CAPÍTULO XIV
Isabel se encontraba inclinada sobre la cama donde dormía su hijo cuando sintió el quedo toque en la puerta del cuarto. Levantó la mirada hacia la entrada con gesto cansando y al cabo de unos instantes se levantó para abrir ella misma. No quería que el menor ruido despertara a la criatura, ahora que por fin parecía haberse calmado lo suficiente como para conciliar el sueño. Los últimos días habían sido de una preocupación constantes para el matrimonio, sobre todo después de la visita que hicieran a don Gaspar, preceptor del niño. Desde entonces Carlitos parecía haber empeorado en su estado de tristeza, desgana o lo que fuera aquello que padecía y que lo llevaba a no comer, ni jugar, ni casi hablar, cuando antes había sido un niño alegre, fuerte y más bien travieso. Tal fue así que ahora casi se negaba a ir a la escuela y parecía entrar en un estado de nerviosismo intenso cada vez que llegaba la hora de marcharse a recibir sus lecciones. Al fin sus padres decidieron que por el momento permaneciese en casa, en tanto procuraban remedio a su estado, no fuera a ser que imponerle la obligación de ir a la academia de don Gaspar agravara lo que padecía. Mandó una nota el clérigo interesándose por su ausencia y requiriendo noticias sobre su estado; contestó Carlos disculpando al niño, comunicando que seguía indispuesto y agradeciendo el interés del párroco por su hijo.
Llegó Isabel a la puerta y la abrió con sumo cuidado, casi con sigilo; se encontró con el rostro compungido de Gabriela, su doncella, aunque, a decir verdad, hacía también las funciones de niñera, criada e incluso ayudante de la cocinera cuando era menester. Esto último en labores nada comprometidas para el buen apaño de la comida, pues no era precisamente ducha en las faenas culinarias. Detuvo Isabel la intención de la otra colocándose el dedo sobre los labios indicando silencio y con un gesto le dijo que la dejase salir de la habitación. Cerró después tras sí con sumo cuidado y encaró a su criada con gesto inquisitorio.
- El señor me manda preguntar por usted y por el niño... Acaba de volver y no sabía dónde estaba usted, señora.
-Ahora lo veo Gabriela, gracias.
Comenzó a andar Isabel hacia el salón cuando oyó la voz de su criada en un susurro:
- Señora, ¿como está Carlitos?
Se volvió Isabel no pudiendo remediar un gesto de cansancio que percibió Gabriela; no obstante apreció el interés de la criada y contestó con amabilidad:
- Pues sigue igual...; pero al menos ahora parece que duerme un poco mejor...
- Señora... No quiero ser entrometida pero... si usted me permite que le hable un momento... yo...
- Ahora no estamos para otros problemas Gabriela, entiéndalo. Le prometo que cuando Carlitos esté mejor hablaremos de su salario – suponía Isabel que de eso trataba lo que quería decirle su sirvienta, pues ya en alguna otra ocasión lo había planteado, y Carlos había prometido tratar del tema en cuanto tuviera tiempo y ocasión. Por eso Isabel no pudo ocultar una expresión de sorpresa cuando escuchó a su criada:
- No se trata de eso, señora... Yo... - bajó los ojos con claro azoramiento, al tiempo que se agarraba los dedos de una mano con la otra en claro gesto de nerviosismo.
Se acercó Isabel y la sujeto por los brazos con afecto mientras le decía:
- Cálmate mujer... No será tan grave. Si has roto algo ya lo repondremos, no hay en esta casa nada tan valioso que lo haga irreemplazable.
Calló Gabriela y permaneció con la mirada y aún la cabeza gachas, pero al cabo de unos momentos, como si se hubiera armado de valor haciendo un poderoso esfuerzo, soltó un poco atropelladamente:
- Es de Carlitos de quien quiero hablarle, señora, si usted me lo permite y no lo tiene como desfachatez.
Se la quedó mirando Isabel de hito en hito y sin apartar sus manos de los brazos de su sirvienta; así permaneció unos instantes sin saber bien a que atenerse. Por unos momentos pasaron por su mente toda clase de conjeturas... ¿Sabría Gabriela qué le sucedía al niño? ¿Tendría ella algo que ver con su padecimiento? ¿ No sería que le hubiera dado algo de comer que...? Con un gesto de sus ojos desterró todas aquella elucubraciones, suspiró procurando tranquilizarse y declaró:
- Desde luego, Gabriela. Puedes decirme con libertad lo que tengas que decirme.
Pasados los primeros momentos de duda y zozobra, que no pudo evitar dada la preocupación por su hijo, Isabel temía que su sirvienta no fuera a decirle sino alguna obviedad a la que había que atender por educación y no parecer descortés y grosera, pues, aunque criada, Gabriela era ante todo persona y no le habían enseñado a Isabel a despreciar a nadie cualesquiera fueran su oficio y condición. A más que Gabriela siempre se mostró considerada y cariñosa con Carlitos, sin olvidar su buen carácter, su honradez probada y su laboriosidad. Esperó pues con paciencia a que su sirvienta cobrara otra vez nuevos ánimos para acometer lo que a ella se antojaba como labor compleja y la animó con algún gesto de aliento.
- Verá señora... yo... Usted dirá que soy una entrometida, pero yo quiero mucho al señorito y... - se detuvo y otra vez mostró signos de evidente nerviosismo con sus manos y bajando la cabeza.
Se la levantó con suavidad Isabel empujando su barbilla y esgrimiendo una sonrisa que procuró no se mostrara como cansada. Aquel gesto lo agradeció su sirvienta con otra sonrisa de agradecimiento, pues suponía una manifestación de cariño que ella, huérfana, y con diecisiete años apenas, necesitaba tanto más que su pequeño salario y la cama y comida que le daban en aquella casa. No tenía más familia que una tía, bondadosa, pero sin posibilidades de mantenerla ni de ocuparse demasiado de ella, ocupada como estaba también en el servicio para procurarse un pasar aceptable. Fue su tía quien le había procurado aquella casa para servir, aprovechando su conocimiento de ciertas personas con influencia y acceso a la familia que la ocupaba. Y Gabriela comenzó a trabajar sintiéndose por un lado agradecida a todos cuantos se lo permitían, pero por otro triste por verse sometida a aquella necesidad. Por eso, cuando pudo comprobar el trato amable y siempre considerado de sus señores, fue desarrollando un sentimiento que se asemejaba a la pertenencia a aquella familia. Demás sabía que aquello era una vana ilusión, pero la hacía sentirse tan bien que decidió no desengañarse del todo. Y ello a pesar de las filípicas que le soltaba Manuela, la cocinera, con la que compartía cuarto, confidencias y comidas. Insistía su colega en el servicio en que olvidara aquellas ideas y sentimientos; le hacía ver que era sólo una criada y que ni le convenía ni le estaba permitido traspasar las atribuciones de aquel oficio y la reprendía por hacerse la ilusión de ser algo más que una sirvienta, por muy bien que la tratasen. Gabriela asentía y le daba la razón, al tiempo en que reconocía para sí la justeza de todo cuando la cocinera le decía; pero a sus años era difícil sustraerse a los ensueños y Gabriela se sentía feliz imaginando sabe Dios qué cosas sobre ella y sus señores.
Por eso el gesto de Isabel para con ella tuvo el efecto de llenarla de gozo y al tiempo de confianza, de la cual vino la determinación:
- Señora... yo estoy muy preocupada por Carlitos..., quiero decir el señorito Carlos. Claro que ustedes, Don Carlos y usted, quiero decir, son sus padres y no es lo mismo... Pero yo también..., es decir..., que también siento preocupación por verlo tan..., bueno, malito y...
- Lo sé, Gabriela... El señor y yo lo sabemos y te agradecemos tu...- la interrumpió con vehemencia la joven
- No señora..., es decir..., lo que digo es que me gustaría decirles a ustedes que a lo mejor..., si ustedes quisieran... - se interrumpió otra vez como si no encontrara las palabras o no se atreviera a decirlas.
Otra vez la alentó Isabel, esta vez mostrando más interés que condescendencia.
- Tranquilízate, hija, y di lo que tengas que decir, que nadie te reñirá sea lo que sea.
Asintió con fuerza la criada y declaró:
- Si señora... Pues digo que al señorito no le encuentran nada los médicos, y ya lo vieron unos cuantos..., pero el sigue enfermo y... usted ya sabe como está. Y digo yo si usted y el señor no han pensado en buscar otra ayuda...
- ¿ A qué te refieres, Gabriela?
Temió Isabel que la chica volviera a sumirse en el silencio llevada de su evidente nerviosismo, pero esta vez pareció que la sirvienta había conseguido el valor que necesitaba, pues declaró sin titubear:
- Pues yo había pensado que podrían llevar al niño a la señá Nicasia y …
- ¿ A quién dices?
- Pues la señá..., digo la señora Nicasia, que es prima de mi tía, por parte de su madre, que a mi no me toca nada... Pero es una buena mujer y sabe de males y la van a ver muchas personas con padecimientos a los que nadie encuentra remedio... Pero ¿ sabe usted, señora ?... La tía Nicasia, que así la llaman muchos, les echa el ojo y en un dicho y no dicho les dice lo que les aqueja y cómo han de curar de ello. Hierbas, emplastos y cosas semejantes; todas sanas y que no hacen daño. Y así digo yo que como el señorito no mejora, pues que a lo mejor la tía Nicasia puede dar con lo que tiene y remediarlo y...
- Ya te entiendo, Gabriela...- hizo una pausa Isabel en la que trató de encontrar las palabras precisas para no herir a la muchacha – Me parece interesante lo que me dices, pero he de hablar con el señor; ya imaginas que en estos asuntos hay que mostrarse de acuerdo, por el bien del niño.
No pudo evitar Isabel un gesto de ternura al ver como asentía Gabriela y la mezcla de alivió y satisfacción que emanaba de la expresión de su rostro.
- Te agradezco mucho tu preocupación por el pequeño... Y ahora continúa con lo que tengas que hacer, que será ayudar a Manuela con la comida – la miró con una tierna sonrisa y un cariñoso apretón en sus hombros que tuvo la virtud de sumir a su sirvienta en algo parecido a la felicidad.
- Si señora..., ahora mismito – declaró Gabriela y se alejó pasillo adelante camino de la cocina.
Quedó parada Isabel en el pasillo con expresión pensativa. Su primera reacción al oír la propuesta de la muchacha había sido mandarla a callar y prohibirle ese tipo de supercherías en su casa. Había recibido Isabel una educación que no dejaba resquicios a supersticiones ni milagrerías y aún la religión se tomaba en su casa más como una convención social que como algo en lo que nadie de su familia creyera firmemente, ni aún su madre, para escándalo de sus abuelos, estos sí, devotos católicos. Por ello las palabras de Gabriela habían tenido el primer efecto de irritarla; sin embargo tenía que confesarse que tal sentimiento había durado realmente muy poco. En parte por el entusiasmo y la bondad que mostraba su sirvienta y en parte, tenía que reconocerlo, por la desesperación en que empezaba a caer por el estado de su hijo, Isabel había empezado a considerar la posibilidad de..., tal vez...
Sacudió la cabeza como intentando alejar un fútil pensamiento y echó a andar hacia el salón. Lo abrió para encontrarse a su marido mirando con expresión absorta por la ventana que se abría en un lateral de la sala y al pensamiento de Isabel volvió la conversación que acababa de mantener con Gabriela; si Carlos no hubiera estado ensimismado en sus pensamientos hubiera percibido, sin duda, el ademán dubitativo de su esposa:
- Carlos...- y si la preocupación no estuviera absorbiendo su juicio, habría notado que su mujer cambiaba el tono de su voz, como si se hubiera arrepentido a última hora de lo que comenzara a decir- Ya has llegado... Pronto estará la comida y podrás echarte un rato a descansar.
-¿Y el niño?
- Se ha dormido y ahora descansa.
- Me han hablado de un médico de Lisboa que obra curaciones portentosas en pacientes difíciles. Zabalza lo hizo visitar a su esposa y ha mejorado mucho con su tratamiento... Ya sabes, la señora gruesa con las piernas hinchadas... - asintió Isabel sin decir nada- El único inconveniente es que habría que viajar a Lisboa..., pero podemos arreglarlo.
De nuevo asintió Isabel sin decir palabra, pero con las lagrimas cayéndole ya sin contención por sus mejillas. Avanzó hacia ella Carlos y la abrazó sin decir nada y así permanecieron un tiempo que no sabrían dilucidar, hasta que sintieron a Gabriela tocar a la puerta para anunciar que la comida estaba preparada para cuando los señores quisieran.