CAPÍTULO XXII

 

Llevaba media tarde Isabel tratando de quedarse quieta en la labor que se traía, no otra que intentar bordar algunas servilletas para días especiales, pero no lo lograba más que a ratos más bien escasos. De continuo se distraía, se quedaba pensativa con las manos quietas y acababa levantándose para pasear distraída por la habitación. No pocas veces acababa mirando por la ventana del cuarto, descorriendo las cortinas con discreción, no fuera a ser que alguien desde la calle o alguna de las vecinas que vivían en la casa de enfrente, se apercibiera de su curiosidad. Que no era cosa de mujeres discretas andar fisgoneando y mostrándose en ventanas y balcones. Qué traía perturbada a Isabel sólo ella lo sabía, pero si hubiera tenido un confidente íntimo y de total confianza, le hubiera confesado que el motivo de su nerviosismo no era otro que don Carlos Monreal. Y es que después de la conversación, o mas bien enfrentamiento, que tuviera con él, a la tristeza que inundaba a Isabel por su hijo, vino a sumarse una sensación de desconcierto peculiar. Don Carlos había sido contundente en la respuesta a sus reproches; había dejado bien claro que él era un clérigo importante y que por encima de todo estaba su entrega a la institución que servía; había, en fin, sido bien tajante en no admitir censuras por cuestiones que hacían a su posición como miembro de la Iglesia. Pero no sería mujer Isabel si hubiera dejado de notar aquello en la mirada del canónigo, aquella postura de su cuerpo, aquel halo casi imperceptible, pero revelador para quien supiera mirar más allá de lo aparente. Y era eso lo que tenía perturbada a Isabel; eso era lo que conseguía sacarla de la obsesión por su hijo, y lo que había padecido. Por esa razón no conseguía centrarse demasiado tiempo en la labor, por más que se obligaba a ello, y continuamente la dejaba para calibrar si aquello sería cierto o sólo eran imaginaciones suyas, cómo era posible que hubiera sucedido y si don Carlos Monreal actuaría en consecuencia... De qué manera lo haría en su caso y... De nuevo Isabel se levantó para pasear distraída por la habitación, o así lo hubiera juzgado alguien ajeno a cuanto bullía en su mente. Porque su pensamiento se agitaba al considerar lo que había creído percibir en la mirada y los gestos del canónigo, pero llegaba a perturbarse cuando, en ocasiones, recalaba en una idea que llegaba a atormentarla... ¿Qué haría ella si llegaba el caso de que don Carlos Monreal...? ¡Pero no debía pensar esas cosas! ¡No eran más que una locura en la mente de una madre dolorida! Sí, eso era... Y así Isabel se obligaba a sentarse y retomar la labor, sólo como forma de evitar pensar en aquellas ideas que se alojaban en su mente. 

Pero en aquella ocasión, en aquella vuelta a la mesa donde esperaba el bordado, algo distrajo la atención de Isabel. Fue una visión fugaz, una mancha dibujada a través de los cristales de la ventana junto a la cual bordaba, pero que captó su interés de una manera insuperable. Despacio, como temiendo ver lo que había intuido, se acercó a la ventana y descorrió los visillos con delicadeza, anhelando, al tiempo que temía, confirmar su primera impresión. No tardó en comprobar que lo que le pareciera en un principio era acertado. En la acera de enfrente, parado junto a un árbol de los muchos que sombreaban la calle, se hallaba don Gaspar Sánchez, el párroco de San Andrés, el ser abyecto que había profanado a su hijo. Isabel se sintió turbada hasta el punto en que tuvo que morderse los nudillos para no gritar, al tiempo en que se aferraba a los visillos, buscando un asidero que la mantuviera de pie. Allí estaba el maldito cura que tanto hiciera sufrir a su familia, el que hiciera daño a lo que más amaba en el mundo. Y no estaba solo... Isabel no había reparado en ello, tan conturbada se encontraba ante la visión de don Gaspar, pero éste tenía con él a un niño, de edad parecida a Carlitos. Hablaba con la criatura como si la conociera, con confianza y simpatía, y el niño respondía con la timidez propia de alguien tan pequeño. Isabel supuso que se trataría de alguno de los niños de su academia, la misma a la que había asistido su hijo cuando... Isabel cerró los ojos, abrumada por el dolor que aquel pensamiento le trajo. Cuando los abrió la escena había cambiado un poco, y ese cambio iba a significar el de su vida entera. Su mirada capto la mano de don Gaspar en la cabeza del niño y cómo descendía hacia su hombro. Después dejó de verlo todo. 

Las gentes que pasaban por la calle y sirvieron de testigos a los alguaciles refirieron que la mujer salió de la casa con paso decidido, pero sin demasiado apresuramiento. Unos dijeron que llevaba en su mano un cuchillo grande, otros que unas tijeras como de costura, pero todos coincidieron en que se acercó por detrás al cura, que a la sazón hablaba con un niño, y sin mediar palabra le clavó el objeto que llevaba varias veces, hasta que el señor cura, el de la parroquia de San Andrés cayó al suelo, mientras el niño salía corriendo despavorido. Después la mujer se volvió a meter en la casa de donde había salido.

Isabel subió las escaleras despacio, con las tijeras de la labor todavía en mano, ambas cubiertas de sangre, y sin saber muy bien qué había hecho. Sí lo sabía Gabriela. La sirvienta había visto a su señora saliendo de la casa en actitud extraña, pero no preguntó nada. Se dirigió al cuarto de costura para recoger lo que hubiera dejado su señora sin ordenar y contempló los visillos a medio descorrer. Decidió ordenarlos y al acercarse a la ventana pudo ver a Isabel acercarse despacio, pero decidida, a don Gaspar. Su mente despierta supo qué iba a suceder antes de que su señora clavara las tijeras en el cuerpo de don Gaspar; la primera vez en la nunca, como un descabello de todo punto mortal; las siguientes donde pudo alcanzarlo, incluso tendido ya en el suelo. Cuando volvió a ver a Isabel ya estaba subiendo las escaleras y ella esperándola en la puerta de la casa.

- ¡Por Dios, señora, qué ha hecho!- Isabel la miró con expresión de no entender qué le decía, y nada respondió. 

Gabriela tuvo entonces la presencia de ánimo de comportarse como si no tuviera sólo diecisiete años, sino muchos más.

- ¡Tiene usted que huir ahora mismo!- dijo con determinación. 

La tomó del brazo con firmeza, la cubrió con una mantilla, por tapar la sangre que manchaba aquí y allá su vestido, y la hizo dar media vuelta para encaminarla de nuevo a la calle. Había acudido la gente y rodeaban el cuerpo muerto del párroco, pero imperaba un extraño silencio. Sin embargo, tan abstraídos estaban, que no se apercibieron de las dos mujeres que salían de la casa frente a la que se hallaba el cadáver, al otro lado de la calle. Sí las vieron las gentes que se iban acercando, atraídas por el revuelo y la curiosidad, pero ajenos a cuanto había ocurrido no les prestaron atención. Isabel se dejaba conducir con docilidad, entregando su persona y su destino a aquella muchacha que había decidido con determinación qué había que hacer. Y eso era lo que necesitaba, alguien que decidiera por ella, alguien que le marcara el camino a seguir..., y así ella podría reposar y abandonarse. Encontrar un descanso que llevaba buscando y que necesitaba desde hacía mucho tiempo.

Con ese ánimo siguió Isabel a su criada por donde ésta quiso llevarla y sin apercibirse de adónde iban. La chiquilla, empero, tenía idea clara de lo que se proponía hacer y se dedicó a ejecutarlo con total empeño. Dando más de un rodeo, pero procurando no demorarse, condujo a Isabel hacia Puerta Trinidad. Temía la muchacha que se cerraran las puertas en cuanto la voz del suceso corriera y se diera la orden, para evitar la huida del homicida, de modo que necesitaba salir de la ciudad antes de que esto ocurriera. Pero juzgaba con buen tino que la primera en cerrarse sería la del Pilar, por estar más cercana a la casa de sus señores. Salir por la de Trinidad les llevaría dar un largo rodeo una vez fuera de las murallas, pero lo creía más seguro. Y así lo llevo a efecto. Cruzaron sin que nadie les estorbara, aunque entre las gentes que transitaban por allí ya se conocía la noticia, que en sucesos de este tipo, las lenguas corren más que el viento. Se dirigieron un trecho hacia el río Rivillas, pero antes de llegar a él torció Gabriela a su derecha y fue buscando el camino de Olivenza ya sin tanto apresuramiento, pues el trecho y los nervios empezaban a cobrarse su tributo en el cansancio que sentía. No parecía tal su señora. Isabel se dejaba conducir obediente, sin decir palabra, y limitándose a dirigirle de vez en cuanto una mirada en la que la muchacha creía ver agradecimiento y obediencia, de tal manera que parecía que Isabel fuera la chiquilla y ella su madre. Comprendió en ello el estado de turbación en que se hallaba su señora y trató de animarla: 

- No se preocupe señora, todo se arreglará. Ahora iremos a ver a la tía Nicasia y ella nos ayudará. No se preocupe por su marido, que estará bien. 

Al instante comprendió su error la muchacha, pues en cuanto Isabel escuchó aquellas palabras pareció dar en sí y se detuvo de repente.

- Mi marido y mi hijo... si... Yo debo...

- Ahora no puede hacer nada señora – reaccionó Gabriela con prontitud y decisión, tirando del brazo de su señora para hacerla avanzar- Ellos están bien y es usted la que necesita que la ayuden.

La miró por un momento Isabel como si no comprendiera bien lo que oía, a qué se refería la muchacha con aquellas palabras; pero al cabo de un instante reaccionó y, como si de pronto despertara de una pesadilla, declaró:

- Si hija mía, si. Ayúdame, por Dios, y que él te lo pague. 

- De momento que nos ayude la tía Nicasia, que en ella tengo más confianza. 

Así anduvieron todo lo aprisa que les permitían sus cansadas piernas, hasta que vislumbraron las casas allende las murallas donde vivía la tía Nicasia. Gabriela suspiró y acortó el paso; incluso se detuvo un instante en alisar sus faldas y las de su señora, y en quitar alguna hierba que se les había adherido.

Miró a Isabel y sonrió nerviosa:

- Bueno, señora, ahora vamos a visitar a la tía Nicasia, de modo que tome mi brazo y vayamos paseando con tranquilidad. Estas son buenas gentes, pero no tontas y sí necesitadas. 

- Vamos hija, y que sea lo que Dios quiera.