponía a hacer aguas menores y salió al corral procurando que todo aquello fuera notado por los parroquianos que se hallaban cerca. Como había previsto Carlos, nadie achacó nada raro a su comportamiento, pues el corral era el mingitorio habitual en aquel establecimiento. Sin perder tiempo enfiló hacia el gallinero y a la vuelta de la pequeña construcción vio la puerta que buscaba, la desatrancó y salió por ella a otra calle a la que daban las traseras de la casa de comidas. Satisfecho, enfiló sin demora hacia la calle Madre de Dios, no lejos de allí, adonde llegó sin que nadie reparara en él. Antes de llamar a la casa que buscaba se cercioró de que, en efecto, nadie lo había seguido y, una vez tranquilo en este extremo, llamó a la puerta con urgencia. Le abrió una sirvienta algo alterada por los golpes y Carlos primero entró, después cerró la puerta tras sí y sólo entonces preguntó por don Marcial Martín. Acudió este presto, nada más recibió el recado de su criada, y con expresión alterada en su rostro.
- Por Dios, Carlos, ¿qué ocurre?
- No se alarme, Marcial, nada grave. Pero necesito ayuda y no sé a quién recurrir.
- Pase, pase. Y dígame de qué se trata- lo codujo hacia un pequeño despacho y lo hizo sentarse en una pequeña butaca, para ocupar él una similar enfrente.
- Pues verá, Marcial. Usted sabe que mi esposa... En fin, no voy a entrar en detalles, pero necesito su ayuda para ponerme en contacto con don Marcelino Paniagua.
Dio un respingo don Marcial y declaró con voz alarmada:
- Por favor, Carlos, cómo se le ocurre comprometer a don Marcelino y a nuestra causa de esta manera. Usted comprenderá que el asunto de su esposa es muy delicado y que cualquier circunstancia que nos ponga en relación con él sería muy peligroso para los nuestros. Debe entender que...
- ¿Debo entender, Marcial, que mi esposa sólo fue de los nuestros mientras la causa pudo aprovecharse de sus oficios? ¿Son estas las ideas que defendemos, la dasafección y el olvido?
Quedó callado don Marcial, con la mirada baja, y después de un momento la levantó para declarar:
- Tiene usted razón Carlos. No hay libertad sin peligro y malos sujetos seríamos si olvidáramos a nuestros correligionarios al menor contratiempo. Dígame que necesita, que eso se hará.
- Gracias, Marcial, es poca cosa. Tan sólo que me proporcione la dirección o el modo de ponerme en contacto con don Marcelino Paniagua en Madrid. No entraré en detalles por no comprometerlo, pero es necesario que pueda comunicarme con él.
- Pues tome nota Carlos y después destruya el papel no vaya a ser que dé con todos nosotros en lugar no deseado.