CAPÍTULO V

 

El padre Carlos Monreal enfiló la cuesta donde se hallaba situado el palacio episcopal con un resoplido. Aquellos finales de septiembre estaban resultando demasiado calurosos para su gusto a pesar de ser hombre que prefería de lejos el calor a los rigores del invierno. Sin embargo tenía que reconocer que San Miguel se había excedido en su celo por mandar su famoso veranillo y más para él, embutido en su sotana y sin poder desabotonarse al menos el cuello a causa de la visita que se disponía a realizar. Demás sabía el padre Monreal que su Ilustrísima el obispo don Mateo Montero era un hombre estricto que tenía en muy alta estima la apariencia y el mantenimiento de la dignidad exigible a un clérigo bajo su dirección; de manera que ni siquiera al salir de su casa se permitió desabotonarse el cuello de su sotana a la espera de volver a abotonarlo en las proximidades del palacio episcopal, no fuera a ser que algún hermano en Cristo lo viera de tal guisa y fuera con el cuento a don Mateo; pues no eran pocos los que labraban su “bien pasar” con tales prácticas informativas. De manera que el padre Monreal afrontó la subida de la cuesta soltando un bufido y enjugando el sudor de su frente con el pañuelo que su ama le entregó al salir de casa, recién planchado e impecable, - “ no lo vaya a ensuciar, don Carlos”- le había advertido en el momento de hacerle entrega de tan valioso bien.

Llegó a la entrada del palacio y saludó al portero haciendo un gesto que expresaba a un tiempo lo abrumado que estaba a causa del calor y la resignación ante la imposibilidad de remediar nada.

- Buenos días, don Carlos. Que le vamos a hacer; habrá que resignarse – dijo el portero entendiendo a la perfección lo que el clérigo quiso expresar con su gesto.

- Buenos días Pascual... Y que lo diga.

No ayudó a su buen ánimo enfrentarse a las escaleras que lo habían de llevar al primer piso, donde se hallaba el despacho del obispo, pero las afrontó con la actitud del que encara el último esfuerzo de un arduo trabajo. Por eso no pudo reprimir respirar aliviado cuando, al llegar por fin al despacho y saludar a su secretario, éste le indicó que debería esperar un poco, pues eso le dio oportunidad de sentarse y recuperar el resuello y enjugar de nuevo el sudor de su frente y su cuello. No le hubiera gustado presentarse ante don Mateo en un estado que pudiera interpretarse como azoramiento o nerviosismo. Pues don Carlos se encontraba inquieto. No eran infrecuentes las entrevistas de los clérigos de la diócesis, especialmente los que ejercían en Badajoz, con su obispo, pero lo que intrigaba a don Carlos y lo ponía nervioso era la circunstancia de que no hacía ni un mes que había estado despachando con don Mateo por motivos de su ministerio; y ni siquiera alguien como él, de talante optimista, podía pensar que dos veces en el mismo mes era normal, tratándose de despachar con alguien tan ocupado e importante como el obispo de la diócesis. Algo había ocurrido o iba a ocurrir y en cualquiera de los dos casos no era del agrado del clérigo ser requerido a presencia de su Ilustrísima.

No tuvo que esperar mucho para averiguarlo. No había acabado bien de limpiar el sudor de su cara cuando sonó una campanilla y el secretario del obispo se levantó y abrió la puerta del despacho de don Mateo; sin intercambiar palabra con el obispo, se volvió e indico al clérigo menor:

- Puede pasar.

Cayó en la cuenta entonces don Carlos de que el obispo no había sido informado de su presencia en la antecámara, lo que aumentó la inquietud que lo embargaba. ¿ Significaba aquello que don Mateo le reservaba una atención especial ? Penetró don Carlos en el despacho de su Ilustrísima con el ánimo inquieto y ello, sin duda, fue causa de su balbuceo al saludar a su superior.

- Bu... buenos días, Ilustrísima. Es... - cayó entonces en la cuenta de su olvido y se apresuró a besar el anillo del obispo, que alargó la mano con una mirada inexpresiva. Después le indicó con un gesto que se sentara y concentró su mirada en los documentos que tenía sobre la mesa, ignorando a su visitante. Pensó don Carlos que aquello lo hacía don Mateo para mantener su nerviosismo – que debía de ser muy evidente- pero no por ello se tranquilizó. Si el obispo mantenía aquella actitud significaba que había cierta animadversión hacia su persona o hacia sus actos. Suspiró don Carlos con total discreción, juntó las manos en su regazo bajando la mirada y procuró calmarse en la medida de lo posible, aunque su mente no paraba de elucubrar cuál podría ser el motivo de aquella convocatoria, tal y como había venido haciendo desde que recibiera el recado, tres días atrás. Por más que repasaba mentalmente no podía llegar a concluir qué pudiera provocar la reconvención del obispo, si es que era ésta el motivo de su llamada. Por lo tanto en su mente empezó a formarse la idea de que quizás lo requirieran para comunicarle algún cambio en su situación, desde luego no deseable, pues temía el clérigo que pudiera tratarse de algún traslado a otra sede episcopal o, peor aún, a alguna parroquia de algún pueblo dejado de la mano de Dios. No era esta circunstancia, desde luego, frecuente, pero en los tiempos que corrían, con las situaciones que había vivido recientemente el Reino, no sería descabellado pensar en alguna circunstancia en la que conviniera a la Santa Madre Iglesia que un cura joven y con energía se encargara de alguna parroquia delicada u ocupara una canonjía de especial interés para las pretensiones eclesiásticas. Ambas posibilidades inquietaban a don Carlos, pues implicaban salir de la ciudad, de la que era natural y donde se encontraba viviendo a plena satisfacción. Ya había tenido suficiente con su breve estancia en la Corte y más larga en Roma; ahora le apetecía la tranquilidad de su pequeña ciudad natal... y la proximidad a cierta parienta de su ama, sobre cuya espiritualidad y – por qué no admitirlo- también corporeidad, manifestaba no poco interés y dedicación. ¿Habría tenido conocimiento don Mateo de aquella afición? Don Carlos estaba tranquilo en este punto, pues era absolutamente discreto en lo que hacía a estos trabajos y, además, no era asunto tocante a la doctrina, sino a la moral, con la que sus superiores no tuvieron nunca ningún pleito que no afectara también a sus personas. En fin, que don Carlos no temía reprimenda por asunto de faldas, que eran frecuentes en casas de curas jóvenes, lozanos y bien dispuestos, y aún en las de los que no lo eran tanto; y así abundaban amas, sobrinas, hermanas y parientas – que cada cual disfrazaba según su parecer – que llevaban la casa del cura, la limpiaban y atendían a las demás necesidades que hubiere menester. Descartado este motivo de inquietud no alcanzaba  el joven clérigo a  vislumbrar cual pudiera ser la causa de su presencia en aquel despacho. 

- Y bien hijo, ¿como va su desempeño en la catedral? - don Mateo soltó aquello de improviso, sin levantar la mirada de los documentos que tenía delante y provocando el sobresalto de don Carlos, que no esperaba sus palabras de forma tan repentina.

- Eh... Bien... Ilustrísima... - logró sobreponerse y acabó con firmeza- Bien, con la ayuda de Dios y el acierto en la dirección de su Ilustrísima.

- Me alegro, hijo, me alegro. Y dígame... ¿ se encuentra a gusto en la ciudad ? Tengo entendido que es natural de aquí.

- Desde luego don Mateo. Nací aquí y aunque no me queda familia, pues mi madre ya está en gloria de Dios, si conservo amigos y conocidos.

- Lo sé, lo sé, don Carlos – se inquietó éste con el nuevo tratamiento del obispo – De hecho es esa circunstancia la que me hace llamarlo.

Hizo una pausa el obispo en la que clavó la mirada en la del cura, pues hasta entonces había vagado entre los documentos de la mesa y el despacho.

- Me han llegado noticias – continuó el obispo- de que asiste usted con cierta asiduidad a reuniones sociales de ciertos vecinos de la ciudad.

- Yo... don Mateo, sí... alguna vez...

- Alguna vez no don Carlos, digo con asiduidad. Pero no se inquiete, no tiene nada de malo tratar con los parroquianos, ni aunque sea en tratos... digamos mundanos.

- Yo don Mateo le aseguro que...

- No asegure de forma tan tajante hijo, no sea usted esclavo de sus palabras – le atajó don Mateo- No se inquiete por lo de “mundano”. Con ello no me refiero a lo que usted tiene en mente, que, por cierto, no es tan secreto como usted cree, y menos en ciudad tan pequeña como ésta. Cuídese de no dejar... consecuencias o de disfrazarlas de forma que no salpiquen a nuestra Santa Madre Iglesia y vaya cada cual con sus negocios, que no seré yo quien pretenda rectificar a natura y a la historia.

Bajó la mirada y aún la cabeza don Carlos y permaneció callado a pesar del silencio del obispo. Al fin éste dio un golpe suave con sus nudillos en la mesa y obligo al clérigo a mirarlo.

- Cuando digo mundanos me refiero al tipo de conversaciones que se dan en esas reuniones y también a la clase de personas que a ella asisten.

- Son conocidos de la ciudad y alguna persona venida de la Corte no ha mucho.

- Si don Carlos...; y también personas que tienen ciertas ideas que no concuerdan demasiado con lo que siempre ha convenido a nuestra Santa Madre.

Guardó silencio el obispo clavando su mirada en el cura, que volvió a bajar sus ojos y su cabeza procurando mostrar la sumisión que en aquel momento le convenía. Al cabo de un momento y ante el silencio de su superior don Carlos se vio obligado a decir algo.

- Don Mateo... yo... Ruego su perdón... Nunca he querido hacer daño ni a su Ilustrísima ni a nuestra Iglesia. No creí que mi asistencia a tales reuniones pudiera ocasionar malestar en su Ilustrísima. Le aseguro que nunca más volveré a ir a ninguno de esos actos, sea cual sea el anfitrión. Puede estar seguro de ello y...

Se detuvo ante la mano levantada del obispo y el cura creyó percibir que sus rasgos se suavizaban ligeramente.

- No sea tan vehemente, don Carlos. Nadie le ha dicho que no asista a tales reuniones- sonrió el obispo ante la expresión de asombro de su subordinado – Quizás sea conveniente para nuestra Santa Madre que alguno de sus servidores esté en contacto con estas personas de ideas un tanto.... erráticas. Con la necesaria discreción, desde luego, y sin que sirva de excusa para los que dicen mal de nosotros.

- Don Mateo... yo...

- Bien, bien... No se apure. Escúcheme bien hijo. Debe usted seguir asistiendo a esas reuniones, pero sea discreto y, sobre todo, entérese bien de quién va y quién viene, qué dice cada uno y dónde está cada cual. ¿Me comprende?

Asintió el cura y no pudo disimular cierto gesto de alivio.

- Desde luego Ilustrísima... Pondré atención y le informaré de cuanto allí se diga y se haga sin comprometer a la Iglesia. Me mantendré atento pero distante y...

- No tan distante, don Carlos. No sea tan extremo – volvió a sonreír el obispo ante la expresión de extrañeza del cura – Vea hijo que la Santa Iglesia tiene muchos años de existencia y más que tendrá, no le quepa duda. ¿ Sabe por qué? Pues porque nunca se puso delante de lo que trajeron los tiempos. No sabemos qué pueda venir de todas esas idas y venidas de gentes con decisión de cambiar las cosas; ya tuvimos muestras de ello no hace mucho. De manera hijo que lo que más conviene a Nuestro Señor y a sus humildes servidores es estar preparado para las mudanzas que pudieran acaecer. Siga usted en contacto con esas personas, informe de lo que allí ocurre y... procure que lo tomen por uno de los suyos; no vaya a ser que al fin tengamos que tratar con ellos tal y como ahora lo hacemos con sus contrarios.

Quedó en suspenso el cura sin poder disimular su expresión de asombro, lo que provocó la sonrisa del obispo. Al fin asintió declarando:

- Comprendo don Mateo. Se hará como su Ilustrísima desee.

- Lo que deseo y conviene don Carlos. No olvide usted que ambos estamos para buscar lo mejor para nuestra Santa Madre, ante lo cual nada de lo que podamos apetecer tiene la menor importancia. Y ahora vaya con Dios y prosiga con sus ocupaciones, sin que unas distraigan a las más importantes.

Salió el cura del despacho de su superior y del palacio episcopal absorto en sus pensamientos, hasta el punto en que no respondió a la despedida del portero. Tampoco se vio afectado por el calor de la calle, pues en su estado primaba más el desconcierto y la inquietud que la molestia del tórrido verano. Volvió don Carlos a su casa cavilando y mirando al suelo cual si estuviera en el claustro catedralicio dedicado a la oración. Poco a poco había ido asimilando lo dicho por el obispo y superando la sorpresa que sus palabras y sus órdenes le habían causado; pero en su ánimo se había asentado ahora la inquietud por lo que representaba para él la orden de don Mateo. Hasta entonces el cura había asistido a aquella reuniones llevado sólo por el deseo de tener cierta vida social, a la que no quería renunciar por el hecho de haber sido ordenado; sobre todo teniendo en cuenta que su entrada al sacerdocio se había producido más por conveniencia que por vocación. A partir de la entrevista con el obispo don Carlos tendría que asistir a aquellas reuniones sociales con un talante totalmente diferente, lejos del puro divertimento con que había estado presente hasta entonces. Y además manteniendo el disimulo que la situación exigía. Repasaba mentalmente las personas a las que conocía y qué actitud convenía mantener con ellas, de modo que pudiera obtener la información conveniente y mostrarles a un tiempo su interés en un tema que hasta entonces había estado alejado de sus preocupaciones, de manera que.... Se detuvo el cura y miró a ambos lados desconcertado. Sus cavilaciones habían hecho que pasara su casa de largo y en ese momento fue consciente otra vez del calor que hacía en la calle. Suspiro, sonrió condescendiente y volvió sus pasos hacia el frescor de su casa.