CAPÍTULO XXXIV
-Pase usted, don Carlos, el señor obispo le espera.
La expresión amable y el tono obsequioso de don Antonio no permitieron, empero, que Monreal se relajara. Había sido vuelto a llamar a su antigua diócesis por don Mateo y no las tenía todas consigo sobre el motivo; mucho temía don Carlos que no fuera sino para reprocharle su falta de diligencia en el asunto de la vigilancia de Isabel. Tal era así que había pasado no poco tiempo preparando una respuesta que fuera al tiempo convincente y exculpatoria. En verdad no debería resultarle demasiado difícil, pues la mujer no había dado motivos para que él faltara al cometido que le diera el obispo. Nunca se ocultó y nunca pretendió hacerlo desde que el nuevo gobierno ocupara el poder en el reino, de manera que don Carlos no tuvo dificultad alguna en saber dónde vivía y a quién frecuentaba. Por ese lado don Carlos Monreal debería estar tranquilo, pero tratándose de don Mateo, cualquier cosa podría suceder. Entró pues en su despacho con todas las prevenciones lógicas en quien no esperaba de su anfitrión cosa buena y temiendo lo peor, que en eso don Carlos era gato escaldado.
- Con su permiso, Ilustrísima.
- Pase, pase, mi querido Carlos – debió poner el aludido una expresión de desconcierto absoluto, pues el obispo casi suelta una carcajada al verlo- Pero no ponga esa cara hombre. Siéntese y tranquilice su cuerpo y su ánimo, que parece usted cuerda de violín.
Lo hizo don Carlos y procuró que, al menos, su azoramiento no se notara demasiado.
- Pues es el caso, don Carlos, que le he mandado venir de forma definitiva a esta su casa. Todo pasa y su desempeño ha sido bueno y leal, después de su error, que no vamos a traer ahora, pues sería cosa de mal gusto.
- Gracias, don Mateo, yo... - seguía azorado don Carlos y le costaba reaccionar ante lo que estaba oyendo.
- Nada, nada. Ahora debe tomar medidas para retomar su antiguo cometido – interrumpió don Mateo la efusión del otro con su mano- Si, don Carlos, queda usted repuesto en su puesto de canónigo de esta santa catedral. Espero que la resolución sea de su agrado y conveniencia.
- ¡Desde luego, Ilustrísima! ¡No se qué decir, yo...!
- Pues nada diga, don Carlos. Rehaga su vida y sus quehaceres, pues me consta que ha reflexionado y comprendido que es en el seno de nuestra Santa Madre donde tiene sentido la vida de hombres como nosotros.
Asintió don Carlos y no acertó a decir nada. Sí lo hizo don Mateo, y el tono de su voz adquirió cierta inflexión que no hizo sino poner en guardia al canónigo.
- Es es el caso, sin embargo, que existen ciertas dificultades en todo este asunto... No, no se alarme, don Carlos – más que alarma era prevención, y el aludido procuró poner alerta todo su entendimiento para lo que fuera a venir- Pero usted convendrá en que no todo el cabildo va a comprender su enmienda ni será tan indulgente como este pobre obispo.
Asintió don Carlos pero nada dijo.
- Usted, sin embargo, no se dé a resquemores y sea comprensivo con ellos. Al fin y al cabo aquel fue un tema desagradable que poco a poco se irá olvidando, delo por seguro – hizo una pausa don Mateo para que sus palabras calaran y acto seguido siguió sin dar tregua – Por cierto...; ya sabe usted que la..., señora, está en esta ciudad, con su marido. Están desterrados por liberales y conspiradores, que ni me explico cómo han pagado con tan poco interés sus deudas.
- Sí lo sabía, don Mateo. Le perdí la vista en Madrid y me costó averiguar dónde se hallaba, lo cual me desagradó, pues mi obligación era tenerla vigilada. Mira por donde había vuelto precisamente aquí. Más parece ironía del destino.
- O dictamen de la providencia, querido amigo. Por cierto que se me está ocurriendo la forma de allanar su vida en la ciudad y en el cabildo... Sí, por cierto... - hizo una pausa don Mateo cómo si estuviera madurando una idea que se le acabara de ocurrir y tuvo que reprimir una sonrisa irónica don Carlos, pues demás sabía que nada había de ocurrencia en aquel gesto. Lo que no hubiera maquinado don Mateo no se le ocurriría ni al mismo diablo. Esperó el canónigo con gesto de fingida expectación y no tuvo que esperar para recibir la sentencia.
- Pues sí, don Carlos, la providencia nos ha tomado bajo su protección... Se me ocurre que puede hacer usted una buena labor aprovechando la confianza que le tomó esta familia. Acérquese a ellos, disimule y vigile; estoy seguro de que cometerán algún desliz que los lleve ante la justicia y paguen de una vez.
Procuró don Carlos contestar enseguida, porque su silencio no fuera interpretado como duda o negación:
- Desde luego, don Mateo; es buena idea y no creo que ande usted descaminado, pues este tipo de personas no abandona nunca sus intenciones.
- Así lo creo hijo mío. Haga usted esa labor, consiga descubrirlos y le auguro el beneplácito de todos, clérigos y seglares. Ya un día le sugerí que estaba usted llamado a altos logros, esta será la forma de recomenzar el camino que había iniciado.
- Muchas gracias, don Mateo, por todo... No sé cómo...
- Nada, hijo, nada... Ahora déjeme con mis asuntos que son pesados y más para un anciano.
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Salió don Carlos con el ánimo decidido y no poco satisfecho. Había recuperado su antigua condición y ahora debía ocuparse de no pocas cuestiones para volver a asentarse en la ciudad. Después vendrían sus nuevas obligaciones... Sin saberlo, don Mateo le había proporcionado la excusa perfecta para estar cerca de Isabel. Bien sabía Dios que había pasado muchas horas tratando de encontrar la forma de acercarse a aquella mujer que lo tenía conturbado, y ahora se le abría la posibilidad de hacerlo sin levantar sospechas. Don Mateo lo enviaba, de manera que por ahí tenía el camino expedito. Otra cosa sería Isabel, pero algo le debía, de modo que confiaba en que no rechazara su presencia, aunque en este punto no las tenía todas consigo. Recordaba los reproches que le dirigiera la mujer y su propia respuesta airada y, aunque en Madrid parecía haberse mostrado cortés, no estaba seguro don Carlos de su intención. Tendría que encontrar una excusa para acercarse y en eso el obispo también le había servido sin proponérselo. Desde luego no pensaba don Carlos denunciar a Isabel, ya fuera que hubiera matado al rey; esa sería la llave para llegar a ella. Se convertiría en su cómplice y protector, en su encubridor; ello le daría la proximidad a Isabel que tanto anhelaba.
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Don Mateo levantó la mirada de los papeles donde fingía concentrarla en cuanto sintió la puerta del despacho cerrarse tras don Carlos Monreal. Se echó hacia atrás en su asiento y murmuró para sí:
- Y con el mazo dando...
Tiró después de un cordón que se hallaba situado tras él y esperó. No tardó en aparecer su secretario, solícito, como siempre.
- Antonio, por favor, acérqueme el paquete que traje esta mañana.
No tardó en reaparecer el secretario con un bulto no muy voluminoso, envuelto en papel grueso y atado con cuidado con un cordel de los que se usaban para los embutidos.
- Gracias Antonio, déjelo sobre la mesa y retírese.
Volvió el secretario a la antesala con la expresión hierática de siempre, pero en su fuero interno devorado por la curiosidad. ¿Qué sería aquel paquete tan extraño del señor obispo? Nunca había hecho nada semejante, de manera que don Antonio se tuvo que ocupar en dominar la intriga que lo carcomía. Todo ello cesó de golpe cuando, al cabo de un rato, se abrió la puerta y apareció la figura de don Mateo. A decir verdad don Antonio tuvo suerte de encontrarse sentado en aquel momento, pues de haber estado de pie, a buen seguro hubiera dado con sus posaderas en el suelo. Había aparecido el obispo vestido con ropas seglares, pero de tal guisa que cualquier persona honrada se hubiera cambiado de acera si lo hubiera encontrado de frente. Vestía ropajes gastados, rotos en algún punto, que le daban la apariencia de maleante y no de los menos peligrosos. Remataba con un sombrero de ala ancha, que hubiera supuesto la reprobación de Esquilache y que cumplía a la perfección su intención de tapar la cara de don Mateo. Levantó el chambergo para dejarse ver de don Antonio y reprimió una sonrisa al ver la expresión del fiel secretario.
- De esto ni una palabra, don Antonio. No lo repito más.
Asintió el otro sin poder dar salida a su voz y contempló cómo el prelado tomaba la puerta y desaparecía de la cámara.
Enfiló don Mateo la calle Zapatería donde a aquella hora de la tarde, ya cayendo la noche, apenas encontró algún vecino que volvía a casa. En horas de la mañana la calle bullía con las gentes que subían a la Plaza Alta, buscando el mercado que solía aposentarse en el amplio espacio y en los soportales, pero a la caída de la noche, aparte de sus vecinos, la calle sólo la frecuentaban gentes que buscaban alguna taberna de su parte alta, ya pegada a la plaza, y las calles aledañas, conocidas por sus casas donde el sexo femenino tenía una de sus industrias más antiguas. Llegó don Mateo embozado a la taberna que buscaba, lugar poco recomendable como no fuera para gente bragada o con mucha necesidad de esconderse de los alguaciles, pues ni éstos se atrevían a frecuentarla. Nadie aparentó mirarlo cuando entró, pero nadie perdió detalle de que llegaba parroquiano menudo, embozado y no habitual del lugar, de manera que todos los allí presentes se pusieron en guardia y palparon las cachas de sus facas. Se apercibió don Mateo, pero nada hizo y nada tenía que hacer, pues tenía tan asumida su condición de prelado de la Santa Iglesia que en su conciencia nadie se hubiera atrevido a levantar la mano contra su persona. Soberbia lo llamarían algunos, dignidad lo llamaba él; en cualquier caso tal esgrimió y se acercó decidido a una mesa del fondo, que ya le habían indicado y donde vislumbraba en la penumbra a la persona que iba buscando.
- ¿Es usted el que llaman Bartolo?- dijo sentándose enfrente del interpelado y con un tono tan alto que algunos de los presentes, esparcidos por aquí y por allá en otras mesas, se volvieron a mirar con disimulo.
- ¡Calle usted, no sea imprudente! Y no dé nombres o no hay trato que valga – le contestó el tal Bartolo en un susurro.
Asintió don Mateo y consiguió enmendarse, pues imitó el susurro del otro.
- Me lo han recomendado y...
- Lo sé. Su curita pequeño y gordito anduvo dando muchas vueltas para encontrarme, tan torpe que aún no sé por qué he venido. No quiero acabar en manos de justicias antes de tiempo...
- Él le anticipó el asunto, me consta... ¿Está usted dispuesto?
- Asunto raro es, pero por mil reales, se hará como quiere.
- Recuerde que la mujer es lo que importa..., el marido me trae sin cuidado, pero tampoco estaría de más si...
- Se hará como más convenga, descuide... El pago...
- El pago es de ley. Usted sabe con quién trata y tiene por ello plena garantía.
- Porque sé con quien trato, y no se ofenda, pudiera tener garantías, pero no confianza. Será por anticipado o no será... Mándelo con el otro.
Dudó sólo unos instantes don Mateo, pero al fin declaró:
- Sea... Y que sea todo lo antes posible.
- En cuanto haya oportunidad, descuide.
Salió el obispo y no se cuidó de más. Salió el llamado Bartolo al cabo de un rato cuidándose de todos, los de dentro y los que pudieran estar fuera, pero sin duda pensando en los mil reales; de otra forma quizás se hubiera apercibido del que lo miraba a hurtadillas, con la cara escondida tras la jarra de vino, y el fino oído, acostumbrado a confesiones musitadas, atento a las conversaciones de la taberna.