CAPÍTULO XXXII
Nunca supieron si fue broma del destino, si hubo casualidad en ello o si alguna mano negra movió los hilos para conseguirlo, pero Carlos recibió orden de partir a destierro a la ciudad de Badajoz; debía ir allí de forma inmediata y residir en la ciudad, acompañado de su familia, hasta nueva orden. No era infrecuente que ciudades alejadas de la Corte sirvieran como lugares a donde desterrar a proscritos por motivos políticos o a delincuentes por delitos que no hubieran vertido sangre. Las Islas de Canarias eran el lugar preferido para ello, por su lejanía, pero tras el fin del gobierno de los sublevados contra el orden legítimo eran demasiados los desterrados y no convenía que se concentraran en un sólo sitio. Así pues, se decidió repartirlos por la Península, si bien cuidando de que estuvieran bien alejados de Madrid y en lugares pequeños y no bien comunicados. No recibieron bien Carlos e Isabel su destino, por los malos recuerdos que les traían y los enemigos que allí habían dejado. Empero, tenían que reconocer que, al menos, la ciudad les era conocida, era lugar agradable y estaba cerca de Portugal. Esto era la principal ventaja de Badajoz, el estar en la raya y permitir el paso al país vecino sin demasiada dificultad. O al menos así lo pensaban Carlos y su esposa; si las cosas se ponían peor al menos podrían exiliarse a Portugal y de allí viajar a Inglaterra, como otros tantos liberales habían hecho, buscando en aquel país la libertad que se le negaba en el suyo, aunque sufriendo penurias económicas que los tenían poco menos que en la indigencia y viviendo casi de la caridad del gobierno de la Gran Bretaña.
No a tanto llegaba la situación monetaria de Carlos e Isabel, pero tampoco era precisamente boyante y coincidía con la de los exiliados en Inglaterra en basarse poco menos que en la caridad. Depurado de su trabajo, Carlos había dejado de ser funcionario y ocupar cualquier puesto en la administración; no tenía otros medios de vida, así es que sólo pudieron mantenerse con el poco dinero que les hacían llegar sus familias, especialmente la de Isabel. En verdad debían a los padres de ésta poco menos que la supervivencia; no sólo por el dinero que les allegaban, sino, aunque esto no lo confesaron nunca, porque intercedieron de seguro para evitar penas más severas para Carlos o un destierro a lugar más lejano e inaccesible. No fue poco servicio a su hija y su yerno el acceder a quedarse con Carlitos, siquiera fuera hasta que la situación mejorase. En esto no se hicieron los abuelos mucho de rogar, pues sentían adoración por su nieto, pero fue un alivio para sus hijos, que pudieron prescindir de una boca en aquellos momentos de penuria económica. Esta fue la excusa que pusieron a los abuelos; en verdad prescindir de su hijo en aquellos momentos les resultó tan doloroso como necesario para el niño. Temían la reacción de la criatura al volver a la ciudad que conoció el episodio que todos intentaban olvidar y que tanto le había afectado, de manera que, desde un principio, determinaron que Carlitos no debía ir con ellos a Badajoz. Por suerte la orden de destierro no lo incluyó, o se hizo la vista gorda al tratarse de un niño tan pequeño o, al fin, volvió a intervenir don Saturnino para conseguir lo que eran tan necesario.
Como quiera que fuese Carlos e Isabel se asentaron en la ciudad de la mejor manera que pudieron. Encontraron una casa, más económica que la que habían tenido, no sin cierta dificultad, pues pocos estaban dispuestos a arrendar bienes a desterrados políticos en aquellos tiempos. Aunque modesta no dejaba de ser cómoda y bien dispuesta, de manera que el matrimonio se aposentó como mejor pudo con los pocos muebles que pudieron traer de Madrid. Tuvieron que prescindir de servicio, pues a las dificultades económicas se unía el resabio y la desconfianza que los lugareños sentían hacia ellos. No intentaron, desde luego, localizar a Gabriela, la que también les sirviera en su anterior estancia en la ciudad; primero por no comprometerla y después por evitar traer al presente recuerdos y situaciones que era mejor evitar. Por la misma razón no salían apenas de casa, carecían de vida social y procuraban pasar desapercibidos, sin que estas circunstancias les resultaran demasiado desagradables. No estaban las cosas para idas y venidas, ni para pasatiempos u ociosidades; de modo que se aplicaron a pasar lo mejor que pudieran y a no complicarse la vida de forma innecesaria. Por tal motivo rehuían a otros desterrados como ellos, que, desde luego, si no en abundancia, si habían ido a parar a la ciudad a purgar sus culpas y su afán de libertad. No les costaba trabajo, en verdad, pues lo mismo hacían los demás, temerosos de ser represaliados con más gravedad si eran descubiertos en actividades subversivas.
Y es que esta era la principal preocupación de todos ellos y, por supuesto, de Isabel y Carlos. El fin del gobierno liberal había traído la persecución de cuantos habían seguido estas ideas y el rey, así como el gobierno por él nombrado, se mostraban especialmente celosos en perseguir a todo aquel que mostrara la menor inclinación por las ideas liberales. Hasta el último rincón llegaba la vigilancia de los agentes de la Superintendencia de Vigilancia Pública, no otra cosa que una policía creada ex profeso para atajar cualquier atisbo de vuelta al liberalismo. Y en verdad Carlos e Isabel podían dar fe de ello, pues no tardaron mucho en recibir la atenta visita de tan eficiente institución.
Fue a poco de haberse instalado en su nueva casa, una tarde, mientras Carlos se afanaba en redactar cartas de presentación con la idea de hacerse conocer entre los comerciantes de la ciudad, e Isabel procuraba decorar su nueva casa de manera que se pareciera lo más posible a un hogar. Su marido había pensado dedicarse a los negocios, al asentamiento de mercaderías en la ciudad y sus alrededores, quizás también en la vecina Portugal, para lo que esperaba contar con la ayuda de su familia, perteneciente a este gremio. Isabel no tenía demasiadas esperanzas en que las pretensiones de su esposo llegaran a buen término; estaba convencida de que los nuevos gobernantes – que no eran sino los de siempre- les hicieran pagar sus actividades políticas más allá de su destierro a Badajoz y la depuración de su marido. Sin embargo nada dijo de sus aprensiones y procuró poner buena cara y ayudar en lo que pudo a Carlos en sus empeños.
Como si el destino hubiera querido darle la razón, aquella tarde acudió a abrir la puerta con temor, como si intuyera que aquellos golpes firmes, aunque no violentos, no trajeran precisamente una visita de cortesía. Abrió la puerta para encontrarse con dos hombres bien vestidos, no mal encarados y con modales educados aunque en absoluto indecisos. Descubrieron sus cabezas y uno de ellos declaró:
- Son ustedes los señores de Sanz; somos de la Superintendencia y veníamos a... presentarles nuestros respetos.
El gesto del policía desmintió la aparente amabilidad de sus palabras, pues entró en la casa sin esperar la invitación de Isabel y lo mismo hizo su colega.
- Le agradecería nos condujera ante su esposo, señora – dijo esto mientras penetraba en la vivienda mirando aquí y allá con total desfachatez e Isabel no tuvo más remedio que indicarles el camino correcto, pues ya estaban enfilando su dormitorio.
- Por aquí caballeros; mi marido se encuentra en la sala, y tendrá a bien recibirlos, no me cabe duda.
Sonrieron los otros ante el atisbo de dignidad e ironía de Isabel y la siguieron con displicencia no disimulada. Procuró adelantarse ésta por tener tiempo de poner a Carlos sobre aviso, pero se encontró a los funcionarios pegados a su espalda, vigilando cada movimiento que hacía.
- Carlos..., estos señores son de la policía – apenas abrió la puerta de la sala donde trabajaba su marido Isabel le espetó aquellas palabras, temiendo sobresaltarlo, pero sin tener otro remedio. No dejó de sorprenderse del aplomo de su esposo.
- Pues que pasen, querida. No seamos descorteses con estos caballeros.
No esperaron posterior indicación los aludidos y entraron en la sala mirando a todos lados con curiosidad y entremetimiento. Sólo después de un momento parecieron darse cuenta de la presencia de Carlos y fijaron en él su atención, pero lejos de amilanarse ante aquella actitud despreciativa, el señor de la casa los miró con una irónica y – al menos en apariencia- confiada sonrisa.
- Así que es usted Carlos Sanz - notó el aludido la falta de tratamiento y procuró contener la ira que empezaba a dominarlo- No nos repesentábamos así a un facineroso de su especie.
Avanzó Carlos un paso al oír aquellas palabras pero, por fortuna, lo retuvo el brazo de Isabel que, prudente, se había colocado a su lado. Suspiró quedo su marido y sólo dijo:
- No sé cómo me imaginaban, pero ya ven que los facinerosos podemos tener una apariencia normal.
No gustaron esas palabras a los policías y el que todavía no había hablado avanzó hacia él hasta pararse a escasos centímetros. Resultó ser el de más autoridad y su voz, profunda y amenazante, parecía puesta en su garganta para subrayarla:
- Tenga cuidado con lo que dice... señor mío. No está en situación de galleos ni lindezas semejantes. Sepa que la Superintendencia está sobre sus pasos y sobre los de usted..., señora – fijó su mirada sobre Isabel con tanta dureza que ésta bajo la suya.
- No crean que sus influencias – continuó volviéndose a encarar con Carlos- podrán librarlos siempre. Ándense con cuidado y no olviden que estamos sobre ustedes.
Sin esperar respuesta encaró la puerta haciendo un gesto al que parecía su subordinado, pero antes de salir se volvió para declarar:
- Cada semana los quiero ver en la Superintendencia..., a los dos. Me rendirán cuenta personalmente de sus andanzas. Pregunten por Gómez y no me falten..., por su bien.
Nadie los acompañó a la salida. Oyeron la puerta cerrarse con firmeza y cuando Isabel quiso dirigir la palabra a su marido se sorprendió ante su reacción, pues se dirigió a la mesa, retomó la pluma y declaró con aparente tranquilidad:
- Acabo esta carta y te acompaño a dar un paseo..., parece que hace buena tarde.
Esperó unos instantes Isabel y contestó con una sonrisa:
- Desde luego Carlos; sí que apetece un paseo con este tiempo. Iré a prepararme.