CAPÍTULO XXVI
Si le hubieran preguntado a Isabel por dónde había deambulado durante las últimas semanas, sólo con un serio esfuerzo sería capaz de ponerlo en pie, tantas habían sido las vueltas y revueltas que le habían hecho dar por media España. Había ido pasado de mano en mano de carreteros, buhoneros, comediantes y hasta un afilador, que, siempre vestida de hombre, la habían ido llevando de pueblo en pueblo y de fonda en fonda, siempre buscando la mayor discreción, por no ser notada de nadie que pudiera dar parte a la justicia. En no pocas ocasiones Isabel había dormido al sereno, arrebujada en una manta raída y al amparo de algún pequeño fuego que sólo se permitían en noches en que arreciaba demasiado el frío. En todo aquel periplo siempre estuvo acompañada de hombres, pero en ningún momento tuvo que lamentar percance debido a su sexo, ni tan siquiera la más leve insinuación. No sabía Isabel si achacar aquello a la caballerosidad de sus guías – cosa dudosa en genero masculino, pues la cabra siempre tira al monte- o a las admoniciones de tía Nicasia y a la sombra siempre presente del gremio entre el que desenvolvía su oficio, pues no era plato de gusto tenérselas que ver con contrabandistas y gentes con su cuello expuesto a cuerdas. Sea como fuere, Isabel se acostumbró a gozar de tranquilidad en aquel asunto y concentrar sus inquietudes en no ser descubierta por alguaciles y mangas verdes.
Varias semanas de deambular por Extremadura y La Mancha le llevó antes de llegar a Madrid, pero al fin entró en la Villa y Corte haciendo de zagal de un pastor con una pequeña punta de ovejas que atravesaban la capital por la cañada real. No eran muchas, pero suficientes para disimular el transporte de algunos bultos más lucrativos que la pobre lana de los animales. La entregó el pastor con reserva a un especiero al parecer bien relacionado con los vecinos del arrabal de tía Nicasia, quienes lo surtían del genero que, proveniente de las posesiones portuguesas de ultramar, pasaban la raya a través del Guadiana o del Caya. El comerciante se hallaba prevenido de su llegada y, casi sin dirigirle la palabra, la hizo seguirlo hacia una vivienda y almacén que se hallaban cerca de la puerta de Toledo.
Quedó alojada Isabel en el desván de la casa, acondicionado como habitación con un camastro y una jofaina, y que al tiempo hacía la función de almacén del genero con el que se comerciaba en el establecimiento, de manera que fue estancia bien especiada y olorosa la que se dispuso a afrontar. No se quejaba; la familia que la amparaba, afable y obsequiosa, la componía el especiero, su mujer y una muchacha de unos quince años, alegre y dicharachera que hizo a Isabel más soportable su refugio.
Así, escondida y sin llamar la atención, paso la mujer algunas semanas, pero poco a poco el sigilo se fue relajando y al fin acabó bajando a la vivienda. Lo comprendió la familia y sólo le pidió – por lo que más quisiera- la máxima discreción, pues les iba en ello su libertad. Así lo juró y perjuró Isabel, y a poco, vestida ya de mujer – con ropas muy sencillas-, pero con la mayor prudencia, se atrevió a salir a la calle y deambular por aquella parte de la capital, siempre por poco tiempo y procurando llamar la atención lo menos posible.
Pero el alma humana es predecible y, como no podía ser de otra forma en mujer y madre, en cuanto Isabel se vio con la debida confianza, encaminó sus pasos hacia la calle del Arenal. Allí se encontraba la casa de sus padres, la casa donde nació y recibió su crianza, y donde vivía su hijo Carlos. El niño fue enviado desde Badajoz con sus abuelos maternos por alejarlo de habladurías y malas intenciones, y allí permanecía a su cuidado, protegido y atendido, como si hubieran sido sus padres. Los de Isabel habían sabido disimular el disgusto de lo acontecido a Carlitos y, sobre todo, el dolor del trance en que se veía su hija; mantenían informados a su padre y procuraban que éste les diera noticias de su hija, aunque les costaba evitar caer en el desconsuelo cuando el correo sólo les informaba de la ignorancia en que su yerno se hallaba con respecto a Isabel. El niño vivía feliz en aquella casa grande, donde podía jugar y curiosear a su antojo. Notaba que todo se le permitía y aprovechaba tal circunstancia como no podía ser de otra manera en un niño sano y alegre por naturaleza. Sólo de vez en cuanto, cuando se acordaba de sus padres, quedaba sumido en el silencio y cierta tristeza, preguntaba por ellos, aceptaba las explicaciones de sus abuelos sin dudar de su veracidad y volvía a sus juegos con bríos renovados, como si la sombra de la añoranza hubiera sido barrida por un temporal. Por las tardes su abuela solía llevarlo a pasear, por que respirara aire puro y descansara de sus juegos incansables.
Aquel día los hados quisieron que Isabel llegara justo a tiempo para ver a su hijo, su madre y la que juzgó debía ser un aya, salir de la casa y comenzar a pasear hacia palacio. No se había atrevido a ir en muchas ocasiones a vigilar la casa de sus padres, por miedo a ser reconocida y apresada; solía ir por la tarde, cuando había menos tránsito de personas por las inmediaciones, pero hasta el momento no había tenido la suerte de ver salir o entrar a su hijo o sus padres. Los divisó de lejos y desde aquel momento ya no tuvo ojos para otra cosa; por eso no pudo apercibirse de la persona que la observaba, atenta, vigilante y dispuesta a actuar a la menor oportunidad. Ésta no tardó en llegar, pues en cuanto vio a su hijo, Isabel perdió toda noción de prudencia y sensatez. Si no gritó fue porque juzgó que no la oirían, a causa de la distancia que los separaba, pero apretó el paso y hubiera empezado a correr si no se lo hubieran impedido. En cuanto vislumbró sus intenciones, la persona que la vigilaba actuó con decisión, le salió al paso y, sin decir palabra, la tomó del brazo con determinación para obligarla a desandar su camino. Isabel no lo vio llegar y cuando lo tuvo encima su primera intención fue resistirse con todas sus fuerzas, pero en el último instante lo reconoció y se dejó hacer. Juan Paniagua la condujo por la calle de Bordadores hacia la calle Mayor y después hacia la plaza del mismo nombre, donde se detuvo y la encaró.
- Perdone mi brusquedad doña Isabel, pero la ocasión la requería -asintió conturbada la mujer, sin decir nada, pero sin apartar la mirada del muchacho. No había pasado mucho tiempo desde que lo conociera en su entrevista con don Marcelino, pero el que fuera poco más que un niño grande, impaciente e inseguro, parecía haber madurado y hacía gala de hechuras de mozo, apuesto por cierto, y de una confianza impropia en persona de su edad. La tomó de nuevo del brazo y la condujo junto a uno de los pilares de la plaza, a resguardo de miradas y oídos indiscretos.
- Llevo días vigilando la casa de sus padres por encargo de mi tío y..., pero ya le explicará él. Hoy por fin hemos coincidido, pues, aunque sospechábamos que iría a aquel lugar, no sabíamos ni día ni hora. He visto que iba usted a descubrirse y he decidido actuar de esta forma tan poco formal y caballerosa. Espero me disculpe...
- Nada tengo que disculpar, Juan. Gracias a ti sigo libre en este momento, pues mi impulso de hablar con mi hijo y con mi madre me hubieran descubierto. Mi único sentimiento es de gratitud y si caben disculpas esas son por mi parte.
Asintió aliviado el muchacho, lo cual hizo sonreír a Isabel, aunque lo disimuló por no herir la susceptibilidad tan típica de aquellas edades.
- Y ahora es mejor que vuelva a mi refugio, no sea...
- De ninguna manera, doña Isabel, usted se viene conmigo. Esas son mis órdenes y no admito réplica- la tomó del brazo y echaron a andar por calles sin mucho público, pues que ya iba oscureciendo.
Anduvieron a buen paso y no se cuidaron de vigilar si alguien los seguía. No estaban para eso ni el uno ni la otra, ni ahora ni cuando se encontraron cerca de la casa natal de Isabel. Ésta porque sólo tenía ojos para sus allegados, él por la inexperiencia de la poca edad. Por eso ninguno se apercibió de que otra persona los observaba con mucha atención y disimulo; alto, de maneras suaves y aspecto inteligente, los siguió con sigilo hasta que llegaron a su destino, y allí los dejó, satisfecho y haciendo votos por volver.
El sitio a donde la condujo el muchacho no era otro que la fonda de la plaza de Santa Ana que había conocido su encuentro con don Marcelino Paniagua. Allí, en la misma habitación en que tuviera lugar la conversación con el militar, la depositó su sobrino con el ruego de que esperara. Isabel no se extrañó de que nadie preguntara o pusiera objeción en la fonda, de lo que coligió que debía ser lugar habitual para liberales, cuando no conspiradores, y aguardó no sin nerviosismo y cierta desconfianza. No tardó en volver con ella Juan, resuelto y mostrando más confianza de la que debía sentir, si es que Isabel juzgaba bien a las personas. A todas luces se veía que el muchacho se encontraba nervioso y, una vez que habían quedado solos, no sabía bien cómo comportarse, sino con la torpeza propia de la adolescencia. Se hizo cargo Isabel y se apiadó de su trance, de modo que tomó la iniciativa en la ocasión.
- Sentémonos, Juan, no sabemos cuánto tardarán, pues sin duda has mandado recado.
- Oh, si... Perdón... Yo..., disculpe mi torpeza.
- No hay porqué, Juan. Anda, siéntate junto a mí y cuéntame algo de tus andanzas, pues creo que a partir de ahora vamos a intimar bastante.
Le pareció a Isabel que aquellas palabras tuvieron el efecto de ensanchar de gozo al muchacho al tiempo que acentuaban su nerviosismo; sonrió para sí e insistió:
- A ver, dime si estudias o cual es tu ocupación, aparte de rondar muchachas y presumir ante los amigos.
- Por favor, doña Isabel, no se burle.
- No me burlo, pues estoy segura de que no me equivoco- sonrió afable Isabel y disipó con ello cualquier resquemor en el muchacho. Devolvió este la sonrisa y declaró con aplomo:
- Empezaré a estudiar leyes bien pronto, aunque mi primera inclinación es la milicia. Pero mi tío me dice que no están las cosas para entrar en tal oficio y prefiere otra ocupación hasta que la situación esté tranquila. Mi padre murió siendo yo muy pequeño y mi madre está muy delicada de salud. En mi tío Marcelino tengo a un padre y estoy seguro de que acierta en lo mejor para mí.
- Tienes toda la razón Juan. Haz caso de lo que te diga que no puede equivocarse quien bien te quiere.
No pudo contestar el muchacho pues en ese momento aquel de quien hablaban irrumpió en la habitación no sin cierta brusquedad. Se mostró aliviado en cuanto comprobó la integridad de Isabel y el muchacho y sus palabras lo revelaron con claridad.
- Gracias a Dios los encuentro con bien. Tu mensaje no fue muy tranquilizador o si lo fue no lo transmitieron como tal. Sea bienvenida, Isabel, aunque las circunstancias no sean muy halagüeñas.
- Le agradezco su interés, don Marcelino. Yo no sé muy bien cómo interpretar todo esto. Ignoro si usted sabe lo que...
- Lo sé, lo sabemos, diría mejor. Y lo comprendemos. Ignorábamos que estuviera usted en Madrid, pero en cuanto su marido nos lo comunicó...
- ¿ Mi marido? ¡Oh, Dios mío! ¿El sabe...? ¡Gracias a Dios...!- fue tal la emoción que sintió Isabel que sus ojos se llenaron de lágrimas y éstas se derramaron por sus mejillas. Respetaron sus sentimientos los dos hombres y cuando volvió a ser dueña de sí, don Marcelino dijo:
- Puedo imaginar la angustia y preocupación de su esposo, pero en cuanto ha estado de su mano, ha puesto remedio según sus posibilidades – asintió la mujer, agradecida por aquellas palabras.
- Nos ha encomendado su cuidado y protección y honraremos su entrega a la causa como corresponde. Así pues, Isabel, se viene con nosotros a tener mejor acomodo y seguridad, o eso procuraremos con todos nuestros medios.
- Sea, Marcelino... Pero pienso en la familia que me ha protegido hasta ahora...
- No se inquiete, Isabel, se obrará como es debido en todos los sentidos. Deje que nos ocupemos de ello, y usted descanse en nosotros, que bastante ha padecido hasta ahora.
De nuevo la emoción embargo a la mujer y de nuevo sus lágrimas afloraron a sus ojos, pero en esta ocasión logró contenerse; si había llegado hasta allí no iba a caer ahora en debilidades.
- Vamos pues, caballeros, a ambos me encomiendo.