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Aquella tarde no paró de hablar. Su voz iba ocupando cada rincón, creciendo como el oleaje de la pleamar. Los argumentos de su discurso se hundían en lo profundo de un cimiento de cemento, armado de palabras difíciles y opacas. El tono de su voz, agudo al final del día, se parecía a las sirenas de los barcos varados, roncas de pedir auxilio bajo la tormenta. La tormenta. Ahora recuerdo la corta historia del rayo que cayó dos veces en el mismo sitio. Sí, el rayo que cuando caía por segunda vez sobre el mismo lugar descubrió todo lo que destruyó la primera. Y se deprimió mucho.