30

Aquella mañana luminosa se había despertado con una extraña sensación de euforia. Madrugar hace bien a las neuronas, la energía del sol ayuda al cuerpo, pensó sinceramente. Se dijo a sí mismo que aquel día debía ser el gran día. Desayunó con ganas, añadiendo una buena dosis de cafeína a su sangre. Se sorprendió con la fuerza de aquel chorro de orina golpeando en la loza y barruntó que los dioses estaban en aquel momento de su lado. Después de la ducha se dirigió al armario para elegir un atuendo adecuado para la ocasión. Dudó un momento entre la camiseta de la selección o aquel viejo chándal de la suerte, el que llevó cuando, hace ya más de diez años, salió campeón. Es cierto, ahora le tocaba preparar el partido de otro modo. Ahora sus inquietudes eran otras y sus sueños también. Esa tarde pensaba gritar como nunca, aporrear el bombo si era necesario, escalar el alambrado para abrazar al goleador. Era la gran oportunidad para volver a ser los primeros y era imposible desperdiciarla. Se peinó con un poco de fijador, se calzó las zapatillas blancas y salió a recorrer el barrio buscando a sus compañeros. Entraron en varios bares buscando inspiración y encontraron vino y apuestas. Fueron cosechando banderas y bufandas, juntando fuerzas para animar a su equipo.

El grupo iba creciendo según se acercaban al estadio y llegaba la hora del partido.

La pelota dormía en un sótano y un empleado con mono azul terminaba de pintar las líneas sobre el césped.

Un grupo numeroso de hombres con gorrita se distribuyó en torno a las gradas y comenzaron a chimar las puertas metálicas. Los tornos, como los molinos del Quijote, giraban sus brazos sin tregua. Uno a uno fueron entrando, sonrientes, los aficionados, con la esperanza infantil de ser mejores en la victoria.

De repente, a unos metros de la puerta 26, una mujer grita al ver correr la sangre de un hombre por un viejo chándal. Nadie sabe como empezó la discusión, tal vez eran amigos y venían juntos. Nadie lo sabe con certeza. Un coche patrulla se abre paso entre la gente. Un walky resuena con la fritura de siempre reclamando una ambulancia. Los del Samur llegan rápidamente. Un periodista es avisado, baja las escaleras de tres en tres con el peso del inalámbrico doblando el hombro derecho. Un médico disfrazado de hincha lucha contra una muerte estúpida.

Unos minutos después, una voz ronca habla en la radio para certificar que un hombre ha sufrido, junto al estadio, lesiones incompatibles con la vida.