CAPÍTULO VI
El coadjutor de San Andrés entró en el templo con prisas y un tanto apurado. Se había entretenido demasiado charlando con sus amigos tertulianos en la tasca de la calle Encarnación y ahora temía incurrir en el desagrado de don Gaspar. Sabía don Fernando que el párroco a quien ayudaba en San Andrés no era hombre demasiado paciente, bien fuera por su natural o por el trato continuado con los niños a quienes enseñaba en su pequeña escuela, a la que don Gaspar llamaba – de forma un tanto pomposa a juicio de su coadjutor – “academia de primeras letras”. Vivía el cura titular de San Andrés en la casa parroquial, anexa al templo, con una vieja ama que era el trasunto del que estaba a su cuidado, al igual que él, huraña y algo mal encarada. No se le conocían a don Gaspar aficiones ni ocupaciones que no fueran la del servicio a su parroquia y el ejercicio de la docencia al grupo, no muy numeroso, de niños que acogía en la escuela de primeras letras que mantenía. Según creía el coadjutor, debía ser natural de alguna región del norte, a juzgar por el acento que ostentaba y que cuidaba mucho de manifestar en todo momento y, desde luego, nunca mostró ninguna inclinación al trato con sus parroquianos y vecinos como no fuera el del estricto cumplimiento de sus labores eclesiales. Sin embargo, no tenía por menos de reconocer don Fernando que el titular de su parroquia gozaba de no cierto aprecio, tanto entre la jerarquía eclesiástica como entre los padres de familias bien consideradas de la ciudad, que no dudaban en encomendarle a sus hijos para que los instruyera en lo que se llamaban “primeras letras”, de modo que, gracias a don Gaspar, podían evitar que sus vástagos se mezclaran con niños de procedencia no tan esclarecida como las suyas.
Como quiera que fuese temía don Fernando que con sus retraso pudiera provocar algún comentario mordaz de don Gaspar, lo que le irritaría a ciencia cierta, cosa que no le convenía a su carácter sanguíneo y que no le apetecía después de haber pasado un rato agradable en la taberna de doña Engracia, acompañado de unos cuantos compañones – que llegados a cierto punto devenían más bien en secuaces – y de la presencia siempre agradable de alguna de las pupilas de la dueña – pues amén de taberna, la de doña Engracia ejercía también de casa de mancebía – que, aunque a aquellas horas de la tarde no se empleaban todavía en su oficio, sí que acompañaban a los parroquianos en sus libaciones y conversación, amenizando el ambiente con su presencia, siempre de vista más agradable que la de los asiduos a aquel establecimiento.
En verdad don Fernando valoraba su tranquilidad por encima de muchas de las cosas que eran tan caras a otros miembros de su ministerio. No se preocupaba por obtener una parroquia propia, ni procuraba escalar en el escalafón de la clerecía con ánimo de servir al obispo u obtener algún puesto en el cabildo catedralicio. A sus cincuenta años su mayor aspiración era que lo dejaran vivir en paz como coadjutor de alguna parroquia de su ciudad, tener tiempo para pasar con sus amigos y que nadie se inmiscuyera en ciertas licencias que, de tarde en tarde, se tomaba, no por vicio o perversión moral, sino por aquello de mantener una mente sana en un cuerpo sin dolencias; pues don Fernando estimaba que Dios había dado a cada órgano su función y no era bueno ni conveniente dejar a ninguno de ellos sin la actividad para la que había sido concebido. Así pues procuraba el coadjutor administrar su tiempo entre sus obligaciones en San Andrés y el cuidado de las almas de sus amigos y acompañantes fuera de la parroquia. Y es que a ésta acudían las gentes devotas que buscaban a Dios en su templo, pero también había otras buenas personas que estimaban que se podía encontrar a Nuestro Creador fuera de los muros de las iglesias y a las que un miembro del clero tenía que asistir conviviendo con ellas allí donde lo hicieran, aunque fuese en la casa de doña Engracia, mujer, por otro lado, no exenta de virtudes cristianas, como el amor al prójimo. Con esto, la caza y sus buenas y sencillas comidas, seguidas de la preceptiva siesta, ya fuera invierno o verano, don Fernando se sentía un hombre satisfecho sin tener la menor preocupación por el medro y el engrandecimiento personal o de su hacienda.
Por eso llegaba a la parroquia un tanto mosqueado por la actitud que tomara don Gaspar. A su juicio el párroco era una persona demasiado introvertida, huraña, poco dado a efusiones que le permitieran una vida algo más agradable que la que llevaba dedicada con exclusividad enfermiza a la parroquia y a la pequeña academia que mantenía entre su casa y la sala adjunta a la sacristía de la parroquia, pues don Gaspar solía enseñar a sus pupilos en un lugar u otro según le permitieran sus obligaciones en la iglesia. Bien era verdad que el párroco nunca había recriminado a su coadjutor por sus entretenimientos u ocupaciones fuera de la iglesia, pero no lo era menos que solía poner mala cara y soltar de vez en cuando algún comentario extemporáneo alusivo a lo que su ayudante hacía o dejaba de hacer, aunque tenía la precaución de hacerlo refiriéndose a lo que él juzgaba como vicios de las gentes que, para gusto e impaciencia de don Fernando, coincidían con sus aficiones y entretenimientos.
En fin que no era el señor párroco persona del gusto de su coadjutor que, por tal motivo, llegaba a la parroquia con cierta desconfianza por lo que pudiera encontrar en la cara y la lengua de don Gaspar ante su – tenía que reconocerlo – doloso retraso. Agradeció el fresco que había en el templo, tanto más agradable cuanto que en la calle empezaba a caldear el sol de forma ya inclemente y, tras la obligada genuflexión, apresuró el paso para llegar cuanto antes a la pequeña estancia que servía de almacén y cuya puerta se disimulaba al lado del retablo de la iglesia. Esperaba don Fernando pasar desapercibido, de modo que cuando sintiera al párroco pudiera él salir de allí disimulando haber estado ocupado en alguna labor desde hacía rato. Con todo, se extrañó el coadjutor de que don Gaspar no estuviera ya merodeando por el templo, pues hacía rato que debería haber concluido las clases con los niños en la sacristía, según venía siendo su costumbre. Se felicitó de su suerte y se encaminó con decisión hacia el cuarto que servía de almacén cuando lo detuvo un extraño ruido que parecía venir de la sacristía. Dudó don Fernando en seguir su marcha, pero lo raro del sonido lo detuvo; en efecto parecía algún tipo de gemido o grito contenido acompañado de algunas palabras que no pasaban del susurro. Aún estuvo el coadjutor parado un momento, dudando sobre si acercarse a la sacristía, cuando lo decidió la repetición del sonido que había captado su atención. Se encaminó con paso dubitativo hacía la habitación de donde parecía provenir aquel sonido sin demasiada confianza en poder dilucidar de qué se trataba, pues don Gaspar solía cerrar la puerta de la sacristía cuando estaba ocupado en alguna labor en su interior, especialmente cuando impartía allí sus clases. Por eso no pudo evitar un gesto al tiempo de sorpresa y extrañeza cuando encontró la puerta entreabierta, lo que le permitió vislumbrar la escena que se desarrollaba en la sacristía. Vio don Fernando al párroco, vio a uno de sus alumnos – a quien reconoció como el niño que hacía poco había venido a vivir a la ciudad – y se retiró inmediatamente, tan turbado, que en su apresuramiento tropezó y estuvo a punto de caer frente al altar mayor de la iglesia. Enfiló la salida del templo el coadjutor sin pararse a pensar en sus obligaciones y las consecuencias de no cumplir con ellas, rogando que don Gaspar no se hubiera apercibido de que había sido testigo indeseado y preguntándose qué debía hacer ante lo que acababa de descubrir.