CAPÍTULO X

 

Caminó don Carlos Monreal procurando pasar desapercibido, pero sin exagerar el gesto, por que nadie pudiera fijarse en él. Desde media mañana había estado deambulando por los alrededores de las oficinas de la Intendencia, anejas al palacio del intendente. No le fue difícil el disimulo, pues el edificio se hallaba en la plaza de San Juan, junto a la Catedral y no lejos de las Casas Consistoriales, de manera que pudo ir y venir aparentando tratar asuntos en uno u otro, sin dejar de otear el edificio de donde esperaba ver salir a don Carlos Sanz, el objeto de su vigilancia. No sabía el canónigo a qué hora pudiera ser esto, pues de todo el mundo era sabido que para los funcionarios no se hicieron ni horarios ni disciplinas, de manera que lo único que sabía de cierto es que en algún momento de la mañana don Carlos abandonaría su oficina para ir a casa o a la tasca, a tomar algún refrigerio que aligerara el duro encierro entre aquella lóbregas paredes. Por lo demás, la cercanía de la plaza al palacio arzobispal inquietaba al canónigo, temeroso de aque alguno de los de sotana reparara en él y entablara conversación que le impidiera cumplir con sus propósitos. 

Al fin su espera tuvo recompensa, pues a eso de las doce y como Monreal había previsto, Sanz salió de la Intendencia y enfiló una de las calles que bajaban de la plaza, en dirección contraria a la de su domicilio, de lo que coligió el canónigo que la salida obedecía a refrigerio en alguna de las tascas que abundaban por los aledaños. Se complugo además de que fuera solo, pues había temido alguna compaña que diera al traste con sus pretensiones. No bien hubo visto el clérigo al funcionario comenzó a seguirlo procurando pasar desapercibido hasta que llegara la ocasión de abordarlo. Sin embargo, mostró en esto una evidente torpeza, o que su atavío cuadraba mal con su pretensión, pues a poco y sin duda por el ruido de su sotana, don Carlos Sanz se volvió y reparó en su presencia. A ello siguió una franca sonrisa y un afable saludo, que dejó un tanto desconcertado al canónigo. 

- ¡ Don Carlos! En buena hora. ¿ Cómo se encuentra? - hizo una pausa el marido de Isabel antes de preguntar- ¿Se acuerda de mí, verdad? Coincidimos en... 

- ¡¿No me iba a acordar, don Carlos!? Desde luego que sí. Y, dígame, ¿cómo se encuentra su esposa?- reaccionó con rapidez el clérigo y aprovechó la ocasión para trabar con el otro la conversación que deseaba. 

- Muy bien, gracias... O eso espero. Anda por Madrid desde hace unos días; visitando a sus padres, ya sabe. 

- Me alegro... Pero, ¿a dónde se dirigía...? No quisiera distraerlo de sus ocupaciones. 

- No, no, por Dios. Nada importante. En verdad me dirigía a tomar un caldo a cierta taberna de por aquí... para reponer fuerzas, ya sabe. 

- ¿Se refiere a la taberna del jerezano? Ahí es donde tienen el mejor caldo de cocido del occidente de la península..., que digo de la península... de Europa entera. 

Esgrimió el funcionario una amplia sonrisa y una risita socarrona antes de contestar: 

- De Europa, si señor, y no digo de las Américas por no parecer exagerado. ¡Acompáñeme, don Carlos, y comprobemos si estamos en lo cierto o nos dejamos llevar por la gazuza de la hora en que estamos! 

- Vamos pues – replico el canónigo aparentando un buen ánimo que estaba lejos de tener. 

No tardaron mucho en recorrer los escasos metros que los separaban de la referida taberna, que hacia su caja diaria precisamente de lo que allí se dejaban funcionarios de la Intendencia y consistoriales, a más de los que vivían al socaire de la catedral, no todos, pero los más, desde luego, clérigos, que en estos asuntos eran duchos y difíciles de superar. El lugar no tenía parangón con la tasca en la que don Carlos se entrevistara con el coadjutor y que, a la postre, era el motivo por lo que se encontrara allí, tratando de salir con bien de una situación delicada y comprometida para él. Aquel establecimiento se mostraba amplio, luminoso y, si no limpio, cosa difícil en los de aquel gremio, si al menos con apariencia de aseado. Se distribuían las mesas y sillas destinadas a los habituales en un pequeño patio porticado, pues el establecimiento aprovechaba una casa de vecinos adquirida a tal fin por un indiano que invirtió una buena parte de su riqueza en aquella industria, destinando la otra a dote de sus tres hijas, que pasaron a ser partidos codiciados sin que la ocupación de sus padres fuera mayor impedimento. Buscó el canónigo entre aquellas la que le pareció mas discreta y procurando que no semejara imposición, condujo hacia ella a Carlos; no dejaron de saludar en el camino a algún que otro conocido, entre los que no faltaron los que manifestaran no disimulada curiosidad por ver a aquellos tocayos juntos. No bien se hubieron sentado apareció el mesonero, en consonancia con el lugar, de apariencia limpia y ordenada, y a él, casi sin dejarlo hablar, ordenaron sendos caldos de puchero, de los que tan buena fama tenía el lugar. Los sirvió rápido el regente y propietario elogiando la buena mano de su señora esposa, autora de tamaña maravilla culinaria, y se retiró haciendo gala de una discreción extraña entre los de su ocupación. 

- El olor ya alimenta ¿no le parece, don Carlos? - inquirió el funcionario. 

- Desde luego. El sitio tiene fama por esta especialidad y por sus vinos, que, según tengo entendido, son de la parte de Almendralejo - hizo una pausa el canónigo al ver la expresión de desconcierto de su acompañante, pero enseguida aclaró. - Vaya, olvidaba que llevan ustedes aquí poco tiempo como para conocer las excelencias de la tierra. Almendralejo es pueblo grande y, como su comarca, de buen vino y no peor aceituna. 

- Pues habrá que probarlo, aunque en mejor hora, que esta es para reponer fuerzas con algo más contundente. 

Se aplicaron los dos a sorber despacio el caldo humeante y sustancioso y a poco, cuando el líquido comenzó a ejercer su habitual efecto reconfortante, ambos se recostaron ligeramente sobre el respaldo de sus asientos y adoptaron una actitud satisfecha. 

- Y dígame, don Carlos, ¿el viaje de su mujer es para mucho? 

- Espero que no... Cosas de mujeres, ya imagina. Sentía cierta nostalgia por sus padres y decidió ir a visitarlos por unos días. Yo lo llevo bien, pero Carlitos, mi hijo, empieza a estar un poco raro. Sin duda la echa el falta, aunque no hace sino cuatro días que partió. 

Quizás si Carlos no hubiera estado tan reconfortado por los efectos salutíferos de la bebida habría reparado en el movimiento de incomodidad que hizo su contertulio. Éste, por su parte, y superado el primer momento de sobresalto, decidió aprovechar la ocasión para abordar el motivo de toda aquella trama. 

- Es verdad; tengo entendido que tienen ustedes un hijo, aunque no lo conozco. ¿Que edad tiene? 

- Seis años... Es todavía muy pequeño, pero muy despierto para su edad, si se me permite la pasión de padre. 

- Desde luego, don Carlos, es su privilegio. Creame cuando le digo que la paternidad o la imposibilidad de ella, es lo que peor llevo del estado eclesiástico. ¿Ya le buscaron preceptor? Pero quizás es demasiado pequeño aún... 

- No, no. En absoluto. Poco tiempo lleva recibiendo enseñanza, pero se muestra contento y satisfecho. A decir verdad desde el primer momento manifestó gusto por la instrucción.

- Lo educan en casa, claro, aquí... es difícil encontrar institución acorde a niños tan pequeños y... - lo interrumpió el funcionario con cierto apasionamiento.

- Pues es el caso que nosotros hemos creído encontrarla y usted debe conocerla. Se trata de la academia que regenta don Gaspar, el párroco de San Andrés... Sin duda usted lo conoce...

- Sí, sí, claro... - hizo el canónigo un estudiado mutis que enseguida obró el efecto deseado.

- ¿ No lo aprueba, don Carlos? Creí que... 

- ¡ Oh, si, si ! No me malinterprete – repuso el canónigo- Es sólo que me parece que don Gaspar es demasiado mayor para niños tan pequeños... 

- Pero es buen preceptor, ¿verdad?- el tono del funcionario mostraba  algo semejante al recelo. 

-  ¡Oh, si, no me cabe duda! 

No esperaba Monreal la reacción del funcionario, antes al contrario, su pretensión había sido plantar en el padre del niño cierta duda o aprensión que le llevara a buscar otro preceptor para la criatura. Se había debatido durante algunos angustiosos días sobre la mejor manera de tratar el delicado asunto que cayera en sus manos – en maldita hora – desde las del coadjutor de San Andrés – a quien el diablo hubiera confundido - En ellos ni durmió en condiciones, ni pudo comer a solaz, ni atender como era requerido sus asuntos en la catedral. Al fin había determinado que, si conseguía que el niño dejara de frecuentar a don Gaspar, el caso se iría olvidando y no llegaría a mayores. Después sería el momento de ajustar las cuentas con aquel depravado como debía hacerse en el seno de la santa institución a la que ambos servían. Decidida la acción se trató de establecer el método, de manera que los padres del niño al fin determinaran cambiar de preceptor para su hijo. Aquello debía hacerse, sin embargo, con extrema sutileza, no fuera a devenir en un exceso de celo paterno que llegara a airear todo el asunto. Al fin, don Carlos Monreal determinó para sí que tenía que conseguir sembrar la semilla de la duda en aquellos padres sobre lo conveniente de tener a su hijo en la academia del tal don Gaspar. Decidido a lo cual no le cupo duda de que el padre sería el progenitor adecuado. Doña Isabel se le antojaba demasiado inteligente como para caer en tal manejo. Otra cosa sería su marido, pues a antojársele menos despierto, se unía su condición de hombre y, como tal, confiado y manejable por alguien con la suficiente habilidad. Y si no la tenía un clérigo en estos menesteres no había nadie que la tuviera..., como no fuera una mujer. Así razonó don Carlos Monreal y al punto en que se encontraba le llevó tal reflexión. Llegado al cual no sabía cómo concluir, pues ni podía poner en duda la capacidad de don Gaspar en la enseñanza – cosa sobre la que le pedirían cuentas al fin y a la postre, comprometiendo su posición-, ni mucho menos airear el verdadero motivo de aquella conversación. Maldijo Monreal su torpeza y al final decidió no seguir por aquel camino. 

- No me eche cuentas, don Carlos. No soy ducho en estas lides y sólo me parecía que niños tan pequeños se ponían en manos más jóvenes para su primera instrucción.

- Pues ahora que lo menciona, señor canónigo, no le falta razón. Mi mujer y yo consideramos esa conveniencia, pero en esta ciudad, y no me juzgue mal, no es que se disponga de muchas opciones para elegir.

- Así es, no cabe duda. Son los inconvenientes de las provincias...

- Por lo demás, he de decirle que Isabel y yo estamos contentos con don Gaspar. A nuestro entender mantiene el necesario equilibrio entre la disciplina y la permisividad en niños tan pequeños. Y Carlitos aprende, que, al fin, es de lo que se trata. 

Aquella defensa del preceptor dejó a Monreal sin argumentos; ya no era posible la insistencia sin riesgo de mostrar una inquina hacia el preceptor que exigiría, sin duda, una explicación. Decidió cambiar de conversación hacia una totalmente trivial y retirarse a sus cuarteles de invierno.

Se despidieron con afabilidad a las puertas de la Intendencia. Sanz tan afable como al principio, el otro Carlos con una falsa sonrisa que ocultaba la frustración que sentía en aquel momento. Cuando quedó sólo el canónigo dirigió sus pasos hacia la catedral, pero a su puertas se arrepintió y comenzó a caminar por la ciudad en actitud meditabunda. Quien lo contemplara lo juzgaría inmerso en profundas cuestiones, quizás teológicas, tal vez morales. Pero el pensamiento de don Carlos Monreal era más práctico y se centraba en maldecir su torpeza, renegar del coadjutor y execrar al párroco. Llegó a su casa casi sin ser consciente de ello y para entonces el canónigo había  tiempo tiempo de tomar una decisión: esperaría una temporada por si al fin había conseguido sembrar la duda en don Carlos – aunque pocas esperanzas ponía en ello- y, en caso contrario, actuaría en consecuencia.