CAPÍTULO VII

 

Carlos se encontraba leyendo en el gabinete de la casa, cuando levantó la vista del libro al oír el sonido de una conversación que parecía provenir del pasillo que conducía a la habitación. Le gustaba al esposo de Isabel aquella pequeña sala para abstraerse y dedicarse a leer o despachar su correspondencia, y la prefería a cualquier otra de su amplia vivienda porque era la más recogida, lo que le permitía abstraerse de los sonidos que siempre solía haber en su casa, sobre todo cuando Carlitos se encontraba en ella y no en sus clases o jugando en la calle con sus amigos. Por eso le extrañó oír la voz de su esposa y la de un hombre que no parecía ser totalmente desconocida para él. Si Carlos lograba escuchar las voces desde el gabinete sin duda era porque las personas que hablaban se dirigían hacia allí y eso era realmente extraño, habida cuenta de que no solían tener visitas, y menos con la complicidad que implicaba penetrar hasta el rincón más recogido de su casa. En efecto no eran Carlos e Isabel demasiado amigos de la práctica de la visita, afición, por lo demás, muy extendida en una ciudad como Badajoz, que la convertía en el entretenimiento más socorrido, tanto más cuanto que los recitales poéticos, la veladas musicales o las lecturas de las obras dramáticas de algún autor local se espaciaban en el tiempo más de lo que hubiera deseado el matrimonio, sobre todo Isabel. Sí que habían recibido las de los compañeros de Carlos y algunas familias relacionadas con ellos al principio de su estancia en la ciudad, pero como quiera que no solían devolverlas como no fuera en el grado estrictamente necesario para no caer en la descortesía, poco a poco fueron siendo descartados como practicantes de aquella ociosidad. Por lo demás, el círculo de personas con el que Carlos e Isabel compartían reuniones y anhelos no eran precisamente dados a visitarlos a aquella hora de la tarde.

De ahí la extrañeza del funcionario al percatarse de que su mujer se dirigía hacia el gabinete acompañada de un visitante, pues no otra cosa podría ser cuando Isabel lo dirigía hasta allí y no lo despachaba en el vestíbulo, como hubiera sido el caso de tratarse de algún asunto doméstico. Poco tiempo duró la incertidumbre de Carlos, sino el que tardó su esposa en llamar a la puerta con toques quedos y que se le antojaron a su marido un tanto misteriosos..., o eran simplemente imaginaciones suyas.

- Pasen- dijo Carlos utilizando el plural, pues demás sabía que Isabel no se hallaba sola.

Abrió ésta la puerta y asomó su cara con una expresión que a su marido le pareció ilusionada.

- Don Juan Suárez ha venido a hablar contigo – dijo Isabel al tiempo en que hacía un gesto de complicidad que su visitante no pudo apreciar, pues la dueña de la casa le daba en ese momento la espalda.

- Que pase, que pase – Carlos se levantó al tiempo que Isabel franqueaba la puerta a su visitante y lo hacía pasar para encontrarse con la sonrisa de su esposo, que le tendía la mano con cordialidad.

- Don Juan, que sorpresa tan agradable.

- El agrado es mío don Carlos. Permítame que le esté reconocido por recibirme a estas horas que, lo admito, no son muy apropiadas para las visitas.

- No lo merece, por Dios. Encantado de recibirle y poder ayudarle... si es que la ocasión es propicia para ello. 

- Veo don Carlos que ha calado usted que mi presencia en su casa no es mera cortesía, aunque esta no quiere ser ajena a mi ánimo.

- Bueno... la hora... lo inusual...

- Por Dios don Carlos no se apure. Esta es su casa y está usted en su pleno derecho de juzgar el sentido de mi visita como le plazca; y créame cuando le digo que no me siento incómodo por ello en ningún sentido.

- Pero acomódese don Juan – Carlos le ofreció un asiento cayendo en la cuenta de su olvido – y disculpe mi descortesía.

- En absoluto, en absoluto – dijo el comerciante tomando asiento en la silla que le ofreció su anfitrión.

- Bueno, yo les dejo con sus asuntos y...

- ¡ No por favor ! No se vaya, se lo ruego – dijo don Juan con una vehemencia que extrañó al matrimonio. Como quiera que fuese el comerciante consiguió que Isabel desistiera de su intención de marcharse y penetrara en el gabinete cerrando la puerta. No pudo reprimir una ligera sonrisa don Juan pues Isabel, con aquel gesto, demostraba haber comprendido que aquella visita requería discreción.

- No interpreten mal mis gestos, por favor – continuó Suárez – pero me atrevo a pedirles que se sienten y perdonen la arrogancia de ordenarles en su propia casa.

No contestó el matrimonio, pues su atención se hallaba cautivada por la trascendencia que aquellas palabras y la actitud de su visitante daban a la ocasión. Antes bien, procedieron a sentarse uno junto al otro y a esperar lo que tuviera que decir el comerciante, que no se hizo esperar.

- A estas alturas ya han comprendido que mi presencia en su casa no es mera cortesía. Y de su inteligencia estoy convencido provendrá la certeza de que, lo que tengo que decirles, tiene que ver con lo hablado en la reunión de la otra noche.

- Así es don Juan, eso sospechamos...

- No se inquiete don Carlos. Los creo afectos a las ideas que muchos consideramos de justicia y equidad, pero también sé de sus circunstancias familiares, y de su posición entre el cuerpo de funcionarios. Por nada quisiera comprometerlos de una manera grave; o al menos que exceda lo que ustedes admitan por su libre albedrío.

Asintió don Carlos reconocido y obsequió Isabel con una sonrisa agradecida a su interlocutor, que continuó al cabo:

- Si me voy a atrever a pedirles el servicio que necesito..., que necesitamos, es debido, precisamente, a lo favorable de sus circunstancias para el negocio en cuestión. Por motivos que es mejor dejar en el secreto, pero que ya imaginarán qué derroteros siguen, es preciso y, si me apuran, de una cierta urgencia, hacer llegar cierto escrito a una persona perteneciente a la milicia. Comprendan que, de momento, no pueda facilitarles más detalles. Es el caso que necesitamos a alguien que pueda llevarlo a Madrid sin levantar sospechas. Yo viajo con frecuencia a la Corte por motivo de mi comercio, pero me temo que últimamente suscito ciertos recelos a la autoridad que me hacen poco indicado para tal fin. 

- Y usted ha pensado en mí para tal cometido.

- Se equivoca, don Carlos...; hemos pensado en su esposa, pues ella levantaría menos sospechas y tiene una posición menos comprometida.

Se irguió Carlos mostrando su alarma por lo que acababa de escuchar y lo hizo también Isabel con sorpresa, pero, a decir de lo que su marido pudo observar, también con un punto de interés.

- Pero... señor Suárez... No creo que mi esposa deba...

- Apee el tratamiento, por favor. Juan y basta y deseo que me den la libertad de tratarlos con la misma intimidad. No tomen esto por atrevimiento o descortesía, pero en tratándose de personas comprometidas en lo que estamos todos nosotros, es preciso la más absoluta de las confianzas, y esta empieza con el trato... - hizo una pausa el comerciante antes de continuar en un tono que al matrimonio se le antojó se hacía aún más confidencial- Pues he dado por supuesto que ustedes se hallan comprometidos con la causa de traer la libertad a España... ; si no fuera así... Por Dios, les ruego me disculpen y lamento profundamente mi error que...

- No Juan, no se equivoca – miró Isabel a su esposo buscando su aprobación y no tardó en encontrarla.

- No se equivoca, no – dijo suspirando Carlos- Aunque, a decir verdad, no creo que hasta este momento hayamos tenido mucho que hacer en beneficio de tal causa. De hecho debo confesarle que su proposición me toma por sorpresa; de manera que no me atrevo a comprometerme o comprometer a mi esposa sin antes haber analizado la situación... - se había vuelto a mirar a Isabel al decir estas últimas palabras y, por su expresión, ésta supo que no debía contradecirlo- Espero comprenda y no tome a mal mis momentáneas reservas.

- Desde luego amigo mío, desde luego... No me atrevería a pedirles este servicio a nuestra patria si no los tuviera a ambos por personas discretas y prudentes, y en su respuesta se aprecian claramente ambas cualidades.

Calló el comerciante y el matrimonio no pudo dejar de entrever en su expresión un punto de desaliento. Quizás por ello Isabel hizo amago de intervenir, pero desistió al sentir la mano de su esposo en su bazo, pues allí la había posado con discreción al darse cuenta de la intención de su mujer y sabedor de su carácter en ocasiones impulsivo. Carlos se adelantó con decisión:

- Le aseguro Juan que consideraremos su proposición con el detenimiento que requiere y le daremos pronta respuesta... Comprenda que...

- Sobran más explicaciones Carlos – lo interrumpió Suárez – Comprendo y alabo su determinación. Sólo les ruego que me hagan saber cuanto antes lo que hayan decidido, por buscar otro acomodo, si fuera posible. En cuanto a la discreción por todo lo aquí hablado, no voy a insultarles pidiendo lo evidente.

- Vaya tranquilo Juan – dijo Carlos al tiempo en que su visitante se levantaba dando por terminada su encomienda. Lo demás fue la despedida exigida por las normas de cortesía, salvo por la sonrisa subrepticia que Isabel dirigió a su visitante y que llevó al ánimo de éste la confianza en que la necesidad de que alguien leal y discreto llevara a Madrid aquel escrito estaba cubierta. Pues demás sabía don Juan Suárez que cuando una mujer admitía con buena intención un negocio, éste se hacía por encima de cualquier otra consideración, así fueran los cielos o los infiernos los que se empeñaran en lo contrario; y si éstos nada podrían menos lo haría un feliz e inocente marido.