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Para no alargar el caso la vista se celebró
el martes, hace de eso ya una semana, en uno de los salones, de
Santos. Asistieron el juez, el doctor Snyder, un jurado de seis
personas reclutadas en la calle, el señor Knight, de la fiscalía
del Estado, y el señor Bledsoe en representación de mi madre, Jill
y yo. Se dictaminaron tres veredictos: dos de homicidio justificado
y uno de accidente por ahogamiento, sin que se acusara a nadie. Así
se cerró el caso, y los tres salimos de allí libres.
Entonces ocurrió algo que ya referiré más
adelante, pero tras eso, nada durante dos o tres meses. Mi madre
volvió a Indianápolis y me llamó a menudo, pero no se presentó. Sin
embargo, los acontecimientos se precipitaron. Llegó un telegrama de
Arizona diciendo que mi padre estaba al fin libre. Así que, al cabo
de pocos días, él y mi madre se casaron y se presentaron en su
coche, una gran limusina Rolls en cuyo asiento posterior viajaba el
nuevo matrimonio, mientras que delante se acomodaban la secretaria
y el chófer. Todos los rostros estaban sonrientes. La cena nupcial
se celebró en uno de los hoteles más lujosos de Marietta. Mi padre
resultó llamarse John Gilmore Rider, de quien yo había oído hablar
como presidente de las líneas de autobuses Husky, aunque luego se
aclaró que ése no era más que uno de sus muchos negocios. Su cargo
de mayor importancia era la presidencia de Polaris Oil, la empresa
que inició Husky veinte años antes, como un medio de utilizar el
sobrante de gasolina. También se aclaró cómo él y mi madre se
habían conocido. Fue en el condado de Logan, en Virginia
Occidental, cuando ella era secretaria de la Boone County Coal
Corporation, en Clothier, y él un joven accionista de Polaris, que
establecía líneas de autobuses. Mi padre llevó a cabo diversas
gestiones respecto a mí, empezando por cambiarme el apellido,
mandarme a la universidad de Cornell para completar mi educación, y
luego trasladarme a Oklahoma para que aprendiera el manejo del
negocio de la Polaris, de modo que pudiera sucederle como
presidente cuando él decidiera retirarse. Yo le dije que más
despacio, que sería yo quien decidiera esas cosas, no él, y le hice
reír. Mas para mostrarme amistoso, accedí a grabar todo lo que
había sucedido, desde el momento en que Shaw aterrizó hasta que
terminó la investigación, de modo que su secretaria pudiera
mecanografiarlo, y él se enterara de todo. Aún no se ha decidido
nada, pero imagino que iré a Cornell y luego a Tulsa.
Bueno, acabo de contar lo de mis padres,
pero no lo de otra persona, y puede que se celebre otra boda antes
de la de mi madre. Tendré que retroceder un poco hasta aquella
tarde, después de que los policías se fueron y nos dejaron allí
sentados a los tres: mi madre, Jill y yo, en el salón de mi casa.
Al menos mi madre y yo estábamos sentados, ya que Jill se había
echado. Y mi madre cerró sus ojos diciendo:
—¡Qué maravilloso sería si ese teléfono
sonara ahora con la noticia por la que tanto he rezado! Bueno, no
rezo por eso. Yo no rezaría pidiendo la muerte de nadie, pero si se
ha de producir, ¿por qué no ahora, de modo que tuviéramos una
ceremonia doble?
—¿Doble? —pregunté yo—. ¿Doble qué?
—Boda, por supuesto.
—Madre, si tú te vas a casar, estupendo.
Estoy encantado. Será un día maravilloso, pero yo no me voy a
casar.
—Y tienes razón. Conmigo no, desde
luego.
Quien así habló fue Jill, como si volviera a
la vida.
—Bien, Jill, tú lo has dicho —asentí—. Y
ahora, ¿quieres marcharte?
—Me marcharé cuando esté lista.
—Te irás ahora.
—Anda, ve y dale un beso —me dijo mi
madre.
—¿Yo? ¿A quién?
Nadie se movió para irse, para besar o para
cualquier otra cosa, pero mi madre insistió:
—¡Eres como tu padre! Terco como una muía,
como una muía de esas que tienen en Kentucky, a las que hay que
pegar con un palo, un palo grueso, antes de que puedas llamar su
atención y acabar con su terquedad. La misma terquedad que me ha
permitido esperar veinte años, porque una vez él me dijo que
esperaríamos hasta que esa mujer muriese, y era demasiado cabezota
para cambiar de idea. Y yo tan tonta he esperado y esperado, sin
encontrar ningún garrote. Y ella sigue allí y yo aquí, así que ve y
bésala. Te lo digo yo, ¿me oyes?
—No estoy sordo —le contesté.
—¡Tú! —le gritó a Jill—. ¿Por qué no vas en
busca de un palo? ¿Por qué no le pegas con él?
—No hay palos.
—¡Pues pégale con esa bolsa!
Al oír eso Jill dio un salto.
—¡Ya estoy harta de esa bolsa! —chilló,
prorrumpiendo de nuevo en llanto—. Ha traído la desgracia. Todos
los que la tocaron han muerto, y yo no quiero que sea mi perdición
—se acercó a la chimenea, se apartó al quemarse las manos, y luego
tomó las tenazas, para vaciar con ellas la bolsa. De repente, me di
cuenta que quería arrojar el dinero al fuego. La agarré y la volví
a arrojar al sofá.
—¡No hagas eso! —exclamé—. ¡Esos billetes
sólo tienen gafe para quien los roba o intenta robarlos! Para los
otros, tú incluida, es dinero del bueno. Así que tómalo y vete. Es
tuyo. Tú vives sólo para él; por él has rezado y has mentido.
Acuéstate con él, quítate las bragas y bésalo y, una vez más, ¡vete
al infierno!
La obligué violentamente a levantarse y le
di un puntapié en el trasero. Ella se volvió, furiosa, y me golpeó
en la cabeza con la bolsa, agarrándola por la correa. Perdí el
conocimiento, pero primero vi las estrellas. Estuve sin sentido un
buen rato, y cuando recuperé el conocimiento no me podía poner de
pie. Hice acopio de fuerzas, me levanté tambaleándome y me dirigí
de nuevo hacia ella, que tenía los ojos muy abiertos. Sentí un
cosquilleo en el labio, y una gota de sangre cayó al suelo. Aunque
no me había golpeado en la nariz, ésta sangraba. Jill se acercó, me
obligó a sentarme en el sofá y echó mi cabeza hacia atrás, alzando
mi barbilla. Mi madre le entregó un paquete de kleenex que sacó de
su bolso. Luego se dirigió a la cocina y volvió con dos trapos para
secar los platos, limpios, uno de ellos mojado, que me puso en la
cabeza. Entregó el otro a Jill, que me lo metió debajo de la nariz
y lo sostuvo allí, todo el tiempo sentada a mi lado, de modo que yo
podía sentir su calor y suavidad, especialmente la turgencia de sus
senos. Empezó a murmurar cuánto sentía las cosas horribles que me
había dicho.
—Pero deseaba ese dinero. Era mío y no
quería perderlo. —De pronto me dijo—: ¡Pégame!
—¿Qué?
—¡Te he dicho que me pegues!
Se colocó de espaldas a mí, alzó su falda, y
se bajó los panties, de modo que se quedó desnuda de medio cuerpo
hacia abajo.
—Si no le pegas —observó mi madre— es que
hay algo raro en ti.
No le pegué. Seguí allí echado con los ojos
cerrados, preguntándome qué tenían que ver con lo que había dicho
su calidez, su suavidad y el olor que podía percibir en su pelo, y
lo resentido que yo estaba por ello. No podía ver otra cosa, y de
repente dejé de estar resentido. En vez de pegarle, la acaricié.
Luego la rodeé con mi brazo. Entonces su boca se encontró con la
mía. Si ustedes pueden adivinar el resto...