CAPÍTULO XXIV
Se preguntaba Carlos si su condición de funcionario explicaba el trato, hasta cierto punto deferente, que le habían dado los justicias o era simplemente que comprendían que él no había tenido que ver en la muerte de don Gaspar y en la huida de su esposa. Como quiera que fuese había tenido que acudir al llamado del corregidor en varias ocasiones, siempre para oír las mismas preguntas sobre dónde se encontraba Isabel y siempre para dar la misma respuesta: lo ignoraba. Muchas veces había temido que se aplicaran con él de manera menos civilizada de lo que venían haciéndolo, pero nunca pasaron de preguntar de forma reiterada, por si lo cogían en algún renuncio. Y en este punto es donde Carlos sospechaba que entraba en juego su condición de funcionario de la Intendencia de la provincia, pues no le cabía duda de que si su oficio hubiera sido otro, el de los que lo interrogaban se hubiera desenvuelto de otra manera.
De nuevo se encontraba Carlos en las dependencias del palacio del corregidor, armado de toda la paciencia que Dios le pudo dar y haciendo votos por no perder la calma ante sus inquisidores, por no decir algo que los pusiera tras el paradero de Isabel. Mucho había encomiado el funcionario lo que hiciera Gabriela por su mujer y mucho le había encomendado que no dijera nada a nadie sobre su paradero, aunque sobre este punto se hallaba tranquilo, puesto que sólo tras mucha insistencia y alguna amenaza había conseguido él mismo que la muchacha confesara dónde se encontraba Isabel. Nadie reparaba en Gabriela, al fin todavía una niña que poco podría saber de asuntos tan serios. El temor de Carlos venía de él mismo, pues si los alguaciles del corregidor se aplicaban como solían para obtener una confesión no las tenía todas consigo sobre si podría resistirse a confesar. Confiaba pues en su habilidad para mantener su aplomo, su capacidad de disimulo, la influencia que pudiera tener el intendente y no poca suerte, para mantener en secreto el paradero de su mujer.
En aquella ocasión, empero, fue diferente. Desde luego el mismo alguacil, en efecto la misma sala, pero cuando Carlos entró en ella no pudo evitar un gran gesto de sorpresa. Allí, sentados tras un modesto escritorio que habían colocado, halló a dos personas que no esperaba encontrar. De una parte al corregidor en persona, de la otra a don Mateo Montero, obispo de Badajoz. Permaneció callado el funcionario en la misma puerta, como si dar un paso más en la estancia hubiera significado su perdición y la de su esposa.
- Adelante, don Carlos, entre y siéntese – don Álvaro Cifuentes, corregidor de Badajoz, era un hombre robusto, de maneras algo toscas y voz grave que infundía tanto respeto por su aspecto como por su cargo. Contrastaba vivamente con su acompañante, menudo y de maneras suaves, tal que quisiera pasar desapercibido en todo momento. Pero demás sabía Carlos que, si de alguno tenía que cuidarse, ese era el de las ropas talares. No dijo nada el obispo y Carlos tomó asiento en una incómoda silla delante de ellos. Corregidor y obispo permanecieron callados observándole y Carlos, que en un principio había conseguido mantenerles la mirada, acabó bajando los ojos y aún la cabeza, vencido por la autoridad que emanaba de ellos. Al fin habló don Álvaro, pero su profunda voz contrastaba con la suavidad de su tono.
- Se le ha traído aquí, don Carlos, con el ánimo de ayudarle y ayudar a su familia. Sin duda usted comprende la gravedad de lo acontecido y admitirá que su esposa debe comparecer ante la justicia para rendir cuentas.
Nada contestó Carlos; permanecía con la cabeza gacha y la mirada clavada en sus zapatos. Tan solo acertó a asentir levemente en silencio.
- Considere que nadie la ha condenado, y que, tras las pesquisas oportunas, se la juzgará con la ecuanimidad debida- concluyó don Álvaro.
Levantó la cabeza Carlos con más determinación de la que él mismo hubiera creído y miró al corregidor para decir:
- Lo comprendo, señor corregidor; si supiera dónde se encuentra o qué ha sido de ella, no dude de que se lo diría.
- ¡Vaya por Dios! ¿Nos quiere hacer creer que no sabe dónde está su propia esposa? - fue don Mateo quien dijo estas palabras, con una dureza que no se avenía con su aspecto, menudo y casi delicado.
- A ver, don Carlos, reflexione... Cada día que pasa empeora la situación de su mujer. Entienda que si se entrega, la justicia tendrá oportunidad de ser clemente y atender a su condición de mujer y su pertenencia a la buena sociedad. Pero la persistencia en la fuga no hace sino hacerla cada vez más culpable a los ojos de todos- el corregidor seguía intentando ser persuasivo, pero Carlos percibió claramente la mirada reprobatoria que le dirigió el obispo.
- Lo entiendo señor corregidor. Me hago cargo..., pero no sé dónde pueda hallarse... Tengo para mí que quizás haya huido a Portugal... Pero no son más que conjeturas. Es el caso que...
- ¡Es el caso que usted la encubre de manera criminal! ¡De persistir en su actitud tendrá que responder ante la justicia como cómplice de su esposa!- de nuevo don Mateo intervino con tono agrio, pero esta vez tuvo la virtud de encender el ánimo de Carlos.
- ¡Es el caso, señor obispo, que mi mujer pudiera haber cometido un acto criminal, pero contra otro criminal, mayor si cabe, pues atentó contra una criatura! Un criminal que iba a pasar sin castigo merced a sus..., buenos oficios, señor obispo.
- ¡¿Cómo se atreve?! !Esto es inadmisible, señor corregidor! Ya le he dicho que no serviría de nada, pues tan criminal es como su esposa. Aplíquenle los hierros y ya verá si confiesa.
- Bueno, don Mateo, tengamos calma... Estamos entre personas civilizadas y sin duda podemos llegar a un entendimiento para solucionar esta situación...- don Álvaro pretendió ser conciliador, pero sólo consiguió exacerbar aún más al clérigo.
- ¡Los asesinos y sus secuaces no son personas civilizadas, don Álvaro! Procure arreglar este entuerto y lleve a la mujer de este señor ante la justicia. Y sepa que no descansaré hasta verla ajusticiada.
Se levantó don Mateo presa de la ira y, sin mirarlos siquiera, se dirigió a la salida. Tampoco miró al alguacil que le abrió la puerta, ni éste pudo dilucidar lo que el prelado iba mascullando. Sí lo hizo con el gesto que acto seguido le dirigió el corregidor, pues inclinó la cabeza y salió de la estancia cerrando la puerta.
- Parece que hemos irritado al señor obispo..., lo cual, créame don Carlos, no es nada bueno- se levantó a su vez el corregidor y rodeando la mesa se acercó al funcionario. Después lo tomo del brazo con suavidad y lo dirigió a un rincón de la estancia; notó Carlos que era el más alejado de la puerta, lo cual no dejó de intrigarle. Una vez allí el corregidor le habló bajando ostensiblemente la voz.
- Debe entender, don Carlos, que lo perpetrado por su esposa es muy grave... ¡No, no me interrumpa, se lo ruego!- atajó así don Álvaro la protesta de Carlos, quien obedeció el requerimiento de la autoridad con mansedumbre- Tan grave que difícil será que no acabe en el patíbulo- notó el corregidor el estremecimiento del funcionario y no pudo evitar un gesto de conmiseración.
- Sería ingenuo por mi parte tratar de engañarle en este punto, don Carlos. Por lo demás lo considero a usted lo bastante inteligente como para admitir la evidencia - asintió el aludido con resignación y pesadumbre- Acabará, sin duda, en el patíbulo..., si es que damos con ella; y hasta la fecha se nos ha hecho imposible.
Calló el corregidor y adoptó una actitud pensativa, mientras Carlos no perdía detalle de sus movimientos; había creído percibir cierto tono irónico en don Álvaro, y esto lo llenó a un tiempo de curiosidad y cierta esperanza. Cuando volvió a hablar don Álvaro lo hizo en un tonó que denotaba complicidad:
- Verá don Carlos, sabemos bien de sus devaneos con las ideas liberales y con los que las defienden y procuran hacerlas imperar en España- levantó la mano el corregidor ante el nuevo intento de protesta de Carlos, y este volvió a callar obediente- En este punto le ruego no ponga en duda mi inteligencia y nuestra capacidad- continuó el corregidor- Lo sabemos y conocemos quiénes son... Honrados ciudadanos que no representar, por ahora, ningún peligro, pero a los que hay que tener vigilados. En esto, como usted sabrá, nos ha prestado buen servicio don Mateo; lo cual lo lleva a demandar su pago en la persona de su esposa.
Hizo una pausa el corregidor para comprobar que Carlos se hallaba ya bajo su dominio y después continuó en tono enigmático:
- Pero verá usted, don Carlos... Corren tiempos delicados, indecisos, en los que nadie con juicio se atrevería a vaticinar lo porvenir. Yo, que me precio de hombre prudente, prefiero guardarme las espaldas y, por si viniera el caso, contar con un asidero que me libre de males. Sabemos que el reino anda agitado, y que sus correligionarios se hacen fuertes en otras partes. Así es que me ha dado por pensar que, si al fin los de la cuerda de Cádiz llegaran a lo alto, no vendría mal tener algún valedor entre ellos que pueda interceder para evitar situaciones desagradables... - hizo otra pausa el corregidor, esperando que el sentido de sus palabras calara en Carlos.
- Y en esto, mi apreciado don Carlos, entra usted, pues con que ejerza tal oficio cuento. Por mi parte..., en fin, esta ciudad es pequeña, contamos con pocas fuerzas para labores de policía y, además, están tan alejada de Madrid que casi nadie cae en cuentas de lo que por aquí acontece... Se me hace difícil en estas circunstancias dar cumplimiento fiel a lo que mi cargo y la exigencia de la ley demandan de mí, que no es otra cosa que poner a su esposa ante jueces y justicia. Y así, mi apreciado amigo, usted tendrá la serenidad de ánimo para acordarse de sus benefactores en caso de que fuera necesario- calló don Álvaro y clavó su mirada en el funcionario. Esté lo miró anonadado, sin saber muy bien qué contestar, pero al fin logró reponerse y responder:
- Espero y deseo, don Álvaro, que todo salga según la apetencia de cada cual... Por mi parte, no dude de que sabré responder a lo que de mí se espera, si es que tengo, y así lo espero, la serenidad de espíritu que se requiere para esos menesteres.
- Pues, entonces, don Carlos, hagamos votos para que todo salga según la necesidad de cada cual.