CAPÍTULO XXXI
Los meses que siguieron fueron de incertidumbre, no sólo para Isabel y su familia, sino para muchos españoles que temían ver derrumbado lo que tanto había costado construir. También fueron tiempos de esperanza para otros muchos que añoraban volver a lo que siempre tuvieron y les había sido arrebatado, con felonía, según ellos, con justicia, según los otros. Pero sobre todo, fueron tiempos de rumores, temerosos los unos, esperanzados los demás... Que si las potencias extranjeras sólo habían hecho un gesto vacío en Verona, que si se estaba preparando el ejército francés... Unos afirmaban que éste lo componían sólo unos cuantos cientos de soldados novatos y voluntarios realistas españoles, no más de mil o dos mil. Otros que Francia movilizaba a no menos de diez divisiones. Los unos y los otros parecían saberlo todo y las tabernas, los salones, las oficinas y las tiendas bullían con las noticias contradictorias que todos sabían a ciencia cierta.
Pero a nadie se oía gritar enaltecido que había que defender a la patria, nadie hacia votos por echar al invasor si se atrevía a tal afrenta, ninguno recordaba los hechos heroicos de la guerra contra el francés. Antes al contrario, un fatalismo de derrota se extendía entre los unos, como si la sola presencia del invasor supusiera el fin irremediable de todo; mientras los otros esperaban con ansia recibir al extranjero que les trajera de nuevo el orden y la ley, olvidando ya cuánto se había penado por expulsarlos no hacía ni diez años.
Entre los primeros se hallaban Carlos e Isabel. En un principio no habían dado la menor importancia a las noticias que venían de Europa, tomándolas, como todos, como simples amenazas de índole política, cuando no propaganda interesada de los partidarios del anterior régimen. Pero poco a poco, en tanto los acontecimientos parecían concretarse, fueron tomando en serio, también como todos, lo que parecía avecinarse y sus consecuencias.
Aquella tarde del mes de abril de 1823 Isabel no tomó a la ligera las noticias que traía su marido. Tampoco les dio un recibimiento dramático, sobre todo porque ella ya las conocía. Desde la mañana habían ido corriendo por Madrid rumores de lo que sucedía, y a Isabel, que a la sazón había estado deambulando por la ciudad ocupada en ciertas compras, no dejaron llegarle. Carlos entró en casa casi demacrado, como si hubiera recibido la noticia de una pérdida fatal. Su mujer salió a recibirle sin dejar de mostrar la preocupación que también sentía, pero dejó que él expusiera las suyas:
- Las tropas francesas han atravesado la frontera... En realidad avanzan sin oposición y se dice que en Cataluña y las Vascongadas las están recibiendo con vítores y aclamaciones, como a unos libertadores.
Carlos se dejó caer en una silla del pasillo, pues ni siquiera se dio tiempo para llegar a la sala. Isabel se arrodilló frente a él y tomó sus manos.
- Algo había oído en las calles, pero no creí que fuera tan grave...
- Me temo que en unos días lleguen a Madrid. En la Intendencia se dice que el gobierno de la nación está preparando su evacuación. Todo está perdido Isabel...
- ¿ Y qué haremos? ¿Qué nos pasará? Debemos pensar en Carlos y...; tengo miedo...
Carlos se levantó y la acogió entre sus brazos en actitud protectora.
- Tu eres una mujer fuerte y valerosa, no debes caer en el desánimo. Debemos analizar la situación con detenimiento y observar cómo devienen los acontecimientos. Después, según sea necesario, actuar con determinación.
Isabel miró a su marido a los ojos y se sintió más tranquila. No era Carlos hombre de acción, pero en su mirada y en su gesto encontró arrojo, y eso significaba que ella podía abandonarse a su amparo; se encontraba demasiado cansada de tener miedo, de huir, de esconderse y cuando parecía que su vida podía discurrir con normalidad ocurría aquella calamidad que la sumía otra vez en el pozo de la incertidumbre. Que se ocupara Carlos, que su marido decidiera qué era lo mejor para todos; ella confiaría en él y descansaría todavía un poco más.
No pudo hacerlo por mucho tiempo. A fines del mes de mayo el gobierno de la nación abandonó Madrid con el rey, camino de Sevilla y el comandante de la plaza capituló ante los franceses. Las tropas entraron en la capital entre no pocos vítores y recibimientos alborozados de partes de las gentes que pocos meses antes recibía de igual manera a Riego y cantaba el Trágala.
Carlos e Isabel decidieron volver a casa de sus padres, que los recibieron con no poco alivio. Al fin y al cabo eran gente de orden, pertenecientes a la pequeña nobleza y con ciertas influencias entre los que, si un milagro no lo remediaba, volverían a tomar las riendas de España. Todos esperaban poder dar y recibir la protección que sin duda iban a necesitar en los tiempos por venir.
- No debéis precipitaros – su padre esgrimía la seriedad que requería la situación y no las tenía todas consigo en cuanto a su capacidad para ampararlos – pero tenéis que estar prestos huir si fuera menester.
- Pero Saturnino, no debes decir eso. Estarán bien...; veréis como la cosa no pasa a mayores. El rey...
- Al rey ya lo conocemos, Inés. En cuanto tenga el poder otra vez en sus manos hará una escabechina; y más ahora que estará respaldado por los franceses y los gobiernos de media Europa. No sé hasta dónde llegará su mano, pero me temo que sea larga.
- Entonces quizás sería mejor ir al exilio, cuanto antes – Carlos dijo aquello mirando a Isabel a los ojos, buscando su aprobación, pero no encontró sino algo parecido a la desidia.
- Quizás no haga falta, hijos míos. En el peor de los casos te desterrarán a alguna provincia lejana, quizás a las islas..., pero ya conocéis una situación parecida en Badajoz – don Saturnino dijo estas palabras y calló de pronto. Le habían traído el recuerdo de algo muy doloroso y ahora ya no podía deshacer el daño.
Se produjo un momento de silencio incómodo que rompió al fin Isabel como si volviera de un profundo sueño.
- Entonces... ¿Podría ser que yo...? - miró con gesto casi desesperado a unos y otros y no encontró sino preocupación y desasosiego. Fue su marido quien acudió al quite:
- No debes preocuparte por ese asunto, Isabel. La causa la ha sobreseído el Supremo Tribunal y es asunto zanjado y yo diría que olvidado.
- Pero ese tribunal es hijo de la revolución... Pudiera ser que...
- Carlos tiene razón, hija mía. Las determinaciones de la justicia no se tocarán y, además, los miembros del tribunal son gente de orden y serán respetados por el rey.
Nada dijo Isabel; asintió y procuró poner buena cara aunque la semilla del miedo había vuelto a germinar en su alma.
No vinieron a tranquilizarla los acontecimientos que se sucedieron en los meses siguientes. A fines de septiembre los franceses acabaron por derrotar los últimos restos de resistencia de los liberales en Cádiz, arrancaron al rey de sus manos y lo repusieron en el trono con un poder absoluto. El rostro de su marido se tiñó de una expresión sombría, como un preludio de que alto trágico y terrible podría caer sobre todos ellos. Como muchos funcionarios Carlos dejó de ir a las oficinas de la Intendencia y mandó recado de que se encontraba enfermo; se encerró en casa y esperó el devenir de los acontecimientos.
Éstos cumplieron los peores presagios, aunque al fin Carlos pudo sentirse un privilegiado, pues tan sólo fue desterrado y depurado, perdiendo su condición de funcionario y su trabajo; otros muchos, en cambio, fueron pasados por las armas o ahorcados en una venganza sangrienta del que fuera un día el Deseado. El día 7 de noviembre lo fue don Rafael de Riego, el héroe un día aclamado por el pueblo de Madrid que, sin embargo, en aquella ocasión lo vilipendió mientras era arrastrado a la Plaza de la Cebada -lugar donde se colocara el patíbulo- en un serón, ahorcado y después decapitado, para escarmiento de todos aquellos que tuvieran ínfulas de conseguir acabar con el poder absoluto del rey. Allí estaban Carlos e Isabel, callados y sobrecogidos. No hubiera querido asistir a tan doloroso espectáculo su marido, pero Isabel lo convenció, por tener la caridad de no dejar sólo en aquel trance a quien les había traído tanta esperanza. Nada dijeron, nada hicieron ante los insultos de la gente allí congregada, pero con su recogimiento quisieron estar al lado del ajusticiado. Al menos ellos conservarían su vida..., o en ello confiaban.