CAPÍTULO XXVIII
La Navidad del año del Señor de 1819 no fue demasiado feliz para Isabel. Era la primera vez que en tan señaladas fechas se encontraba separada de sus seres queridos y, además, sin posibilidad alguna de encontrarse con ellos, por remota que fuera. Isabel era consciente de que se encontraba en una situación muy delicada, prófuga de la justicia, buscada por la Iglesia y amparada por una familia a la que expondría a las mayores calamidades si su imprudencia y su temeridad la hacían descubrirse. Por ello contuvo sus ansias de correr hacia la casa de sus padres, de abrazarlos y de recuperar a su hijo, que era, a la postre lo que más deseaba en aquellos momentos. Los meses de frío y mal tiempo, los días cortos y desapacibles del fin del otoño y comienzo del invierno en Madrid, habían hecho, para mayor desgracia de Isabel, que las salidas de Carlitos se espaciaran en el tiempo, de manera que cada vez fue más difícil para su madre verlo salir de casa, contemplarlo siquiera con disimulo y a distancia, observar cómo caminaba desenvuelto y feliz junto a su abuela o su aya. Sin aquel consuelo, la tristeza fue invadiendo a la mujer, que no veía salida a su situación. Llegó a considerar que lo mejor para ella sería entregarse y salir de aquella vida de ocultación y desesperanza, y sólo el respeto hacia la familia de don Marcelino y la consideración de que tal acto los pondría también a ellos en manos de la justicia, conseguía disuadirla. Por otra parte se representaba las consecuencias de sus impulsos, la pérdida definitiva e irrevocable de su marido y su hijo, y aquel pensamiento la sumía en un temor tal que se culpaba por haber siquiera concebido la idea de tal aberración; al menos hasta que los días, la ausencia y el desaliento lograban minar su determinación y volvía a concebir ideas de entrega y rendición.
En verdad, sólo la dedicación de doña Margarita, los ánimos de don Marcelino y la entrega absoluta de Juan para con ella, conseguían levantar su espíritu y proseguir día a día sin que sus desfallecimientos consiguieran arrastrarla a una rendición absoluta. “La plaza no se entrega hasta que no cae el último soldado”, solía decir el militar, y con tal espíritu procuraba Isabel afrontar el día a día en su triste situación, en la que no lograba vislumbrar alguna salida que le infundiera siquiera una leve esperanza. Alguna vez su protector le había insinuado la posibilidad de huir de España, a Francia o quizás a América, pero en aquellos momentos a Isabel se le antojaba tan irrealizable que no atinaba más que a negar, si bien en su fuero interno no tenía por menos que reconocer que esa era la única solución que le quedaba, aunque para ella representara poco menos que la muerte, pues significaba separarse, quizás para siempre, de Carlos y su hijo.
Con tales ánimos se aprestó a pasar la Navidad, de manera que la ausencia de sus seres queridos en aquellas fechas tan llenas de recuerdos y añoranzas familiares, la sumió en un estado de tristeza del que sólo logró sobreponerse en atención a la familia que la albergaba y protegía. Se propuso no amargar con su tristeza las vidas de sus protectores en aquella fechas y así echó mano de su fuerza de voluntad para dominarse y no caer en la desesperanza y la amargura. Don Marcelino y su familia procedían de Asturias y su condición de militar le impedía estar con sus allegados, de manera que celebraban la navidad recogidos en aquella pequeña familia de la que ella formaba ya parte. Se dispuso, pues, a participar de sus celebraciones y ayudó en su apresto, aparentando un buen ánimo que estaba lejos de sentir.
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Don Carlos Monreal se encontraba nervioso e inquieto en aquellos días. No es que sus labores atendiendo al convento le privaran de su sosiego y tranquilidad. Los oficios diarios y atender a las confesiones de la monjas eran sus ocupaciones habituales, que despachaba con ánimo rutinario, por más que en ocasiones alguna de las profesas se despachara con acusaciones de pecados que más le valiera no haber oído, pues al cabo, y a pesar de la sotana, era hombre y con facilidad para perturbarse. Tampoco las ocupaciones de la Navidad le traían desasosegado, pues no eran especialmente gravosas tratándose de cura de convento, a quien aquellas celebraciones no traían mucha diferencia con respecto a las habituales del resto del año.
Pero el antiguo canónigo se hallaba nervioso, inquieto, se diría incluso que sumido en el desasosiego; sin embargo sólo él conocía la verdadera razón y esta no era otra que hacía ya varios días que no lograba ver a Isabel. No dejaba don Carlos de acecharla en sus visitas a la calle del Arenal, no dejaba de seguir sus pasos para contemplarla a escondidas, con disimulo, pero sintiendo con ello una satisfacción que lo colmaba de algo parecido a la felicidad. Sabía que no podía tenerla – al menos en aquellas circunstancias-; comprendía que su estado y el de ella impedían lo que sus imaginación y su anhelo deseaban, pero al menos gozaba con su presencia y, viéndola sin ser visto, se hacía la ilusión de estar juntos y de tener lo que seguramente jamás obtendría. Pero en estas ilusiones lo sorprendió el invierno, el frío, el tiempo desapacible, el niño recluido en casa de sus abuelos y la madre desesperada que llegaba para no encontrarlo y que cada vez espaciaba más sus aventuras para ver a su hijo, conformada a dejar pasar el tiempo para que la primavera le permitiera contemplarlo otra vez en la distancia.
Don Carlos Monreal no era, sin embargo, hombre que se diera fácilmente a la conformidad. Si Isabel no se dejaba ver cerca de la casa de sus padres, don Carlos buscaría la forma de dar con ella. Y para ello no se le ocurrió otro expediente que frecuentar las iglesias que se encontraban en el centro de la ciudad. Nunca había querido seguir a Isabel de vuelta de sus visitas a la calle del Arenal; le parecía que así salvaguardaba la intimidad de la mujer y evitaba saber algo poco conveniente tratándose de una prófuga a la que por nada del mundo quería delatar. Mejor no saber dónde paraba y de esta manera evitaría revelarlo en caso de ser requerido a ello. Sin embargo el antiguo canónigo calculaba que Isabel no debía alojarse demasiado lejos de la calle donde vivían sus padres y su hijo, pues de otra manera le resultaría demasiado gravoso andar yendo y viniendo casi a diario- al menos con el buen tiempo-. Supuso así que la mujer debería frecuentar alguna de las iglesias que se asentaban en las cercanías de la calle del Arenal, pues no demasiado lejos de ésta debería estar su refugio.
Lo que no conocía don Carlos Monreal era el poco apego de Isabel a cuestiones de iglesia y clérigos. Sin ser completamente descreída, menos atea, no era menos cierto que la prófuga nunca tuvo demasiado interés en la religión; y sí cumplió de jovencita con los preceptos de la Santa Madre Iglesia fue más por convención social e imposición familiar que por piedad o beatería. Como fuera que tampoco le convenía andar de aquí para allá en sus circunstancias, Isabel no frecuentaba oficios ni liturgias, cosa que nadie le tomaba en cuenta en la casa que la acogía. No obstante, doña Margarita sí mostraba afición a latines y consagraciones, de manera que Isabel, atendiendo al afecto que le demostraba, determinó acompañarla a los oficios en fechas tan señaladas como las de las fiestas de la Natividad. Asistió con ella a la Misa de Gallo en la iglesia de Santiago, pues a tal parroquia pertenecía su protectora y a la misma iglesia la acompañó el día de Año Nuevo. Recatada, sin levantar nunca el velo, por ocultarse a miradas indiscretas, asistía Isabel a los oficios de forma mecánica, pues aunque los seguía, según le enseñaron desde muy niña, nunca los tuvo por sentidos. Acabó así la ceremonia y salieron cogidas del brazo para volver a casa cuando, al doblar la esquina de la calle de Santa Clara, Isabel se detuvo de golpe, aferró el brazo de doña Margarita y apretó el paso de manera que poco le faltó para echar a correr. Sin alguien hubiera podido contemplar su rostro tras el velo sin duda se hubiera asustado de la palidez mortal que lo cubría y si otro aún le hubiera preguntado, incluso la cosa más trivial, se hubiera encontrado el silencio por respuesta, pues Isabel estaba tan turbada que hubiera sido incapaz de emitir sonido alguno.
Para su pesar don Carlos Monreal sí se apercibió de la turbación que había provocado en Isabel, pues nunca quiso causarla o permitirla. Había estado recorriendo las iglesias en que estimaba pudiera hallar a la mujer con el ánimo de entreverla en la distancia, como hacía en las proximidades de la casa de sus padres. A la de Santiago llegaba tarde, en cuanto pudo liberarse de los oficios en el convento, y no contaba con verla sino al salir de misa con mucha suerte. Lo que no esperaba era doblar la calle de Santa Clara y encontrarse con ella de frente, ver que lo reconocía, contemplar cómo, a través del velo, su rostro adquiría una expresión de sorpresa y miedo, y de qué manera apretaba el paso, como si huyera del mismo diablo. Su imprudencia y sus ansias por verla habían provocado la turbación de Isabel y ahora sólo Dios sabía cuáles serían las consecuencias.
Sólo cuando las mujeres llegaron a casa pudo doña Margarita obtener alguna respuesta de Isabel, pero no fue otra que un balbuceo en el que difícilmente se podía entender algo que no fuera la palabra huir. Procuraba calmarla doña Margarita y a la sazón Juan, que no tardó en llegar, pero Isabel parecía cada vez más presa de una agitación incontrolable que rayaba la histeria. Así las encontró don Marcelino, que irrumpió en la casa con similar agitación, tal se diría que se hubiera contagiado de Isabel. Sin embargo en su rostro se podía apreciar cierta expresión de satisfacción y alegría, y en su mirada excitación casi febril. No pudo hablar al encontrar el cuadro que pintaban Isabel descompuesta y su mujer presa ya de la desesperación. Al fin tomó las riendas de la situación y haciendo gala de su autoridad obligó a Isabel a sentarse, calmarse lo suficiente como para poder hablar con coherencia y a explicarse. Lo hizo la prófuga contando cómo había reconocido a don Carlos Monreal, quién era éste y la necesidad urgente de que ella huyera, por salvarse y por no comprometer a sus protectores. Asintió con gravedad don Marcelino, tomó asiento junto a Isabel y acto seguido esgrimió una amplia sonrisa que, si no fuera por la gravedad del momento, hubiera sido contagiosa, de tan sincera y satisfecha. Cuando habló lo hizo de forma sentenciosa y grave:
- Nadie se moverá de esta casa – levantó la mano para atajar las protestas de Isabel- Reconozco que la situación es preocupante, pero dadas las circunstancias creo que no llegará la sangre al río.
Hizo una pausa para dar más énfasis a sus palabras y dijo con un profundo gozo:
- El teniente coronel don Rafael de Riego se ha levantado en Las Cabezas de San Juan... Nadie se moverá de esta casa hasta ver en qué para España.